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3 EL HOMBRE QUE PUDO REINAR

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«LA SANTA CONTINUACIÓ»

La diaria labor de Xenius en La Veu de Catalunya le granjeó el favor entre los dirigentes, los intelectuales y el público del nacionalismo. Sus iniciativas, como la constitución de una galería dedicada a las catalanas hermosas, empezaron siendo coreadas por todos los matices del catalanismo, lo mismo por Joan Maragall que por Pere Coromines. Los mitos imperiales y clásicos, con su vocabulario peculiar, corrían con mucha aceptación. Prat de la Riba le ofreció, en 1907, editar su trabajo o borrador de tesis en una colección popular, pero tuvo reparos, según dice; para entonces había perdido el carácter de novedad, troceada como estaba en multitud de glosas imperiales. A su vez, ofreció a Prat la publicación de una biblioteca popular política, cuyo primer volumen habría de consistir en fragmentos sobre asuntos de civilidad o moral social, entresacados de las glosas publicadas en La Veu; un petit volum de doctrina política ciutadana, que se titularía Paraules cíviques o, mejor todavía, Breviari civil. Serían unos libros de reducido tamaño, divididos en capítulos breves que, desde cierta altura teórica, descenderían hasta convertirse en propaganda electoral, «alta propaganda de les eleccions». La oferta no tuvo resultados. Pero el interesado proclamó en su momento el espaldarazo recibido por La nacionalitat catalana, ese breviario insuperado de ideología nacionalista; y lo hizo al modo de las antiguas órdenes militares, como un cruzado de la causa, poco clásico, por cierto: «Espasa de cavaller ens ha armat cavaller [...] Mestre: perquè la doctrina vostra és també la nostra doctrina, li jurem fidelitat a la doctrina vostra». También se cuidó de airear los estímulos que recibía de un noucentista armat, o sea, del mismo Cambó, a quien elogió como gran luchador y agresor, hermano en el imperialismo. Bastaron aquellas palabras de Cambó sobre la futura unidad española, que habría de formarse en torno a la nacionalidad catalana, para que Xenius lo exaltara como ultranacionalista; era el primer imperialista que difundía el nuevo credo en las reuniones electorales; «teniu raó... el patriotisme territorial és el patriotisme dels febles».1 A Eugeni d’Ors le asistían motivos para afirmar que, en Cataluña, si no todos se habían convertido en imperialistas, estaban en camino de serlo.

Hasta su llegada a La Veu, el periódico había defendido muchas de aquellas ideas viejas, ochocentistas, que d’Ors quería destruir. La política de la Lliga Regionalista —el nombre resulta expresivo— era gradualista y parlamentaria. Se trataba de un partido burgués, con fuertes vínculos con el Foment del Treball Nacional y el Institut Català de Sant Isidre, la patronal industrial y agraria de Cataluña. La gran mayoría de sus dirigentes y cuadros eran católicos. Su objetivo inmediato, consistente en alcanzar una administración recta y eficaz, era moderado. Se trataba de eliminar el caciquismo, haciéndose con los resortes de la vida local y provincial, primero, «dignificando» la vida política y, más adelante, conquistando el ideal nacionalista. Cierto que la Lliga y sus hombres siempre mantuvieron reservas frente al parlamentarismo como doctrina. Pero cuando llegaron los triunfos electorales, estos reparos se quedaron en un rincón, olvidados, como trastos inútiles. Desde el punto de vista doctrinal, la política pratiana se inspiraba en el positivismo francés. El Romanticismo era cosa de carlistas y alfonsinos. Destacar la república sobre la monarquía, o a la inversa, formaba parte de las imaginaciones exageradas y fantásticas; una política ideológica que era, según el dicho catalán, somiar truites. Para el senyor Prat, lo que primaba era lo real y tangible, lo práctico e inmediato, la comunidad de intereses de Cataluña. Por su parte, Cambó subrayó en varias ocasiones el accidentalismo de la Lliga. Monarquía o República eran conceptos generales que carecían de «valor sustantivo». Inglaterra, Rusia o Serbia estaban organizadas como monarquías. ¿En qué se parecían? Así, hasta llegar a la rotunda frase que pronunció en 1918 en un acto público: «¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!». En contraste con ello, un maurrasiano como d’Ors, alguien tan sensible a las imágenes y a los símbolos, tendía a ver con buenos ojos a la realeza. Desde luego, para él no había duda de que, en relación con las artes, la república era inferior a la monarquía. La primera había erigido como símbolo una prenda tan extravagante como el gorro frigio; la segunda, en cambio, se prestaba con mayor facilidad a los motivos ornamentales: toisones, escudos, flores de lis.2 Superioridad estética, no política. Ambigüedad que podía ser consonante con la de la Lliga, que, a partir de 1918, olvidó su accidentalismo para participar en varios gabinetes de la monarquía.

Estas opiniones motivaron algunas faltas de entendimiento entre d’Ors y sus patronos. Prat, él mismo o a través de Raimon Casellas, el redactor jefe de La Veu, podían censurar las glosas que menospreciaban algunos de sus autores más queridos. Taine y Torras i Bages eran intocables. En una ocasión, el glosador se atrevió a constatar «L’execució de Taine», a consecuencia de ciertas conferencias que Alphonse Aulard había pronunciado sobre la Revolución francesa. Y ello era algo que Prat no podía admitir. Según se deduce de su correspondencia con Casellas, Xenius andaba corto de dinero y el periódico pagaba poco.3 Pero, en general, Prat dejaba hacer. Como en aquella apostilla a la glosa imperial. En sus últimos años, ni siquiera insistía en su medievalismo, en su adhesión a la escuela histórica del derecho. La juventud leía a Vico, por recomendación del Pantarca (como también se conocía a d’Ors: el que lo manda u ordena todo), pero no leía a Taine. Su figura seguía produciendo una sensación de respeto y confianza. Prat trataba de afirmar la continuidad ideal entre los jóvenes nacionalistas, como Xenius, y su propia generación; para ello se apropió, una vez más, del vocabulario orsiano sobre «la santa continuació: la nostra obra continua substancialment en la vostra obra... pels ideals de generós imperi que a Catalunya comenten a descloures». Las palabras son importantes. Pongámoslas en castellano: «En los sustancial, nuestra obra continúa en la vuestra... por los ideales de generoso imperio que comienzan a ver la luz en Cataluña». ¿Hacía falta más?4

«EUFÒRIA DELS CIMS»

Las apariciones de Xenius en Barcelona empezaron a tener el aire de un acontecimiento. Se había casado en septiembre de 1906 con Maria Pérez-Peix, una mujer nacida en 1879, poco corriente, atractiva, no mala escultora —firmaba sus obras como Haydée de Telur—, aficionada a la música y a los deportes, que llevaba vestidos nada convencionales. En su momento, ambos formaron una pareja que hoy podríamos llamar «glamurosa».5

Tenía prestigio suficiente como para convocar dos veces en la Sala Parés —era en abril de 1908— a un buen golpe de artistas y literatos. El conferenciante dominaba su oficio a la perfección. Tenía claridad y elegancia. Se expresaba con una cadencia lenta, melodiosa. Pere Coromines asistió a varias de sus clases y conferencias y quedó prendado de su figura un poco episcopal; el suyo era como un sermón pronunciado con «una suau unció evangèlica». Tenía el «narcisisme de l’estil». Podía convertir una conferencia sobre temas en apariencia arduos en un acto mundano, a la manera de su maestro Henri Bergson; o bien en un juego de sociedad o en algo muy parecido a una sesión de espiritismo. Durante una conferencia en Can Parès, destinada a explicar la psicología de la atención, Xenius repartió entre los asistentes cuatro hojas diferentes: las tres primeras eran idénticas por su forma tipográfica; en la primera se hallaban unos versos conocidos del Tenorio de Zorrilla; en la segunda, un texto desconocido aunque de una materia sencilla de comprender; la tercera hablaba de química, siendo la cuarta francamente ininteligible. En cada hoja había doscientas erratas, en las que debían reparar los miembros del público. Cuantas más erratas fueran capaces de corregir, más intensa se consideraría su atención. El resultado del experimento, por así decir, desmintió la tesis sostenida por el conferenciante: que la atención resultaba más intensa en las cosas desconocidas que en las conocidas, y este rectificó con aparente honestidad científica.

