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1. El navegante que empezó naufragando

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Cristóbal Colón nació en Bilbao, en el sentido de que podría haber nacido donde le saliera de las narices. De las narices de los historiadores, siendo más precisos, pues le han asignado múltiples nacionalidades. La corriente mayoritaria opina que Colón era genovés, y este es el origen que yo elijo para esta historia, porque es verosímil y le queda bien ser italiano. Pero, si a ti te parece mejor que sea catalán, gallego, ibicenco, vasco, chino, marciano o lo que quieras, puedes creerlo perfectamente; a mí me da igual y a Colón ni te cuento. Además, elijas lo que elijas, seguro que algún historiador ya ha propuesto esa teoría. Es curioso el afán que hay en el mundo de apropiarse de este personaje, que al final no es para tanto y, de hecho, era bastante antipático. Pero allá cada uno con sus manías.

Asumimos en este libro que don Cristóbal era italiano. Diremos, pues, que nació en la ciudad de Savona, entonces perteneciente a la República de Génova, entre 1446 y 1451.1 Sus progenitores, Domenico Colombo y Susanna Fontanarossa, tuvieron cinco hijos: Cristoforo el primero, seguido de Bartolomé, Giacomo, Giovanni y, para acabar, una niña, Bianchinetta. Los dos últimos no llegarían a viejos, como sucedía a menudo en la época (de ahí las proles tan exageradas, incluso en la pobreza; la mitad de los hijos no sobrevivían). Los otros dos, Bartolomé y Giacomo, superaron la juventud y acabaron enredados con Cristóbal y sus movidas. Hablamos de ellos en Conquistadores secundarios y volveremos a verlos a lo largo de este capítulo. Vayamos ya con el primogénito.

El primer gran hito documentado de Cristóbal Colón fue un naufragio. Lo cual, si lo piensas, no es nada prometedor. Corría el año 1476 y Cristóbal empezaba en el mundillo del comercio marítimo, siguiendo los pasos de su padre. Aquel verano se preparaba en Génova una expedición de transporte de mercancías con destino a Inglaterra. El convoy era respetable: un pedazo de urca flamenca, un par de naos y un par de carracas, las cinco cargadas hasta los topes, tripuladas por un millar de almas entre las que se contaban marineros, mercaderes como Colón y una buena cantidad de soldados armados. No es que fueran a invadir Inglaterra en secreto: era la medida básica de protección comercial en aquel Mediterráneo poblado de piratas berberiscos. Y se añadía un factor de peligro: debían cruzar aguas castellanas y portuguesas en su rumbo a Inglaterra. Las dos coronas estaban en guerra.

Se trataba de la guerra de Sucesión Castellana, una compleja disputa monárquica entre parientes que desconfiaban unos de otros y se pasaban los pactos por el forro. Para que el lector se ubique en el contexto, aquí viene un breve resumen:

He aquí que tenemos al rey Juan II de Castilla, que se casó una vez y tuvo tres hijas, que no pasaron del año, y un hijo, Enrique. Juan enviudó y, para asegurar su exigua progenie, se casó de nuevo y tuvo a Isabel y a Alfonso. En efecto: tres potenciales herederos a la Corona de Castilla, lo que en la Edad Media significaba sangre, seguro.

Enrique reinó como Enrique IV y, tras engendrar a una legítima heredera, Juana, la línea de sucesión parecía asegurada y los hermanastros de Enrique quedaban fuera. Pero, cómo no, un grupo de nobles ganaría mucho más dinero si en lugar de Juana reinaban los hermanastros de Enrique, por lo que empezaron a hacer presión, a tocar las narices en plan feudal, haciendo correr el rumor de que Enrique era maricón y que la hija que decía suya la habían hecho entre su esposa, Juana de Portugal, y su valido Beltrán de la Cueva. Y un rumor tan goloso se expandió como la pólvora. Enrique, acorralado, consintió en despojar a su hija, Juana «la Beltraneja»,2 del título de princesa y nombrar heredero a su hermanastro Alfonso.

Aquello debía contentar a los nobles conspiradores, pero ocurrió que el jovencito Alfonso era un pasmao de órdago, fácil de manipular, y los nobles se decían: «Joder, cuando este tío reine, esto va a ser una bicoca». Y como Enrique IV no tenía pinta de morir en los próximos años, se les hacía muy largo; así que, al año siguiente, en una reunión informal en Ávila, insistieron en que Enrique era impotente y demasiado «efeminado» para gobernar una nación tan machuna como Castilla y nombraron rey a Alfonso, porque ellos lo decidían y eso bastaba.

El destronado Enrique IV, claro, dijo que destronado lo que tengo aquí colgado, y empezó una guerra que terminó en 1468 con Alfonso muerto, no se sabe si a causa de la epidemia de peste o envenenado por Enrique, quien recuperó el poder con miles de hombres muertos en aquellas absurdas batallas.

