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Ramiro II, rey de Aragón. La leyenda de la campana de Huesca

“No por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”.

(Palabras de Ramiro II al ser coronado rey de Aragón)

Ramiro II (Jaca, 1084-Huesca, 1157), rey de Aragón (1134-1137), tercer hijo de Felicia de Roucy y Sancho Ramírez I, rey de Aragón y Navarra. Heredó la corona del reino de su hermano Alfonso I y en 1137 cedió el trono a su yerno Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, aunque siguió ostentando el título de rey hasta su muerte. Está enterrado en la iglesia de San Pedro el Viejo de Huesca.

La muerte de Alfonso I el Batallador, sin descendencia directa, dejó el trono de Aragón lleno de incertidumbres y tensiones porque nadie, o muy pocos, dieron crédito al testamento real de donar la gestión de la Corona de Aragón a las Órdenes Militares y, mucho menos, de hacerlo efectivo. Una cosa era la decisión personal del rey y otra muy distinta la realidad social y política del reino, su historia, sus costumbres y sus maneras de vida. La Iglesia exigía el cumplimiento de la última decisión de Alfonso I y la nobleza aragonesa buscaba una salida más sensata y ajustada a derecho. Al final, los aragoneses buscaron una solución momentánea para salir del apuro como fue la propuesta de ofrecer el trono de Aragón al monje Ramiro, hermano menor de Alfonso I.

La formación religiosa

Ramiro, al igual que su hermano, había recibido de su madre Felicia de Roucy una esmerada educación fundamentada en profundos principios religiosos que le animaron a entrar en la abadía benedictina francesa de Saint-Pons-de-Thomières [San Ponce de Tomeras] con nueve años; después su hermano Alfonso le encargó que se hiciese cargo de la abadía leonesa de Sahagún (1110); luego fue elegido obispo de Burgos (1114) y un año después de Pamplona, más tarde abad del maravilloso templo románico de San Pedro el Viejo de Huesca (1130) y finalmente alcanzó el grado de obispo de Roda de Isábena y Barbastro (Huesca) en 1134. Y así pasaba su vida, entre claustros, hábitos y oraciones, alejado del mundanal ruido de las batallas y de los despachos reales. Esta vida fue la que le valió el sobrenombre con el que ha pasado a la historia, Ramiro II el Monje o el Rey Cogulla, como aparece en los escritos.

Pero la muerte de su hermano le obligó a salir de las dependencias monacales para ceñirse la corona de Aragón. Necesitó de una dispensa pontificia de Benedicto IX (1134) para que abandonara su matrimonio con Dios y se hiciera cargo de otros menesteres más tangibles e incómodos como era el gobierno de un reino envuelto en guerras y disturbios. Lo cierto es que Ramiro no lo hizo con buena gana y que fueron razones de Estado las que le empujaron a cambiar la cogulla de obispo por la capa y el cetro de rey… “no por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”. Los cuatro años que estuvo reinando en Aragón fueron tan intensos y frenéticos que no es de extrañar que al final echara en falta su vida contemplativa de monje e hiciera todo lo posible para desprenderse de la corona como así hizo más adelante.

Las primeras medidas y los primeros problemas

Antes de entrar en los detalles de la leyenda negra de Ramiro II conviene explicar algunas circunstancias previas a los acontecimientos que tuvieron lugar en Huesca, entre ellas su elección de rey, hecho que no fue del agrado de mucha gente. El nuevo monarca fue coronado en su localidad natal de Jaca en 1134, pero la ciudad de Pamplona no le aceptó y una parte de la nobleza proclamó rey de Navarra a García Ramírez V. En aquellas fechas Aragón y Navarra estaban unidas desde 1076 a raíz de la muerte del rey de Pamplona Sancho Garcés IV, asesinado en el transcurso de una cacería por orden de sus hermanos, Ramón y Ermesinda, que pretendían alcanzar el poder. El rey navarro fue arrojado al fondo de un profundo precipicio pero las cosas no salieron como esperaban. Enterados algunos nobles de la intriga, no aceptaron como soberano a ningún miembro de la familia, ni siquiera al pequeño heredero del monarca asesinado debido a su corta edad, y decidieron elegir a su primo, al rey aragonés Sancho Ramírez I. Desde entonces habían permanecido unidas las coronas de ambos reinos hasta que Ramiro II tuvo que colgar el hábito.

