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Capítulo 3 Marginalia
ОглавлениеAnte la universalización del cine y su potencial de ensoñación, es preciso discutir acerca de la especificidad de los cines nacionales, con o sin entrecomillado, o en todo caso, del producido en las grandes áreas geoculturales del mundo. No obstante, estoy muy lejos de suponer que a una cinematografía particular pueda reconocérsele “esencias”, rasgos inmutables. No más que a la cultura de la que forma parte, y en todo caso menos, en la medida no solo de la brecha cerrada en la experiencia cinematográfica entre referente imaginario y realidad vivida, sino por el cosmopolitismo inherente a la historia de las imágenes en movimiento, puesto que estas, sus autores y sus negociantes, más el deseo mismo de verlas, no dejan de “viajar” mental y físicamente desde hace más de un siglo, acelerando los procesos de innovación e influencia intercultural.
Es innegable, sin embargo, que el conocimiento (y reconocimiento artístico) de las cinematografías de la periferia ha estado en función de la industria dominante, la norteamericana, que pretendía encarnar una discutible universalidad. Tanto la circulación comercial de las obras más notables del Extremo Oriente (digamos del Japón hasta hace unas tres décadas) como de la India, de América Latina, e incluso de Europa del Este, dependía ya sea de distribuidores independientes, de agencias estatales (como Sovexportfilm) o del interfaz cultural fortuito (como el del cine hindú en el Perú), de afinidades intrarregionales (las producciones mexicanas y argentinas en América Latina, las hindúes en el Egipto, las de Hong Kong en la cuenca del Pacífico), o bien del éxito en los grandes festivales internacionales europeos o en el Oscar para las más sofisticadas. Este dominio de las metrópolis, sobre todo el capital simbólico adquirido por triunfar en Cannes o en Venecia, generó un efecto de espejo en los productores del Tercer Mundo al reconocer sus cualidades mirándose a través de los ojos del Otro. Pese al lugar correlativamente asimétrico ocupado por países ricos y pobres en los grandes festivales, es evidente que son estos grandes eventos los que le abren las puertas a muchas realizaciones, que de otro modo permanecerían ignoradas y sus autores inactivos. En esa medida, los festivales, es cierto cada vez más permeados por el mercado, son foros cosmopolitas en los cuales –injusticias en más o en menos– sí se tiende a una mundialización del cine de alta calidad.
Empero, la marcha más o menos exitosa de las cinematografías nacionales no impide constatar que detrás de la superioridad comercial de Estados Unidos y de las cualidades de sus narrativas existió y subsiste un designio francamente hegemónico. Podemos interpretar esto de dos mane-ras. Por un lado, efectivamente, las imágenes norteamericanas podían haber sido, según los diversos lugares de exhibición, “[…] vehículos más adecuados para la expresión de las emociones contemporáneas que el universo insular del cine británico”, como dice Iain Chambers al explicar el éxito de Hollywood en la Inglaterra de los años cincuenta, pues “[…] prometía un mundo más ‘abierto’ y más ‘real’ […]”1 que la reproducción paternalista de las clases subalternas por los cineastas nacionales, al rehusarse al nuevo orden que las formas culturales americanas aportaban. Invocando escritos de Antonio Gramsci que no excluyen las formas culturales norteamericanas de lo nacional-popular, Chambers enfatiza que había conservadurismo en la aprensión que provocaba entre los intelectuales ingleses esta “americanización”.2
Pero por otro lado, más allá de esa inducción innovadora, debe recordarse que los orígenes históricos de las imágenes en movimiento fueron indisociables de la contemplación de lo exótico por los occidentales, al margen de las imágenes progresistas que pudiese exportar el cine de Estados Unidos. El punto de vista del espectador del Occidente triunfante de inicios del siglo XX resultaba investido de cierto poder visual gracias a la ubicuidad ficticia que da la identificación, permitiendo estar en todos lados y atravesar cualquier época, de manera que el nuevo medio prolongaba “[...] El proyecto museístico de reunir en la metrópolis objetos zoológicos, botánicos, etnográficos y arqueológicos […] podía sumir a los espectadores en mundos no europeos, dejándoles ver y sentir civilizaciones “extrañas”. Podía transformar el oscuro mapamundi en un mundo conocible y familiar.3
El trasfondo ideológico de dar a conocer el mundo en imágenes “como en una exposición” en las sociedades metropolitanas no tardó en originar cierta lógica identificatoria particular en los géneros de aventuras europeos y norteamericanos. Películas ambientadas en lugares y tiempos lejanos con héroes occidentales se convirtieron en el modo masivo de retratar al Otro cultural y étnico como inferior y afirmar la superioridad de la occidental por el solo hecho de su capacidad de representarlo y convertirlo en un estereotipo. Con el traslado de este orientalismo–para usar el término de Edward W. Said–4 de la literatura al cine nació un sentido común, versión popularizada de las preocupaciones antropológicas de las élites intelectuales, para adquirir “[…] en un periodo de tiempo intensamente comprimido, los códigos de una cultura extranjera que se muestran como algo simple, superficiales y fáciles de entender”.5
