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I. Rusia

 Un día de perros con frío[8]

Un día de perros con frío un hombre sentado en un taburete toca el acordeón en el centro de Madrid. Es la rutina del músico que tiene las notas incrustadas en los dedos y que propone un repertorio cíclico, con sonidos ya escuchados y melodías ya tarareadas, que se escucha hasta que el semáforo se convierte en un peatón pintado de verde. El músico tiene algunos años más que su abrigo, lleva un sombrero de fieltro oscuro y unas botas descoloridas en la puntera. En el suelo, un cestillo de mimbre con menos monedas que los dedos de las dos manos, y que apenas suman el valor de un bocadillo de cualquier cosa en cualquier bar. Junto a la famélica colecta, un cartón mal cortado con un pentagrama de palabras sencillas, agradecidas y ya sabidas por los que intuyen, escuchan y olvidan los acordes del acordeón cuando el muñeco verde comienza a parpadear y se alternan el blanco y el negro debajo de los zapatos.

En este día de perros con frío una chica está de pie junto al hombre y a su sombrero, su cartel, sus zapatos, su abrigo y su acordeón. Es una joven capicúa: sus botas riman en color con el abrigo y los guantes con el gorro. La bufanda, de tonos claros, es el verso libre del conjunto. Lleva tanto rato de pie que ha dado tiempo a que el último son del acordeón se apague, repose en el silencio, y vuelva a musicalizar la calle, como si fuera la banda sonora de un miércoles. Pero ella no está en eso. No ha intuido ni escuchado lo de fuera. Los cascos que lleva puestos se lo impiden. Es una pena.

 Karina vive en un rellano

El periodismo de provincias es una paradoja en sí mismo. La cercanía de las fuentes, de las instituciones, de los bares –donde tomar un café que te despeje cuerpo y mente en busca de un titular o de un argumento que no termina de aparecer en la cabeza– y, por supuesto, de las personas, hacen del ejercicio de la profesión en contextos de corto recorrido una gran escuela del periodismo. Muchos de los que nos hemos adentrado en el camino de contar las historias que afectan a la gente lo hemos hecho ahí («allí donde se oficia el más puro periodismo, en la información local, es donde se están cebando todos los elementos económicos, sociales y políticos. Es ahí donde se libra la mayor dificultad, la verdadera batalla»[9]). No es, desde luego, la única forma de aprender a mirar y contar la realidad. Es una más. Y en mi caso fue indispensable. Son espacios en los que las quejas (más frecuentes) o los halagos (menos explícitos) no te llegan a través de una carta, una llamada, un correo electrónico o un tuit. Los medios locales, especialmente en provincias, tienen en las calles una especie de antesala de la redacción en la que trabajas. Por eso aprendes que el lector, el oyente y el espectador son reales, tienen nombre, te plantan dos besos si lo mereces, o te recriminan –con cariño y en mitad de la calle si es preciso– aquello que no ha cubierto sus expectativas, que siempre son grandes. Los receptores están cerca. Las noticias, también.

Ahí aprendes que lo noticioso –o, más que lo noticioso, lo importante– flirtea entre carros de la compra, en medio de las monedas que van de ida o vuelta entre el monedero y la caja registradora; se diluyen o amplifican en las conversaciones que se multiplican en la entrada de cualquier comercio. Ahí te das cuentas de que las noticias, los acontecimientos, tienen a las personas como sujeto y como objeto directo, indirecto y circunstancial de sus guiones. Si quieres saber cómo funcionan las urgencias, no preguntes al consejero de Sanidad y déjate caer por la sala de espera del centro sanitario, donde las horas se derrumban como losas sobre los que ejercitan la paciencia. A más paciencia del enfermo y de los acompañantes, peor funcionamiento del sistema sanitario.

Si hay que escribir sobre patologías, recórrete las farmacias y pregunta por lo que va dentro de esas minúsculas bolsas blancas estampadas con cruces de color verde. Si lo que te interesa es conocer el funcionamiento de la escuela pública, no vayas al organismo oficial de turno. Mejor tómate un café sobre las nueve y cuarto de la mañana junto a ese grupo de madres y padres que todas las mañanas, en el bar de la esquina, liberan la tensión que conjugan las mochilas, los madrugones y los niños, una vez que estos ya están sentados en el aula.

