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2. Todo lo que Colón aprendió en Portugal
ОглавлениеCristóbal Colón estaba mojado como un pollo, semidesnudo, con calambres en las piernas, sin una mísera moneda, y encima no hablaba portugués. La escritura tampoco era su fuerte. Su padre, antes de ser comerciante, había sido tejedor, y la única escuela que visitó Cristóbal de niño fue la gremial, donde a duras penas aprendió a leer y escribir. Las cuentas se le daban todavía peor. Se supone que un comerciante ha de saber matemáticas, pero Colón en esto era un zote. A él lo que le gustaba era viajar, navegar, no encerrarse detrás de una mesa sumando ganancias y restando costes.
En resumen: no tenía motivos para sentirse optimista, y, desde la perspectiva actual, podía acabar mendigando por las calles de Lisboa. Pero el siglo xv era otro rollo; no te pedían mil certificados. En una gran urbe del siglo xv, se podía salir adelante con tesón y algún que otro contacto. Y en Lisboa entró en contacto con los paisanos genoveses de la casa comercial lisboeta, bajo el mando de un comerciante de especias y esclavos llamado Bartolomeo Marchionni. Estuvo trabajando para ellos los primeros años, navegando como marinero y aprendiz de agente en diferentes misiones comerciales que le llevaron por el Mediterráneo y el Atlántico. Colón adquirió experiencia y cultura. Refinó su capacidad intelectual. No le sobraba el dinero, pero conseguía mantenerse. El fin de la guerra con Castilla, en 1479, le permitió viajar con seguridad por tierra o por mar, y pronto se reunió en Lisboa con su hermano Bartolomé, dedicado a la venta de libros y cartas de navegación. También Giacomo pasaría en Portugal una temporada. Los Colón se estaban formando como navegantes, sobre todo Cristóbal.
Y es que Portugal, en el siglo xv, era un lugar estupendo para vivir, si lo tuyo era el mar. Los portugueses habían acabado, hacía la tira, su parte de Reconquista;3 se aburrían arrinconados en el extremo suroeste de Europa y se dedicaron a explorar el océano. Inventaron, basándose en el diseño de sus pesqueros, un nuevo tipo de barco, naves pequeñas y ligeras con gran capacidad de carga, llamadas carabelas, ideales para surcar el Atlántico o buscar rutas que no dependieran del cabotaje.
A principios de siglo, Enrique el Navegante (pariente de reyes, pero sin interés por el poder) reguló los esfuerzos marítimos portugueses tras impulsar la creación de escuelas cartográficas y de navegación. Llegaron a Madeira en 1419; a las Azores, en 1427. Y, luego, se lanzaron a navegar el Atlántico hacia el sur, siguiendo las costas africanas. ¿Qué secretos y riquezas comerciales habría más allá del Sáhara? ¿Qué aguardaba en aquellos países a los que parecía imposible llegar por tierra, con los musulmanes en el norte de África?
Para los navegantes medievales, el límite marítimo africano era el cabo Bojador, a unos doscientos kilómetros en línea recta hacia el sur desde Fuerteventura. Ningún marino había doblado aquel cabo y regresado, y corrían todo tipo de historias pintorescas: serpientes gigantes, dragones, el fin del mundo…
La realidad era más prosaica. En aquella zona dominaban los fuertes vientos del noroeste, que empujaban las embarcaciones al sur. Y en el sur, las corrientes y las tormentas de polvo saharianas forman los bancos de arena más gigantescos del planeta; podías estar a cinco o seis kilómetros de la costa con un par de metros de profundidad. En resumen: si un barco doblaba el cabo Bojador, no podía virar al norte y quedaba embarrancado en algún asqueroso bancal. No es tan tremendo como un dragón, pero sí igual de efectivo para hacer imposible la navegación.
Enrique el Navegante, sin embargo, no se daba por vencido. Enviaba expediciones sin descanso, una tras otra; hasta quince tentativas se han registrado. Quince expediciones: si los marineros de la primera tenían miedo, imagina el temor que sentirían los marineros de la decimoquinta, que sabían que de catorce expediciones no había regresado nadie.