De la psicología pasó a la lógica, en 1909, en un curso de cuatro conferencias que tenía como base su escrito «La fórmula biológica de la lógica», así como la comunicación presentada en el Congreso de Heidelberg. El local que tenían los Estudis Universitaris, en un piso principal de la calle del Pi, quedó desbordado. La crónica del acontecimiento advierte que el público asistente era tan numeroso como singular; una élite o, mejor, distintas élites correspondientes a los diferentes ramos literarios y científicos: Joan Maragall se codeaba con el doctor Pere Esquerdo; el doctor Pi i Sunyer se había sentado junto al poeta Carner, y Carreras i Artau, al lado de Marquina. El conferenciante se sirvió de una pizarra para trazar esquemas en cada una de sus intervenciones, que fueron elogiadas por su claridad, elegancia y sobriedad, así como por hallarse llenas «de una profundidad y solidez maravillosas». Uno de sus discípulos, Ramon Rucabado, elogió la «magistral» exposición porque, escuchando al maestro, a su «palabra augusta», tenía la impresión de viajar por el mundo científico y filosófico; un viaje que aunaba la sabiduría y la voluptuosidad. La ciencia, a través de los labios entrecerrados de Xenius, despojada de cualquier artificio mecánico y frío, era bella y amable. Solo a muy contadas personas, como les era dado levantar el velo a Isis para sacar a luz la Trinidad formada por la Belleza, la Verdad y la Bondad.6 En la charla que ofreció en el local que tenía en la calle Condal el CADCI (Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la Indústria), la organización autonomista de los dependientes y empleados, adoptó un tono épico. Ante los asombrados oyentes apareció un escenario de reconquista espiritual, una Covadonga nueva, una apelación al milagro, como si los manes del pasado resucitaran entre las ruinas de Empúries para reunir otra vez las dispersas energías espirituales de Cataluña. Las conferencias que daba Xenius sobre asuntos tan variados como los de su glosario, ya fueran de psicología, de arte, de literatura o de filosofía, ya fueran divulgativas o dirigidas a un público definido, estaban siempre concurridas. De nuevo en la Sala Parés, que era donde el círculo de San Lucas solía convocar a sus asociados, el Pantarca habló de Leonardo. Comenzó con unas palabras para advertir a la concurrencia —literatos y pintores en su mayoría— de que iba a representar una ficción dramática, que se cifraba en evocar la grandeza de los principios del artista italiano y en observar cómo reaccionaba el auditorio ante ellos. Se hizo un «silencio religioso» y el conferenciante leyó con una cadencia perfecta... los escritos de Leonardo, coleccionados por el erudito francés Ravaisson-Mollien y los comentarios del erudito alsaciano Eugène Müntz. Y las palabras obraron como un conjuro. En el «silencio religioso» con que fueron escuchadas, el mismísimo espíritu del arte se hizo presente y, por un instante, habitó en el auditorio. Todo el mundo salió de la sala con el convencimiento de haber asistido a una «fiesta espiritual», mezcla de lección inaugural y revelación misteriosa: «I per tothom passà el fervorós estremiment de la fe». Pero el conferenciante también podía cambiar, en pocos días y en la misma sala, el papel de médium por el de prestidigitador, rodeándose de insólitos recursos teatrales. En esta ocasión, la charla estaba dedicada al francés Eugène Carrière, un pintor próximo al simbolismo, de paleta monocroma, tanto que a veces sus figuras parecían espectros; un artista que trataba de establecer una relación entre su obra y la naturaleza universal. Hizo una introducción y después pasó a leer una conferencia ya pronunciada por el francés, titulada El hombre visionario de la realidad, que trataba sobre esqueletos y fósiles del Museo de Historia Natural. Para la dramática reconstrucción de la charla, Xenius se rodeó de un esqueleto humano, dos de mono y otros de reptil o de pez. La «escogida» concurrencia estaba fascinada, rebosante de «fina emoción». Todos salieron de allí convencidos de haber asistido a un «convite espiritual», «satisfechos —dice la crónica— de haber nutrido sus almas menesterosas de espirituales elegancias, orgullosos por figurar entre los elegidos».7

Al retornar a Barcelona de su estadía en París, su ascenso resultó imparable. Había gente que se presentaba en la taquilla de la administración de La Veu preguntando por tales o cuales grupos de glosas: «Que em sabrien dir quins són els números que porten les Cròniques d’Algeciras? I el d’aquella glosa sobre en Maura?». La primera recopilación del Glosari, publicada en 1907, fue celebrada como un acontecimiento. Se advirtió su afán de tratar todas las cosas, de invadir todos los terrenos; se manifestó que pretendía la originalidad a todo trance, que era un «doctrinarista». Respecto del estilo se fijaron en su prosa algo atormentada, rota por frecuentes incisos que eran como apartes, a veces de gramática no muy coherente; también en que trataba las cosas de mayor trascendencia con desenfado y en que, al revés, aplicaba un estilo sublime a los asuntos de escasa importancia. Pero todos coincidían, por encima de las objeciones, en que Xenius era un «hombre útil», un autor fuera de lo común, uno de los escritores catalanes que merecían ser estudiados y discutidos. El prólogo que Raimon Casellas, el redactor jefe de La Veu, dedicó al autor, descubre que su figura y sus escritos se comentaban en los cenáculos barceloneses en parecidos términos:

—És un enginyós [...] un enginyós.

Decían de él que era como una mariposa, libando en la flor de las grandes ideas; uno que escribía de omni re scibili; un apriorista, acaso excesivo

—És clar que sí. Un apriorista a sang i foc.

Las Glosas recopiladas fueron impresas por el afamado establecimiento de Fidel Giró. La portada era austera, queriendo recordar las ediciones renacentistas. Tenía como remate una tabla onomástica. Del libro se tiraron cuarenta ejemplares en papel de hilo, para delectación de los bibliófilos.8 La alegoría que dibujó Apa para el frontispicio de la obra evocaba al glosador, vestido con una suerte de casaca dieciochesca, monóculo y bastón, acompañado de un tiernísimo infante con una protuberancia dorsal parecida a un rabo, que acaso fuera una imagen de la patria nueva catalana, apegada todavía a la naturaleza, que contemplaba en lo alto una ideal imagen clásica, apenas esbozada, una suerte de Venus servida por la mano diestra del glosador. Las revistas de humor apenas se atrevieron entonces a tomarlo como blanco. Alguna se asombraba por la manera en que el glosador saltaba con alegría desenfadada desde las cimas del imperio a las frivolidades del cotidiano vivir, desde el porvenir de la ciencia al color de los chalecos. Xenius estaba en todo. Un dibujo de Opisso, publicado en ¡Cu-Cut!, se refiere a estos múltiples saberes, entre los que podían encontrarse los que atañían a la cocina y acaso a otros conocimientos menos aparentes.

EL HOMBRE INDISPENSABLE

Al hacerse cargo de la Diputación de Barcelona, en 1907, Prat de la Riba dio impulso a la acción cultural del catalanismo. Bajo su patrocinio comenzaron las excavaciones en Empúries y la rehabilitación del monasterio de Sant Cugat del Vallès. Como prueba de la extensión de la obra cultural de la Diputación, Prat calculó que el gasto en el capítulo de Instrucción Pública superaba por muy poco el medio millón de pesetas antes de 1910 y que cinco años después pasaba de los dos millones. La fundación del Institut d’Estudis Catalans, a imagen de la Junta para Ampliación de Estudios de Madrid o de la École des Hautes Études de París, fue su creación más destacada. Aunque Prat no figurase expresamente en el grupo fundador, en el que estaban Pijoan, Carner, Rubió i Lluch o Puig i Cadafalch, ni tuviera cargo ni responsabilidad oficial alguna, fue el impulsor y artífice del proyecto. Su voto era decisivo en todas las cuestiones de importancia y, en la práctica, todos los nombramientos de personal necesitaban de su visto bueno. Solamente en 1917, cuando estaba al final de su vida, se le nombró miembro numerario de la sección de Ciencias, y ello a título honorífico. El Institut, según sus principales historiadores, fue una pieza clave en la política cultural del catalanismo, sirviendo de impulso para la profesionalización de los intelectuales catalanes; una institución que realizó en sus primeros años una estimable tarea de investigación y proyección de la cultura catalana hacia el exterior. Es cierto que había límites severos para los gastos por dietas (25 pesetas por reunión) y que no podían cobrarse más de cuatro dietas mensuales. También las ponencias tenían su tarifa, dependiente del número de páginas.9 Acaso por ello, la posición de Xenius en el Institut suscitó algún malestar y no pocas envidias. D’Ors se convirtió en el ojito derecho de Prat de la Riba en materias culturales. Fue Prat quien lo designó para que acudiera al Congreso de Filosofía en Roma, en 1909, disponiendo de los fondos de la institución para abonarle los gastos del viaje y la estancia. La ampliación del Institut, con las secciones de Historia y Ciencias, además de la de Filología, en 1911, se hizo por sugerencia suya, siguiendo ahora el modelo del Institut de France. Para él se reservaron los cargos de secretario general y miembro y secretario de la sección de Ciencias. Su actuación fue decisiva en la marcha del Seminario y Laboratorio de Pedagogía. Por si ello fuera poco, se creó para él un Seminario y Laboratorio de Filosofía y Psicología, con unos emolumentos adicionales de 7.000 pesetas anuales. En 1914 pasó a formar parte del patronato del Museo Social y del Consell de Pedagogia al año siguiente, teniendo a su cargo el departamento de enseñanza superior, academias y bibliotecas. Antoni Maria Alcover pudo asegurar que sus ingresos, por diversos conceptos, ascendieran a 15.000 pesetas anuales. En 1917 llegaría su designación como director de Instrucción Pública de la Mancomunidad; el reconocimiento que parecía definitivo, la responsabilidad para la que se había preparado a conciencia durante varios años. Antes del nombramiento se realizó una suerte de concurso, pero el resultado se daba por descontado. Nada más ser designado, redactó una exposición en la que trazaba un índice de las tareas que debían acometerse en el ámbito de la instrucción pública en Cataluña. Un índice que, como en su escrito juvenil, ponía como base del nuevo sistema educativo lo que hasta entonces se había tomado como cúspide. Primero se trataba de reformar la enseñanza superior y la investigación científica, «veritable fonament de qualsevol política de cultura», para luego descender hasta la enseñanza primaria y la divulgación. Este programa se amparaba tras la autoridad de Prat de la Riba, recientemente desaparecido: «La lluita per la cultura constituí [...] una de les centrals preocupacions de l’il·lustre republicà que fou el nostre primer president». El cargo, por otra parte, aparejaba un salario anual de 7.500 pesetas.10

