Читать книгу La leyenda negra en los personajes de la historia de España - Javier Leralta - Страница 9

Оглавление

Alfonso X, rey de Castilla. La leyenda del Rey Sabio

“Mientras estudia el cielo y observa los astros, perdió

la tierra”.

Padre Juan de Mariana

Alfonso X (Toledo, 1221-Sevilla, 1284), rey de Castilla (1252-1284), hijo primogénito de Fernando III el Santo y Beatriz de Suabia, reyes de Castilla y León. Se casó con Violante (1246), hija de Jaime I de Aragón, con la que tuvo diez hijos, entre ellos a Sancho IV. Se da la curiosa circunstancia de que Alfonso repudió a su esposa por estéril y decidió casarse con la princesa noruega Cristina, pero cuando llegó a Burgos para la boda (1254) la reina había dado a luz a Berenguela. Al final tuvo que arreglar el problema casando a la joven nórdica con su hermano Felipe. Alfonso X y Violante descansan en la catedral de Sevilla, menos el corazón del rey que reposa en la catedral de Murcia.

La vida de Alfonso X es una de las más paradójicas de los reyes de España. Su sobrenombre de Sabio ha transmitido la idea de un monarca con un talento especial para sacar adelante empresas culturales, y con ese semblante literario ha pasado a la historia, a la memoria profana del conocimiento; en cambio, su biografía profunda dista mucho de la imagen de un buen rey en todos los ámbitos de gobierno y no solo en el cultural. En la gestión política de Alfonso X debió pesar mucho la referencia paterna de Fernando III, un monarca ejemplar y que marcó el camino político de Alfonso, para lo bueno y para lo malo, para asemejarse al rey santo y para superarle a pesar de las limitaciones políticas del hijo.

Aunque no lo parezca, Alfonso tuvo una vida dramática, un reinado lleno de problemas de toda índole como el fracaso por alcanzar la corona imperial, las invasiones africanas, el levantamiento de los nobles, el sufrimiento padecido por las gravísimas enfermedades que tuvo, la muerte de su primogénito o, su peor pesadilla, la rebelión familiar que le persiguió parte de su vida hasta el punto de ver como su hijo Sancho le despojaba del trono de Castilla ayudado por una parte de la nobleza y la Iglesia. Durante un largo periodo de su gobierno, Alfonso X estuvo preocupado por alcanzar el sueño de la corona imperial alemana, cargo ofrecido al monarca en 1256 por su descendencia directa materna con el duque de Suabia, abuelo del monarca y dinastía que había gobernado mucho tiempo en Alemania. El “fecho del Imperio”, como aparece recogido en los libros, acabó oficialmente en 1273 con la elección como emperador de Rodolfo de Habsburgo, a pesar de que Alfonso X insistió en su demanda hasta el verano de 1275, cuando tuvo lugar la entrevista con Gregorio X en la ciudad francesa de Beaucaire, cerca de Montpellier. Aquella reunión terminó con la derrota moral del soberano de Castilla ante los argumentos y la firmeza demostrada por el papa, contrario a la presencia de la dinastía Suabia en el trono imperial.

Precisamente fue la prolongada ausencia del monarca de la Península la que facilitó una nueva invasión árabe, esta vez a cargo de los benimerines, herederos directos de los almohades. Los nuevos africanos, apoyados por el reino de Granada, ocuparon varias plazas (tierras de Cádiz, Sevilla, Jaén y Córdoba) hasta que unos y otros firmaron varias treguas a la espera de mejores tiempos. Unos tiempos turbulentos, ni mejores ni peores, llenos de crisis porque la nobleza se levantó contra su rey. No aceptaban las reformas legislativas que limitaban su poder y aumentaba el de la realeza, ni tampoco el espíritu del Fuero Real, dado por Alfonso a las villas y ciudades de Castilla y la Extremadura con el fin de regular las relaciones entre monarquía y nobleza. También hubo momentos de satisfacción. Uno de sus aciertos como gobernante fue la política repobladora que se extendió a gran parte del territorio castellano, desde Galicia a Huelva y desde Asturias a Murcia. En fin, un rey docto en sabiduría y torpe en administración pública. ¿Un buen monarca? Intentaré responder a la pregunta en las próximas páginas.