Pero todo cambió en 1434, con la decimosexta expedición. El capitán, un navegante portugués llamado Gil Eanes, pensó que, si se había fracasado quince veces de la misma manera, había que cambiar de método. Y se le ocurrió que, en lugar de realizar navegación de cabotaje, a partir del cabo Bojador se adentraría en el océano hasta perder de vista la costa, digamos que dando un rodeo «por fuera», saltándose el tramo maldito.
Y resultó. Descubrió que las costas se prolongaban hacia el sur, que la navegación era plácida rebasado aquel punto, y que soplaban desde el sureste al noroeste unos vientos, los alisios, que impulsarían las naves de vuelta al norte por el océano.
En otras palabras: la idea de Gil Eanes dio el pistoletazo de salida a la llamada «Era de los Descubrimientos» que venía gestándose en las décadas anteriores. Se lanzaron a navegar por el Atlántico en todas las direcciones desconocidas. También hacia el oeste: en 1452, partió de las Azores una expedición liderada por Diego de Teive que llegaría a descubrir un «mar de hierba» ante el que se acojonaron, tras lo cual decidieron regresar. Pero, sobre todo, sin prisa y sin pausa, Portugal fue descubriendo el centro y el sur de África, levantando colonias en enclaves potencialmente comerciales y extrayendo los recursos que proporcionaba la tierra: madera, animales, tejidos y, especialmente, oro y personas negras para servir de esclavos. Con estos mimbres se iniciaba en Portugal un período dorado, y Cristóbal Colón lo viviría de lleno. Cuando llegó, ya existían colonias en Cabo Verde y en Santo Tomé. En 1478, los portugueses llegaron a Angola, y por toda la costa se levantaron nuevos fuertes y puntos de extracción de oro y comercio de esclavos, especialmente en Senegal. Allí viajó Colón, tomando buena nota de los vientos alisios que lo impulsaban hacia el oeste y curtiéndose como navegante. Inflamándose de espíritu descubridor.
Sus viajes como agente comercial lo llevaron también al norte, a Inglaterra e Irlanda, y es posible que incluso a Islandia. Colón hacía amigos en cada puerto. Bebía en las tabernas con los navegantes locales; se intercambiaban información y se contaban historias. Colón le contaba a un piloto islandés borracho historias sobre el cabo Bojador, y este eructaba y proclamaba que había tierras más allá del océano, hacia el oeste, que sus antepasados habían conocido, o eso decían los viejos. En Irlanda, otro marino le dijo que habían recogido restos de maderas y troncos traídos desde el oeste por la corriente, y claro, los troncos no brotan en el agua.
En aquellos días, la idea de tierras al oeste estaba en boca de muchos.
Pero, si tanto viaje y tanto rumor hacían germinar ideas peligrosas en su cabeza, en aquellos años Cristóbal se dedicaba también a leer a humanistas y autores de best sellers que transformarían sus ideas peligrosas en geográficamente erróneas gracias a los galimatías que leía. ¿Quiénes eran los autores favoritos de Cristóbal Colón?
El primero, ¡un papa de Roma! Pero no un papa cualquiera, sino Pío II (1405-1464), un toscano que, antes de nombrarse Pío, se llamaba Eneas Silvio Piccolomini, un individuo que vale la pena conocer. Este papa no se hizo cura hasta cumplidos los cuarenta: las décadas anteriores las había dedicado a viajar mucho, hacer el amor con innumerables mujeres sin casarse con ellas y dejar por ahí un par de hijos naturales y un buen puñado de obras de todo tipo: crónicas, historias, poemas eróticos, una refutación del islam, comedias, una novela erótica (su mayor éxito) y un tratado geográfico sobre Europa y Asia.
En resumen: un humanista típico, que remató su enérgica vida como papa fundando la universidad de Basilea, convocando (sin éxito) una cruzada contra los turcos, escribiendo una autobiografía en trece volúmenes y urbanizando su pueblo natal, Corsignano, hasta el punto de cambiarle el nombre; lo bautizó Pienza en su propio honor.
