Читать книгу La leyenda negra en los personajes de la historia de España - Javier Leralta - Страница 10
ОглавлениеFernando IV, rey de Castilla. La leyenda del rey emplazado
“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto –injustamente–, dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.
Fernando IV (Sevilla, 1285-Jaén, 1312); rey de Castilla (1295-1312). Segundo hijo de Sancho IV y María de Molina, proclamado rey de Castilla con tan sólo nueve años por la temprana muerte de su padre. En los primeros años de su reinado, hasta la mayoría de edad (diciembre de 1301), estuvo tutelado por su madre y el infante Enrique, hermano de su abuelo Alfonso X. Se casó con la princesa Constanza, hija del rey de Portugal Dionís, con quien tuvo dos hijos: Leonor y el futuro Alfonso XI.
La prematura muerte de Sancho IV de Castilla dejó una triste herencia de guerras y ambiciones abriendo una profunda herida que tardaría mucho tiempo en cerrar. Nueve años de guerra civil alimentada por la poderosa nobleza, esa que tantos trastornos había provocado después de la muerte de Alfonso X por defender sus cuotas de poder y que aprovechó la aparente debilidad de la monarquía para acorralar a una familia real atacada por todos los frentes. Corrían tiempos caóticos para la Corona de Castilla, incapaz de sacudirse el asedio voraz e incesante de los ricos hombres del reino que vieron una oportunidad única para seguir acumulando más patrimonio para sus casas y más títulos para sus apellidos. Debieron pensar los poderosos que el gobierno no estaba en buenas manos, con un inocente y pequeño rey de nueve años, una madre débil ejerciendo labores de reina en funciones y un viejo tutor que había desembarcado en Castilla para morir apaciblemente en su tierra después de una larga vida aventurera.
El error de los grandes de Castilla fue que solo vieron en el trono a un niño y a una mujer, y no a un futuro rey y a una reina madre experta, fuerte, prudente, hábil y sagaz, fiel reflejo de Berenguela, madre de Fernando III y tatarabuela del pequeño Fernando. La personalidad de María de Molina, la reina regente, reina por segunda vez, fue lo suficientemente aguerrida como para enfrentarse a los ataques enviados desde la oposición, representada por nobles y reinos vecinos. El tercer personaje del triunvirato era el infante Enrique, hermano de Alfonso X, un anciano en aquellos tiempos medievales que estaba de vuelta de todo y que, debido a su ambición y falta de escrúpulos, decidió regresar a casa para aprovecharse de la situación y ayudar en lo que fuera necesario si con ello sacaba algún provecho.
María de Molina y la ingratitud del hijo
Hasta tres veces fue nombrada reina María de Molina. La primera como esposa de Sancho IV, la segunda como regente de su hijo Fernando IV, y la tercera como abuela de su nieto Alfonso XI, también elegido rey a temprana edad. María fue la artífice de la cohesión de Castilla en unos tiempos difíciles para la unidad peninsular que con tanto ahínco y ardor había defendido su esposo Sancho cuando le propusieron entregar una parte del reino a su sobrino Alfonso de la Cerda para zanjar el espinoso asunto de la sucesión de Castilla. María sacó la fuerza y energía suficientes para no ceder a las presiones de los nobles castellanos, solo preocupados en atender sus tierras en detrimento del bienestar del reino. La reina regente luchó contra todas las adversidades posibles por sacar adelante el gobierno del reino, contra sus propias enfermedades y debilidades, odios, traidores, poderosos y farsantes, enemigos y tiranos. Gracias a su inteligencia, se rodeó de gente fiel, amigos leales que nunca la abandonaron como Guzmán el Bueno o Juan Mathe de Luna. En momentos de apuros económicos, cuando los maravedís escaseaban y hacían falta para pagar a caballeros y militares, buscaba préstamos entre los orfebres y ricos mercaderes de Burgos y nunca la decepcionaron. Su vida fue una lucha constante contra los inconvenientes.
Uno de los peores momentos que le tocó vivir fue en 1302, poco después de recibir la buena noticia de la dispensa papal. Aquella bula pontificia hizo mucho daño en la Corte, especialmente a los más allegados como los infantes Juan y Enrique (tío y tío abuelo del joven monarca respectivamente). Los dos pretendían la tutela del joven rey y los dos buscaban un buen motivo para alejar a María de Molina del trono. Aprovechando un viaje de la reina a Vitoria y la debilidad de carácter del monarca, ambos infantes se pusieron de acuerdo para injuriar y calumniar a María con falsedades que el inocente Fernando creyó porque salían de bocas amigas que solo buscaban la adulación. Aquellas malas palabras provocaron un distanciamiento entre madre e hijo. La reina regente se sintió herida por la ingratitud del rey, pero como buena madre, intentó alejarle de las malas influencias de los parientes. Tuvo a su lado a los representantes del reino que solo confiaban en la reina madre, solo a ella obedecían y respetaban con honor; una popularidad que encendió los ánimos de los infantes y ratificó la idea de alejar a María del rey y de las tomas de decisión. Solo había un camino para alcanzar el objetivo: seguir llenando la cabeza del joven rey con mentiras sobre su madre.