Las enfermedades del rey y sus empresas culturales

Pueden parecer consideraciones independientes y no relacionadas, dos situaciones más de su vida, quizá inconexos, pero me ha llamado la atención que las etapas en que sufría graves enfermedades coincidían con momentos de intensa labor literaria. El carácter creador de Alfonso se manifestaba de manera gloriosa cuando se apartaba de la corte por razones de salud y dedicaba todo su tiempo a la producción cultural. Solo desde la soledad y alejado de las responsabilidades de gobierno se puede entender la magna obra del Rey Sabio. Son varios los estudios que sostienen que su carácter errático, que su posible desequilibrio mental, que sus enfermedades y males, que sus crisis de dolor sirvieron, no solo para deponerle del reino ante la incapacidad de reinar con equilibrio y razón, sino para fortalecer sus inquietudes literarias, científicas y legislativas.

Quizá desde este argumento se puede entender cómo un rey de Castilla pudiera disponer de tiempo para sacar adelante sus extensos proyectos culturales. En cambio, también he advertido lo poco conocidas que resultaron las enfermedades del rey, aún así, en las Cantigas, uno de los mejores trabajos directos de Alfonso, encontramos algunas citas (Cantigas 200, 209, 235, 279, 366 y 367) que hablan de las desdichas del rey, de sus males físicos y de los malos momentos sufridos que el monarca quiso trasladarlos a su obra más ambiciosa, más autobiográfica. Para muchos investigadores, este maravilloso documento literario es más fehaciente y real que cualquier otro testimonio escrito legado por los cronistas de la época. El rey padeció varias enfermedades que fueron agravándose con el paso de los años, desde una hidropesía, que le afectó a las funciones renales, hasta fiebres generales, descompensaciones cardiacas, trastornos mentales y un cáncer maxilar que le produjo la pérdida de un ojo. Un empeoramiento general que le obligó a ceder a su hijo Sancho una parte de sus responsabilidades.

El dilema de la sucesión

Cuando Alfonso X estableció en su obra Espéculo y luego en las Partidas el “derecho de representación” que otorgaba a los hijos del heredero al trono el derecho a la corona, no sabía muy bien en qué enredo se estaba metiendo, ni se lo imaginaba. Este principio hereditario alteraba notablemente la costumbre castellana según la cual, el hijo primogénito, nacido de un matrimonio legal, sucedía al padre y, en caso de ausencia por fallecimiento, era sustituido por el segundogénito y así sucesivamente. Después de la muerte del príncipe Fernando (Ciudad Real, 1275), primer varón del rey castellano, la nueva norma alfonsina dejaba el trono de Castilla en manos del nieto de Alfonso X, el infante Alfonso de la Cerda, para más señas sobrino de Felipe III, rey de Francia, hermano de su madre.

Algunos estudiosos entienden que una de las condiciones para la celebración de la boda entre el príncipe Fernando y su futura mujer Blanca, hija de san Luis IX de Francia, tío de Alfonso X, fue que los descendientes del matrimonio gobernaran en Castilla, cláusula renovada por el nuevo rey francés Felipe III que subió al trono en 1270. Según parece, todos los implicados en los derechos hereditarios estaban de acuerdo, sobre todo el Rey Sabio que sabía de la importancia de tener como aliado al país vecino y de hacer cumplir la legalidad vigente sobre los derechos de sucesión. Al hilo de esta declaración de intenciones entre Castilla y Francia, sabemos que unos años antes, en 1255, ambos monarcas hablaron de la posibilidad de unir los dos reinos casando a la infanta Berenguela con Luis, primogénito del soberano francés, un ambicioso e histórico proyecto que no salió adelante al nacer el infante Fernando ese mismo año, y morir prematuramente el heredero de Luis IX. Pero tanta negociación hereditaria no fue cosa fácil en aquellos tiempos de luchas terribles entre corona y nobleza.