Y así podríamos seguir. La gente siempre ha sido la mejor fuente informativa. Más fiable, desde luego, que los que nos gobiernan, aunque a veces nos obcequemos en tomar la limusina cómoda de la información oficial, en lugar del metro o el autobús, donde la vida celebra todos sus capítulos.

En aquellas pequeñas redacciones en las que me crié no había innumerables extensiones telefónicas y las mesas de los directores, los redactores jefe y el resto de la tropa estaban, la mayoría de las veces, a tiro de un golpe de voz más o menos fuerte. Eran los tiempos (curioso hablar ahora de esto) en los que Internet era casi un producto de lujo, cuando el peso de algunos teléfonos móviles oscilaba entre los 400 y los 500 gramos (aquellos Motorola con una antena que desbordaban cualquier bolso y que se parecían más a la caja negra de un avión que a un aparato útil para comunicarse), cuando las convocatorias a las ruedas de prensa –que siempre eran con preguntas– llegaban por fax o por teléfono y no existían ni las redes sociales ni los blogs. Ese era el contexto en el que me llegó la oportunidad de ir a Rusia a conocer la realidad de unos barcos de la II Guerra Mundial reconvertidos en capillas y que, en manos de sacerdotes ortodoxos, recorrían los ríos Volga y Don para atender a unas comunidades cristianas dispersas, olvidadas y casi criminalizadas durante la época comunista. Para aquel viaje, a finales de mayo de 1999, tuve que obtener mi primer pasaporte. Fue un abismo. Por la distancia, por la familia… Por todo. Una vez que solventas los imponderables de un viaje como aquel, y después de rumiar la experiencia a la vuelta, te das cuenta de que el ejercicio del periodismo en un pueblo de La Mancha o en la estepa rusa viene a ser lo mismo. Preguntar y escuchar (aunque hay veces que solo con escuchar es suficiente). Contextualizar y contar:

Conviene recordarlo ahora, en medio del debate sobre el porvenir del oficio y la encrucijada tecnológica. Si el periodismo tiene futuro no va a ser porque los móviles tengan más aplicaciones, los reporteros envíen de forma más rápida, las mesas dispongan de dos pantallas, los followers sean más o menos hiperactivos o todo Silicon Valley se ponga detrás de nosotros. Sino por gente como Javier (Espinosa): un tipo escuchimizado que va con un boli, entra, hace preguntas y toma notas[10].

Tras una escala en el lujoso Fráncfort y después del aterrizaje en el aeropuerto moscovita de Sheremetyevo, nos trasladamos en autobús por la típica circunvalación capitalina hasta otro aeródromo internacional, el Domodédovo, aunque más bien la imagen que guardo de este último es la de una estación de autobuses de provincias en España, de esas que conocieron nuestros padres o abuelos, o que nosotros hemos visto en películas protagonizadas por Paco Martínez Soria. Cuando he tenido que contar cómo era aquel aeropuerto, este es el cuadro que he utilizado. El atrezo de aquella terminal estaba compuesto por bancos alargados de madera y muchas personas descalzas, gran parte de ellas de apariencia o edad avanzadas –o ambas–, con paquetes envueltos de forma artesanal, probablemente en casa, precintados con cuerdas y con el nombre y la dirección escritos con bolígrafo o lapicero en caracteres cirílicos.

Hacía pocas horas que había estado deambulando por el lujoso aeropuerto alemán, uno de los más deslumbrantes y de mayor tránsito del continente europeo. Y un rato antes, en el otro aeropuerto moscovita, donde un perrito caliente y una cerveza se vendían a precio de barril de Brent en sus mejores cotizaciones. Ahora andaba, ojiplático, entre cajas envueltas en medio siglo de historia, entre gente maquillada con una vejez que, es posible, todavía no hubieran alcanzado en su DNI. Sin darme cuenta, había retrocedido en el tiempo, o al menos eso parecía. El contraste fue grande. Allí cerca, dependiendo de qué pasillos de qué aeropuerto pisaras, ya había diferencias. Uno era lujoso. El otro, antiguo y desgastado. Uno era rico. El otro, no.

