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5. Cuando Colón llegó a Japón
ОглавлениеNo se sabe con exactitud cuál fue la primera isla que vieron Cristóbal y sus muchachos. Luego sabrían, por los nativos, que se llamaba Guanahani. El almirante la llamó San Salvador por motivos obvios. Lo único seguro es que estaba en las Bahamas. Pero Cristóbal creía que había llegado a Japón.
Si la confusión de los indígenas fue remarcable, imagine el lector la de los cristianos.
El 12 de octubre, Colón se subió a una barca con los capitanes Pinzón, el intérprete, el escribano de la armada y un grupito de apoyo, y se dirigió a tierra. Cristóbal portaba el estandarte real. Cada Pinzón, un pendón con una cruz verde: uno con la Y de Ysabel y otro con la F de Fernando. Y con sus barbas, sus brillantes armaduras, sus espadas de hierro, su hedor insoportable.
Los indígenas no comprendían qué demonios era aquello. Los saltos culturales tienen estas cosas: ni siquiera parecían concebir que aquella gente hubiera venido navegando desde el este; era gente rarísima que llegaba de donde nunca nadie venía, del sol. Pensaron, por tanto, que venían del cielo. También que el cielo debía de ser un lugar tremendamente apestoso.
Los de la barca, mientras tanto…
Escenas del descubrimiento: los españoles llegan y empiezan a timar y a secuestrar a la gente
Cristóbal Colón salta de la barca, chapotea en la orilla, cae de rodillas y besa la arena. ¡Salvados, loado sea el Señor! Se yergue enseguida y, con toda la dignidad del mundo, toma posesión de aquellas tierras en nombre de los reyes mientras el escribano toma buena nota. El resto del grupo mira a su alrededor, alucinado con la belleza de las Bahamas. Y todavía se sorprenden más cuando reparan en que los nativos que se acercan están desnudos, cubiertos apenas por algunas pinturas aquí y allá.
—Esto es el paraíso —comenta uno de los tripulantes sin quitarle ojo a las bamboleantes tetas de una vieja indígena.
—¡Y qué bien huele! —añade otro, que apenas recordaba otros aromas más allá del olor de pies, de axilas o de culo.
—Pero estos no parecen chinos —remata el aguafiestas del grupo, confundido ante aquella gente de robustos y hermosos cuerpos, ni blancos ni negros, sino de un café con leche parecido al de los canarios.
Luis de Torres, el intérprete, se dirige a los nativos en todas las lenguas que conoce, sin ningún éxito. Al final, unos y otros empiezan a gesticular y a emitir gruñidos guturales, o a repetir palabras lentamente, intentando entenderse.
—No-so-tros —pronuncia Cristóbal mientras se señala el pecho y muestra a sus amigos—, cris-tia-nos. Cris-to. —Señala a sus desnudos interlocutores—. Vosotros, ¿qué? Vo-so-tros, ¿qué dioses adoráis?
Los indígenas dicen palabras incomprensibles, se rascan la cabeza y se miran unos a otros. Los más avispados se señalan a sí mismos y dicen «ta-í-no».
—Estos taínos no se enteran de nada —comenta Martín Alonso mientras le enseña a un indígena su espada—. Toma, cógela. Tú coger espada. Buen acero español. Coge, coge. ¡Espera! ¡Por ahí no!
El nativo, tras coger la espada por la hoja, se corta la mano y huye hacia la espesura gritando de terror.
—Esta gente no ha visto un arma en condiciones en su vida, hermano —dice Vicente—. Mira, si llevan palos con… ¿qué es eso que tienen en la punta?
—Parece un diente, como de pez, ¿no? —opina uno de los marineros.