Las tareas y responsabilidades se acumularon, al tiempo que se ampliaba la acción cultural del catalanismo. La antigua fábrica Batlló, que ocupaba cuatro islas del Eixample, cerca de la actual plaza de Francesc Macià, fue destinada para sede de las nuevas empresas. Allí se localizaron la Escola Industrial y el Consell d’Investigació Pedagògica, llamado Consell de Pedagogia en 1913, que era el núcleo impulsor de un conjunto de iniciativas en materia de enseñanza. «Aquell aplec d’edificacions va esdevenir la universitat de la diputació nostra», dice un participante. «Xènius tenía su despacho en el edificio llamado del Rellotge». Sucesivamente, fue asumiendo la dirección de la revista Quaderns dEstudi y de la colección Minerva» —Col·leció popular dels coneixements indispensables—; la dirección de la Escuela de Bibliotecarias y la organización de la red de bibliotecas populares. También planificó los «Cursos Monogràfics i d’Intercanvi», en los que señalados profesores europeos dieron charlas y conferencias en Barcelona. Y todo ello sin abandonar la cotidiana colaboración en La Veu de Catalunya, ni sus lecciones en el Seminario de Filosofía. Después de almorzar escribía lo siguiente, según le comentó a un periodista:

Me interesa la organización de mi trabajo, de tal manera que he conseguido, para ganar tiempo, poder escribir inmediatamente después del almuerzo, aplazando la digestión y haciéndola coincidir con el rato en que no tengo nada que hacer... Y ya ve usted, tengo una salud envidiable.11

Algunos recordarán los años heroicos del Institut, cuando la sala de la biblioteca estaba a medio hacer y llegaban carretadas de libros, que eran catalogados por cuatro bibliotecarias y por voluntarios que terminaban cubiertos de polvo bibliográfico. El Institut estaba en la calle del Bisbe, al lado del palacio de la Generalitat. Campeaban sobre el dintel del portalón de ingreso las letras romanas de la institución, iniciativa seguramente del Pantarca: INSTITVT D’ESTVDIS CATALANS. Al trasponer la entrada, una fuente dejaba caer el agua sobre una taza de piedra, de vaga factura románica, muy del gusto de Puig i Cadafalch. Los bustos de Llull, de Eiximenis y de Vives, obra del escultor Clarà, y una bella cabeza de Milà i Fontanals, obra de Ismael Smith, se hallaban metidos en hornacinas, marcando la ideal genealogía de la ciencia catalana, en versión de Xenius, porque todos eran personajes destacados en sus glosas y seguramente se manufacturaron por encargo suyo. Trepando por la breve escalera se entraba al vestíbulo, que daba acceso a la biblioteca y a la secretaría, en cuya antesala estaba colgado un cuadro grande de Torres-García. El secretario del Institut se las ingenió para orillar la posible resistencia de Puig i Cadafalch practicando una política de hechos consumados, o eso daba a entender en una carta al pintor: «Victòria! “La filosofía décima musa” ha arribat a l’Institut. Avui l’he fet instal·lar, i, després, a cop calent he demanat i obtingut l’aprovació de Puig. La vostra pintura queda, doncs, a l’Institut».12 Cada sección parecía destilar una personalidad propia, con sus figuras humanas características. La sección de Historia y Arqueología, acaso la más pintoresca, por la que aparecía el señor Rubió i Lluch, con su sombrero de media copa; la sección de Filología, que comenzó presidiendo mosén Alcover, tenía un aire un tanto clerical, porque también pertenecía a ella mosén Frederic Clascar, autor de varias traducciones bíblicas, confesor de Prat de la Riba; solamente el poeta Josep Carner, que llevaba vestimenta poética, ponía la nota de color. La sección de Ciencias era —según recuerda Sagarra— la más gris, con el doctor Terrades, que después de estudiar en Alemania se había especializado en física matemática y pasaba, con razón, por ser «l’home més savi del país». En un despacho chiquitín estaba d’Ors, con un ramo de rosas sobre la mesa. Por allí andaban Agustí Calvet, Gaziel, el futuro director de La Vanguardia; Eudald Duran i Reynals, el bibliotecario que murió muy joven; Josep Maria de Sagarra, el futuro literato. Este último recordaba a Xenius con el gesto de pasarse las manos por la cabellera, «disfressat de Gavarni o de Dumas fill segons els dies», con los fantasmas de la filosofía —el cuadro de Torres-García— en la pared. De vez en cuando, Prat de la Riba se pasaba a echar un vistazo, mostrando siempre un gran interés. Todo el mundo lo saludaba entonces con gran respeto.13

D’Ors podía sentirse orgulloso. Aunque no fuera creación suya había contribuido a su desarrollo. Cuando recibía a un visitante le mostraba los libros raros y las publicaciones de la casa. Sacaba los dos volúmenes gruesos de La arquitectura románica en Cataluña, de Puig i Cadafalch; los archivos de la sección de Ciencias, de la que era secretario también. Hacían tiradas de mil ejemplares, y una parte la intercambiaban con las publicaciones de otras instituciones. «Vea, vea usted esta edición sobre geografía de los estados españoles en el reinado de Carlos I. Se hizo en Ámsterdam, para los reyes... Vea qué regalo, Las guerras de Cataluña. No son libros estos mamotretos, sino cajas. Papeles, programas, manifiestos, documentos oficiales; todo reunido pacientemente por un señor que hizo este legado». El secretario de la institución guiaba al visitante hasta las estanterías que tenían el rótulo de «Filosofía». «¡Ah! Este es mi rincón», decía entonces. Hegel, Kant, Espinosa. «¡Vea qué bonito, Espinosa!». Estaba la biblioteca de Jacinto Verdaguer; sus cartas, el manuscrito de La Atlántida. La biblioteca comprada a sus herederos. Viendo todos aquellos libros y papelorios, a veces creía encontrarse ante un cuadro sobre la vanidad de las cosas humanas. «Es lo que queda, amigo mío, es lo que queda de todas nuestras zalagardas». El espiritual, el exquisito Xenius parecía feliz, encantado de poder enseñar aquello.14

El proyecto de bibliotecas populares fue una de sus realizaciones más logradas. Aprobado en mayo de 1915 por el Consejo de la Mancomunidad, pretendía difundir y facilitar los útiles de conocimiento a todos aquellos que vivieran alejados de los grandes núcleos urbanos. Los edificios debían ser de una planta, separados de cualquier otra institución educativa; claros, limpios, decorados con higiénica y económica coquetería, «presentando por dentro y por fuera un aspecto agradable a la vista». Una vez fundadas, las bibliotecas deberían funcionar las unas en relación con las otras, teniendo como referencia suprema a la Biblioteca de Catalunya. Las bibliotecas, en el proyecto orsiano —casi una utopía bibliotecaria— tenían que representar el «començament d’una vida nova en els pobles de Catalunya»; tenían que establecerse a distancia de la vieja rutina, como faros o atalayas desde las que podrían difundirse las luces por todo el principado. Cada biblioteca tendría como remate el escudo y la bandera de Cataluña, que se izaría en los momentos solemnes. Pero, aparte de la extensión de los conocimientos generales, las bibliotecas estarían dedicadas a difundir la cultura catalana.

Las tres primeras bibliotecas populares de la provincia de Barcelona, creadas en Sallent, Canet de Mar y Pineda de Mar, adquirieron un fondo librero con esta proporción idiomática: 32,18% en catalán, 52,18% en castellano y 15,64% en otras lenguas. El personal de las bibliotecas fue escogido deliberadamente entre mujeres. Se pensaba que, de esta manera, se conseguiría una plantilla de primer orden, con un coste inferior. Si se abriera el reclutamiento a los hombres, solamente acudirían aspirantes mediocres, pero a un precio mayor. Las mujeres, además, añadirían un suplemento a su oficio: un carácter atractivo, amable, de limpieza y coquetería que el fundador pretendía dar a la institución. Para su formación se creó una escuela especial, que tuvo a Xenius como primer director. Las enseñanzas tendrían su parte especializada en biblioteconomía, pero dando un espacio insólito a las humanidades clásicas. Las bibliotecarias, en la utopía orsiana, habrían de desempeñarse como «misioneras» de todo género de superioridad. Las bibliotecas representaron una novedad en España. Ofrecían el acceso libre a sus fondos bibliográficos, tenían el servicio de préstamo gratuito y salas destinadas al público infantil.15

La primera piedra de la biblioteca de Valls fue colocada el 23 de octubre de 1916. Su creador pronunció unas palabras en la ceremonia que daban a entender la misión civilizadora a la que estaba dedicado; un discurso mesiánico en el que el fundador parecía ofrecerse en holocausto por el bien de Cataluña:

Recuerdo que algún escéptico me decía: ¿Por Cataluña quieres predicar la palabra nueva? Pierdes el tiempo. Hasta las piedras se levantarán contra ti.

Mejor, que se subleven; porque este será el camino necesario para que las piedras se transformen en señores (Muy bien).

