Читать книгу Periodismo de mandarina - Javier Fariñas Martín - Страница 7
ОглавлениеIntroducción
Menudencias[1]
Años ha comencé a interiorizar los rudimentos de esta profesión en un periódico de provincias. En aquellos días rapiñábamos lo que podíamos, por lo general piezas pequeñas. Se trataba de sumar las palabras necesarias para contar historias breves, menudas, que los redactores avezados dejaban en la mesa de redacción dispuestas para que algún currinche se atreviera a hacerlas realidad. Y de esas noticias breves escribimos muchas sobre muchos temas. Eran historias sueltas, enmarcadas normalmente en una columna, y que amontonaban tanta vida cotidiana como una mañana de domingo en Cascorro.
No sé si es algo heredado de entonces, pero todavía hoy acumulo esa inquietud por la menudencia, por cuál será la próxima trastada de un niño travieso en una tienda de todo a cien o por la impaciencia de los peatones que anhelan el verde de un semáforo. Y con ese mirar quisquilloso hoy me fijo en Mogadiscio, donde sus calles vuelven a tener las placas que las identifican, y las viviendas, el número que las ubica. Si mi juvenil periódico de provincias hubiera estado en la capital somalí y la noticia hubiera sucedido en mi época de aprendizaje, probablemente me hubiera tocado escribir ese breve, en el que el quién, el qué, el cómo, el cuándo, el dónde y el por qué se deberían condensar en apenas tres o cuatro líneas. Una historia sencilla y menor que, sin embargo, considero más importante para la gente que una resolución de las Naciones Unidas que nadie se atreve a cumplir.
Palabras que suenan
No recuerdo cómo se llamaba mi profesora de Mecanografía. Después de una pregunta apresurada en el grupo de WhatsApp en el que estamos varios amigos de aquellos tiempos, tras algunas consultas a fuentes primarias y secundarias, no hemos llegado a la certeza del nombre. ¿Doña Marina? ¿Doña Carmen? ¿Doña Rosa? ¿Doña Ana? A falta de memoria o de fuentes más solventes y eficaces, casi por aclamación creemos que es, o era, doña Ana, porque ya entonces era una persona muy mayor, o al menos esa percepción teníamos. Es posible que no guardemos el recuerdo de su nombre porque para nosotros fue siempre la profesora. La profe, cuando aludíamos a ella dentro y fuera del aula.
La academia donde aprendí a golpear con sentido y orden las teclas de la máquina de escribir estaba situada en el primer piso de un edificio viejo de la arteria de Usera, un populoso barrio del sur de Madrid. Matriculado como estaba en un colegio masculino, aquella sala alargada con máquinas de escribir que tronaban como santa Bárbara el día de su fiesta, se convirtió en el primer espacio académico de intercambio bien entendido. Chicas y chicos nos afanábamos en hacerlo tan bien y tan rápido como el vecino o como la vecina de al lado o de enfrente. Eran tiempos de la antigua Educación General Básica, la EGB por la que nos regimos ciertos padres de ahora. Séptimo u octavo de EGB, no podría precisar. A punto de traspasar la frontera del Bachillerato, del BUP, en cualquier caso.
Aquellas clases eran cacofonía en estado puro. Letras como disparos al ritmo endiablado de los dedos. El ruido de los rodillos, del papel, de la vuelta de las hojas, de pasar las páginas del método para seguir las pautas, para repetirlas hasta el infinito, para memorizarlas e interiorizarlas. Para no olvidarlas hasta hoy. Una vez que adquiríamos ciertos rudimentos, cuando la profesora comprendía que éramos capaces de no atorarnos demasiado con los dedos, podíamos copiar textos de algunas revistas que siempre estaban por allí como material de apoyo a la docencia. Copié y copié en esos dos años infinidad de artículos, de toda temática y condición, de publicaciones de todo pelaje. Leer, teclear y volver a leer, para volver a teclear. Una hora con las teclas entre los dedos.
En aquella academia, por la que mis padres pagaban 1.000 pesetas al mes, todas las palabras, todas las combinaciones de letras posibles, martilleaban los oídos. Al principio aquel ametrallamiento sistemático, que tenía lugar a la hora de la siesta, era una condena a la que, poco a poco, te acostumbrabas. Incluso le cogías cierto gusto.
Mis primeros trabajos medianamente académicos los completé con una máquina de escribir roja. Una Olivetti pequeña, regalo de mi abuela por mi Primera Comunión. Después llegó un ordenador, y después otro, y después otro. Y los trabajos pasaron a ser en silencio.