De hecho, la historiografía nos ha dejado una lectura política del conflicto que se avecinaba entre Alfonso X y su hijo Sancho. Al parecer, el heredero Fernando, poco antes de morir, exigió a Juan Núñez de Lara que jurase defender los derechos de su pequeño Alfonso a la corona del reino. Por otro lado, existía un acuerdo de amistad y lealtad entre el infante Sancho y Lope Díaz de Haro para que el noble defendiera los derechos de sucesión ante su sobrino Alfonso. Así las cosas, al margen de cuestiones de procedimiento jurídico que solo podía decidir el monarca, aunque la norma era clara, comenzaba una lucha nobiliaria por el gobierno real entre las dos familias más poderosas de Castilla, los Lara y los Haro.

Aunque el rey estaba por encima de casi todo, ciertas decisiones debían contar con el apoyo y el visto bueno de sus consejeros por que al fin y al cabo eran los encargados de gobernar en la sombra con sus sabias decisiones y propuestas. La buena gestión realizada por Sancho en Castilla durante la ausencia de su padre en Beaucaire y la habilidad mostrada en la negociación con los musulmanes para pactar una tregua, debieron ser motivos suficientes para cambiar de opinión. Al final, los partidarios de Sancho presionaron para que la solución política predominara sobre la norma legal e hicieron todo lo posible para que así fuera, hasta el punto de presentarse una importante delegación de ricos hombres en Toledo para disuadir al rey.

Detrás de la campaña estaba Lope de Haro, fiel a su compromiso de apoyar al infante Sancho en todo lo que fuera necesario para alcanzar el objetivo, pero el rey, haciendo honor a su futuro apodo, no quiso desvelar su decisión, probablemente porque el conflicto que vivía en su interior, como persona y como rey, como padre y como legislador, no le dejaba aplicar la razón a un asunto con muchas aristas. Parece ser que el tiempo y los hechos –las hazañas bélicas de Sancho contra los moros– le hicieron reflexionar sobre la conveniencia de que su hijo era la mejor opción para ocuparse del trono de Castilla, eso es al menos lo que sucedió en las Cortes de Burgos (mayo-julio de 1276) en donde la figura del infante salió reforzada con la designación de “hijo mayor y heredero”. Pero fue en las Cortes de Segovia (mayo de 1278) cuando el infante juró ante los procuradores del reino el nombramiento de príncipe, dando carácter oficial a una elección que ya había sido aceptada en todos los mentideros y plazas públicas de Castilla y León. Con la designación se debía poner fin a tanta polémica y angustia sucesoria y a tanta duda e incertidumbre por parte del rey, pero las cosas se torcieron unos años después. De momento Violante empezó a preparar su salida porque su sentido de madre y abuela le avisaba de posibles riesgos para la vida de sus nietos.

La leyenda negra de las misteriosas ejecuciones de los nobles

Uno de los episodios de enfermedad que padeció Alfonso X tuvo lugar en el invierno de 1276-1277. Durante varios meses estuvo recluido en su residencia de Vitoria y una vez recuperado hizo una reaparición pública brutal: ordenó ajusticiar a su hermano Fadrique y al caballero Simón Ruiz de Cameros, uno de los señores más ilustres de Castilla. La orden salió de su puño y letra pero uno de los brazos ejecutores fue el del infante Sancho, obediente por intereses ante la decisión paterna de la elección de heredero. Esto es lo que cuenta la Crónica de Alfonso X:

“el Rey mandó al infante don Sancho que fuese prender a Simón Ruiz de Cameros, y que le hiciese matar. Y don Sancho salió luego de Burgos y fue a Logroño y halló a don Simón Ruiz y prendióle, y este mismo día que los prendieron prendió Diego López de Salcedo en Burgos a don Fadrique, por mandato del rey. Y don Sancho fue a Treviño y mandó quemar allí a don Simón Ruiz, y el rey mandó ahogar (estrangular) a don Fadrique”.

En cambio, otro documento de la época, los anónimos Anales del reinado de Alfonso X, indican que Fadrique fue apresado en un castillo y metido en un arca llena de hierros agudos donde murió. Atroz muerte para un pariente del rey. La misma fuente añade que el cuerpo de Fadrique fue arrojado a un sucio e “indigno lugar”, seguramente a una letrina o estercolero. Años más tarde, el cadáver sería trasladado al templo de la Trinidad de Burgos y después al monasterio de las Huelgas de la misma ciudad una vez derribada la iglesia. Así empezó a escribirse la leyenda negra del Rey Sabio.