Después de cenar un plato de sopa con innombrables elementos flotando en el líquido elemento, tomamos un avión rumbo a Volgogrado, la antigua Stalingrado, donde el ejército hitleriano fue vencido por un enemigo llamado frío. El monumento a la Madre Rusia, de eterno hormigón y con la misma estética que guardan los homenajes que se hacen a sí mismos los sistemas totalitarios, presidía una ciudad reconstruida sobre tonos grises y ausencia de belleza. Ni una maceta con una flor, ni un acicalado que agraciara aquellas calles, aquel escenario del horror antiguo y del orgullo nacional. Nada. Si tuviera que poner un título a aquella ciudad optaría por uno aburrido y tópico, a juego con aquellas calles, «La ciudad triste», u otro un poco menos aburrido pero igual de insulso, «La ciudad que no tenía flores». El hotel en el que nos alojamos, también de nombre Volgogrado, era tristón, a juego con lo que había de puertas afuera. El vestíbulo, en modo alguno te trasladaba a otra época. Antiguo lo de fuera, antiguo lo de dentro. Construido hacía décadas, su mobiliario parecía crionizado también en aquellas épocas.

La traductora que nos acompañaba, Karina, era tan delgada como la tela de una camisa de seda. Joven, vestía cara triste, pelo a mechas y ropa también triste. Conocedores de la dificultad para encontrar y pagar algunos productos elementales (algo habitual en aquella Rusia que había incluido en sus libros de historia el término «Perestroika» hacía no demasiado tiempo), mi compañero Ángel Luque –cámara y técnico de sonido del documental que íbamos a grabar– y yo decidimos dar a Karina gel, champú y pasta de dientes, más aquello que llevábamos duplicado y que no íbamos a necesitar. Entregamos a aquella chica, en la puerta de nuestra habitación, aquel pequeño paquete de productos de higiene más una moneda de 25 pesetas, aquellas que tenían un agujero en el centro. Se la ofrecimos como si fuera una versión española de la moneda de la suerte.

La imagen fue de postal. A base de gestos y con pocas palabras tuvimos que hacernos entender. La chica estaba a tres palmos de dos jóvenes españoles que la agasajaban con productos que eran de auténtico lujo en aquellos tiempos en aquellas tierras. Karina no hizo ademán de entrar en la habitación. Y nosotros no hicimos ademán de que entrara. Pero por su rostro dio la impresión de que le asaltaba la duda. Qué querrían aquellos dos tipos a los que acababa de conocer y que la ponían una pasarela con forma de pasta de dientes, gel, champú, bastoncillos y poco más. Al final, a base de insistir que aquello era para ella y para su familia, Karina se fue feliz y convencida de que no había segundas intenciones. Y arrancó pasillo adelante con aquel pequeño cargamento bajo aquellos brazos del grosor de un manojo de fideos.

Al cerrar la puerta, después de bromear sobre las dificultades de la comunicación, nos preguntamos cuántas mujeres habrían tenido que cruzar los umbrales de la puerta de habitaciones de hoteles cochambrosos y de tez antigua a cambio de un gel, un champú y una pasta de dientes.

Karina desde aquel momento, no se separó un instante de nosotros hasta que abandonamos Volgogrado camino, de nuevo, de Moscú en unos Túpolev poco sensibles para pasajeros corrientes. Algo así como el pasaje del terror o la noche de Halloween para niños miedosos.

La estepa rusa nos puso ante algunos contextos interesantes. Uno de ellos, el clima. Las temperaturas llegaban a mejorar, en los mejores inviernos, los -40 grados centígrados; mientras que en los veranos más rumbosos invertían el signo, y se llegaba a los 40 grados sobre cero. Curioso de contar, pero tremendo de vivir, sobre todo para los que no tenían las viviendas adaptadas para ese frío –que eran muchos–, o para los que no podían echar nada a la chimenea o pagar la factura del famoso gas ruso. Otro escenario relevante era el que trazaba el alcoholismo, que doblegaba a las personas a base de vodka antes de sucumbir de congelación.

