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La India
ОглавлениеEl crítico Roy Armes sostiene que aun la cinematografía de la India, desde sus inicios con Raja Harischandra (1913) dirigida por el pionero Dadasaheb Phallke, pese a basarse en un argumento mitológico –inspirado en biografías filmadas de Cristo vistas en Europa– no dejaba de someterse a la codificación de la tradición hindú implantada por los colonizadores británicos.9 Sin embargo, pese al elemento occidentalizado y presuntamente “espurio” respecto a la cultura hindú, esta película en vez de dirigirse al segmento elitario aficionado al cine occidental, inglés y francés, buscó los recintos populares, obteniendo gran éxito entre quienes jamás habían visto imágenes en movimiento Era inevitable que Phallke tomase como referencia lo que había visto previamente en Londres y ahí se equipase de cámara, equipos de procesado, material virgen… y de ideas. Por lo tanto, difícilmente puede disociarse el carácter nacional de una cinematografía, no importa cuál sea la época en que emergió, del modo internacional en que constitutivamente se difundió. Por cierto, puede esgrimirse que detrás de la cinematografía estaba el imperialismo, pero eso no impide que en algunas regiones del mundo –más que en otras, es verdad– haya podido desarrollarse una industria genuinamente nacional de un arte en última instancia cosmopolita. Solo trece títulos de entre los más de mil de los producidos en la India durante el periodo del cine mudo se conservan. Esa base comparativamente sólida permitió que la industria tuviese un desarrollo sostenido mediante la llegada del cine sonoro que permitía enfatizar los géneros musicales. Hay únicamente diez canciones en Alam Ara (Ardeshir Irani, 1931), primera película sonora hindú estrenada en Bombay (de la que ya no existen copias),10 pero en producciones posteriores llegó a cantarse unas setenta, en medio de profusos despliegues de danzas y leyendas escenificadas. El componente musical no ha sido ni es la única regla del cine hindú, pero sí puede afirmarse que la utilización de la música ha atravesado distintos géneros: melodramas, historias de santos, crítica social. Sin pretender reseñar la historia del cine hindú (por lo demás nuestro poco conocimiento nos lo impediría) no puede dejar de mencionarse que las primeras producciones sonoras con las que despegó Bombay Talkies, la gran productora de esa ciudad, fue el antonomásico melodrama Achchut Kanva (1936) dirigido por el alemán Franz Osten, que escenificaba los amores trágicos entre un joven brahmán (de casta alta) y una joven de la casta de los intocables, precisamente en el periodo de luchas anti-coloniales y sociales lideradas por Mahatma Gandhi. La inventiva hindú encontraba una veta de originalidad en la musicalización de los fílmes, mezclando motivos e instrumentos populares con orquestaciones a lo occidental, como ocurrió en obras de corte histórico, religioso o legendario como Sant Tukaram (Vandruke Shantaram, 1937), premiada en el Festival de Venecia. De manera que el compromiso con una estética nacional de valorización de los acervos regionales y tradicionales no se contradecía con la modernización urbano-industrial del país. Más aún, desde los años treinta la Bombay Talkies optó por el igualitarismo en un país de castas, tanto en el contenido de sus películas como en su comportamiento empresarial.11 Debe destacarse que los embates de la Segunda Guerra Mundial pusieron los estudios de Bombay, Calcuta y Madrás en crisis, propiciando, al contrario, la inversión cinematográfica desde el mercado negro, lo cual le dio a las actrices y los actores la tajada del león de una cinematografía que no dejaba de producir.
Pero esta consolidación de un star system no se asemejaba al de Hollywood, puesto que los tratamientos melodramáticos y populistas se profundizaron bajo influencias extranjeras, al tratarse de un país mayoritariamente pobre.12 Estas particularidades lanzaron a personajes popularísimos que hacen preciso destacar a dos realizadores. Uno de ellos es Raj Kapoor, actor, productor y también director –conocido por la célebre Awaara (El vagabundo, 1951) y sobre todo por Mera Naam Joker (Joker, 1970), una de las películas con mayor público y más tiempo en cartelera de toda la historia de la exhibición cinematográfica en el Perú–, y el otro es Mehboob Kahn, autor de Bharat Mata — Mother India (Madre India, 1957).