Cristóbal frecuentó mucho la obra de Piccolomini, y es posible que cayera alguna pajilla tras algunos pasajes de su Historia de dos amantes. Pero lo que más manoseó y subrayó fue el tratado geopolítico sobre Europa y Asia llamado Historia Rerum ubique Gestarum, generoso en imprecisiones y datos sacados de la manga, pues los humanistas eran fantásticos, pero partían de donde partían.
Sobre geografías imaginarias encontramos otro autor de cabecera de Cristóbal Colón: Pierre d’Ailly (1351-1420). Este teólogo y geógrafo francés era conocidísimo por una obra llamada Imago Mundi, donde afirmaba que el mundo era simétrico. ¿Por qué? ¡Pues porque le daba la gana! No se basaba en nada, simplemente decía que, si había un continente en el norte de occidente (Europa), otro en el sur de occidente (África) y en el norte de Oriente había otro (Asia), por narices tenía que haber otro continente en el sur de Oriente. De esta manera, el mundo era bellísimamente simétrico, con dos continentes al norte y dos al sur y, a la vez, dos en Oriente y dos en occidente.
¿A que ya empieza el lector a entender que la bibliografía de Colón era de todo menos útil?
Pero esperen, que queda más. Si hay una obra de la biblioteca de Cristóbal subrayada, toqueteada y con migas de pan petrificadas entre las páginas, de cuando se comía el bocata mientras la releía, esa es Il Milione, más conocida como Los viajes de Marco Polo. Ese texto se gestó en 1295, durante una de las innumerables guerras entre ciudades y repúblicas italianas, cuando los genoveses tenían presos, en el mismo lugar, a un escritor llamado Rustichello de Pisa y al comerciante veneciano Marco Polo. Aburrido en el calabozo, Marco Polo contaba a Rustichello sus largos viajes por Asia, soltándole un montón de trolas y exageraciones, y cagándola en la mayoría de las medidas que le daba. Rustichello decidió convertir aquellos cuentos en un libro que adornaría cuanto fuera preciso para crear una de las ficciones de viaje más famosas de la historia.
Claro que, para libro de viajes famoso, otra de las obras de cabecera del joven Cristóbal: el Libro de las maravillas del mundo, de Juan de Mandeville. Este fue un caballero inglés que un día se largó a Egipto, se le complicó la cosa y acabó de mercenario para el sultán. Visitó Palestina y otras tierras bíblicas, y luego se incorporó a la Ruta de la Seda; llegó hasta el Extremo Oriente, donde sirvió quince años como militar en el ejército del Gran Khan. A su regreso, escribió sobre sus experiencias y su percepción del terreno con la ayuda de un médico de Lieja, y las dio a conocer al mundo. Aquella sí debía ser una fuente valiosa, ¿no?
No.
Para empezar, el tal Juan de Mandeville no parece haber existido; hay muchas teorías al respecto. En cualquier caso, es irrelevante, porque, como tantas obras medievales, se trata de un relato verídico en una pequeña parte, maqueado con cientos de plagios de obras contemporáneas o clásicas. Por si no está al tanto el lector, en la Edad Media eso estaba bien visto. Hoy plagias dos párrafos y te meten un puro que te cagas, pero en aquellos años escribía tan poca gente que se daba por hecho que quien escribía era un sabio, una autoridad. Y si se trataba de un doctor de la Iglesia o un clásico tipo Plinio, una Auctoritas de primera. Cuanto más material plagiabas, mejor lo reconocían los lectores y más veracidad otorgaba al conjunto. Si lo piensas, es un sistema de copyleft muy interesante para la época… si las autoridades citadas realmente decían la verdad. Pero, amigos, asumámoslo: el 70 por ciento de los rollos que soltaban los geógrafos y exploradores clásicos y medievales se lo sacaban de la manga; historiadores y filólogos del mundo entero se rompen los cuernos con estudios críticos para intentar descifrar qué cojones quieren decir esos reputados autores. Entre lo que veían y explicaban mal, lo que veían y no entendían, lo que no veían, pero se lo habían contado y lo ponían igual, y lo que se inventaban porque les daba la gana, aquellos libros de viaje se convertían en lo que querían ser: libros de maravillas. Porque lo extranjero y oriental era exótico, desconocido, oculto, aterrador y fascinante; nada que ver con el careto de Agapito el Labrador o el gordo culo de Mosén Fonseca, que eso lo veías cada domingo en misa.