¿Acabó aquí el conflicto? No, claro: Alfonso había muerto ignominiosamente a los quince años, pero los nobles que lo manejaban seguían vivos y no iban a tolerar el reinado de aquel rey gay. Así que sacaron al terreno de juego a la que quedaba, Isabel, que resultó ser el Messi de los pretendientes. Con una espectacular finta, Isabel le dijo a su hermano que no pretendía destronarle, que si la nombraba a ella heredera en lugar de a «la Beltraneja», todo iría sobre ruedas. Y Enrique, feliz ante la perspectiva de que no habría violencia, accedió. A cambio, eso sí, de que Isabel se comportara como heredera, lo que incluía aceptar el matrimonio político que él negociara.

Enrique concertó que su hermana se casara con Alfonso V de Portugal, que unificaría ambas coronas. Pero resultó que Isabel no tenía nada de pasmada, sino un carácter de calarse la boina, y no le gustaba un pelo Alfonso V de Portugal. Así que, pasando de la jeta del rey, al año siguiente se escapó una noche y llegó a Valladolid para casarse en secreto con Fernando, un primo maño, heredero de la Corona de Aragón, que se había pateado media España disfrazado de vagabundo para reunirse con ella.

Cuando Enrique IV se enteró, se puso de un mal humor impresionante, claro; todo el mundo le tomaba el pelo. Así que dijo que Isabel podía irse al cuerno, que la heredera era otra vez Juana «la Beltraneja». Durante los años siguientes, los nobles de Castilla tomaban partido por una u otra mientras Enrique languidecía, incapaz de reinar en aquel caos sin nadie que le hiciera caso. Y cuando, felizmente, murió en 1474, empezó la guerra entre pretendientes gestada en los años anteriores. Por un lado, Isabel y Fernando aportaban el peso de media Castilla y todo Aragón. Por otro, «la Beltraneja» aportaba media Castilla… y nada más. Así que le propuso al despechado Alfonso V de Portugal que se casara con ella, a lo que él, por supuesto, accedió, encantado de poder zurrarle a esa mamona que le había dejado tirado por un primo maño.

Aquella guerra fue asimétrica: por tierra, los de Isabel barrieron a los de «la Beltraneja». En un par de años, habían acabado con todos los juanistas. Pero, claro, Portugal no era tan fácil; miraba al Atlántico y navegaban mucho y bien. Así que, mientras sus tropas palmaban en tierra, en el mar sus barcos machacaban a los castellanos.

Este amigable ambiente era el que debía atravesar el convoy mercante que llevaba a bordo a Cristóbal Colón en 1476.

Se comprenden, pues, los soldados a bordo.

Pero no sirvieron de nada.

Nada más doblar el cabo San Vicente, se toparon de frente con una armada portuguesa comandada por un pirata francés que, atención, ¡se llamaba Colón! Colón el Viejo, también conocido como Casenove, comandaba una escuadra de diecisiete barcos. Portugal no tenía ningún problema con Génova, por lo que los mercantes no tenían nada que temer con su salvoconducto en la mano. Pero, bueno, ¿qué se espera de un pirata? Exacto: que se comporte como un pirata. Colón el Viejo se fumó el salvoconducto y se lanzó al ataque. Aquello debía ser un trabajo rápido, dada la superioridad numérica, pero un tipo que llevaba una antorcha en la mano recibió un saetazo en el culo, dijo «¡ay!» y se llevó ambas manos al antedicho, dejando caer la antorcha en la maniobra. La antorcha rodó hasta detenerse junto a un barril de pólvora y, cuando el soldado se arrancó la saeta y dijo: «Menos mal que solo ha sido el trasero», una gran explosión le desintegró las posaderas y el resto de su persona, además de a media carraca y a cuantos combatían por ahí. El fuego se propagó en minutos y consumió tres de los cinco barcos genoveses y cuatro barcos portugueses. A Colón el Viejo le había salido cara la broma. Y a los genoveses, más. Las dos naves supervivientes pusieron rumbo a toda vela a Cádiz, pero en ellas no estaba Cristóbal. Cristóbal flotaba a duras penas entre maderos en llamas, en busca de la costa, y nadaba hacia ella con la poca energía que le quedaba tras muchas horas de refriega.

Lo logró: un montón de ciudadanos portugueses observaban desde la orilla, sentados, alucinados con el espectáculo de la batalla naval en llamas, y al ver a esa pobre rata nadando, más mal que bien, echaron un bote al agua para rescatarle.

Así fue como Cristóbal Colón, con apenas veinticuatro años, entró en Portugal, como un sin papeles. Y ya que había caído allí por la gracia de Dios, decidió quedarse. Total, sus amigos y socios estaban muertos o huidos en Castilla y, en plena guerra entre ambas coronas, no se iba a patear la península Ibérica.

De esta forma tan rocambolesca empezó la importantísima etapa portuguesa de Cristóbal.

Cuando Colón llegó a Japón

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