Por si faltaba algo, el monarca castellano Alfonso VII, que se hallaba en todos los acontecimientos, decidió entrar en escena aprovechando la debilidad y la confusión del momento, ocupando Soria, Nájera (La Rioja) y Zaragoza. Para poner las cosas en orden, el nuevo rey pidió una tregua a los musulmanes y firmó algunos pactos con sus vecinos navarros para aclarar las fronteras de ambos reinos que en aquellos tiempos estaban muy difusas por varias circunstancias como eran la inestabilidad política –hecho que provocaba que entre los reinos vecinos se ocuparan y se entregaran plazas en función de acuerdos y casamientos– y las razias o incursiones musulmanas, que penetraban en territorios ajenos y luego los tomaban en propiedad. El caso es que Ramiro II tenía tanta faena en casa que no sabía muy bien qué hacer. Además, estaba la presión de Inocencio II que de vez en cuando le enviaba algún aviso recordándole el testamento de su hermano, la cesión de la Corona de Aragón a los caballeros templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro.

La leyenda de la Campana de Huesca

Tantos problemas internos y externos animaron a una parte de la nobleza a levantarse por la mala gestión política del nuevo regidor que, entre otras medidas, había devaluado la moneda jaquesa y vaciado los cepillos de las iglesias para superar la crisis económica. A partir de esta situación social se creó, siglos después, la leyenda de la Campana de Huesca con múltiples facetas y diversas interpretaciones históricas de dudosa verosimilitud. He intentado analizar de nuevo todas las versiones históricas para trasladar al lector la verdad de uno de los episodios más tristes de la Alta Edad Media, y lo cierto es que no he podido llegar a una conclusión categórica. Así pues, a medio camino entre la leyenda y la verdad historiográfica, estos fueron los sucesos ocurridos hacia el año de 1135 y que dieron lugar a la leyenda negra de Ramiro II.

Según la tradición, el rey aragonés, cansado de tanta rebelión y crispación civil, convocó a los nobles en su palacio de Huesca con la excusa de presentarles el proyecto de construir una campana que se oyera en todo el reino. A la cita fueron llegando los principales nobles a los que invitó a pasar uno a uno a una sala del palacio donde les esperaba una trágica sorpresa: todos fueron decapitados por los hombres del rey y sus cabezas quedaron colocadas en círculo menos la última, la del prohombre más levantisco, el obispo Ordás, titular de la diócesis de Huesca, cuya cabeza fue colgada de una campana pendiendo como un badajo. Algunas fuentes hablan de hasta doce nobles decapitados y otras de siete. Allí, en el suelo del palacio de los Reyes de Aragón, se encontraban repartidas las cabezas del señor de Albero Alto y Torreciudad, Lope de Fortuñones; la del señor de Bolea, Ejea y Luna, Bertrán; la del señor de Perarrúa, Miguel de Rada; la del señor de Naval, Íñigo López; la del señor de Ruesta, Cecodín de Navasa, y, por último, la de Fortún Galíndez, señor de Huesca. En total, seis nobles más la cabeza de la máxima autoridad religiosa del reino. La ausencia de estos caballeros en la documentación de aquel año de 1135 hace pensar que ellos fueron los elegidos para formar parte de la leyenda de la Campana de Huesca. Después, una vez cumplido el atroz escarmiento, Ramiro II hizo entrar al resto de los invitados para que vieran qué destino les esperaba si continuaban agitando el orden de Aragón. Visto lo visto los caballeros abandonaron el palacio y las revueltas cesaron.