Y en vena profética, anunció: «I vindrà ara tota la Renaixença d’un poble». En aquellos solemnes momentos, el glosador se sentía en el papel de Colón, y ganas le daban de arrodillarse y besar una tierra que anunciaba ya el porvenir venturoso.16

Xenius devolvía con su asombrosa capacidad de trabajo la amplia confianza que Prat había depositado en él. Fuera de las obligaciones institucionales, las iniciativas sociales del catalanismo contaban con su presencia y apoyo propagandístico, ya fuera la Lliga del Bon Mot, dirigida desde 1908 por Ivon L’Escop (seudónimo del eclesiástico Ricard Aragó), las campañas contra la «hemofilia» que llevaba a cabo el empresario y publicista Ramon Rucabado, ya fuera el Institut de Gimnàstica Rítmica, iniciativa lanzada por Joan Llongueras en 1913. Bofill i Mates resumía en pocas palabras la cultura del nacionalismo que abanderaba la Lliga, y lo que esta debía al eximio glosador; una cultura libre del «pulgón» de los esclavos y metecos; una cultura aristocrática, pero también burguesa, las clases que con los intelectuales —seguía diciendo— eran más nacionalistas, frente a las amorfas multitudes del lerrouxismo, que propendían a la utopía y al internacionalismo:

Toda cultura cristaliza en una Ciudad. El espíritu civil es flor de cortesía, de refinamiento, de plenitud, de aristocracia. Evita el pulgón de los esclavos y los metecos. Xenius, glosador eximio, es el primero que, de manera insistente, nos ha hablado de ello. La Lliga del Bon Mot ha creado escuela, así como la antihemofilia, la gimnasia, la fiesta del árbol, el feminismo, el teatro para niños, el antialcoholismo, el hospital de incurables, la extensión universitaria y los almanaques nuevecentistas.17

En esta actividad había otra semejanza con Goethe, su figura predilecta. En sus años de Weimar tenía potestad sobre los asuntos militares, los caminos y las minas; ejercía de supervisor de finanzas; dirigía la academia de dibujo y era una suerte de maître de plaisir o «maestro de ceremonias», encargado de la configuración artística de las festividades.18 El catalán era también un hombre ubicuo. «Ell ho era tot», dice Alexandre Galí: ministro, consejero, director de servicios burocráticos, proyectista, ejecutor. Informaba personalmente al Consell de Govern, se le convocaba a sus sesiones y, finalmente, llevaba a cabo la ejecución de las decisiones. En el Institut tenía vara alta en la contratación del personal, y se permitía saltar de una sección a otra, de la de Ciencias a la de Filología, sin embarazo alguno. Su actividad en la comisión de normas ortográficas fue discutida. D’Ors aceptaba, en general, el sistema propuesto por Pompeu Fabra, pero tenía algunas preferencias: defendía el grupo ch al final de la palabra (Francesch, epilech); por el contrario, pretendía abolir la hache —hac en catalán—. En la comisión se llegó a un pacto que consistía en conservar las etimológicas (home, herba) a cambio de suprimir las intervocálicas (grahó, vehí). Tan porfiado era d’Ors, tanto se dilataban algunos debates, que al parecer un miembro de la comisión, Pere Coromines, decidió entrevistarse con el president. Prat dirigió una suave amonestación a d’Ors y Fabra pudo imponer su perspectiva sin oposición.19 Con todo, el glosador seguía siendo el intelectual más considerado del catalanismo. Si exceptuamos a las figuras señeras, como Prat o Puig i Cadafalch, ninguna otra había concentrado tanta influencia personal en la política cultural del nacionalismo.

LA CONSTRUCCIÓN DEL «NOUCENTISME»

Su participación en el acto inaugural del Institut y de la Biblioteca de Cataluña, en mayo de 1914, tuvo una importancia simbólica; fue algo así como una consagración del papel destacadísimo que desempeñaba en la cultura del catalanismo. El acto se celebró, precisamente, el mismo día en que la nueva Mancomunidad había celebrado su primera reunión plenaria. Escuchándolo estaban las fuerzas vivas de Barcelona, los miembros de la Mancomunidad, el Ayuntamiento en pleno, representantes del Orfeó, del Ateneo, del Centro Excursionista... es decir, todos los que contaban en las letras catalanas. Todos admiraron algunos objetos de la exposición organizada al efecto: el manuscrito de L’Atlàntida, de Verdaguer; un fragmento de Tirant lo Blanc; un ejemplar del Cançoner provençal. D’Ors aprovechó su parlamento —interrumpido en varias ocasiones— para elogiar la personalidad de aquel que no se atrevía a nombrar, el seny ordenador —Enric Prat de la Riba—, que había sido capaz de unir la causa de la civilización con el destino de la patria. Su parlamento, en mitad del acto, tuvo lugar entre las intervenciones de Massó i Torrents y Rubió i Lluch, fundadores del Institut. El secretario del Institut promovería, semanas después, una edición lujosa de su Oración, con ilustraciones de Esteve Monegal, relacionando de manera explícita la estética clasicista del noucentisme y las realizaciones culturales del catalanismo.20

El influjo orsiano se amplió todavía más por obra de sus fervorosos discípulos: Josep Maria López-Picó, secretario de la Sociedad Barcelonesa de Amigos del País, adscrito desde 1914 a la secretaría de Prat de la Riba; Eladi Homs, que trabajaba en el Consejo de Pedagogía; Jaume Bofill i Mates, poeta que firmaba como Guerau de Liost, un trovador medieval, aunque también era un miembro activo de la Joventut Nacionalista y llegaría a ser concejal del Ayuntamiento de Barcelona; Joaquim Folch i Torres, bibliotecario, crítico de arte, profesor de la Escola de Bells Oficis y director en 1920 de los museos de Cataluña; o el mallorquín Joan Estelrich, que iniciaría en la Barcelona de 1918 una larga trayectoria como director de publicaciones y empresas culturales catalanistas, casi siempre bajo la sombra alargada de Francesc Cambó. Este grupo de literatos doblados en burócratas —podríamos ampliar la nómina con Joaquim Folguera, Carles Riba, Enric Jardí, Martí Esteve, Josep Farran i Mayoral, Martí Casanovas— colaboraba habitualmente en La Veu, en asuntos de su especialidad: crítica literaria, arte, pedagogía, crónica política. Folch i Torres tenía a su cargo la página semanal de arte a partir de la muerte de Raimon Casellas; desde ahí, difundió el ideario clasicista del noucentisme, expresamente colocado bajo el magisterio de Xenius. El grupo dominaría publicaciones como La Cataluña, desde 1907, refundada con el nombre de Cataluña en 1911, luego seguida por La Revista, inaugurada en 1917. Desde Cataluña, precisamente, d’Ors esbozará el programa de esta generación, en uno de sus trabajos periodísticos de más empeño, que titulará «El renovamiento de la tradición intelectual catalana», en el que establecerá las aspiraciones del grupo a dominar la cultura y dirigir las instituciones culturales del catalanismo. Cuarenta artículos se publicaron en el número inicial de Cataluña, relativos a todos los ámbitos del saber: arte, educación física, ciencias naturales, economía, pedagogía, literatura..., firmados en su mayor parte por los amigos o colaboradores de quien, para estas fechas, era ya el leader indiscutible de la juventud intelectual catalanista. Se trataba de un programa que, lejos de ser patrimonio de un reducido grupo de intelectuales, fue prohijado por la Lliga, al darle relieve en la primera página de La Veu de Catalunya. «La nota dominante consiste en una afirmación del ideal patriótico del catalanismo», afirmaba el editorial del periódico. Raro es el trabajo o artículo de los miembros del grupo novecentista donde no aparezca destacado el ideario, el vocabulario y hasta los conjuros orsianos: «la política és una estètica; Cultura és per a nosaltres, dominació; l’actuació nostra es diu classicisme; el nostre combat, antiromanticisme».21

Entre los artistas también fueron notables las influencias orsianas. Esta influencia se ejercía sobre un contexto intelectual que favorecía el clasicismo. Una ola de «revivalismo» clásico en el arte y en la literatura había barrido Francia y buena parte del sur de Europa. Ya citamos a Moréas, fundador de la École Romaine. Algunos escultores españoles residentes en París, sobre todo Manolo Hugué, Pablo Gargallo y Enric Casanovas se unieron a un pujante movimiento «mediterraneísta» que encabezaba el francés Maillol. Este clasicismo renovado representaba una reacción contra el frío gótico septentrional o el prerrafaelismo; contra figuras hasta entonces idolatradas como Wagner o Nietzsche. El más decidido clasicista, y el que más influencia tuvo sobre la pintura novecentista, fue Puvis de Chavannes.

Joaquín Torres-García tenía a La Ben Plantada como guía. Su cuadro La musa de la filosofía constituía un ejemplo de las doctrinas del maestro, que lo elevó a la categoría de «pintor nacional». Torres-García era de origen uruguayo, aunque hijo de catalán, y había hecho su aprendizaje artístico en Barcelona. Al principio de su carrera se había movido por los ambientes católicos y nacionalistas del Círculo de San Lucas. En pocos años, por su tesón y su vocación artística, se había convertido en un pintor muy estimable. Su obra concerniente a su periodo catalán, por así decir, estuvo inspirada muy de cerca por el pintor francés Puvis de Chavannes. Muchos consideraban a Puvis una especie de remedio para los males del arte moderno; como si señalara el camino para recobrar la grandeza perdida, abandonando la vulgaridad de lo cotidiano. La pintura de Puvis, los grandes murales de la Sorbona sobre todo, representaban una especie de feliz Arcadia no contaminada por el mundo moderno: un universo ideal de figuras solemnes, armoniosas, alusivas a un pasado vagamente clásico. Según el dramaturgo Adrià Gual, Puvis representaba el triunfo de la serenidad, de la sencillez y de la humildad, y ello en un tiempo de estridencias y velocidades. Sus murales y cuadros fundían de manera armónica figuras y paisaje; hacían pensar en la reverencia que un humilde sabio rendía al Todopoderoso. Sus críticos decían, sin embargo, que su pintura era «helenismo de agua de rosas». Xenius apreció de inmediato la vecindad de esta pintura, recreada en Cataluña por Torres-García, con su estética clasicista. En la reseña de la exposición de sus obras en la Sala Parés, en 1905, afirmaba que el pintor despojaba las cosas de lo accidental e histórico, para buscar amorosamente la esencia inmortal.22 También destacaba en Torres-García algo que parecía oponerse a la pintura española: colores apagados frente a colores fuertes, figuras hieráticas frente a figuras en movimiento, idealismo catalán frente a realismo «hispano-chulesco». La revista Cataluña, órgano de expresión del grupo novecentista, adoptó al pintor, encargándole un ex libris: Pallas Atenea defiende la tradición popular y científica de Cataluña. El árbol robusto, con el pendiente escudo cuatribarrado, personificaba a «nuestra raza»; era ejemplo de esfuerzo, de imperialismo y proverbial sabiduría. «Síntesis de todo cuanto comprender pueda la Norma humanista y nacionalista que nos impulsa». La matrona —acaso un retoño de la Bien Plantada— representa la tradición filosófica, escribiendo en un pergamino los trabajos de quienes formaron el acervo del pensamiento catalán. Por fin, la llama sagrada que sirve para simbolizar la lengua catalana y, a la vez, el espíritu religioso griego y cristiano, armonizados o fundidos en una misma idea civil y estética.23