Las redacciones en las que he trabajado, por una mera cuestión cronológica, no han conocido el repiqueteo de las palabras. Han sido espacios más o menos ruidosos, pero sin el traqueteo del tipo contra el papel y el rodillo. Quienes sí lo han conocido, como mi amigo Diego Tapia, recurren a una imagen, o a un sonido, muy parecido al que se convirtió en la banda sonora de mi infancia en aquella academia de Mecanografía: un aluvión de palabras, de rodillos girando, de golpes para sortear una línea y pasar a la siguiente, y de algún que otro exabrupto más o menos sonoro cuando la cosa no funcionaba bien, las palabras elegidas no eran las correctas, las ideas no corrían tanto como los dedos o, simplemente, el relato comenzado no valía la pena. Tiempos en los que no se podían salvar los textos apretando a la vez un par de teclas, en los que la memoria hacía referencia solo a la mente del periodista y no a los gigas de un determinado disco duro. Periodismo menos voraz pero, posiblemente, más auténtico que el actual, volcado en las plataformas, en cómo hacer un tuit, cómo ser más rápido, cómo utilizar las diferentes redes sociales que tenemos a nuestro alcance…, pero olvidándonos, en ocasiones, de lo fundamental, que es contar historias.
Desde la teoría y la práctica del periodismo, son muchas las definiciones sobre esta profesión –o este oficio– que se han desparramado sobre los no menos numerosos manuales y libros que reflexionan sobre este campo del hacer y del saber. Una de ellas, es posible que no demasiado ortodoxa pero sí muy elocuente, es la que en una ocasión ofreció el fundador y durante mucho tiempo director de La Repubblica, Eugenio Scalfari, para quien periodista «es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente»[2]. En esta imagen, que cuadra mucho con el mandamiento universal repetido por mil y uno de los grandes del periodismo de salir a la calle, ver lo que ocurre, volver a la redacción y contarlo, me encaja mucho más la tormenta interminable de caracteres impactando contra el papel blanco impoluto que la asepsia y el silencio de los textos redactados con el ordenador, con el atajo del corrector automático y el soporte siempre impagable de Internet. No me opongo, ni de lejos, a lo que ha significado el avance tecnológico al que estamos asistiendo, y que nos convierte en verdaderos seres privilegiados, pero sí creo que con la frialdad del teclado casi silencioso perdemos algo de magia, perdemos algo de frescura. Perdemos, discúlpenme la pedantería, algo de glamour.
La actriz cubana Alina Rodríguez, en la película Conducta[3], en la que fue su último gran trabajo antes de fallecer a finales de julio de 2015, interpretaba a Carmela, una veterana maestra de sexto grado en un colegio de La Habana. Carmela es la profesora de Chala, un niño de 11 años que vive en un contexto social y familiar desestructurado, lo que le llevará a un colegio de conducta, una especie de internado para niños con problemas de comportamiento o con familias quebradas. En un momento de la historia, Carmela está tecleando un informe en una de esas máquinas como aquellas con las que yo aprendí a mecanografiar. Una compañera del claustro, al oírle golpear con fuerza las teclas, le pregunta por qué no hace ese trabajo en una computadora. Y la veterana maestra responde: «Me gusta que suenen las palabras».
Ahí está una de las claves de bóveda de este texto. Suscribo las palabras del guion puestas en la boca de Carmela. «Me gusta que suenen las palabras». Que suenen por sí mismas. Me gustan aquellas que solo necesitan ser colocadas en el lugar oportuno. En el momento justo. Palabras llenas que no necesiten más que ir acompañadas de otras de su estirpe, sean estas adverbios, verbos, sustantivos, adjetivos. Palabras que nos cuenten cosas. Palabras que nos hablen de otros. Palabras necesarias para conocer a los demás.
Por eso, más allá de lo vintage de querer recuperar la banda sonora de las teclas sobre el papel y el rodillo, de la tinta desvirgando folios en blanco, mi deseo de que ese sonido no desaparezca metafóricamente de las redacciones tiene que ver con el impacto que las palabras deben causar en aquellos que nos leen, nos escuchan o nos ven. Nuestros relatos deben estar plenos de sonido. Nuestras palabras deben sonar. Y, además, si lo que tratamos de contar es la vida, sin aditivos, de los que no suelen aparecer en los medios de comunicación –los empobrecidos, los que no tienen historial en las hemerotecas, los condenados al silencio–, nuestras palabras deberán ser más ruidosas, más justamente ruidosas que las dedicadas a los demás: a los políticos, a los deportistas, a los famosos, a los oportunistas, a los trepas. Más ruidosas que las dedicadas a los triunfadores.