Así, en el Libro de las maravillas del mundo encontramos todos los monstruos de los bestiarios clásicos y algunos nuevos. Tienes a las blemias, por ejemplo, humanoides sin cabeza que tienen la cara en medio del pecho, con una triste boca en forma de herradura a la altura del ombligo. Estos, por ejemplo, parecen ser una confusión con los blemios históricos, un pueblo seminómada que ocupó la Baja y la Alta Nubia hasta su desaparición en el siglo vii. La arqueología ha sacado a la luz las armaduras de los guerreros blemios y resulta que iban a la guerra con una máscara de mimbre y un pedazo de escudo oval decorado que les cubría desde debajo de las rodillas hasta la nariz. Vistos de lejos, con la calenturienta imaginación de aquellos años (y algo de miopía), podían parecer perfectamente guerreros sin cabeza y con la cara en el pecho.
Este tipo de criaturas inventadas o malinterpretadas abundan en la descripción de Oriente de Juan de Mandeville:
Hay en las Indias una isla en la cual viven hombres de gran forma como gigantes y no tienen sino un ojo en la frente, los cuales no comen más que carne y pescado, sin pan.
En la provincia de Sitia hay unas grandes y altas montañas […] y sobre dichas montañas viven una manera de gentes que se llaman panocios, los cuales tienen todos los miembros así, como nosotros, salvo las orejas, que las tienen tan grandes que parecen mangas de tabardo y con ellas se cubren todo el cuerpo; tienen la boca redonda así, como una escudilla. Y todavía hay otra isla donde viven hombres que andan en cuatro pies y son todos vellosos y súbense por los árboles así, como si fuesen simios, y andan desnudos.
En otras islas hay gentes que tienen los pies como cabras y tienen cuernos; son muy poderosas gentes y grandes corredores, que toman las bestias salvajes muy rápido y se las comen.
Otros hombres monstruosos tienen la cara muy deformada, con el labio inferior tan enorme que, cuando quieren dormirse al sol, llegan a taparse toda la cara con sus mismos labios.
Hay en otra isla una clase de gentes muy maravillosas que son a la vez hombres y mujeres, porque juntos y pegados están sus cuerpos, y no tienen más que una teta por un lado, pues del otro no tienen nada, y cada uno de ellos lleva órganos de hombre y mujer.
Podríamos seguir: hombres y mujeres con cuello de grulla, o los cinocéfalos, esos humanos con cabeza de perro… Más allá de lo plagiado, el tipo se inventaba un montón de mandangas; llegó a decir que, al pasar por el monte Ararat, el Arca de Noé todavía encallada arriba. Como para fiarse de sus descripciones y medidas geográficas. Pero, claro, el libro es entretenidísimo, fue un best seller del siglo xiv, y el genovés lo tenía en su mesilla de noche.
El problema era que Cristóbal se tomaba en serio aquellos libros.
Como el 98 por ciento de Occidente por aquel entonces.
Porque, verán, Alfonso V de Portugal (al que Isabel la Católica había dado calabazas) estaba tan interesado en encontrar una ruta alternativa a Asia como cualquiera en la época. De ahí que apoyara a su tío, el infante Enrique el Navegante, en sus exploraciones africanas. Y de ahí que preguntara sobre la cuestión a sus cosmógrafos e intelectuales portugueses. Por ejemplo, a Fernando Martins de Roriz, clérigo y médico con muchos contactos en Italia, que consultó a un amigo suyo, un geógrafo florentino llamado Paolo dal Pozzo Toscanelli.