Lo que arruinó el alcohol, y de lo que fuimos testigos, fue la voluntad de un novio que se iba a casar con su prometida a bordo de un barco capilla atracado en la orilla del Don, cerca de Serafimovich. No es que el joven y ebrio varón se diera cuenta en aquel momento, gracias a los efluvios del vodka, de que la novia no era la mujer de su vida; simplemente no se tenía en pie. Los amigos que le acompañaban en el mismo minibús en el que también nosotros llegamos hasta la barcaza, le empujaron sin disimulo a las aguas del río. Vestido de novio, evidentemente. Mientras, la novia, resignada, se sentó junto a sus amigas en la hierba, en la ribera, a esperar lo que nunca llegó. Para nosotros, aquella no-boda fue la noticia. Para ellos, no hubiera sido ni un suelto perdido en una columna perdida en una página par de sus vidas. O sea, casi nada.

La boda no se celebró, y los novios se marcharon, sin dramas, cada uno por su lado. Y nosotros por el nuestro, camino de una pequeña comunidad de cosacos de la estepa, donde nos cantaron a la puerta de sus casas y nos obsequiaron con el pan y la sal, símbolos de la hospitalidad, que fue mucha. Primero a través de la música; después, en forma de hogaza y pellizcos salados. Era la costumbre, pero no tenían pinta de guardar mucho más dentro de sus despensas. Tenías que comer sí o sí. Cualquier otra opción se traducía como ofensa o desprecio. Como también había que bailar, sí o sí, con sus mujeres a la orilla del río. Cuando el marido te coge del brazo y te enrosca con el de su mujer, de ojos más azules que un cielo manchego, tienes que decir sí o sí. No hay opción. Cualquier otra respuesta significa también ofensa o desprecio hacia la mujer. Y bailas mal, torpe o como quieras. Pero bailas. [Cuántas veces me he congratulado de que aquello tuviera lugar antes del tsunami de las redes sociales, los teléfonos teóricamente inteligentes y la fascinación por certificar con fotos o vídeos cada paso que damos. En esta coyuntura, aquello sería hoy de obligado visionado por parte de amigos y de menos amigos].

Carretera y manta, destripamos las entrañas de la vega del Don en cuatro o cinco días de mucho kilometraje y no menos baches. Tan solo pasar de una orilla a la otra del Don, uno de los principales afluentes del Volga, se convertía en una aventura o en un par de horas perdidas porque el puente por el que puede cruzar el autobús no es el siguiente ni el siguiente, sino el otro. Y cuando cruzas, y te metes por un camino de antiguas cabras soviéticas, alcanzas un arenal en el que el vehículo queda varado como una ballena desnortada. Media rueda metida en la duna. A empujar, a beber cerveza caliente o zumos caducados, y a resoplar hasta que un tractor antiguo y eficaz a partes iguales te saca de allí con el día casi perdido.

Aquellos días la vida fue así. Una toma constante de decisiones. ¿Por este puente o por el siguiente? Por el siguiente, porque podremos pasar mejor y ahorraremos tiempo. ¿Por la derecha o por la izquierda? Por la derecha, que atajamos y recuperamos las horas descarriadas. ¿Vadeamos la arena por un lado o intentamos pasar por el centro? Segunda opción. ¿Noche en hotel o en monasterio ortodoxo perdido de la mano de Dios? Ahí dudamos más. El conductor del autobús tomó parte en la aventura con su inglés rudimentario. «It’s a very good hotel», nos dijo, vuelto hacia nosotros y con las dos manos apoyadas en el volante. Era ya de noche. Teníamos la intuición despistada tras el día de frustrantes elecciones equivocadas. Después de estar jugando todo el día a rojas y pares, decidimos hacerlo a negras e impares. Y dimos una nueva oportunidad al chófer con el que no nos hubiéramos apostado ni los buenos días. Y perdimos. Para ilustrarlo solo dos imágenes. Junto al váter había un agujero desde el que se veía el baño de los vecinos de la planta de abajo. El papel pintado de las paredes se utilizaba como papel higiénico.

Era Europa. Era Rusia. Cerca de Volgogrado, la antigua Stalingrado, uno de los símbolos del país.

Dormí vestido y con calcetines.

Nosotros por obligación y una mala elección pernoctamos allí. Pero el hotel no estaba vacío.