Para los empobrecidos, como decía Carmela en Conducta, son necesarias palabras que suenen.
Poco rimbombante, pero no menos relevante para animarme a dejar estas reflexiones en un papel, fue lo que me ocurrió en la primavera de 2014 en un ambiente universitario donde, es posible, jugué con el prejuicio de que los jóvenes que tenía delante eran personas preocupadas por los demás. Con el ejemplo de tantos chicos y chicas que hacen las américas, las asias o las áfricas todos los veranos en busca de echar una mano al prójimo, sobreentendí que aquel puñado de chicos que tenía delante de mí formaba parte del perfil solidario de nuestra sociedad. La excusa informativa fue el enésimo naufragio de inmigrantes subsaharianos frente a las costas europeas. Otro Lampedusa acababa de producirse y pedí a los jóvenes su opinión. ¿Qué les sugerían aquellos que se jugaban la vida para llegar hasta nuestra tierra? El silencio fue la primera y la segunda respuesta. Sin un resquicio para el desaliento, les animé a sacar un papel y plasmarlo en un pequeño texto. Algunos jugaron con informaciones más o menos incompletas, otros con lugares comunes, otros con un buenismo o un egoísmo bien interpretado. Todos menos una.
Aquella chica daba vueltas al bolígrafo como el examinado al que han cambiado, sin avisar, un temario que se sabía. Nada. No había idea que plasmar. Como no nos jugábamos nada más que revolotear con las ideas propias, no quise forzarla a escribir algo que o no sentía o no quería expresar. Pero, al cabo de un rato, me pidió que me acercara y charlamos un rato sobre el fenómeno migratorio, tras lo cual la inquirí por el blanco de su folio. «Perdone, no tengo opinión sobre esto. Nunca me he parado a pensar en ellos». «Nunca me he parado a pensar en ellos». No me escandalizó. Me sorprendió. Y me dolió. Mucho. Y me dio que pensar. ¿Qué estamos haciendo para que una joven políglota, con mundo y con formación no se haya parado a pensar qué ocurre para que miles de hombres y mujeres se jueguen su vida, la vendan o se dejen explotar para llegar a un paraíso donde no se los quiere? Algo estamos haciendo mal. Y por la parte que me toca, la de aquellos que nos dedicamos a contar las historias de los demás, incidí en la autocrítica. O no hablamos de ellos, o lo hacemos de una forma que generamos el efecto contrario al que ellos se merecen.
«Nunca me he parado a pensar en ellos».
De forma muy gráfica lo dejó escrito Iñaki Gabilondo en El fin de una época, cuando señala que «del mismo modo que nos bañamos o nos afeitamos, no podemos andar por la vida sin saber qué está pasando»[4]. Y las personas migrantes, los empobrecidos y los que viven de Cáritas también forman parte de eso que está pasando.
En este paso obligado que es la introducción me detengo en otro escalón. También relativamente reciente. Abril de 2013, cuando me incorporo a la revista Mundo Negro. Llego aquí con un bagaje de 10 años de trabajo en la radio y la televisión de provincias, y otra década de labor en la comunicación institucional de una organización dedicada al conocido como Tercer Sector. Y, sobre todo, llego como un liviano conocedor de lo que ocurre en África. Asiduo lector de prensa, era conocedor de los titulares, o sea Boko Haram, la crisis de Malí, la enfermedad de Nelson Mandela… y poco más. Por eso cuando llegué a la redacción de la revista dediqué los primeros días a buscar lo que decían los periódicos generalistas y los portales informativos de nuestro país sobre el África subsahariana, que es el auténtico foco de atención de la veterana publicación. Nada. Eso es lo que encontré durante días y días. Una cincuentena larga de países. Más de mil millones de personas. El granero y la principal reserva minera del mundo. Regímenes políticos de todo pelaje y condición. Elecciones y competiciones deportivas. Lenguas. Culturas. Manifestaciones artísticas. Empresarios brillantes. Investigadores punteros. Y nada más allá de los tópicos del terrorismo, el hambre o la corrupción. Buscaba África y africanos. Pero si hubiera buscado pobres o empobrecidos, posiblemente la respuesta hubiera ido en la misma dirección. La historia, como siempre, es la de los vencedores, la de los exitosos.