Toscanelli estuvo unos cuantos días dándole vueltas a la petición de su amigo Fernando, pensando en cómo ayudar al rey de Portugal, y razonó que lo primero era definir cuán grande era exactamente el mundo, porque nadie se ponía de acuerdo. Para ello, se sumergió en lo que se sumergían los humanistas: en los clásicos grecorromanos. Y, sorpresa, los clásicos tampoco se ponían de acuerdo. ¡Aquello era un puto lío!
El primero era Eratóstenes, sorprendentemente preciso al calcular el diámetro de la Tierra, pese a su incierto método de tomar como medida el «estadio» (sin tener en cuenta que el estadio de su ciudad no medía lo mismo que el estadio de la ciudad vecina).
Pero, como ocurre tantas veces, alguien hace algo bien y viene otro y se lo jode. Fue el caso de Posidonio, que más de un siglo después resolvió que lo de Eratóstenes era una chapuza; rehízo los cálculos y escribió que la Tierra era mucho más pequeña de lo que decía Eratóstenes, y de lo que es en realidad. Y, luego, apareció Marino de Tiro e hizo estimaciones por el estilo.
Para rematarlo, llegó el gran geógrafo Ptolomeo, que en su Geographia tomó las medidas de Posidonio y Marino en lugar de las de Eratóstenes. Y como eran tres autoridades contra una, Toscanelli se decantó por Ptolomeo y consideró que la Tierra tenía más o menos el tamaño de Marte.
Satisfecho con aquellas medidas, Toscanelli pensó que el planeta no era para tanto y que quizá se podía llegar a Asia navegando por el Atlántico hacia el oeste, dando la vuelta al mundo. ¿De dónde podía sacar las medidas, la latitud y el perfil costero de Asia? Pues de la fuente más precisa que encontró, o sea, de Los viajes de Marco Polo. ¡Que ya hemos visto que eran medidas como poco imprecisas y, como mucho, inventadas! Y eso contando que no echara cuentas también con las medidas del Libro de las maravillas del mundo.
Aquello era fantástico. Toscanelli estaba encantado, a nadie se le había ocurrido llegar a Asia por el otro lado, ¡y él acababa de demostrar que era posible e incluso fácil! El geógrafo corrió a escribir una carta a su amigo Fernando Martins, incluyendo un mapa con latitudes y longitudes en las que Japón quedaba a un tiro de piedra de las islas Canarias, como quien dice. Y no contento con aquellas facilidades, aun incluyó a mitad de ruta la mítica isla de Antilia, por si los navegantes de Alfonso V necesitaban reabastecerse y estirar un poco las piernas.
Huelga decir que, cuando Alfonso V tuvo noticia del plan y se lo explicó a sus cosmógrafos, lectores de Eratóstenes, estos le dijeron que ni se le ocurriera financiar ningún disparate por el estilo, porque el planeta era mucho más grande y quien lo navegara en esa dirección moriría en mitad del océano. Puede que hubiera alguna isla desconocida perdida en mitad del Atlántico, sí, pero ¡cómo encontrarla! ¿Y a qué lunático se le ocurriría dibujar en un mapa una isla que nadie había visto?
Total, que la carta de Toscanelli quedó en manos del clérigo Martins relegada al olvido.
Para entonces, Cristóbal Colón ya era conocido entre el clero portugués (como hombre devoto y con gran capacidad para relacionarse y medrar), y algún amigo con casulla le pasó bajo mano la dichosa carta de Toscanelli. Y, claro, a Cristóbal le encantó esa idea.
Así que, sumando su curiosidad, su amor por la navegación, su ambición, las noticias recogidas en sus viajes y el apoyo teórico de geógrafos clásicos y modernos, quedaba claro que Colón debía lanzarse a la aventura.
Solo necesitaba los contactos adecuados. Y de eso se encargó casándose, en 1480, con Felipa Moniz, hija del colonizador del archipiélago de Madeira, un tal Bartolomeu Perestrelo. Este, aparte de cierto relumbrón como aristócrata, tenía buenas relaciones con familias como los Braganza, y con esos contactos Colón intentó llegar a la corte del rey de Portugal para que estudiara la propuesta.
De pronto, todo empezó a moverse.