El interés de Joker consiste sobre todo en la originalidad de los tipos de hibridación mostrados, seguramente ilustraciones del horizonte aspiracional de la modernización hindú de los sesenta en colisión con pesadas tradiciones. Obra destinada a entretener a un auditorio popular extenso y variado, ni pretende ser obra de arte ni menos de construir verosimilitud según referentes sociales reales. No hay problema en que, de adolescente, el protagonista se eduque en un colegio católico inglés destinado a la alta burguesía poscolonial, siendo hijo de una viuda indigente, ni que parezca ostensiblemente mayor que sus compañeros de clase cuando enamora a su profesora. Siendo tributaria del musical americano, la sucesión de canciones que jalona el relato es, sin embargo, envuelta en el “paquete” de la vida circense que sostiene la película, justificando una variedad de otras performances (danza nativa, acrobacia, fieras, payasos, cómicos de la calle) que la alejan de Hollywood y la ubican más bien en un Bollywood (Bombay) atento a un público mayoritariamente pobre para brindarle un espectáculo que prolongue en lo audiovisual la diversión familiar de la feria tradicional. Es así que el recorrido de Joker es de supervivencia y de soledad más que de lucha contra la pobreza y de búsqueda de éxito individual, por más que la dirección artística occidentalice la atmósfera de la ficción. Tironeada entre un lado occidental y uno nativo, en una mezcla imaginaria probablemente coherente para el público hindú, la narración en sus tres horas lleva al héroe desde la adolescencia a su vejez en la que transcurren relaciones amorosas, todas desgraciadas sin hacer fortuna, como si la moraleja fuese que el precio de la individuación es la soledad, y al contrario se exaltase el éxito económico expresado en emblemas occidentales de estatus mezclado con valores hindúes de seguridad familiar, pues las mujeres abandonan a este payaso una y otra vez por hombres de éxito. Y tanto más si la dependencia afectiva y los sentimientos culposos llevan al protagonista a presentarle la novia a su madre (que muere inverosímilmente viendo al hijo en el circo) para que dé su consentimiento.
Mera Naam Joker es el melodrama de una derrota que, según el espectador del cual se trate, tiene toques de comedia. Se ensalza a la madre enfáticamente desvalida que quiere una esposa burguesa para su hijo, a diferencia de otra madre cuyo perfil simbólico forma parte de tradiciones premodernas. Esta es Radha, el personaje protagónico de Bharat Mata — Mother India (Madre India), interpretado precisamente trece años antes por Nargis, la misma actriz que hace de madre en Joker.