Aunque mi llegada a la revista antecedió al vacío intelectual de aquella joven sobre los inmigrantes, ahí podía estar la respuesta. No hay nada que pensar, porque nos hemos dedicado a contar poco sobre ellos, más allá de unos tópicos, unas historias y unas relaciones que no nos interpelan, no nos hacen replantearnos nuestra forma de vida y, sobre todo, no nos incomodan.
Añado aquí tres citas, leídas cuando amasaba estos capítulos que llevan forma de libro. Dos del día 28 de mayo de 2015. Una, de tres días después. Las copio y las cito.
Primera:
El lunes murió un chico. No hemos visto nada en las noticias. Ni políticos dando el pésame, ni la opinión pública movilizándose. No era europeo, y esa es la única causa. Bueno no, la única no. También era pobre. Un nadie[5].
Segunda:
El 16 de enero, según denunciaron desde el Consejo de Informativos de TVE, en un mismo telediario se dedicaron solo unos pocos segundos a informar de las denuncias del Consejo de Europa por las devoluciones en caliente de inmigrantes o a la comparecencia ante el juez por corrupción de Sonia Castedo, exalcaldesa de Alicante, mientras se empleaban casi cuatro minutos en informar del Día de la croqueta. La consigna #jesuiscroquette se difundió por el sistema interno de los trabajadores, como ironía para denunciar la banalización de los contenidos de los Telediarios[6].
Tercera:
Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentando no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente[7].
Con estos ingredientes bullendo dentro de mí, macero una reflexión que no es nada original, pero que quería compartir, con todas las contradicciones de las que soy capaz, pero también, igual que los boxeadores, con la capacidad de encajar todas las críticas que ustedes me trasladen.
He aquí algunas de las motivaciones que me han llevado a acometer estas páginas que siguen, en las que me alejo de cualquier doctrina y con las que no tengo, ni de lejos, el ánimo, las ganas, la actitud o el conocimiento necesarios para dar lecciones de nada a nadie. Siempre me he sentido en el banco de los aprendices. Escuchando y preguntando. Tomando notas. Recogiendo ideas. Y con esa actitud escribo este libro, que está plagado de contradicciones, pero que intenta recoger la desazón que me provoca el silenzio stampa que se cierne con frecuencia sobre los desheredados de la tierra.
Es la primera vez, después de completar la eterna tesis doctoral, que afronto un texto que excede los límites del reportaje. Los periodistas, y parafraseo de memoria a Pedro Simón, bailamos con los textos en baldosas de ocho mil, diez mil, doce mil caracteres con espacios cuando es un reportaje. Bailamos pegados a la actualidad en escenarios mucho más pequeños cuando se trata de noticias de menor fuste. Incluso, en mi bitácora me autolimité a las 20 líneas de rigor que lleva en su cabecera. Por eso, esto me da cierto vértigo. Ahora me he amarrado a la cintura de un texto de más largo alcance. He pasado del spot publicitario al largometraje sin palomitas para contar lo que ya he contado con un café delante a muchos colegas, compañeros, familiares y amigos. A poner por escrito algunas ideas que comparto con otros. A contar lo que no he podido en otros textos ya escritos. Por eso, en determinados momentos de estas páginas me trasladaré a mi blog, a historias ya firmadas o a testimonios que recogí, guardé y que ahora entiendo que se ajustan a esta reflexión como una cuña de madera a una mesa que cojea.
En este contexto se enmarcan las dos entrevistas que aparecen en esta obra y que he publicado en Revista 21 en los meses de junio y agosto de 2015. Los entrevistados son los autores de dos de los libros que más me han impactado siempre. Uno, Pedro Simón, autor de Peligro de derrumbe, una novela en la que pone rostro a los caídos por la crisis que sacude nuestra sociedad. Duro. Muy duro. Otro, Martín Caparrós, autor de El hambre, título que me he ido bebiendo a sorbitos porque era incapaz de tragar tanta dureza de un solo golpe. Fabulosos ambos. Necesarios ambos, aunque nos duelan. Y les aseguro que duelen. Los dos han sido publicados en el momento de la gestación de Periodismo de mandarina (el de Martín Caparrós ya había sido publicado en Argentina a finales de 2014, y aquí llegó la edición española). Los dos me han dejado cicatriz. Por eso, no compartir sus palabras en estas páginas hubiera sido un delito. Su pensamiento va más allá. Sin el corsé que imponen los redactores jefe para que los contenidos cuadren con las páginas de la publicación, las conversaciones con Caparrós y Simón aparecen aquí sin los obligados recortes que precisaron en aquel momento.