La legislación del momento establecía castigos de pena de muerte o ceguera para determinados delitos como bien tipificaban las Partidas:

“deben morir [se refiere a los traidores] por ello lo más cruelmente […] arrastrándolo, horcándolo o quemándolo o echándolo a las bestias bravas […] debiéndolo matar en otra manera así como haciéndolo sangrar o ahogándolo”.

Por su parte, el Fuero Real no se quedaba corto en las penas y castigaba algunos hechos con la extracción de los ojos para “que haya siempre amargosa vida y penada”. Al parecer, en ambos casos, el rey sospechaba que tanto su hermano como el noble riojano –pariente de la familia real al estar casado con una hija de Fadrique– le habían traicionado organizando un plan para asesinarle, deducción que puede entenderse del lacónico comentario que leemos en su Crónica justificando las ejecuciones: “porque el rey supo algunas cosas”. Pero, ¿qué cosas llegó a saber el rey para firmar tamañas sentencias?

Encontramos otros argumentos que explican aquella espeluznante decisión, impropia de un rey sereno y reflexivo, pero seguramente sujeto a los impulsos irrefrenables que los trastornos mentales y las manías persecutorias le provocaban. Entre las diferentes causas que la historia ha querido desvelar para explicar los episodios comentados, encontramos la derrota de las tropas castellanas ante las francesas por culpa de la traición de los familiares (Francia invadió Navarra al conocer la elección de Sancho al trono). Bueno es saber que Francia y Aragón eran favorables a la corriente hereditaria del infante Alfonso por razones de parentesco y estrategia política (Violante, abuela del infante, era hija de Jaime I y hermana de Pedro III, rey de Aragón, y Blanca, madre de los infantes de la Cerda, era hermana del rey francés).

También se habla de la pérdida de confianza o paciencia del rey hacia su hermano, siempre metido en problemas e intrigas políticas que tantos disgustos le había ocasionado, especialmente en el asunto del imperio, al participar en alianzas con los enemigos de Aviñón, sede del papado en aquellos tiempos. Otra línea argumental, esta quizá menos consistente pero propia de una sociedad ignorante, fue la predicción astrológica –conocida por el rey– de que un miembro de la familia real le destronaría y qué mejor sospechoso que Fadrique, enemistado con el soberano por sus andanzas y correrías, culpado incluso de facilitar la huida de la reina Violante con sus nietos a tierras de Aragón por miedo a los desmanes del bravo Sancho, aunque esta acusación no se sostiene por incompatibilidad de fechas –la reina huyó un año después de la muerte del cuñado–. Claro que el vaticinio no anduvo desviado de la verdad porque fue un familiar cercano, el infante Sancho, quien le despojó de la corona. Misterios de la historia. Existe una corriente legendaria que asegura que la causa de la muerte del infante fue debido a las relaciones entre Fadrique y Juana de Pointhieu, segunda esposa de Fernando III y por consiguiente madrastra del rey, asunto muy mal visto en la corte alfonsina.

Por último, dejamos abierta la posibilidad a otras conjeturas muy mal vistas en aquel mundo como la homosexualidad, la sodomía, la perversión sexual, la desviación religiosa o la herejía, asuntos siempre ocultados pero latentes en la sociedad y que la propia legislación alfonsí reconocía como temas tabúes. No se trata de hipótesis manejadas con poco rigor pues en el códice de Florencia se pueden ver seis ilustraciones alegóricas (Cantiga 235) que posiblemente representen los sucesos de los que hablo, entre ellos la quema del noble rebelde. En cambio, el miniaturista dejó en blanco la siguiente viñeta, la que debería representar el tormento de Fadrique, pero prefirió obviar el suceso al tratarse de un miembro de la familia real y de una obra destinada a la cámara regia, abierta a los ojos de la monarquía. Los versos 70-78 de las Cantigas se encargan de estos acontecimientos.