Si la originalidad de la película de Raj Kapoor estriba en el kitsch particular de la modernización hindú, la de Mehboob Kahn adopta una perspectiva distinta, más sensible a la pervivencia de viejas tradiciones. El largo flashback de los recuerdos de Radha, ya anciana, estructura la película. La reminiscencia de su amor juvenil con Shampo, quien será su esposo, no deja de regresar, aunque predomine su sufrimiento, radical, sin comicidad. Radha labra la tierra por décadas, sometida a Sukhilala, el comerciante alfabeto que le compra cosechas a precio vil en medio de una pobreza que el cuidado de sus dos hijos agranda. Ser rico es tener dos vacas. Shampo abandonó el hogar al perder ambos brazos en un accidente de trabajo. Su gesto de dignidad al saberse inútil marca la centralidad del trabajo en el flujo de la vida, lo cual hace de la condición campesina algo heroico, pero de un heroísmo liderado por la madre. Esta no lo es solo de sus dos hijos; es una madre mítica, matrona celebrada por la comunidad entera, puesto que la tierra germina por sus esfuerzos arándola. Tierra y madre se remiten una a otra en una metáfora de la fecundidad que se extiende al conjunto de la naturaleza, puesto que la lucha –más contra la desgracia que contra la pobreza– es telúrica. Las lluvias torrenciales del monzón, los incendios y otros desastres le sirven a Mehboob Kahn para inventar una eficaz estética del padecimiento, que no deja de alternarse con música, canciones y despliegues coreográficos inspirados en una aparente fusión del musical occidental con danzas típicas, cuyos textos comentan unas acciones cuyo desenlace será trágico. Tal como en Joker, la madre le pide al hijo que se case. Radha lleva a su díscolo y violento Birjoo al matrimonio con Rooja, hija de Sukhilala. Pero en plena boda el clima festivo se enerva cuando este arremete contra la novia, y pese a las súplicas de Radha, también golpeada, mata sin piedad a Sukhilala por recuperar un par de brazaletes de oro presuntamente mal habidos. Tras el crimen, Birjoo rapta a la novia y huye, convertido en bandido, para reencontrarse poco después con su madre, quien tras dispararle un balazo en el pecho lo toma en sus brazos entre sollozos para que muera con ella. “Sacrificaré a mi hijo pero no a mi honor”, había dicho Radha, verbalizando radicalmente su idea de una responsabilidad materna que, más allá de la familia, abarca a la comunidad local –“la tierra”–, cuyo código de honor debe ser defendido, pues la novia, Rooja, es “hija de toda la aldea”.
No es simple coincidencia que a este final de Madre India pueda calificársele de operático. Los sentimientos exacerbados de pertenencia y los desgarramientos de la identidad forman parte de las experiencias de la modernidad y la individuación, vividas colectivamente como el desmoronamiento del antiguo mundo social y al mismo tiempo como hallazgo de la libertad. Las expresiones artísticas pueden ser entonces grandilocuentes, como en las óperas de Verdi, o en películas hindúes como esta –sin equipararlas, claro está– cuando autores y públicos comparten la importancia de los valores puestos en juego. Y esto es tanto más verdadero en una realidad como la hindú de los años cincuenta, en que el sistema de castas aún inducía vínculos fuertes de afecto comunitario en las clases inferiores.13 Toda emoción estética está inmersa en redes de interacción y en formas expresivas particulares. La manera de producir una “impresión de realidad” o diégesis variará entonces según el marco cultural. Sería por lo tanto tan arbitrario atribuirle “atraso” o cursilería al cine de Mehboob Kahn, como subrayar la falsedad de las antiguas escenografías y puestas en escena estáticas de la ópera italiana, francesa o alemana. Sin relativismos, el modo de representación –en la acepción burchiana– está condicionado por la historicidad de cada público, en este caso el de la India. El corolario sería constatar la gran diversidad de las artes, sin que ello impida variedad de lecturas y apreciaciones, ni menos el encuentro intercultural entre obras de distintas procedencias y épocas. De hecho, Bharat Mata — Mother India casi gana el Oscar a la mejor película extranjera,14 pese a sus numerosas imperfecciones desde la óptica de la ortodoxia occidental. En sus casi tres horas de duración abundan la falta de raccords de luz, las rupturas en el desempeño de los actores (con pasos rápidos de escenas inverosímilmente sobreactuadas a otras carentes de interpretación) y discontinuidad en la construcción de la ambientación, que oscila entre escenarios naturales muy bellos y exteriores simulados de cartón piedra.