Xenius edificaba su estética, siguiendo también el ejemplo de Maurras, con los mismos materiales que su política: CLASICISMO / ESTRUCTURA / IDEALISMO, frente a IMPRESIONISMO / SENSACIÓN / REALISMO. Ello conlleva, en la pintura, el predominio del dibujo sobre el color. Aquellos pintores como Poussin, que emplean colores fríos y composiciones estrictas, con algún elemento de arquitectura, serán elevados a la categoría de maestros. Y así, pintores y escultores fueron alabados o denostados, de ahora en adelante, según se ajustaran a este patrón dualista. Entre los catalanes, Torres-García y Josep Clarà se destacarán por su «valor de estructura» y su pura «idealidad». «La musa de la filosofía presentada por Palas en el Parnaso» fue expuesta en la exposición internacional de arte de Barcelona en 1911. De inmediato, Folch i Torres, el crítico de La Veu y discípulo del Pantarca, la saludó como muestra de un ideal pictórico purament nostre. La obra, como sabemos, fue adquirida por el Institut d’Estudis Catalans. El maestro glosador vio ejemplificadas o representadas sus ideas, su filosofía del hombre que trabaja y juega. Había ascetismo al pintar a una diosa desnuda. Aunque también era capaz de pintar escenas populares, limpias de anecdotismo. D’Ors elevó a Torres-García a la categoría de «pintor idealista» y de «pintor nacional»; idealista a la manera orsiana, que se decía ordenador pero no negador del mundo material: «somos nosotros unos ordenadores de lo sensible». Xenius pedía para Torres-García un ambiente favorable, un poco de simpatía.24 Llevaba razón en esto. El pintor había pasado por varias etapas, desde sus comienzos impresionistas, padeciendo estrecheces materiales, hasta llegar a lo que, de momento, parecía ser una consagración. Al poco tiempo, Prat de la Riba llamó a Torres-García para decorar el salón Sant Jordi del palacio de la Generalitat con frescos sobre la «Cataluña eterna».

Según Folch i Torres, había dos pintores que interpretaban adecuadamente el paisaje catalán; que lo interpretaban, por así decir, espiritualizándolo, sublimándolo. Uno era Torres-García, cuyas obras eran «la flor de nuestro renacimiento». El otro, Joaquim Sunyer. Ellos eran los únicos que habían extraído «el sentido nacional» que tenía un pedazo de tierra; el primero, al modo topográfico; el segundo, al modo geológico. Parecía que ambos habían logrado atisbar las «esencias» del espectáculo geográfico, la «fraternidad», la «armonía» que existía entre las cosas y los seres vivos de Cataluña. Los paisajes de Iu Pascual también pudieron tomarse como ejemplos de pintura noucentista. Pequeñas figuras moviéndose entre los árboles enormes, como denotando esa hermandad entre el hombre y la naturaleza. Tampoco los colores eran vivos; al contrario. Había «pastoriles tranquilidades, plácidos escenarios y grupos bucólicos. Según Guerau de Liost, Pascual había logrado reconstruir la unidad superior de la tierra catalana, liberándola de lo pintoresco y lo anecdótico y sus paisajes, para levantarla hasta la universalidad».25

Las esculturas de Josep Clarà, como La deessa, eran la «fórmula viva de las doctrinas del Glosador» que había comparado a Barcelona con una diosa: «una deessa assegura arran de l’ona... l’un si li toca a l’aigua, l’altre s’inclina graciosament a l’altre cantó». Una diosa que también podía ilustrar el arquetipo femenino de la Bien Plantada. Clarà se había formado en París, y había conocido a Aristide Maillol; un artista que le servirá de inspiración en varias de sus figuras, y al que siempre reconocerá d’Ors como el mayor, el más grande de todos los escultores contemporáneos. Clarà terminó en 1910 el busto del maestro (hoy en el MNAC, el Museu Nacional d’Art de Catalunya), presentándolo como un Sócrates o un Platón modernos, espiritualizándolo, adornándolo con una barba que nunca usó. Para el mestre, Clarà representaba el ciclo clásico que alboreaba; un viento de renovación que, en materia artística, consistía en un «helenismo esencial». Clarà participaba de esa estética «dórica», y todas sus obras evocaban serenidad, orden; todas estaban llenas de una «fuerza inquebrantable». Más que figuras eran dioses lo que esculpía.26 A su vez, Josep Llimona elaboró para la Biblioteca de Cataluña un grupo de factura clasicista, Catalunya i les Ciències. Llimona acababa de inaugurar el monumento al doctor Bartomeu Robert, coronado por un conjunto de figuras representantes de las clases y oficios de la sociedad catalana. Los prohombres de la Lliga, en cuyo partido militaba el artista, aplaudieron la intención del monumento; Xenius se limitó a saludarlo desde lejos, recordando simplemente las dificultades pasadas por el artífice, acaso porque no terminaba de compartir la estatuaria impresionista, los gestos crispados, las influencias de Gaudí que podían apreciarse en la composición.

Folch i Torres, sin embargo, otorgó a Llimona el título de «escultor nacional». Llimona pintaba también paisajes estructurales, de un «nacionalismo perfecto». Decía seguir la norma, la proporción del arte griego.27 En realidad, toda una generación de artistas catalanes se interesó por el tema de la mujer, del desnudo femenino, de la mujer y madre, interpretándolo según el canon noucentista de La Ben Plantada, haciendo de él el símbolo de Cataluña. Entre la docena de pinturas y grabados del Almanach dels noucentistes —uno para cada mes—, cinco son figuras femeninas —Maternidad de Ricardo Canals, Maternidad todavía de Javier Nogués— y tres desnudos, de Clarà, Gargallo e Ismael Smith, respectivamente.

Joaquim Sunyer, con su Mediterrània o su Pastoral, quiso aludir al paisaje y, por así decir, al espíritu catalán. En Mediterrània dos figuras desnudas, alegoría de la pareja primordial, se recortan sobre una cala marina en la que está anclada una barca de pesca. Es una escena paradisíaca, donde Adán trajina con una red llena de peces y Eva se alisa el pelo con coquetería, ambos rodeados de ovejas y perros. Pastoral fue adquirida por Francesc Cambó y, en el momento de su exposición de 1911, en el Faianç Català, también impresionó a Joan Maragall. En el cuadro de Sunyer, el poeta apreció —sintió más bien— una compenetración, una identificación cordial con el paisaje catalán, suave y áspero a la vez, como el alma catalana que simbolizaba. El caso es que la mujer desnuda del primer plano resulta, en apariencia, algo incongruente. ¿Qué hace allí una joven rodeada de ovejas, tendida al sol, sobre un fondo bucólico? «No —argüía Maragall—; la presencia femenina no es una arbitrariedad sino una fatalidad». Existía una misteriosa afinidad entre el paisaje y el espíritu. De hecho, mirándolo bien, Maragall pudo apreciar que la curva de la montaña que sirve como fondo correspondía al escorzo del cuerpo femenino; o que el pino mediterráneo se enroscaba como si fuera un brazo humano. El paisaje se hacía carne en la mujer del cuadro. Un elogio que revelaba el panteísmo de Maragall; una actitud o una creencia que rechazaba d’Ors. Pero resulta interesante que Maragall elogiara esa aparente incongruencia con los términos opuestos —fatalidad / arbitrariedad— creados por Xenius.28 Lo mismo podría decirse de Francesc Vayreda, otro pintor que d’Ors admitió en la cofradía novecentista y que se consagró en 1917, ante el entusiasmo del grupo, con una exposición en las Galerías Layetanas. El noucentisme evocaba una Arcadia moderna, un país habitado por idílicos catalanes, de cuerpos fuertes, rotundos, como queriendo significar sus raíces en una cultura ancestral.

También el cartel se llenó de motivos clasicistas. Francesc d’Assís Galí hizo uno para las fiestas de primavera de 1910 con una matrona vestida con un peplo, símbolo de Barcelona, rodeada de símbolos y figuras que pretendían denotar la riqueza y cosmopolitismo de la ciudad. Galí, que era sobrino de Pompeu Fabra y cuñado del pintor Joan Llongueras, abrirá una escuela, la Escola d’Art Galí, desde la que divulgará postulados noucentistes. Entre sus discípulos figurarían Lluís Plandiura y Joan Miró. Siguiendo la tendencia acostumbrada, Francesc Galí seguiría una carrera burocrática, entrando en 1913 a formar parte del Consell d’Investigació Pedagògica, pasando en 1915 a dirigir la Escola Superior de Bells Oficis.