—Joder, qué gente más rara…
—Parecen muy pobres —dice Luis de Torres, que ya ha desistido de probar con el árabe y el hebreo y gesticula de forma exagerada como los demás—. Ese tipo de ahí lleva un arete en la nariz que parece de oro, pero salvo eso…
Los españoles empiezan con los primeros intercambios, ya que los taínos parecen pacíficos y muy amigables. Están encantados con cualquier tontería que los españoles les dan: cuentas de cristal, cascabeles, lo que sea, incluso tazas rotas y basura que llevan en la bolsa. Ellos, a cambio, les regalan ovillos de una especie de algodón, les dan algo de comida que les sienta de maravilla, y uno de los taínos les regala con mucho ímpetu y gran gesticulación unos papagayos muy raros, de vistosos colores y curvado pico negro, que chillan como demonios.
—¿Qué es esto? —pregunta Luis de Torres al tiempo que señala el pájaro—. ¿Qué-es-este-bi-cho?
—Roro —dice uno de los taínos.
—Don Cristóbal, dicen que estos pajarracos se llaman «loros».
—Pues quiero uno para mi camarote —dice el almirante, encantado con aquellos bichos, y el taíno de los loros sonríe y le ofrece un pájaro tras otro.
Colón los acepta todos; planea llevarse unos cuantos y enseñárselos a Isabel y Fernando, porque no tiene muy claro que vaya a encontrar oro, pero al menos esos pájaros son vistosos, y los portugueses llevaron algunos parecidos del África tropical, allá donde tienen las minas de oro…
Deciden quedarse un par de días con aquellos taínos tan simpáticos. Decenas, centenares de hombres y mujeres desnudos o semidesnudos, pintados y semipintados, todos sonrientes y amables, vienen a visitarlos ahora que se ha corrido la voz. Lo hacen en unas extrañas barcas que parecen talladas en un simple tronco y que ellos llaman «canoas». Las mujeres están de buen ver, pero los españoles se comportan. No se ve mucho oro, salvo algún arete en la nariz o en la oreja. No parece haber especias, aunque Dios sabe qué potenciales económicos tienen esos árboles y esos extrañísimos frutos. ¡O qué potencial económico y geoestratégico pueden tener los loros!
En cierto momento, Colón repara en las cicatrices de algunos indígenas, gesticula para preguntarles por ellas y ellos dicen un montón de palabras incomprensibles a la vez que señalan en varias direcciones, hacia el sur, el suroeste y el noroeste; luego, hacen grandes gestos de remar y de atacar mientras siguen farfullando.
—Mira —le dice Cristóbal a Martín Alonso—, parece que de vez en cuando vienen aquí enemigos y les dan para el pelo a nuestros nuevos amigos. Eso quiere decir que Cipango está muy cerca, debe de ser alguna isla próxima. ¡Sin duda la tierra firme está al alcance! ¡Tenemos que partir de inmediato! Tengo en La Santa María una carta de puño y letra de Sus Majestades para el Gran Khan, y me he jurado entregársela y llevarles una respuesta en persona.
—Bueno —conviene el capitán Pinzón—, da gusto estar en tierra, pero la verdad es que aquí no hay nada, aparte de playas, y esta gente es más pobre que las ratas. Cargamos toda la comida y el agua que podamos y nos vamos. ¡Chicos! ¡Id apurando los últimos intercambios, que nos largamos!
—También debemos llevarnos a algunos de estos taínos —comenta Colón—, tenemos que enseñarles castellano y que nos hagan de intérpretes. Porque, entre tú y yo, Luis de Torres no me sirve de nada. Traerlo ha sido una estupidez.
—Pero ¿van a querer acompañarnos?
—¡Somos la gente del cielo, joder! Para ellos tiene que ser un honor. Y si se resisten, pues yo que sé, montamos algún numerito para distraerlos y raptamos a unos cuantos, un par por barco. Total, aquí no vamos a volver. Espero.
La negociación es relativamente sencilla, si bien los seis afortunados taínos que marchan con la gente del cielo no parecen muy convencidos. Uno de los marineros estornuda un par de veces y se limpia los mocos con el antebrazo antes de estrechar la mano de un taíno y partir. El puñetero catarro lleva más de un mes amargándole el viaje.