Hasta aquí la leyenda de la Campana de Huesca como ha sido contada en los escritos desde el siglo XIV cuando apareció por primera vez en la Crónica de San Juan de la Peña o Crónica Pinatense, escrita por orden del rey aragonés Pedro IV el Ceremonioso. Después, la historiografía ha intentado indagar en las causas de la matanza, en los motivos que guiaron a Ramiro II a cometer tal locura y parece ser que una parte de la tradición tiene su base en los Anales Toledanos Primeros que citan de esta manera un suceso ocurrido en 1136: “Mataron las potestades en Huesca”. Si damos crédito a este breve comentario, podemos deducir que algo pasó durante el reinado del monarca aragonés; además, el historiador árabe Ibn Idari va más allá y explica que la causa de los asesinatos se debió al asalto que hicieron varios nobles a una caravana de mercancías que viajaba por tierras musulmanas hacia Huesca, acto que rompió el pacto de no agresión firmado entre Ramiro y el gobernador árabe de Valencia y Murcia.

Otras fuentes explican que la decisión tomada por el rey aragonés estuvo influenciada por Frotardo, abad del cenobio francés de San Ponce, donde había aprendido desde pequeño la moral cristiana y otras enseñanzas. Ante la difícil situación que vivía el reino, el soberano envió a un emisario para pedirle consejo sobre la mejor manera de acabar con el desorden. Como el religioso francés no se fió del enviado real, le invitó a visitar el huerto monacal y allí se dispuso a cortar las coles que sobresalían por encima de las demás. Una vez acabada la faena, le dijo que contara a su rey lo que había visto. Y eso hizo el buen caballero. Ramiro II interpretó que el huerto era su reino y las coles cortadas las cabezas de los nobles insurrectos.

También se cuenta que una parte de la nobleza se mofaba de él y le ridiculizaba porque entendía que era una persona inepta para el gobierno, sin valor ni conocimientos guerreros y poco hábil con las armas de batalla como la lanza y la espada, cuyo uso le resultaba difícil de compaginar cuando iba montado a caballo hasta el punto de llevar sujetas las bridas con la boca. Y así lo explica el romance:

“Las riendas tomad, señor,

en aquesta mano misma

con que asides el escudo,

y ferid en la morisca.

El rey, como sabe poco,

luego allí les respondía:

Con esa tengo el escudo,

tenellas yo no podía,

ponédmelas en la boca,

que sin embarazo iba”.

La boda del rey y la cesión del reino

Una vez resueltos de forma drástica una parte de los problemas internos, el rey se dispuso a pensar en la retirada. Como el tiempo apremiaba porque había que buscar a un heredero, inmediatamente le buscaron esposa y se casó con Inés de Poitiers, de noble linaje y buenas referencias, pues era hija de los condes de Toulouse. La boda, celebrada el primer día del año 1136, se realizó antes de que llegara el permiso papal para que pudiera consumarse el matrimonio, cosa que debió hacer sin más dilación porque a los nueve meses de la ceremonia nació Petronila, destinada a heredar el trono paterno de forma inmediata. Y así fue pues antes de cumplir los dos años la casaron con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, que contaba con veinticuatro años en el momento de los esponsales, celebrados en Barbastro el 11 de agosto de 1137.

Tres meses después, el monarca aragonés decidió abdicar en su yerno y regresar a su lugar de origen, el monasterio de San Pedro el Viejo, joya del románico aragonés, donde vivió hasta su muerte. A pesar del retiro, siempre mantuvo el título de rey mientras su yerno, en un signo de inteligencia política, se reservó el nombramiento de príncipe de Aragón. El enlace sirvió para unir definitivamente las tierras de Aragón y Cataluña en un solo reino, una sola unidad territorial pero con tradiciones y leyes diferentes.

La leyenda negra en los personajes de la historia de España

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