También tuvo esta estética cierto influjo sobre la arquitectura, pero no pudo con la influencia del art nouveau que, al final, acabó dando el tono a la estética urbana hasta el punto de convertirse en signo de la identidad barcelonesa y motivo de atracción de visitantes. El noucentisme aborrecía las curvas caprichosas, els cargols incongruents y las decoraciones naturalistas y recargadas. Los comercios de Barcelona se habían poblado, a pesar suyo, de una variedad de espejos, dorados, estatuas en escorzos inverosímiles y otros excesos, decían; del modern style, propio de licorerías y almacenes de bacalao. Un ejemplo, pensaban, de que la corrupción del gusto era general. Todo ello constituía una escuela de estridencia; algo provinciano y pintoresco, destinado al consumo de muchedumbres forasteras.29 No les gustaba Gaudí y Xenius se permitió ignorarlo de manera ostensible. La opinión novecentista acerca del arquitecto de la Sagrada Familia queda perfectamente indicada en los recuerdos de TorresGarcía: «Mi primera entrevista con Gaudí fue una pelea. Pues de lo pequeño a lo grande en todo disentíamos [...] Él era un barroco y yo defendía lo clásico, la idea [...] Le hablaba yo de fray Luis de León y él de Verdaguer describiendo la inmensidad de las sierras del Pirineo. Yo lo veía todo a medida humana (y era mi sentido de proporción) y él, que era un formidable romántico, todo lo veía en lo ilimitado».

Xenius había dicho que noucentista y estructural eran sinónimos, que la estética arbitraria era composición, armonía, fidelidad a la norma, mitología. Y el arte del novecientos catalán se pobló de túnicas, peplos, columnas y frontones griegos y desnudos que se decían cívicos. Todavía pueden observarse en muchas casas y fachadas del Eixample los resultados de esta estética, conforme a la elegante simplicidad que era el lema de la escuela clasicista. Se trata de una manera poco apreciada hoy por las multitudes que se agolpan ante La Pedrera o la Casa Batlló. Mezclando realidad y ficción, el glosador imaginaba una ciudad adornada por muchas esculturas.30 En el cruce del paseo de Gracia y la Diagonal se levantaría la efigie de una diosa (que Clarà había esculpido entre 1908 y 1909, emplazada hoy en la plaza de Cataluña) y frente a la Casa de les Punxes, de cara al sol poniente, un Sant Jordi ecuestre, fundido en bronce. Este deseo último es un caso notable de anticipación. La figura de Sant Jordi, acabada para la exposición del Palau en 1920 por Josep Llimona, no se terminará de fundir hasta 1924, colocándose en el parque de Montjuïc. Es una representación extraña. El santo belicoso, que monta un caballo no muy apto para guerrear, se inclina en actitud contemplativa. Tampoco lleva los arreos típicos de la batalla, a excepción de la lanza. El mestre elogió entonces a «nuestro fuerte y venerable escultor», pero deplorando que el caballo no fuera más estilizado y más fino. Según un supuesto canon clasicista, el reposo debía corresponder al jinete y el movimiento a la figura bestial, no a la inversa, como el San Jorge de Llimona. Si se compara este diseño con el Sant Jordi combativo que Puig i Cadafalch creó como remate de la Casa de les Punxes, el contraste es evidente. El uno denota estabilidad, como si se dedicara a contemplar desde lo alto la obra realizada. El otro muestra la lucha contra el dragón, el monstruo horrible que bien puede evocar el poder opresor al que alude el lema: torneu-nos la llibertat. Y acaso esa comparación era buscada por el glosador, cuando pretendía que el Sant Jordi ecuestre se colocara frente al que era entonces su domicilio, pues caben pocas dudas de que el inspirador del Sant Jordi meditativo fue él, a pesar de sus observaciones sobre el canon.31 Los mitos, que habían trepado por las paredes de los edificios oficiales y residencias particulares, descendieron a las plazas públicas como demostración de la estabilidad y perfección de Cataluña.

D’Ors acogió la pintura cubista con una mezcla de aprobación y reserva. La inauguración de la exposición sobre el arte cubista, que tuvo lugar en las Galerías Dalmau en 1912, fue reseñada por Xenius con cierto detenimiento. El nuevo estilo era digno de aprobación porque, según creía, era un arte intelectual frente a la apoteosis de la sensación que era característica del impresionismo. El cubismo denotaba un gusto por la estructura y la definición sobre la sugestión y la representación. En eso merecía elogio, como una de las palpitaciones de los tiempos marcados por el retorno del ORDEN; palpitaciones o síntomas que el glosador pretendía conocer a fondo. Pero ello no era suficiente. El cubismo, afirmó Xenius, había recorrido una primera etapa del arte de los nuevos tiempos; una etapa que acertó a designar con metáforas sacadas de la religión católica. En la teología mística, la primera etapa, la vía purgativa, consiste en la purificación del alma mediante la penitencia y la oración, para así limpiarla de los apegos sensitivos. Algo parecido había obrado el cubismo. En la teología de san Ignacio, los ejercicios espirituales también tratan de disponer el alma para quitarle todas las afecciones desordenadas y buscar la voluntad divina. Bien; parece que la mística y la ascética coincidían en este punto. El cubismo era «los ejercicios espirituales del arte contemporáneo». Pero hacía falta otra cosa. Era necesario encontrar «la voluntad divina», en términos ignacianos. Al cubismo le sobraba abstracción pero le faltaba ese idealismo que, en el vocabulario orsiano, era una síntesis entre idea y representación; le faltaba figuración. Porque no podía pretenderse que la geometría escueta sirviera para goce y placer del ojo. En todo caso, d’Ors —en su fase barcelonesa— hizo una diferencia entre los cubistas racés, los intérpretes de la tradición racionalista francesa, los cubistas que él creía genuinos —¡qué error, qué inmenso error!—, como La Fauconnier o Metzinger, frente —¡ay!— a los cubistas advenedizos, los metecos como Picasso y Juan Gris, llenos de cualidades instintivas, pero irremediablemente marcados por el terruño. Y para ello se sirvió otra vez de metáforas católicas, esta vez paulinas. Había en Picasso demasiadas reliquias del «hombre viejo», demasiado «iberismo».32 Es posible que d’Ors se fijara en la guitarra de uno de los cuadros que Gris presentó a la exposición Dalmau, en Barcelona, que fue un hito en la historia del cubismo. Y que conociera la afición de Picasso, que no concurrió a esta exposición, por los toros y las bailaoras. Acaso le gustara más el cromatismo apagado de Metzinger, más próximo a Cézanne. Resulta imposible discernir qué es lo racé en un pintor, a no ser por la guitarra, que es un instrumento que aparecerá en otros pintores cubistas, como Braque, sin necesidad de atribuirles un iberismo racial. Es difícil, igualmente, averiguar por qué Juan Gris es instintivo y Jean Metzinger, racional, como no sea debido a la tendencia a corroborar el esquema o prejuicio previo, que afirmaba el antagonismo insuperable entre lo español y lo europeo.

LOS JARDINES DEL RENACIMIENTO CATALÁN

Para sus discípulos y seguidores, Xenius es un personaje arrebatador. «Parece un gran señor», escribe Aureli Ras; un Mecenas sería un d’Ors con muchos millones. Era una persona elegante. Al principio se dejó un bigotillo recortado, algo británico. Le gustaba arregostarse y hasta relamer sus propias palabras. Un gran refinamiento lo muestra como frívolo, en ocasiones. Pero ¿acaso la frivolidad bien temperada no es signo de distinción? Tratar las cosas graves de manera ligera y las ligeras como si nos fuera la vida en ellas era una máxima elegante que Octavi de Romeu no se cansaba de repetir. De «hechizo» hablaba Ramon Rucabado, escritor moralista habitual de La Veu: «La turbación es, realmente, el primer efecto de su contacto». Luego, pasado el primer instante, se sentían como llevados de la mano, «la mano enérgica y amorosa que les conduce seguros». Rucabado se dedicó a recoger las reseñas y críticas elogiosas del mestre i amic, encuadernándolas para enviarlas a los amigos. «Siento por este hombre una gran envidia», anota Josep Pla, sensible a la fascinadora habilidad del personaje; «como conferenciante a la francesa, Xenius llega a la voluptuosidad. Es magnífico. Sospecho que hacía muchos años que no se había hablado el catalán con esta corrección». Una obsesión a lo largo de su vida.33

Las profesiones de fe orsianas menudearon entre los jóvenes nacionalistas. El texto sobre Teresa, la Bien Plantada, tuvo un éxito indudable. A su figura le salieron espontáneos cantores populares, que recitaban las cançons de pandero en fiestas señaladas como las del Corpus:

Els àngels canten al cel

Els mariners a la marina

Canto per la Ben Plantada

Déu li do molts anys de vida […]

Los jardines del Renacimiento catalán, ceñidos de almendros en flor y surcados por amplios caminos de rosales, estaban silenciosos, escribe López-Picó. Una mañana entró Xenius, sacudiendo con suavidad árboles y arbustos, y de ellos brotó una lluvia de flores blancas y pétalos; desde entonces, el aire esparció perfumes primaverales. Era d’Ors, según su panegirista, un hombre de vasta cultura y firme voluntad. Tenía la elegancia de los modernos refinados y la férrea vocación de un hombre de acción, que mostraba la conveniencia de ser fuertes y dominadores. López-Picó admiraba al glosador desde hacía tiempo, pero a distancia. Cuando lo conoció, se le antojó que le había tratado desde siempre, tanta era la compenetración entre su vida y su obra; «la augusta perfección del ritmo y del equilibrio». Los jardines ya no estaban silenciosos, porque a ellos acudía una juventud ávida para «embriagarse en la suavidad de una lluvia de aromas». En un trabajo dedicado a la literatura catalana en 1908, entendida como un capítulo de su renacimiento cultural, López-Picó destacaba sobre todo el trabajo de Eugenio d’Ors. Por él se había ampliado el horizonte intelectual, dejando atrás definitivamente el provincianismo. Él había desamortizado la lengua catalana, dándole un valor de instrumento literario del que carecía. Las glosas que acaban de recogerse en libro eran la abominación de pasados errores, al tiempo que señalaban una norma para el porvenir. También había supuesto una especie de limpieza moral. López-Picó veía alejarse la sombra de vileza y malignidad rústica.34 Guerau de Liost le dedicó algunos versos:

Ets un perfecte cavaller

De la gran llei de l’elegància

Guaites la mort amb petulància

Tens el secret del viure bé.