Cuando la gente del cielo se pierde en el horizonte hacia el noroeste, uno de los guerreros de la tribu se acerca al cacique.
—¿Qué dices, entonces? ¿Son dioses o no son dioses?
El cacique se encoge de hombros.
—Todos los signos así lo indican. Llegaron del sol naciente, de donde nunca viene nadie, en canoas aladas gigantes. Sus cabezas están cubiertas de pelo de arriba abajo. Tapan sus cuerpos con tejidos extraños y se protegen con esos caparazones brillantes como si fueran cangrejos. Nos han traído pequeños objetos maravillosos de ese reino del más allá que llaman Espania.
—Objetos que, por otro lado, no sabemos para qué pueden servirnos…
—Y la prueba definitiva es su hedor, que no es de este mundo. Nunca creí que una divinidad pudiera ser tan maloliente.
—Al menos se han llevado los putos loros —comenta el guerrero—; mi mujer ha puesto el grito en el cielo cuando se ha enterado, pero es que no me dejaban dormir, y mira, cuando vi que al tipo ese, el que parecía el líder, le gustaban, pensé: «¡Enchúfaselos todos!».
—Ahora te obligará a cazar diez más. Le gustan un montón.
—Bueno, pero al menos he ganado una semanita. De quien me compadezco es de los seis que se han largado con los dioses barbudos. No puedo ni imaginar cómo deben de oler sus canoas.
—Yo también los compadezco, pero debo pensar en el bien de la tribu. Para nosotros ya ha pasado lo peor. Dentro de tres generaciones, la visita de la Gente del Cielo será apenas una historia para dormir que contarán las viejas a los niños.
Mientras los primeros taínos que conocieron a un europeo ni se olían la que se les venía encima, los europeos de las carabelas ni sabían dónde estaban. Las siguientes semanas las pasaron navegando por las Antillas Mayores, trabando contacto con cuantos indígenas se acercaban a verlos mediante los intérpretes capturados en Guanahani, que resultaron mucho más útiles que el bueno de Luis de Torres. La relación entre ellos y los españoles, sin embargo, era compleja. Tras repartirlos por parejas en cada carabela, empezaron a enseñarles castellano y, de paso, a cristianizarlos. Los taínos ponían los brazos en cruz y decían «pater pater» con cara de no entender una mierda, y mal que bien les iban señalando direcciones y dando nombres de nuevas islas. También iban en las avanzadillas cuando se topaban con algunos nativos miedosos; los enviaban en un bote junto a algunos españoles para que gritaran que tranquilos, que aquellos barbudos eran buena gente, que no hacían daño a nadie y que tenían un montón de cuentecitas de cristal y otras mandangas increíbles para intercambiar como regalo. Y era verdad. Hasta entonces, los españoles no habían dado muestras de mayor violencia que algún rapto ocasional. Sin embargo, cuando regresaban a las carabelas, los intérpretes secuestrados miraban de reojo, murmuraban entre ellos y planeaban cómo escapar. Seguramente no soportaban el hedor de las carabelas: no estaban preparados para la divinidad.
En aquellas semanas de navegación caribeña empezó el festival toponímico que le complica la vida a cualquiera que quiera saber más sobre la conquista de América. En primer lugar, los taínos llamaban a las islas con diferentes nombres. O eran los españoles los que no entendían lo que los taínos decían. El mismo Colón llegó a desconfiar en cierto momento, tras algún incomprensible intento de fuga, creyendo que los intérpretes los confundían a propósito.