Las ejecuciones se hicieron de forma simultánea, en diferentes lugares, bien coordinadas y en la clandestinidad como indica Salvador Martínez en su gran trabajo sobre Alfonso X. Por todo ello cabe pensar en un atentado contra la figura del rey, de ahí la premura de las ejecuciones; además, en ningún momento fueron justificadas ni aclaradas como si Alfonso hubiera querido ocultarlas a la opinión pública a pesar de la complicidad de Sancho quien, tiempo después, denunciaría los hechos e insultaría a su padre por los crímenes.

El golpe de Estado y la primera guerra civil española

Si importante fue la vida intelectual de Alfonso X, no menos trascendentales fueron sus últimos años de reinado. Su enfrentamiento con el infante Sancho dejaron una huella excepcional en las páginas de la crónica de la Edad Media española. Hasta ese momento no se conocía una guerra civil entre familiares ni que un hijo depusiera del trono a su padre; un padre de envergadura que había sido candidato al imperio alemán y que era célebre en el mundo cristiano por su labor intelectual. Una situación muy comprometida, aunque predecible, y que el monarca castellano podía esperar pues no era ajeno a los movimientos del infante buscando socios y aliados para su causa. En septiembre de 1281 se celebraron las Cortes de Sevilla donde padre e hijo se vieron las caras y pusieron las cartas sobre la mesa. Sancho no quiso aceptar la propuesta de Alfonso X de ceder el viejo reino de Murcia al infante Alfonso de la Cerda como pago por renunciar a la herencia de Castilla como primogénito del fallecido infante Fernando. Sancho se negó a una división del reino y el rey le debió amenazar con apartarle de sus derechos al trono si seguía manteniendo esa actitud hostil y nada conciliadora.

Es posible que la entrevista fuera bastante tormentosa ya que padre e hijo rompieron cualquier relación. La situación económica de Castilla era muy delicada en ese momento por la fuerte presión fiscal; el descontento de las ciudades y de la Iglesia era patente y el infante Sancho quiso aprovecharse del estado de ánimo del pueblo para presentarse como el salvador de la unidad castellana y restaurador de los derechos populares y eclesiásticos que habían sido pisoteados por el fisco y la autoridad real durante tantos años. Unos meses después se celebraron en Valladolid (21 de abril de 1282) unas Cortes muy especiales, tanto, que fueron un acontecimiento único en la historia de España: el insólito nombramiento del infante Sancho como rey de Castilla ante la presencia de familiares, nobles, maestres, caballeros, procuradores y religiosos de alto copete. La Crónica de Alfonso X dejó registrado el momento del simulacro de Cortes con estas palabras:

“Y acordaron todos que se llamase rey al infante don Sancho y que le diesen todos el poder de la tierra. Y él nunca lo quiso consentir que en vida de su padre se llamase él rey de sus reinos […]”.

Aquella decisión, pronunciada por el infante Juan Manuel, sobrino del monarca (hijo de su hermano Manuel) y uno de los personajes más relevantes de las Cortes, supuso una suspensión indefinida de los poderes del rey, una deposición técnica o mejor dicho, un golpe de estado en toda regla con la participación de una parte de los representantes del reino. En la cita de Valladolid se oyeron muchos testimonios y varias sentencias para justificar la deposición de Alfonso X, entre ellos las muertes de su hermano Fadrique y del señor de Cameros, ejecutados “escondidamente” por orden del monarca, la mala política fiscal con las alteraciones de la moneda, el exceso de gastos por el tema del imperio y los desafueros, los fueros y privilegios tradicionales de villas y ciudades que habían sido anulados. Verdades a medias o exageraciones de los rebeldes que sirvieron para conseguir el suficiente apoyo mediático.