Guardes la clau de la ciència

De l’equilibri l’alta norma

Aimes les formes per l’essència

Cerques l’essència dins la forma

Tens les divines venustats

D’aquells ponents aureolats

De calcedònies i ametistes.35

La aparición del Glosari significó el nacimiento de «un foco de irradiante inquietud», según escribe Farran i Mayoral. A pesar de algunas maliciosas reticencias, su autor alcanzó de inmediato la resonancia que ejercen los «organismo fuertes». Ante su personalidad poderosa, nadie podía permanecer indiferente; era necesario amar, comprender y seguir a este «maestro de normas» —cosa que hicieron muchos— o defenderse de su influencia. Manuel de Montoliu describe a jóvenes como él, aguardando con impaciencia la salida de la edición vespertina de La Veu, leyendo la diaria glosa a la luz de los faroles de Barcelona, comprándolas en cuadernillos mensuales al precio de quince céntimos.36 Alexandre Galí recuerda una experiencia parecida, cuando él y otros amigos letraheridos se reunían en Terrassa para leer La Ben Plantada como si fuera el Evangelio. Martí Esteve, que será el primer biógrafo de Prat de la Riba, colocaba al fundador en una suerte de preeminencia semirreligiosa: «que sies tu en el poble i el poble sia en tu». Pero el siguiente en la jerarquía era Xenius, el que había enlazado al ideal catalán con la tradición, dándole una fuerza de dominación universal. Francesc Sitjà, poeta y empresario, lo comparaba con Erasmo, y ello tuvo que gustarle a Xenius. La misma vibración de civilidad y de armonía que apreciaba en el Elogio de la locura podía leerse en la obra del glosador. En Terrassa había nacido un pequeño glosador, Joan Llongueras, y un núcleo de noucentistes. A imitación del grande, el glosador tarrasense se firmaba Chiron, el centauro inteligente y sabio de la mitología griega. Llongueras publicaba sus «Ínfimes cròniques d’alta civilitat» en La Sembra, el periódico nacionalista local. La recopilación de este glosario, publicado con prólogo de Xenius, iba jalonada por elogios en casi todas sus páginas («¡Oh excepcional! Gentilíssim Xènius; Xènius-Imperi, fabricant de consciències»), todo ello enmarcado, como era usual en los novecentistas, por un abundoso paisaje floral, el nostre jardí de lliris, regado y fertilizado por las ideas del glosador. «¡Maravilla de cada día, glosa esperada y saboreada con delicia, flor de nuevecentismo, flor de imperialismo... Maravilla y guía». O, dicho en catalán:

¡Meravella de cada dia, glosa esperada i assaborida amb delícia, flor de noucentisme, flor d’imperialisme, arbitrarietat d’alta norma, troballa que ens sobtares l’esperit bellament, deixant-lo tremolós de joia com après la visió d’un gràcil vol d’aucell en les cíliques diafanitats, aquí us retrobem, i sou encara, meravella de cada dia i de tot instant! ¡Meravella de tot instant i guia en tot instant, oh quin amor! ¿Meravella i guia, altra cosa que amor poden dur-les? ¡Quin amor ens cal per l’amor que ens dones Glosari! 37

Casi todos le llaman Mestre. De él esperaban la consagración del elogio, el nombramiento como noucentista —especie de ingreso en una orden caballeresca—, un prólogo al libro primerizo o una simple mención en el Glosari y, por qué no, también una regañina envuelta en sonrisas y ramos de flores. Destrissim en la lloança i en el blasme, dice Alexandre Galí.38 Para ellos, el Glosari fue un descubrimiento, una ventana abierta al mundo europeo. Allí se manejaban ideas, nombres, novedades políticas o intelectuales, en un catalán fino y ceñido. El autor parecía conocer de cerca, a veces en persona, a los escritores europeos más destacados. Por vez primera oyeron hablar del psicoanálisis, del sindicalismo, del cubismo o del jugendstil. Aprendieron el uso polémico del lenguaje, la ironía, la impertinencia envuelta en halagos, sin recurrir al adjetivo grueso, a la grolleria. Terminando por reivindicar la catalanidad de un término que, más que una denominación, era un grito de reunión y de batalla:

NOUCENTISTES!!!

Perquè a l’estranger s’ha usat aquesta i d’altres

Consemblants paraules, ens convertim en seguidors de

L’estrangerisme i acceptem la seva vianda, siga o no enverinada

NOUCENTISTES!!

És un derivat de «noucents» i l’apliquem a la gent del

«dinoucents»39

EL «NOUCENTISME» COMO MORAL

El Glosari tiene una apariencia casual y desordenada, tratando hoy un asunto, mañana otro, saltando de flor en flor como una mariposa, feina essencialment papallonera dirá su autor. A pesar de ello, ofrece un criterio inflexible para el juicio estético, político y moral; un breviario del hombre de mundo y un conjunto de reglas para alcanzar el ideal de vida civil y europea. La música de Wagner, la escultura de Rodin y la pintura impresionista tienen achaques de Romanticismo ochocentista. Los inventores, deportistas y exploradores forman en el gremio clásico y novecentista, porque subliman su energía agresiva en elegancias formales. Puede ser conveniente practicar un deporte como el fútbol, donde la agresividad particular está sometida a reglas. La esgrima es un ejercicio noble; el duelo es bajo y plebeyo. La pintura de Cézanne y de Puvis de Chavannes, la escultura de Maillol o las piezas interpretadas al clave por Wanda Landowska tienen nítidos contornos clásicos. El liberalismo es una ideología periclitada, romántica, individualista. Los nuevecentistas han de sentir aversión a la democracia, por encarnar las ideas revolucionarias en «los instintos de la burguesía». El futuro contemplará un refuerzo de la autoridad clásica. Picasso recupera las geometrías clásicas, eternas, pero no es bastante racé (¿un meteco en Barcelona y en París?). No blasfemar jamás, ni hablar alto. En el trato social, incluso entre amigos, lo mejor es evitar el tuteo. El noucentista pondrá atención en no servirse de muletillas en su habla diaria, al estilo de no t’emboliquis (no te compliques) o ja en pots tirar un troç a l’olla (darlo de barato, no obtener provecho material), té el cap molt clar porque no quieren decir nada y son signo de pereza ideológica. Otro rasgo que procurará evitar será el de la pronunciación descuidada del catalán. Se distinguirán las «e» mudas (Déu —Dios— a diferencia de deu —debe—) de las «a» abiertas, molestándose en pronunciar con los dientes las consonantes dentales, como hacía el propio d’Ors. Tendrá también que presentar una apariencia normal, sin rasgos pintorescos o chocantes, como barbazas, chalinas o sombreros de ala ancha, como los que portaban los modernistas. Los estudiantes universitarios llevarán siempre cartera, aunque mejor sería decir serviette, signo de aristarquía intelectual, abandonando cartapacios plebeyos y esa mala costumbre de atiborrarse los bolsillos de la chaqueta con libros y papeles. El piropo puede usarse, pero con precaución, reduciéndolo a casos contados. Sobre las diversiones y espectáculos recomienda no frecuentar los cafés —horribles—, nosaltres els noucentistes, no hi anem gaire a cafès; ni las peñas —espantosas—, ni el cine —de cafè i cinematògraf que no se’n parli a les sensibilitats una mica despertes—. El café es una bebida romántica, democrática, emblema de una civilización oratoria y banal: una característica del ochocientos, del «estúpido siglo XIX» según la frase de León Daudet. El té, por el contrario, es señorial, elegante, fino y nuevecentista. Cohetes y fuegos de artificio son dignos de elogio, pero reprensibles las tracas y petardos. No hay que asistir a las reuniones demasiado promiscuas o vulgares, pero sí a los círculos íntimos, delicados, selectos: un concierto, un tea five o’clock. Lo ideal es el salón, a estilo dieciochesco, donde el hombre inteligente resulta estimulado por la presencia de bellas y refinadas mujeres; o una sala de conciertos pequeña, con un bufet bien provisto y precios razonables. El resultado de tantas prohibiciones y requisitos, el propósito de excusar la animación y el ruido popular, puede ser el aburrimiento. El glosador lo reconoce sin que le duelan prendas. Los domingos del nuevecentista ideal pueden resultar vacíos, melancólicos.40

En el teatro se ha de hablar solamente en el intermedio y sempre en la nostra pròpia llengua, pronunciada con suavidad. Debería generalizarse el vestir de etiqueta al salir de noche, y siempre de negro. En lo tocante a la indumentaria, procede no abandonarse jamás; ni siquiera en verano está autorizado el hombre civil a olvidarse del chaleco. Las únicas efusiones públicas que convienen al nuevecentista son las que resultan de las reuniones patrióticas, con programa estricto; los banquetes en que cada delegación o sociedad se sienta delante del cartelito correspondiente, hasta que llegan los discursos de los líderes; o aquel memorable recibimiento a Salmerón, en 1906, donde cada quien —cada parte, cada miembro— tenía designado un lugar en las calles de Barcelona, moviéndose como un solo cuerpo, al compás que había marcado Cambó: «estem en presència de tota una art de proporció, contenció, coordinació de moviments».41