En cambio, la obra de Satyajit Ray debe ser ubicada en la vertiente opuesta, la de una narrativa cinematográfica que opta por el modo de representación institucional occidental, sin por ello carecer de rasgos nacionales propios. Muerto en 1992, el bengalí Ray perteneció a una familia de intelectuales acomodados de Calcuta, cercanos al escritor Rabindranath Tagore y sensibles a la infuencia inglesa.15 Habiendo conocido a Renoir cuando rodaba Le fleuve (El río) y marcado por el neorrealismo italiano en sus primeras películas, su concepción fue definitivamente autoral y sistemáticamente intercultural, tendiendo puentes entre la India y el Occidente, familiares y positivos para él. Aunque la obra cinematográfica de Ray obtuvo en general éxito comercial en la India, fue gracias al reconocimiento internacional que se convirtió en un emblema artístico de su país. No obstante, sus películas se ubican fuera de cualquier espectáculo estereotipado y ruidoso. No se inscriben en la sociología del entretenimiento popular urbano de género como Joker y Madre India, pero sí registran críticamente la vida social bengalí con minucia. Esta va más allá del cuidado de los pequeños detalles escenográficos, de la música –a menudo a la occidental y pianística– y de los gestos de los actores. Repara en el ritmo del relato, cuya respiración, como señala Ishaghpour, es la de cierto tiempo interior característico más definido por su explayada duración sin tensión ni clímax que por las ocurrencias del guión.
Desde su primer largo, Pather Panchali (La canción del camino, 1955), con música de Ravi Shankar y pese a la confesa influencia de Ladri di biciclette (Ladrones de bicicletas, 1949) de Vittorio de Sica, hace el retrato intimista de una infancia pobre, ajeno a todo miserabilismo, sin enfatizar la cadena causal de ocurrencias que articula la intriga. Este primer largometraje (de una trilogía llamada de Apu, por ser este personaje el hilo conductor de los dos siguientes) empieza con el nacimiento de Apu en la pequeña aldea en la que transcurrirán sus primeros años rodeado de su madre y del afecto de su única hermana Durga. La naturaleza circundante, el juego y el cariño entre los hermanos son idealizados como un mundo abierto, ilimitado, pero mirados desde la lejanía de otro presente, posterior e implícito, como si el tiempo fuese a ser devorado inevitablemente por el flujo de la vida. Durga se enfermará y morirá, acabando con el tono idílico anterior. Tras la desgracia, el padre, un brahmán (sacerdote) empobrecido y su amargada esposa Sarbajaya deciden dejar su casa medio en ruinas y partir a la ciudad, como si trasladarse a la civilización moderna fuese su destino. El segundo filme de la trilogía, Aparajito (1956) está más claramente marcado por el neorrealismo. Las concepciones del decorado y de la composición del cuadro de la modesta casa de Benares, así como de los personajes, y la sobriedad con que Ray los trata me recuerda, cambiando contextos, al Visconti de La terra trema (La tierra tiembla, 1948). La película se abre con Apu recorriendo las calles de Benares y el padre leyendo escrituras sagradas para ganarse la vida. Al pie de las escalinatas del río Ganges hay gente en baños rituales de purificación. Poco después este cae enfermo y se desploma al pie del río. Lo llevan a casa y pese al agua milagrosa del Ganges que le traen, muere sin salir de su postración. Ray maneja con maestría la economía del dolor escenificado, sin profusión de llanto. La familia, reducida a madre e hijo, debe dejar la ciudad y regresar a Bengala, a la aldea de un anciano tío, también religioso, para evitarle a Apu el futuro de sirviente descastado que podría esperarle. El nudo dramático va a irse estableciendo en el contraste entre el afecto madre-hijo y las divergencias entre ellos sobre el porvenir del niño. Su buen rendimiento escolar le hace ganarse el aprecio de sus maestros, quienes pese a su virtual indigencia protegen a Apu y lo encaminan en la ciencia, en la poesía y el inglés. Mediante tiempos dilatados que marcan más los estados de ánimo que las incidencias, el relato desarrolla la transformación de la infancia a la adolescencia, pues Apu logra conseguir ayuda económica por su propio mérito para emigrar a Calcuta y concluir sus estudios. A la inversa, la soledad de la madre en la aldea crece y cae enferma. Por estudiar, Apu no prestará atención al llamado de su madre, y no llegará a tiempo para encontrarla viva.