La noche siguiente dormimos en Moscú. En la planta 13 o 14 de un hotel desde el que se divisaba toda la ciudad. Dos noches después, en casa. Al tercer día, ya estábamos de vuelta en la redacción, para contar el devenir de aquellos barcos de guerra tuneados como lugares de oración, pero también para no olvidar el contexto que quedó desenfocado de aquella historia.

El primer día de colegio, el primer gol, los primeros novietes o novietas, el primer reloj y, ahora, el primer móvil o la primera tableta. Lo primero siempre es especial. Partes de cero. Arrancas en la primera posición y no ves la realidad con espejo retrovisor. Solo miras hacia delante. También para nosotros, los periodistas, hay primera vez. Mis primeras piezas en el periódico de provincias en el que escribí fueron breves, sueltos, noticias de poca monta. Mi primera entrevista en la radio estuvo protagonizada por la grabadora, que se quedó sin pilas. En mi primer informativo estrené y terminé una botella de agua de litro y medio o dos litros. Eran también mis primeros nervios delante del micrófono. Mi primer documental fuera de nuestras tierras fue el de Rusia. El primer nombre, el de Karina.

 Los empobrecidos intermedios

No es un recurso periodístico muy elaborado ni desde luego original arrancar un texto con una definición del Diccionario de la Real Academia Española. Pero, sin embargo, sí es clarificador. O, en teoría, puede serlo. Como no es el inicio del texto ni pretendemos convertir esto en modelo periodístico a imitar, tomamos la RAE. «Pobre», indica en sus páginas, es alguien «necesitado, que no tiene lo necesario para vivir». Si vamos al registro «pobreza», encontramos «cualidad de pobre», «falta, escasez» y «escaso haber de la gente pobre», entre otras acepciones. La búsqueda, sencilla y rápida, es poco productiva para lo que pretendemos.

La RAE, precisa en el juego de significantes y significados, no es de gran ayuda para comprender cómo y por qué los medios de comunicación hablamos poco, o muy poco, de los que tienen escasos recursos económicos. Y, sobre todo, no es precisa para aclarar, en primer lugar, de quién ni de cuántos estamos hablando cuando nos referimos a los empobrecidos.

Algunos organismos, como el Banco Mundial (BM), y algunas iniciativas, como los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ofrecen algunas pistas para determinar quién está en situación de pobreza y en qué grado. Una de las cifras es la cacareada del euro o del euro y veinticinco céntimos por día (poco dinero, en definitiva). Menos de eso, pobreza severa. Si superas esa cantidad, sales del pozo. ¿Con dos euros por día ya no eres pobre severo? Según el BM, no.

Pero no todo es tan preciso, ni tan sencillo como establecer una cifra, el montante del ingreso diario. Según el BM, las personas que no alcanzan esos 1,25 euros diarios son más de 1.200 millones de personas. Una barbaridad. Sin embargo, según el centro independiente de estudios Overseas Development Institute (ODI), esa cantidad se podría ver incrementada en 350 millones más. Casi un 40% de incremento. Pero ahí no se detiene el cúmulo de imprecisiones. Según este organismo, del mismo modo que no se conoce el número de empobrecidos estándar, aquellos que engrosan las listas, tampoco se conoce el número de niñas que contraen matrimonio antes de la mayoría de edad, y que suelen justificar las bolsas de pobreza de muchos lugares del mundo; como tampoco el porcentaje de mujeres pobres en el planeta; el número de niños de la calle o, el punto de no retorno, qué cantidad de personas se acuestan con hambre en el mundo. Demasiadas lagunas, muchas, tantas como para no fiarnos demasiado de las conclusiones que sacamos, o que sacan por nosotros, de esos datos.

Una de las investigadoras del ODI, Quartz Elizabeth Stuart, señalaba que «damos por supuesto que las estadísticas se basan en datos empíricos y que tienen un carácter científico o empírico, pero en muchos casos no es así, sino que son fruto de estimaciones o de negociaciones políticas»[11]. Estimaciones o negociaciones. Haciendo cálculos con el sufrimiento de los demás para, en última instancia, no saber ni cuántos son, ni cuándo traspasan la barrera que los pone al otro lado.