Le dicen al rey que tiene la intención de acordar el matrimonio de Isabel –primogénita y hermana de Fernando– con Alfonso de la Cerda para que fuera nombrado rey de Castilla y hasta le insinúan que María había enajenado las sortijas de su padre e incluso que había estado desviando dinero de los caudales públicos durante el periodo de regencia. Nada de eso era cierto, pero el ingrato hijo le pide a su madre las alhajas del rey Sancho y ella, sin sospechar nada, se las entrega ante la sorpresa de Fernando y de los calumniadores. Sin duda, aquel acto le debió avergonzar en exceso al monarca pero su reacción fue muy pasiva, demasiado abúlica; seguía confiando en la buena voluntad de sus tutores. También le pidió las cuentas del reino y Nuño Pérez de Monroy, administrador y canciller de la reina, hombre de toda confianza, accedió a entregarle los libros de cuentas donde se demostraba que, no solo no había desviado dinero sino que había puesto dos millones de monedas recibidos de préstamos para salvar la hacienda y el reino.
Cuenta la crónica que debido a la falta de recursos, María se vio en la obligación de tomar la sopa en escudillas, una pobre vasija de barro en forma de media luna. Pero al final la verdad vio la luz y la calumnia se volvió contra los acusadores cuando quedó demostrado que una parte de los préstamos solicitados por la reina fueron destinados a pagar los gastos de la guerra provocada por el infante Juan cuando se autoproclamó rey de León. Aquella dura verdad le fue ocultada al rey para no quedar en evidencia. María de Molina no solo tuvo que encargarse directamente de los problemas propios del reino, además tuvo que enfrentarse a la codicia de algunos nobles de mala fe que solo buscaban su beneficio particular, encumbrarse en la cima del poder. Ese fue el caso de su cuñado, el citado infante Juan, hermano de Sancho IV, tío de Fernando IV, un personaje que cubrirá el reinado de su sobrino con sombras, dudas, traiciones y actos rebeldes.
La legitimación del rey
Uno de los principales problemas del reinado de Fernando IV fue su legitimación como rey de Castilla, causa, entre otras razones, de la incruenta guerra civil al considerar sus enemigos que el soberano era ilegítimo a los ojos de la Iglesia y del mundo cristiano. La reina regente puso todo el empeño en solucionar la difícil empresa ante el papa porque en ella le iba el futuro de su familia y del reino. Hay que recordar que el matrimonio entre Sancho IV y María de Molina se realizó sin la necesaria dispensa papal, obligatoria cuando se trataba de enlaces entre parientes cercanos, como era el caso, ya que los novios eran tía y sobrino. La situación, que en condiciones normales se hubiera solucionado en poco tiempo, pues este tipo de bodas eran frecuentes entre la realeza, se complicó aún más debido al primer matrimonio de Sancho el Bravo que jamás fue anulado: me refiero a su enlace mediante procuradores con Guillerma de Montcada. Esta circunstancia, en cambio, no preocupó demasiado a la reina porque su marido había fallecido y no tenía sentido luchar por un matrimonio disuelto por la muerte del rey. Su angustia era la legitimación de sus hijos, entre ellos la del propio monarca.
Sancho IV había intentado resolver el problema con inteligencia, llegando a un acuerdo de paz con Felipe IV de Francia –monarca que acabaría en unos años con la Orden del Temple–, pensando que el gesto sería bien recibido por Nicolás IV, como así fue. Pero ni los tratados de paz ni los importantes traspasos realizados a la cuenta bancaria del Vaticano aceleraron el proceso. Tanto Martín IV como el resto de los prelados que le sucedieron, se desentendieron del asunto. Sancho moriría en 1295 sin alcanzar las bulas, dejando el problema en manos de su esposa y reina regente. Así las cosas, María siguió insistiendo ante el rey de Francia para que presionara a Bonifacio VIII con el fin de agilizar los trámites hasta que un buen día de septiembre de 1301 se recibió en el palacio de Segovia un comunicado avisando de las bulas. Por fin se legitimaba el matrimonio entre Sancho IV y María de Molina y al mismo tiempo se facilitaba la dispensa de parentesco en tercer y cuarto grado para que Fernando IV pudiera casarse con la infanta Constanza de Portugal.