Luego, claro, como estaban apropiándose formalmente de aquellas tierras en nombre de la Corona, les daban a las islas y sus accidentes más reseñables nombres castellanos según el santo del día, algún evento particular o como peloteo a Sus Majestades. Así, tras partir de Guanahani-San Salvador, Colón fue descubriendo y rebautizando otras islas de las Bahamas. A la siguiente que hallaron, una tal Samaná (según aparece en el mapa que haría Juan de la Cosa), la llamó Santa María de la Concepción, y nadie sabe si era el actual cayo Rum o cayo Samaná. A otra, que llamaban Samaet, la bautizó Isabela en honor a la reina. A otra mayor la llamó Fernandina en honor al rey. Y, en cada parada, nuevos contactos, nuevos gruñidos y gestos, nuevas dudosas mediaciones con los intérpretes, nuevos intercambios de cuentas de vidrio y tacitas por ovillos, tubérculos y loros, nuevas referencias a enemigos armados que, sin duda, era gente del Gran Khan. Y nueva maravilla de los españoles ante tantas cosas nuevas y desconocidas, pues hasta los peces eran raros y de extraños colores, e incluso hallaban y mataban serpientes de siete palmos. Colón se queja constantemente en el diario de no tener más conocimientos botánicos, porque no solo es incapaz de identificar los árboles y arbustos, sino que tampoco puede augurar su potencial económico. Y, visto el poco oro que encontraban, necesitaba hallar un potencial económico en cualquier cosa. Llevaban algunas muestras de canela y pimienta para enseñárselas a los nativos y que les dijeran si había por los alrededores, pero casi siempre ponían cara de estar viendo eso por primera vez. De vez en cuando, saltaba alguna falsa alarma: algún nativo decía que sí, que había un bosque de canela detrás de tal o cual colina, pero luego nada de nada.
Finalmente, en uno de aquellos islotes desubicados de las Bahamas, obtuvieron indicaciones precisas sobre dos islas inmensas que llamaban Colba y Bohío, o Bofío. Decían que en ellas había muchos navegantes con grandes naos que tenían oro y perlas, y Cristóbal asumió que serían de los atacantes que describían los nativos. Colba, por tanto, tenía que ser Cipango, es decir, Japón. Por las noches, en su camarote, acariciaba la carta de los Reyes Católicos al Gran Khan, saboreando con anticipación el momento en que se convertiría en el nuevo Marco Polo. ¿Y Bohío? Pues Dios lo sabría; se acercarían a dar un vistazo y, si había oro o especias, verían el modo de iniciar la explotación.
Partieron de la isla Isabela el 24 de octubre y tardaron cuatro días en llegar a Colba. No encontraron mucha civilización, pero era grande, y se toparon con varios ríos, algunos de bocas anchas y navegables. Las casas, sin embargo, mantenían el estilo tribal que ya iban conociendo, techadas con hojas de palma. Por si acaso no era Japón, Cristóbal llamó a aquella isla Juana en honor al heredero de Sus Majestades, el infante Juan. Las comunicaciones con los nativos seguían con buenas vibraciones.
Escenas del descubrimiento: Pinzón se viene arriba
Martín Alonso sube a La Santa María y llama a Cristóbal a gritos.
—¿Qué pasa, Martín? —pregunta Cristóbal Colón, pensativo, mientras se hurga la nariz.
—Oye, almirante, he estado interrogando a los nativos de las casas de allá y, por los gestos y lo que dicen los taínos, se ve que aquí, en Colba…
—Isla Juana, Martín, habla con propiedad.
—Bueno, pues Juana, cojones, ¡atiende! Me cuentan que en el interior hay una ciudad que se llama Cuba y que su rey está en guerra con el Gran Khan en el norte.
—¡Anda! Pues son excelentes noticias, supongo. ¿Y estás seguro? ¿Cómo has obtenido datos tan concretos?
Martín Alonso Pinzón titubea.
—Bueno… La verdad es que ellos lo único que repiten es «Cubanacán», una y otra vez. Pero, vamos, por los gestos…
—No sé yo si eso es muy preciso, Martín.
—Al menos es más preciso que la mierda de mapas que está garabateando Juan de la Cosa. Dice el tío que como el barco se mueve, le salen mal y no hace más que malgastar…
—Venga, vete, no me molestes, que estoy repasando el discurso que le soltaré al Gran Khan cuando lo encuentre por la gracia de Dios.