Aparajito muestra nuevamente una penosa relación madre-hijo, pero Satyajit Ray se cuida de caer en excesos melodramáticos y prefiere la sobriedad de las emociones apenas expresadas, que cargan estéticamente el final de la película. Y es que a contrapelo de los géneros ruidosos de Bombay, el realizador evita los retratos de trazo grueso, tomando distancia crítica para encontrar los sentimientos en lo no dicho y lo no explícitamente actuado, analizando la trama social subyacente. En Aparajito el hijo se libera ideológicamente de la madre sin dejar de quererla, conforme al pensamiento de Ray, ajeno al fanatismo y a la superstición, y al contrario abierto a la modernidad y al contacto con Occidente. Sin adentrarnos en una especulación sociológica, sería arbitrario oponer Madre India a Aparajito como un producto más “auténtico” por catalizar más los sentimientos del público popular. Al revés, los retratos y los climas creados por Ray son hechos desde y mediante una distancia crítica que requiere de una representación diegética de tipo occidental y no de fantasías sensibleras para evadir durante tres horas la dura realidad.
Muy diferente es su posterior Charulata (Charulata, 1964), una película muy a lo occidental no solo por el tratamiento fílmico sino por su tema. El mismo Ray la consideró como su obra más lograda, por su pulimento y delicadeza, cuidados al máximo, al extremo de haber sido él su propio camarógrafo, además de guionista, director y compositor musical. Adaptada de una novela corta de Tagore, se ubica en el ambiente de la burguesía intelectual bengalí de fines del siglo XIX, que formando parte del establishment colonial, no dejaba de tener discusiones sobre el rumbo que el país debería emprender.16 Rodada íntegramente en los interiores de una mansión colonial victoriana en Calcuta, se nos presenta un triángulo amoroso entre Charulata, la bella esposa del rico y dinámico Bhupati, propietario de un diario publicado en inglés, y el joven y poco adinerado Amal, con pretensiones de escritor, primo de Bhupati. Mujer solitaria, elegante y encerrada que apenas si observa el mundo exterior con unos prismáticos desde una rendija de la ventana, Charulata es, como lo dice el título inglés, the lonely wife. En cambio Bhupati es un hombre dinámico, práctico y anglófilo, volcado a resolver problemas periodísticos y políticos, poco interesado en arte, poesía y todo aquel acervo bengalí que la esposa sí cultiva en silencio, venciendo su tedio. Bhupati vive engañado creyendo que es un buen marido por la vida cómoda que le brinda a su esposa, sin darse cuenta de que no le presta atención. Para él la sustancia del mundo está en el trabajo productivo y eficaz, pues como comenta Ishaghpour, ha interiorizado totalmente el Occidente pese a ser partidario de la independencia.17 En el mundo de Charulata no hay cabida para ese pragmatismo, sino al contrario, mucho espacio para cultivar el afecto y la belleza de los valores nativos. Todo transcurre en calma hasta la llegada de Amal a instalarse por un tiempo en la casa. Su presencia y su interés por la literatura y la música serán perturbadores, dado el lugar intermedio que ocupa entre Charulata y su esposo, pues su idealismo y su amor al arte coexisten con su arribismo. Amal comparte con Charulata una común afición por la poesía; juegan, cantan juntos, se hacen bromas, casi como dos primos adolescentes cuyos deseos incestuosos afloran y se van. Sin embargo, todo es implícito, todo transcurre en el plano de lo no dicho, de silencios largos y de acciones que parecían iniciarse pero quedan suspendidas.