Pero las buenas noticias no llegaron solas; el papa, enterado de los méritos y virtudes de María de Molina, a la que estimaba mucho, daba la bendición cristiana a sus hijos con los honores y dignidades correspondientes a su categoría de infantes y además concedía al rey la facultad de ingresar una parte de las tercias reales durante tres años. Por fin, los diez mil marcos de plata pagados por María para sacar adelante la reclamación habían dado sus frutos.
Habían pasado diecinueve años (1282-1301) esperando una dispensa que, de haber llegado en su momento, hubiera evitado mucho dolor a Castilla y a sus gentes, pero la Iglesia no obedecía a razones de corazón ni de justicia, sino a criterios políticos y económicos. De hecho, uno de los personajes que más trabajaron para convencer a Bonifacio VIII de la urgente necesidad de firmar la bula fue Gonzalo Díaz, arzobispo de Toledo y buen amigo del papa. El comunicado de la curia romana rompió los esquemas de mucha gente interesada en continuar con la guerra civil, entre ellos Jaime II de Aragón y Alfonso de la Cerda (nieto de Alfonso X), quien vio desvanecer sus aspiraciones a la corona una vez legitimada la figura de su primo Fernando. Otro de los afectados fue el omnipresente infante Enrique, que ambicionaba la tutela del rey de forma vitalicia y difundió el rumor de la falsedad de los certificados papales en las Cortes de Burgos (1301) para crear más confusión en la Corte, pero la reina se encargó de aclarar la fea maniobra leyendo la bula y la dispensa en la misma catedral burgalesa delante del pueblo. Una vez más el infante quedaba en evidencia.
La muerte del rey: la sentencia de emplazamiento
La leyenda negra del rey empezó a gestarse unas semanas antes de su muerte a raíz del asesinato del caballero Juan Alonso de Benavides, hombre de confianza y privado del rey, ocurrido en las puertas del palacio real de Palencia una noche de agosto de 1312. Poco tardaron las autoridades en arrestar a los hermanos Carvajales, encontrados al parecer en la Feria de Medina del Campo y considerados culpables del crimen. En una ciudad tan pequeña como aquella Palencia de principios del siglo XIV resultaba muy difícil esconderse de la justicia y, sobre todo, pasar desapercibido después de cometer un acto tan execrable delante de un lugar bien vigilado por tratarse de la residencia real. Enterado el rey del triste suceso, solicitó que los presuntos culpables fueran enviados a Jaén –donde se encontraba luchando contra los moros– para juzgarles. Las pruebas debieron ser tan certeras y verosímiles que los hermanos Carvajales, Juan y Pedro, fueron castigados a la pena capital.
La tradición cuenta que antes de ejecutarse la sentencia, uno de los hermanos, defendiendo su inocencia, emplazó al rey a juntarse con ellos en el plazo de treinta días por la injusticia cometida, según relata la Crónica de Fernando IV:
“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto (injustamente), dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.
Después de aquellas últimas palabras, los dos caballeros fueron empujados al vacío dentro de una jaula de hierro con puntas afiladas en el interior desde algún lugar del castillo de la Peña de Martos, villa cercana a Jaén. Y el destino –que a veces es muy caprichoso– quiso que treinta días después de las ejecuciones fuera encontrado el cuerpo sin vida de Fernando IV, acostado en sus aposentos. Aquella predicción de emplazamiento se cumplió a rajatabla y el engranaje del mentidero de Castilla entró en acción acusando al rey de su grave error, de haber matado a dos jóvenes inocentes, sin testigos ni pruebas fehacientes. El azar transformó una muerte anunciada –la del monarca– en un relato literario, en una leyenda negra que recorrió todo el país y que la historia no ha querido rectificar.
Según su crónica oficial, Fernando, después de “comer carne y beber vino” se retiró a su habitación a descansar y poco después murió. La causa de la muerte no fue un castigo divino por ordenar la muerte de dos presuntos inocentes como así lo han reflejado diversos estudios, sino la grave enfermedad que padecía desde hacía tiempo. Fernando murió de tuberculosis, igual que su padre Sancho IV, y la providencia quiso que fuera la tarde del 7 de septiembre de 1312, justo un mes después de la sentencia pronunciada por uno de los hermanos Carvajal. Una sentencia con tintes templarios, una leyenda negra que le acompañó hasta la sepultura. Fernando IV nunca se preocupó de su salud, comía y bebía sin reparo hasta que el corazón no pudo resistir tanta ansiedad. Él, que había sido un rey magnánimo y débil, clemente y bondadoso, justo y a veces impetuoso y enérgico como su padre, pasaba a la historia con el injusto apodo de Emplazado, muy apropiado para fomentar leyendas. Así es la historia.