Hasta para ser catalogado como empobrecido hay que cumplir unos requisitos, hay que pasar unos filtros. Todo se contabiliza. Todo se computa. Hasta la dignidad. Los medios y los que allí trabajamos parecemos en ocasiones, como me dijo el periodista Pedro Simón, porteros de discoteca. ¿La noticia? Pasas o no pasas.

Las muertes por alcoholismo. El frío que se calaba por aquellas humildes ventanas. Karina. Y aquellos cosacos del pan y la sal. Cuando regresé de Rusia comido por los mosquitos (porque me aventuré a ir a las orillas del Volga sin un buen repelente de insectos), mis notas llevaban esos nombres y esas circunstancias.

Los contextos en los que se movían los cosacos, nuestra traductora o los habitantes de Serafimovich no se acercaban, ni de lejos, a la parte baja de los estándares donde muchas instituciones ubican la normalidad, o eso que llamamos –en un eufemismo en estado puro– estabilidad económica de la unidad familiar. Los matices de todos ellos, las connotaciones de su día a día, lo dejaban claro para los que los conocimos. Pero si tuviéramos que hablar de su vida, tendríamos problemas para encuadrarlos –según los baremos que llegan a las redacciones– a un lado u otro de esa línea que delimita quién vive en la pobreza y quién no.

Eso es, precisamente, lo que ocurre con aquellos que, según los organismos oficiales, viven por encima del umbral de la pobreza pero que no alcanzan ni siquiera a rozar lo que a otros les parece insustancial. Es, en muchas ocasiones, vivir al límite. Es vivir con el «no» por delante, como barrera frente a lo que uno se encuentra por delante.

Roger Senserrich lo cuenta con precisión en Ser pobre es una mierda. El contexto, una mujer que pide ayuda social en Nueva Inglaterra (Estados Unidos). Madre de dos hijos, a los que cría sola. Pide ayuda pero gasta parte de lo poco que tiene en tabaco y en una cuota de televisión por cable. Caprichos en medio de la nada. El funcionario le reprende porque podía gastarse ese dinero en algo que fuera necesario, no en el lujo absurdo:

Ser pobre –me contó– es no poder hacer nada, nada en absoluto; es no poder ir a comer fuera, no poder llevar a los niños al cine, no poder comprarles juguetes o llevarlos a la ciudad. Es no poder apuntarlos a actividades extraescolares, porque no podía salir temprano de uno de sus dos trabajos para ir a recogerlos. Desde que recordaba, la palabra que más había repetido a sus hijos era «no». Dejarles sin Bob Esponja, sin poder hacer nada más que sentarse a mirar la pared cuando estaban en casa era demasiado. Y por supuesto, no era solo por sus hijos. Sin televisión, sin ese pequeño lujo que apenas podía pagar, no se veía capaz de aguantar esos días que volvía del trabajo a las once de la noche, cansada y oliendo a McDonald’s, sin perder la cabeza. Ver la novela grabada y fumarse un cigarrillo. Era eso o no poder más[12].

Senserrich no lo dice, pero me atrevo a afirmar que esa mujer de la que habla en su reportaje contaba con más de 1,25 euros por día.

La pobreza que me encontré en Rusia era muy peligrosa por encontrarse en tierra de nadie. Una pobreza con muchos matices y muy difícil de explicar. Los que la sufren, paradójicamente, no son tales según los datos oficiales, aunque muchos días ellos se sientan como pobres. No merecen la atención de los organismos de ayuda ni aparecen en los anuarios ni en los informes de ningún organismo. Son una buena noticia para su Gobierno y una ausencia de noticias para los medios de comunicación. Son la no-noticia perfecta. Gente corriente. Vidas corrientes. Sufrimientos corrientes. Nada que contar.

Karina puede que nunca sea noticia; es posible que no justifique ningún despliegue informativo. Karina no era pobre para nadie, salvo para ella misma. Estaba entonces en el metafórico rellano de una escalera. Solo a falta de que los periodistas o los organismos internacionales determináramos si estaba subiendo o si estaba bajando o, en el peor de los casos, hiciéramos como la chica del relato que abre este capítulo, que pasó indiferente delante de la historia y de su protagonista.

Periodismo de mandarina

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