La escritura como mediación entre los personajes atraviesa toda la historia. Mientras Bhupati es un periodista político que desdeña la literatura, la complicidad entre ella y Amal se va anudando en torno a textos bengalíes que leen en común y a los que cada uno escribe, con deseos de reconocimiento mutuo mezclados con admiración y celos. Sin que haya ocurrido ni se haya dicho nada explícito, Charulata se siente unida a Amal por algo que está por encima de la banalidad cotidiana. Por eso se ríe a solas cuando escucha a Amal rechazar un ofrecimiento del marido para influir para casarlo con una joven heredera de una familia de fortuna, irse con ella a Inglaterra y estudiar abogacía en la capital del imperio. Sin embargo, Amal partirá para más adelante enviar desde Londres a los esposos una breve carta anunciando su matrimonio. Sintiéndose traicionada, Charulata se va a su habitación, donde rompe en llanto clamando el nombre de Amal, todo lo cual es escuchado por el marido. Con el ingreso de Amal al pasado los esposos se reconcilian sin ilusiones, aunque ése haya sido el precio pagado por Bhupati para reconocer en sus propios sentimientos la importancia de la poesía y la literatura de las que había renegado, expresados en una publicación literaria bengalí que decide fundar para que Charulata la dirija. Me explayo en este desenlace para subrayar la importancia que para Ray tiene la escritura en el descubrimiento de la identidad y la expresión de los sentimientos. Es gracias a esta que la heroína se encuentra a sí misma y su lugar en el mundo como escritora, y también el principio que le permite diferenciarse del marido. Sin ningún simbolismo forzado, la dualidad Charulata-Bhupati va más allá del “bovarysmo” de la novela burguesa; ella permanece del lado de los valores culturales nativos y él con la idea de un Estado moderno e independiente. Ray parece proponer una síntesis de la India y Occidente.18 La opción del realizador por un lenguaje diegético y a la europea le sirve precisamente para decantar una estética fílmica que traduce con mayor eficacia, al menos para mí, la sensibilidad de este país, a diferencia de las otras obras, que acaso tengan mayor valor sociológico por ser géneros masivos una y otra vez repetidos.
Algunas reflexiones generales. Al margen de sus grandes diferencias, estos tres realizadores concitaron el interés, si no la admiración, como el caso de Ray, de la crítica internacional, pero al mismo tiempo del gran público hindú en base a narraciones a menudo ajenas a la perspectiva hedónica de la matriz cultural del entretenimiento occidental, reticente a presentar el sufrimiento y la humildad como aspectos sublimes de la condición humana por ser juzgados de mal gusto. La confluencia de popularidad, rentabilidad y reconocimiento artístico público es una particularidad del cine hindú, infrecuente en otros cines, que denota una relación singular de sus élites culturales con unos públicos variadísimos culturalmente, lo cual parecería poco comprensible en buena parte del cine occidental contemporáneo. Ejemplo típico de ello es la obra de Raj Kapoor, lanzado a la celebridad con una película cuyas canciones y cuyo guión fueran escritos por gente afín al partido comunista, y con música de Ravi Shankar, dándole no obstante ganancias inmensas al capitalismo de Bollywood y cosechando éxito en países del Medio Oriente,19 hechos que muestran claramente que las industrias culturales y la modernidad no son patrimonio exclusivo de Occidente.
