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Necesidad de porqués

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Vivimos una urgencia de esperanza ante la que no podemos cerrar los ojos. Ahí fuera, una inmensa multitud de hombres y mujeres de buena voluntad no aceptan ni comprenden el mensaje de la Iglesia. Su discurso –siempre bien intencionado y la mayoría de las veces acertado– les suena como una lengua arcaica y, lo que es peor, causa rechazo social a una gran parte de la población.

Se parece a ese santo varón que se presenta en una fiesta de la alta sociedad vestido con una sencilla túnica de lino, en sandalias y con barbas y cabellos reñidos con la higiene y la estética. Es un hombre de oración y vida ascética que lo único que conseguirá es que lo observen con escepticismo. A él no le importa, bien es verdad, pero ¿qué sucedería si tuviese que comunicar un mensaje de vital importancia para vencer la superficialidad que ahoga a aquellos asistentes? ¿Si fuera un misionero en unas tierras lejanas no aprendería la lengua de los nativos?

El mundo ha cambiado. Esta es una obviedad que nadie discute, pero que se puede afrontar de formas diversas. Aquellos que tercamente consideran que los odres viejos sirven para beber el vino nuevo, desde mi punto de vista, se equivocan. Las antorchas y las lámparas de aceite tienen una estética que nos seduce a muchos, pero para iluminar un campo de fútbol creo que son mucho mejores los vatios y los focos.

Por supuesto que el cambio no es ninguna novedad. Es algo que ha sucedido siempre. La amnesia histórica nos hace mirar hacia atrás como si lo hiciésemos a través de un velo que convierte el pasado en una película en blanco y negro. Cuando eres joven, parece que lo que estaba antaño nunca existió y, cuando maduras, tiendes al tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo cierto es que, lo ignoremos o lo idolatremos, el pasado es un engranaje que nunca se ha detenido. Permitidme, pues, esta sencilla imagen para ilustrar el paso del tiempo: las primeras comunidades cristianas se reunían para partir el pan en domicilios particulares y, en algunas ocasiones, incluso en lugares recónditos como las catacumbas romanas; en la alta Edad media, en modestos templos rurales y, hacia el siglo XIV, en inmensas catedrales que se llenaban de gente, sin bancos, donde se ponía el mercado si hacía falta.

Aquel primer kerigma apostólico ha llegado hasta nosotros en vasijas de barro, ¡pero después de que se hubiesen ido rompiendo una tras otra! El cambio y el movimiento social siempre han tenido su influencia a lo largo de estos dos mil años –no siempre positiva– y es por ello que, entre otras cosas, ha ido cambiando su lenguaje durante el transcurso de los siglos: desde el arameo y el griego, pasando por el latín, hasta llegar a las múltiples lenguas románicas, entre otras.

No es mi propósito abordar la desmesurada tarea de contar los cambios que ha sufrido la Iglesia a lo largo de los siglos, pero fueron muchos y muy importantes. Dos milenios no dan para menos. Estos cambios siempre fueron lentos, como los pasos de pesados paquidermos avanzando majestuosos. Sin embargo, los progresos tecnológicos sin precedentes que se sucedieron desde el siglo XX han contribuido a cambios tan rápidos y vertiginosos en nuestra sociedad que a veces no somos capaces de percatarnos de ellos. Más que una época de cambios, vivimos un cambio de época, donde el poder de la ciencia es absoluto e Internet y lo digital lo han transformado todo.

Durante más de veinte años dando clases a jóvenes, he acabado comprendiendo que ellos agradecen y valoran la cercanía y la buena voluntad de la Iglesia. ¡Pero no la comprenden! Las respuestas teológicas, morales y tradicionales les resultan tan lejanas como inútiles. Los andamiajes de la historia de la Iglesia tales como concilios, papados y dogmas les son indiferentes. Y no es que todo esto ya no sea importante. Nuestra historia es importante. Somos fruto de un devenir que nos aporta identidad, claro que sí. Sin embargo, si se trata de una nueva evangelización, de salir a la periferia y abrirlos a la trascendencia, es necesario aportar luces nuevas.

Y no me refiero a esa juventud que ha crecido en el seno de una familia cristiana que los ha ido acompañando en un ambiente parroquial –aunque algunos de ellos también–, sino a esa gran masa de escépticos de buena voluntad que ansían descubrir la verdad, pero que a la vez la rechazan. Se trata de generaciones de jóvenes –y no tan jóvenes– que solo son capaces de creer lo que comprenden, lo que razonan, lo que entienden. Hace muchos años que saben que somos fruto de la evolución, que sobre el cielo está la estratosfera y que al morir ponen las cenizas de nuestros seres queridos en una urna. Fin de la historia.

Es evidente que conocer y saber no es lo mismo que experimentar. Muchos llegan a la fe alentados por esas profundas vivencias que transforman sus vidas. Sin embargo, la mayoría vive del otro lado de la frontera, sin la más mínima esperanza de entender lo que sienten esos iluminados que creen en un ser inverosímil. Para muchos, se trata de la candidez de los poco inteligentes, de aquellos que necesitan creer en algo y se fabrican un Dios como hace más de tres mil años los hebreos se fabricaron un becerro de oro en su huida de Egipto.

Para ellos escribo este texto. Para ellos y para cualquier persona de buena voluntad que se encuentre observando el cielo de la vida esperando divisar alguna estrella fugaz que le envíe una señal. La verdad deslumbra cuando abres los ojos y, si quieres certezas absolutas, deja inmediatamente de leer. Ni la ciencia llena de miles de teorías puede dártelas. No hay certezas absolutas. Solo que un día moriremos. Pero si quieres que te guíe hasta ese misterioso umbral de la mano de la razón, te animo a que seas paciente y continúes leyendo.

Por poco que te pares a pensar, descubrirás que hay algo más que lo que vemos, aunque cada uno le dé un nombre diferente. En ese sentido, yo parto de mi formación cristiana. Es mi forma de ver el mundo, es mi forma de conocer a Dios… Pero también hay otros caminos, también puede haber otras respuestas religiosas y, quizás, no religiosas también. En cualquier caso, si tú estás en uno de estos caminos, te pido que le des una oportunidad. Solo intento desafiarte para que pienses y construyas tu forma de ver a Dios, o como decidas llamarlo, que creo que poco le importa.

Dios existe

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