Las dos han ejercido el rol de clase magistral de sendos profesionales que han mirado de frente a los que menos tienen y que se han arremangado para contarlo. Un ejercicio por el que como lector les estoy agradecido.
Como uno debe intentar aparentar lo que es, a partir del primer capítulo va buena parte de lo que ha sido mi vida profesional, en Volgogrado, La Habana, Sarajevo, Joló, Buyumbura o Caracas. O, mejor dicho, aquí aparecen muchas de las personas con las que por allí me he cruzado con mi bolígrafo y mi libreta. Todos esos lugares no son más que escenarios diferentes desde donde se radiografía la misma enfermedad, que es el empobrecimiento, el hambre y la falta de libertad de muchos hombres, mujeres y niños que solo han cometido la indiscreción de nacer en Volgogrado, La Habana, Sarajevo, Joló, Buyumbura o Caracas.
Con todo esto, Periodismo de mandarina no pretende ser más que el cuaderno con las anotaciones de un periodista. Nada más. Aquel que espere otra cosa quedará profundamente defraudado. También por este motivo, aunque he realizado estos viajes trabajando para una radiotelevisión local, una organización internacional de ayuda y una revista dedicada al África subsahariana, y en la mayoría de los casos he ido acompañado de buenos compañeros y algunos amigos de profesión y de vida, he preferido optar por la narración en primera persona, porque la visión y la reflexión es de la persona y del periodista. Como en el ritual del matrimonio, para lo bueno y para lo malo, son mis palabras. No responden ni al ideario ni a la forma de ver la realidad de la radiotelevisión, la organización de ayuda o la revista. Es la mía.
No pocas veces, después de aterrizar en el aeropuerto de Madrid me han asaeteado en una especie de rueda de prensa permanente sobre la cantidad, calidad y cualidad de la pobreza de las personas con las que he vivido algunos días. Me gusta responder con nombres, con circunstancias, con paisajes, con contextos. Sí, es cierto, cuando acometo uno de estos viajes de trabajo vivo y convivo con personas empobrecidas, aunque no todas y no siempre con el mismo perfil. Algunos lo son por falta de lo fundamental para garantizar la subsistencia. Otros lo son por falta de libertades. No pocos han heredado las consecuencias de guerras todavía cercanas. Los menos han sufrido alguna catástrofe humanitaria. Otros mezclan unos y otros factores.
Pero, y anticipo la conclusión a la que he llegado en estos meses de trabajo, casi nunca reciben el tratamiento informativo que merecen. Desde los medios de comunicación decidimos pasar página y focalizar nuestro trabajo en los de aquí, en los poderosos, en los que tienen algo que decir. En muy pocas ocasiones los empobrecidos y sus circunstancias son tratados en igualdad de condiciones en las mesas de nuestras redacciones. Somos egoístas y excluyentes.
Con todos estos ingredientes surge este texto. Si al final del proceso consigo como periodista (y también como ciudadano, nunca está de más) mirar mejor a los demás y, de paso, abro un pequeño resquicio para que la realidad de las personas empobrecidas no merezca un bocadillo vacío en nuestro ideario, habré logrado con creces la pretensión inicial y final de esto que ahora comienza.
Jamás he rehecho tantas veces un texto como este. Si a mis alumnos les repito en infinidad de ocasiones que para ser periodista hay que tener la humildad de escribir, y escribir, y escribir, y volver a escribir cada uno de los textos que tienen delante para que estos salgan cada vez más reposados, más justos con la realidad, mejores en definitiva, este ha sido un ejercicio práctico cercano a lo que les pido, una clase práctica que me hubiera gustado que vieran. Jamás me he sentido tan lleno de dudas como ahora con las palabras que ya habían salido y las que estaban por aparecer. Jamás me he creído tan insustancial como con este trabajo. No pocas veces he tenido la sensación de que, en definitiva, no he dicho nada de lo que quería decir. A lo mejor, también he pensado, es que no tenía nada que decir. Es posible.
Los italianos con buen sentido del humor reconocen que si uno de ellos, en una convocatoria del tipo que sea (una mesa redonda, una conferencia, un debate…) avanza que va a ser breve… es que no lo va a ser. Y esto era solo una introducción.