En efecto, la trayectoria del cine hindú constituye un ejemplo (y no el único, como pretendo sustentar) de cómo los modos de narrar mediante imágenes son constructos insertos en la especificidad de las culturas y de la experiencia de los sujetos que viven y actúan en ellas como productores y consumidores. Eso no significa que la India haya permanecido en una arcadia de tradiciones milenarias, simplemente reproduciendo en el celuloide los legados de las artes antiguas. Al contrario, esa cinematografía ha seguido un curso evolutivo que forma parte de la modernidadmundo, como en otras que, salvo error, parece inevitable. La combinación del negocio rentable con la riqueza mitológica de la India, mantenida por su intensa religiosidad, así como con su gran diversidad, es quizá un elemento decisivo para su configuración. A título de especulación, la relación del cine con la integración moderna de la India no parecería ser una conjetura descabellada, como da cuenta la obra misma de Satyajit Ray. Hobsbawm ha afirmado cómo a lo largo de los siglos XIX y XX sinnúmero de tradiciones occidentales fueron creadas, inventadas al calor de la industrialización, ya sea para afirmar el poder simbólico de las burguesías triunfantes, para infundir en el pueblo sentimientos nacionales de pertenencia, o por idealizar un pasado que se va.20 Precisamente, el cine hindú creció dándole a sus públicos dosis abundantes de leyendas antiguas mientras las ciudades se llenaban con inmigrantes, humo tóxico y desocupados. Pero lo más característico ha sido la evolución lingüística a partir del cine sonoro. Así como se recortó la difusión de películas dialogadas en ciertas lenguas europeas, favoreciendo indirectamente al cine subtitulado de Hollywood que pesaba por su star system, en la India multilingüe, Bombay se decidió como principal foco productor a hacer cine en la mayoritaria lengua hindi, apuntando sobre todo a las zonas norteñas del país, pese a que su lengua regional es el maharati. En Calcuta la producción fue relativamente menor y se hizo en bengalí e inglés por el peso de la metrópoli. En el sur se rodaron desde Madrás obras principalmente en tamil y telugu, que llegaron a rivalizar con las cintas de Bombay. El aislamiento fue paliado con versiones dobladas a otra u otras lenguas, sin eliminarse esa atomización. Pero a la inversa, el uso extendido de lenguas eminentemente locales, como las del sur del subcontinente, ha permitido a sus hablantes reconocerse más fácilmente al oír sus propios acentos salir de la pantalla,21 del mismo modo en que los acervos vernáculos de cada región han logrado inevitablemente difundirse a lo largo del tiempo, con probables resultados interculturales, pero siempre bajo la égida de Bombay.22 Pero interculturalidad no significa en este caso calidad. Desde los años sesenta la producción hindú no ha bajado de doscientos largometrajes anuales, y en 1999 fue de setecientos sesenta y cuatro, con la astronómica cantidad de 2.860 millones de espectadores.23
No obstante, la mayor parte de la producción es mediocre, pues la receta consabida de danza y canciones que reinventa la tradición se ha ido repitiendo hibridada a su vez con motivos foráneos y permeando el cuadro social de una modernidad pobre y desigual. Considerando que la danza y la música fueron un eficiente acicate para consolidar las audiencias del filme sonoro hace décadas, esto dio lugar finalmente a un espectáculo perfectamente contemporáneo, pero distinto del occidental debido a la particularidad del estatuto diegético hindú en la producción masiva (al margen del cine no industrial como el de Ray) y en virtud del modo en que los espectadores se relacionan con la pantalla. El tiempo de duración de un melodrama cantado y bailado puede ser fácilmente de unas dos horas y media o tres, y la asistencia es frecuentemente familiar. La atención que se le presta a la película es muy singular, pues median en su lectura las canciones interpretadas en playback por reconocidos artistas, e incluso las orquestas y sus compositores. No puede dejar de evocarse el rol del musical–mencionado páginas atrás– en la formación de los públicos cinematográficos occidentales de los años treinta a cincuenta. Cine, disco, radio, incluso televisión son medios de comunicación cuyas historias están enhebradas entre sí, aunque de un modo singular según el área cultural. En la India el vínculo del cine (o de la imagen) con la música se solidificó hacia los años ochenta, dando lugar al cine hindú genérico contemporáneo, el all-India film, emblemático y comercial, que, sin embargo, como señala Alberto Elena:
[…] nunca renunciaría al importante efecto diegético de sus números musicales, que más allá del alcance de sus letras o la introducción de un cierto lirismo, operan como invitaciones a la recapitulación y a la reflexión sobre la historia que está siendo contada, a modo de oportuna coda que ningún espectador indio vive realmente como una interrupción de la narración.24
El camino del all-India film ha sido paralelo al de la modernidad de este país. La adopción de instrumentos musicales occidentales y formas de origen anglosajón como el rock abunda en la producción actual. Esto es acicateado por los mercados cautivos de la diáspora hindú establecida en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, entre otros países, modificando los imaginarios, que de las temáticas del sufrimiento pasa a las preocupaciones por el progreso familiar y el ascenso social. A su vez esto provoca una mirada hindú propia hacia el mundo, una “contramirada” si el término tuviese una acepción ideológica. Los paisajes suizos o escoceses han empezado a ilustrar melodramas con cuatro horas de números de danza y baile25 en películas como las de Yash Chopra. A partir de los años noventa, la occidentalización de los gustos ha evolucionado conforme crecieron las clases medias, y star system mediante, Bombay (Bollywood) adoptó francamente los referentes del look hollywoodense, ya que:
Súbitamente el Tercer Mundo comenzó a parecerse al Primer Mundo […] de la fábrica de sueños brotaron criaturas estandarizadas: actrices que parecían modelos felinas y actores de musculatura prefabricada con cara de bebe, todos idénticos. Los negocios florecieron para los cirujanos plásticos y los dentistas. Los gimnasios de Mumbai (Bombay) empezaron a desbordarse.26
Sin embargo, nada de ello es lineal. Las temporalidades sociales más parecen guiadas por una secularización distinta a la occidental. En el cine más exitoso en lo comercial coexisten idealizados una realidad fuertemente competitiva, individualizada y elitista con la unidad familiar y sus rituales religiosos. Los idílicos paisajes europeos son tan poco realistas como los personajes que los animan, y todo ocurre como si el cine se convirtiese en vehículo protector de la nostalgia de un mundo hermético y más seguro que preserva las tradiciones y el espacio privado de los sentimientos, ignorando la furia de un mundo hostil y desigual. Se torna así en un arte escapista.
¿Significa esto que la producción de la India se haya subordinado a la mirada estadounidense? No puede responderse taxativamente que no. El naturalismo de la narración hegemónica hollywoodense no se impone sobre la abundancia de canto y danza del espectáculo musical hindú, fuertemente institucionalizada entre sus productores y espectadores. Y estos últimos, por dispersos que estén en otros continentes, no constituyen más que un segmento, un gusto particular de la audiencia mundial, salvo casos excepcionales “recuperados”, como es el de la realizadora Mira Nair. En cambio, el cine de la India parece jugarse un desquite –ciertamente limitado– frente a la hegemonía del norteamericano. Si los retratos hollywoodenses de la etnicidad hindú fueron inferiorizantes desde épocas que se remontan al Gunga Din (1939) de George Stevens y a los Tres lanceros de Bengala (Lives of a Bengal lancer, 1934) de Henry Hathaway, presentando a los indios como personajes torpes, peligrosos y de tez marcadamente oscura frente a la destreza y el heroísmo inglés, de clara connotación imperialista,27 esto se ha convertido en algo cada vez más inverosímil y políticamente incorrecto, o bien en divertimiento estereotipado para niños y adolescentes como en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the temple of the Doom, 1984) de Steven Spielberg. Si el inglés de pura cepa Ben Kingsley interpretó a un convincente Gandhi en el filme homónimo de Richard Attenborough (1982), debió ser el bengalí Victor Banerjee quien interpretara al personaje de Aziz H. Ahmed en Passage to India de David Lean (Pasaje a la India, 1984) en que este es injustamente acusado por los británicos de haber abusado sexualmente de Candice Bergen violando el tabú colonial de la mezcla de indios y blancos. Al contrario, rodar películas en Europa y Estados Unidos es una acción afirmativa de aspiraciones de bienestar indicadoras de cierta conciencia posible que hasta los años setenta era casi impensable.