Hasta ese momento, la guerra civil se libraba dentro de la más exquisita diplomacia, utilizando los mecanismos del Estado y los pronunciamientos de unos y otros. Fue una guerra civil de despachos y reuniones, sin sangre ni muertes, de negociaciones y promesas. Y todo este episodio lo sufrió el Rey Sabio convaleciente de una grave enfermedad, una más, que le había impedido moverse de sus aposentos. La recuperación física del soberano y la inesperada y sorprendente ayuda recibida de su enemigo Abu Yusuf, el sultán de los benimerines, dieron un vuelco al panorama político con la dura declaración real de desheredamiento y pública maldición de Sancho. Como vemos, las recuperaciones del rey eran terribles para la salud de los demás. La leyenda negra de Alfonso X seguía creciendo.

La maldición del infante rebelde y los testamentos del rey

Las graves acusaciones que había vertido Sancho contra su padre, justificando su incapacidad para gobernar, fueron respondidas convenientemente por Alfonso X. No olvidemos que el infante había comentado “que el rey está demente y leproso, que es falso y perjuro en muchas cosas, que mata a los hombres sin causa, como mató a Fadrique y a don Simón”. Tales palabras fueron contestadas por el monarca de forma enérgica el 8 de noviembre de 1282, medio año después de los sucesos, con esta sentencia:

“Por consiguiente, dado que el sobredicho Sancho nos causó impíamente las graves injurias indicadas y muchas otras que sería largo escribir y referir, sin temor alguno y olvidando de todo punto la reverencia paterna, lo maldecimos, como digno de la maldición paterna, como reprobado por Dios y como digno de ser vituperado por todos los hombres, y viva siempre en adelante víctima de esta maldición divina y humana, y lo desheredamos a él mismo como rebelde contra nosotros, como desobediente, contumaz, ingrato, más aún hijo ingratísimo y degenerado […]”.

Curiosamente, justo un año después, Alfonso X firmaba su testamento en Sevilla con su sello personal, un texto autobiográfico, literario, expresivo y muy duro contra su hijo que dejaba zanjada la discusión del heredero a la corona. Ni derecho tradicional ni nueva legislación, el testamento dejaba fuera de la línea de sucesión a todos sus hijos varones y apostaba por el mayor de sus nietos, es decir, por el infante Alfonso de la Cerda, decisión no deseada por el monarca pero única salida para solucionar el contencioso. No había más opciones aunque el rey, previsor como el que más, introdujo una cláusula inviable y alejada de toda lógica según la cual, en caso de fallecimiento del heredero –aún muy joven–, se haría cargo de Castilla el rey de Francia “porque viene derechamente de línea derecha de donde venimos”.

Poco antes de morir, Alfonso X retocó el testamento (10 de enero de 1284) con una segunda revisión o codicilio (disposición de última voluntad) conmovedora donde explicaba el destino de sus pertenencias. Sus restos mortales serían enterrados en la iglesia de Santa María la Real de Murcia y su corazón en el monte Calvario de Jerusalén, una voluntad no respetada pues su cuerpo fue trasladado a la catedral de Sevilla y su corazón a la de Murcia. El encargado para ejecutar los traslados fue el maestre del Temple Juan Fernández, beneficiado con el caballo y las armas del rey y una suma de mil marcos de plata para misas por su alma cantadas en el Santo Sepulcro. Sus libros y objetos personales más preciados serían enterrados con su cuerpo, entre ellos el Espejo Universal, las Tablas Alfonsíes, las Cantigas, el Setenario. Nada de ello se cumplió.

El 23 de marzo de 1284, poco antes de morir, el rey de Castilla envió al papa una carta comunicándole la intención de perdonar al infante Sancho como recoge su Crónica, aunque el documento en cuestión nunca apareció. El día 4 de abril fallecía en Sevilla y con él se cerraba uno de los periodos más gloriosos de la cultura española, sólo equiparable al Siglo de Oro de nuestras letras. Terminaba la Reconquista y el esfuerzo por alcanzar la integración de todos los pueblos peninsulares, judíos, moros y cristianos. No hay duda de que fue un gran rey, un rey desgraciado, sí; desacertado a veces, también; contradictorio, polifacético, pero un rey que ha pasado a la historia con letras mayúsculas que se adelantó a su tiempo en más de un siglo. En definitiva, un Rey Sabio. Como era de esperar, le sucedió en el trono su hijo Sancho con el apodo de Bravo.

La leyenda negra en los personajes de la historia de España

Подняться наверх