Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 17
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ОглавлениеRebeca era una mujer nerviosa, menuda, que dependiendo de cómo fuera vestida podía aparentar tanto quince años como los treinta que tenía en realidad. Se había pasado toda la noche pendiente de recibir los documentos que le enviaba Fernando a través del servidor seguro habitual. Y ahora que los tenía, no podía esperar.
En cuanto abrió el archivo, comprobó satisfecha el meticuloso trabajo de su colega. La transcripción de las páginas originales al griego estaba distribuida respetando la estructura del manuscrito y las ilustraciones habían sido insertadas en los espacios correspondientes. Bien. En muchos legajos de esa época, tan importante era lo que se decía como dónde se decía.
Preparó un buen número de hojas de papel fotográfico A3 y empezó a imprimir el documento a tamaño un poco superior al real.
Lo ideal hubiera sido poder trabajar sobre el manuscrito y no sobre una copia, pero a ella no se le daba tan bien descifrar claves y una buena digitalización también tenía sus ventajas. Poder ampliar el documento era una de ellas, y otra, que podían trabajar más personas sobre el mismo manuscrito en lugares diferentes. Había excelentes medios técnicos en el siglo XXI.
Se preparó una infusión mientras esperaba a que la impresora terminara su trabajo. Tomó la taza caliente con las dos manos y suspiró. Tras la ventana la vieja Oviedo se empapaba con lentitud bajo una lluvia menuda. Tiempo atrás, la investigación se hubiera hecho en la Biblioteca de Ismara, donde ese documento habría tenido un lugar de honor. Pero gran parte de los fondos, especialmente aquellos que hablaban de la historia del Alquimista Oscuro, fueron robados o destruidos. Los pocos investigadores que trabajaban en la Biblioteca, y Rebeca no era uno de ellos, se encontraban una y otra vez con ejemplares catalogados en los índices que habían desaparecido para siempre. Tal vez en este manuscrito se hallaran las claves necesarias para…
Un pitido en la impresora le indicó que se había quedado sin papel. Fue a solucionarlo y reparó en la última hoja que acababa de salir. Estaba bellamente ilustrada, aunque no era el dibujo lo que le llamó la atención, sino una frase escrita en latín, no en caracteres griegos: Ex sanguine nihil. Pero si el manuscrito estaba codificado y en griego clásico… ¿Era un error de Fernando? Cotejó la página con la imagen del original que tenía en pantalla. La frase estaba en latín en ambos documentos.
Un momento… ¿qué era esa especie de brillo metálico? No parecía casual. De hecho, la forma era semejante a una ro, una «erre» griega. Comparó las dos copias, pero en la imagen del original no se veía tan claro. Quizá era un problema de la luz del escáner, o de la tinta de la impresora o tal vez… Mañana llamaría a Fernando para preguntarle. Dio otro sorbo a la infusión y continuó imprimiendo.
Un pálido resplandor verdoso se insinuó bajo su blusa y una sensación de congoja le hizo soltar la taza, que se rompió en mil pedazos contra el suelo.
«Fernando —pensó—. Lo han descubierto».
Pálida, se sentó un segundo en la silla y sacó el medallón octogonal de su pecho. Sus filigranas iban apagándose poco a poco.
Fue al ordenador, entró en el servidor y lo desconectó. No sabía en qué circunstancias se había producido la muerte, pero era imprescindible bloquear el acceso a su red de comunicaciones. El protocolo era aislar el servidor del exterior por completo hasta que se supiera si la seguridad de la conexión corría o no peligro.
Miró las páginas que seguían saliendo de la impresora. Al menos el documento estaba a salvo. Pero ahora ella sería la única que trabajaría en él.
Fernando había muerto. ¿Cómo era posible?