Identificados con la cámara y con los héroes protagonistas de películas ambientadas en lugares remotos como la India, Egipto o México, los públicos de países centrales han encontrado en los grandes divos de distintas épocas, desde Rodolfo Valentino hasta Harrison Ford y Sean Connery, pasando por Charlton Heston, sus representantes narrativos, ideológicos y étnicos al mismo tiempo. Poco importó para Hollywood que los personajes protagónicos positivos fuesen nativos u occidentales, pues la regla durante décadas fue siempre que los encarnen actrices o actores blancos, pues la “universalidad” del héroe requería que sea la del blanco, enlazán-dose las exigencias racistas y comerciales en el casting, mientras que los roles de los personajes negativos sí podían ser asignados a actores no blancos, puesto que el espectador estándar no se identificaba con ellos. Así, mediante el star system el héroe idealizado por sus virtudes y su belleza (y el espectador imaginariamente “presente” en la historia contada a través de ella o él) mantiene cierto peso personal propio con respecto a la ficción relatada, dándole con ello un estatuto singular a la verosimilitud.6 Así como Charlton Heston y Anne Baxter fueron Moisés y Nefertiti en Los diez mandamientos (The ten commandments, 1956) de Cecil B. DeMille y Marlon Brando hizo del japonés Sakini en La casa de té de la luna de agosto (The teahouse of the August moon, 1956) de Daniel Mann, Jim Caviezel interpreta a Jesucristo en La pasión de Cristo (The passion of the Christ, 2004) de Mel Gibson, ninguno de ellos pierde su identidad de estrella occidental a favor de la figura que representan.
El travestismo cultural del héroe del cine hegemónico y de sus comparsas tiene una dimensión lingüística fundamental al imponer y naturalizar la lengua inglesa. A diferencia de la imagen visual, que es fácilmente reconocible en distintas culturas, el signo lingüístico es arbitrario y no icónico; es aún más diferenciado por la entonación, el acento local y rasgos de clase, de tal suerte que, como señalan Shohat y Stam,
[…] el lenguaje define el lugar en que las batallas políticas se desarrollan […] la gente no entra simplemente en el lenguaje como a un código primario, participa en él como sujeto constituido socialmente y su intercambio lingüístico está modelado por las relaciones de poder.7
Revestido por diálogos hablados en inglés (o subtitulados, o bien doblados a un acento hispanic estándar que no borra las marcas de enunciación anglosajona) el cine hegemónico pone su impronta en el punto nodal de la ensoñación fílmica. Hablar “normalmente” la lengua metropolitana es ocupar el rol superior en la trama, hablar defectuosamente o con una simulación de acento local es adoptar el lugar del Otro inferiorizado, de modo que la puesta en escena cuenta con un aspecto de “puesta lingüística” inevitablemente ideológico y constitutivo del MRI de Hollywood. Resulta por lo tanto estratégico asomarse aunque sea someramente a la constitución de modos no occidentales de narración fílmica.
Me referiré seguidamente a dos muy singulares, los de la India y del Japón, y también a las obras de los realizadores Robert Bresson y Alexander Sokurov, francés y ruso, respectivamente, por sus distancias respecto al modo de representación convencional. Esto nos dará un marco que facilite comparaciones que lleven a ubicar en el siguiente capítulo el lugar de las cinematografías latinoamericanas, en particular el de la peruana.
Además de ser grandes y antiguos productores, la India y el Japón interesan porque a su vez una y otra cinematografía guarda entre sí diferencias de relieve sociológico y artístico. Mientras en el cine japonés se mantuvo cierta continuidad histórica entre su dramaturgia y sus artes gráficas y plásticas anteriores en un marco de públicos educados voluminosos, lo que permitió creaciones fílmicas originales como las de Ozu y Mizoguchi, en el cine hindú, salvo por una minoría de realizadores sofisticados, se calcó en la pantalla las performances artísticas populares de manera gene-ralmente literal, ingenua y exacerbada, poniéndolas a disposición de un público vastísimo. Dos maneras distintas de crear comunicación audiovisual masiva con rasgos propios cada una a sus respectivas sociedades, pero sobre cuya base surgen verdaderas obras de arte. Provocan una emoción estética que permite franquear la barrera de lo desconocido y lo conocido, lo extraño y lo propio circulando por el mundo. Y eso es lo propio del cine, pues, como escribe el director de Cahiers du Cinéma:
[…] es el arte que habrá cumplido más completamente con los requisitos de esta época particular, […] mantiene, durante su primer siglo de existencia, una relación íntima, estructural, con la forma nacional como modo de organización apropiado de las colectividades humanas en el curso de ese periodo.8