El Glosari sugiere a las damas elegantes no mezclar el perfume Pompeia, de Piver, con Gregoria, de Rigaud; tampoco alternar Rosa d’Orsay, Muguet Royal o L’ œillet de Lubin, porque denotaría falta de distinción y de instinto para dibujar a conciencia la personalidad propia. Aconseja sobre el arte de viajar, más complicado de lo que pudiera parecer. Los viajes son muy convenientes, si se realizan con afán de aprender. Hay que comportarse siempre como si se representara al país de procedencia; no generalizar a la ligera sobre el carácter de las ciudades y países visitados; qué maletas llevar —sencillas, sólidas, de cuero reforzado con níquel, tachonadas de etiquetas de hoteles y países, diplomas de nomadismo—, qué transportes elegir y si hay que dar propina al servicio, que nunca será superior al 10% de la factura abonada al establecimiento. Los paquetes sueltos o líos de ropa estarán absolutamente prohibidos, por ser deshonrosos para el viajero. Es conveniente saber relacionarse con los compañeros de ruta (no franquearse de golpe, contándose la vida a las primeras de cambio, como hacen los españoles con su nauseabunda facilitat; guardar una reserva prudente es lo adecuado). Si se viaja por el interior de la península, será menester demostrar una condescendencia altanera con los vicios de los indígenas, por ejemplo, al hablar de los toros y del flamenco: en estos casos basta con una curiosidad epidérmica, como la que demostrarían un inglés o un alemán. Los buenos catalanistas han de tener en cuenta que la diferenciación, la vostra raça, se muestra con la indiferencia, antes que en la indignación. El hombre de mundo, al viajar, usa las guías para saber de antemano dónde alojarse. Azorín llegó a Barcelona para hacer un reportaje y preguntó a un guardia municipal por un hotel mediano. No; eso no lo ha de hacer el hombre de mundo. Hay que usar las guías para saber de antemano dónde alojarse. El viajero irá en derechura desde la estación al hotel, seguro de sí, sin atender a los ganchos inoportunos, transportando las maletas por separado; luego dará sus órdenes en el hotel, «entre el silenciós respecte de les turbes», sin mezclar su persona en el abono de pequeños servicios. Habrá de tenerse muy en cuenta que, en Francia, la tarifa por cargar y descargar bultos equivale a una peseta (de 1907). No hay que pagar ni un céntimo de más, aunque se tenga la fortuna de un Rothschild. Tampoco hay que llamar monsieur al mozo de hotel.

Cuando se refiere a la manera más civil de pasar el verano —hotel, casino, torre, chalet, balneario—, cuando aluda a la forma de vestir —cuello duro, bombín, smoking, chaleco—, el glosador da por supuesto que sus lectores son personas con posibles. Cuando la Ben Plantada hace su primera aparición, los veraneantes se interrogan sobre el origen de la beldad. ¿Será de Barcelona? No puede ser; porque nadie la ha visto en el Liceu durante el invierno, ni en el polo en primavera; tampoco en el paseo de Gracia, cuando los coches dan vueltas a la caída de la tarde. Nadie es capaz de acreditar su adscripción a alguna familia conocida, ya en la propiedad, ya en el comercio, la bolsa o la industria textil. ¿Se tratará de una advenediza, de una sobrevinguda? No; no lo era. Pero los asombrados veraneantes, reunidos en el Casino de Argentona, «gents generalment acomodades», entre las que figuraba el glosador, y sus lectores de La Veu de Catalunya, denotaban con sus perplejidades de ficción el mundo social al que pertenecían. El noucentisme será un ideal de clase alta, o para aquellos sectores sociales —profesionales, intelectuales— que desean asimilarse a ella.

Los consejos de lectura, que abundan en el Glosari, descubren una preferencia por la literatura y las humanidades clásicas. Merece la pena detenerse en ellos, porque elaborar listas de libros será una costumbre que ejercerá en otros momentos de su vida. Están bien seleccionados, por lo general. D’Ors es un hombre cultivado, con buenas y escogidas lecturas. Filósofos y autores trágicos se hallan presentes, junto a la Ilíada y la Odisea. El único historiador es Plutarco, con sus Vidas paralelas. Es llamativa la ausencia de Aristóteles que, como sabemos, encarna el polo opuesto al idealismo platónico que abandera. Entre los medievales se hallan san Agustín, la colección de vidas de santos de Jacques de Voragine, la Divina Comedia de Dante, La muerte de Arturo (no se cita que sea la versión de Thomas Malory), el Roman de Renart, Curial e Güelfa, novela de disputada atribución, y la Crónica del rey Jaime I (se refiere al Llibre dels fets) «junto a otros libros de caballerías», con la llamativa ausencia del poema del Cid. La Vida de Cellini, Erasmo (Elogio de la locura), Montaigne, Rabelais y Las vidas de artistas de Vasari, entre los renacentistas. Pocos autores del siglo XVII, con excepción de Pascal y Spinoza. Pocos también de la Ilustración; y llama la atención la ausencia de Voltaire, al que en ocasiones se referirá como inspirador del Glosario. Está claro, Shakespeare y también el Quijote, pero este es el único representante de la literatura castellana, mientras que de la literatura inglesa tendrán cabida Sterne, Dickens o Wells, y Poe de la norteamericana. Goethe (Poesía y verdad) figura de manera destacada, junto a filósofos como Schopenhauer (en los aforismos de Parerga y Paralipómena) y Nietzsche (Así habló Zaratustra). La literatura —francesa sobre todo— está bien representada con Villiers de l’Isle-Adam, Baudelaire, pero también Carducci y los cuentos y fábulas de Grimm y Andersen. La lista de Xenius mantiene al margen a la cultura castellana; tiene originalidades, como la del cuasi desconocido Bernard Palissy, cuyo método para fabricar cerámica y esmalte, De l’art de terre, de son utilité, des esmaux et du feu, citará siempre con elogio. La biografía, o la autobiografía, tienen un rango destacado, como corresponde a un creyente en el papel decisivo de la personalidad descollante, como si la historia se pudiera contar o interpretar al modo de una novela de caballerías. Ello se acentúa con otras recomendaciones bibliográficas, que se relacionan con sus ideas imperiales. Está, naturalmente, el libro sobre los héroes de Carlyle, pero también las Obras de Kipling, la «Evolución occidental» de Benjamin Kidd (que mezcla, en realidad, dos títulos suyos: La evolución social y La civilización occidental) y un escrito de Roosevelt sobre La vida intensa, que es un canto al esfuerzo viril y las virtudes ciudadanas; el presidente seguidor de Emerson, que también está presente en la lista con sus Hombres representativos. No hay literatura nacionalista, a excepción de Los discursos a la nación alemana de Fichte.42

Al leer estas recomendaciones, los lectores, sobre todo los mozos, tenían la impresión de haber alcanzado de golpe las grandes culturas europeas, de estar en la cima de la escala social, teniendo a mano una enciclopedia del saber moderno. El Glosari, afirmaban, era el Nuevo Testamento del alma catalana, la epopeya moral y cívica de Cataluña.

La moral orsiana constituye una moral en imágenes, al igual que la política es una estética en acto. Su lema es una secularización del lema agustiniano del amor divino: tingueu el sentit de l’elegància i després feu el que vulgueu. Xenius intentó generalizar con su persona y escritos un tipo de dandismo marmóreo. Recordemos que el dandismo o elegancia estilizada, hecha de autocontrol y refinamiento —bon goût, fíneness—, había sido una manera de reafirmar las superioridades sociales puestas en solfa por la revolución. Los primeros de este linaje fueron los muscadins y los incroyables de Termidor y el Directorio. En España se los denominó con el galicismo «petimetres». La figura más destacada en Inglaterra fue, sin duda, George Brummel. Luego vinieron el fashionable de la Restauración y el lion de la monarquía de Julio. El dandismo tuvo con posterioridad representantes en el mundo de las letras, desde Dickens hasta Baudelaire, pero ahora con el fin de destacar la existencia de une espèce nouvelle d’aristocratie, la aristocracia del talento —la intelectualidad desclasada— en oposición a la del dinero. El gentleman, afirmará el glosador, es la muestra más exquisita de la vieja distinción nobiliaria. Es una figura social que rinde culto al honor, y hace que el buen gusto sea algo parecido a una actitud ante la vida, defendiendo o reivindicando el papel inigualable de las humanidades clásicas. Aspirar al dandismo, pretender ejercer de gentleman, era como ingresar en una orden de caballería. La pertenencia a esta orden obligaba a respetar algunas máximas de comportamiento: «El hombre bien educado se conoce en que, en cualquier situación que se presente, por imprevista y difícil que esta sea, obra con desembarazo, como si estuviese familiarizado con ella desde siempre». También se impone el aspirante a caballero una serie de prohibiciones taxativas, entre las que se incluyen: ser un listo, un vivo; ser gracioso, franco o campechano; decir la verdad sin tapujos, sincero a toda costa o ir «con el corazón en la mano»; tener temperamento; «ser así»; tener mano izquierda; ser llano y sin ceremonias; no hacer el primo. Xenius demuestra conocer la historia del dandismo parisino, porque suele redactar las necrológicas de algunos dandis célebres, como Caran d’Hache o Catulle Mendès. La que publicó sobre este último le sirvió para deplorar la muerte de la vieja cultura de bulevar, elegante, irónica, frívola, espiritual sin exceso. Una cultura y una época que nacieron con los imitadores de Brummel, como el conde D’Orsay, el chevalier de Beauvoisis, Barbey d’Aurevilly, los clientes del Café Tortoni o los fundadores del Jockey Club, a los que siguieron personajes como Alfred de Musset o Eugenio Sue. Una cultura que retrocedía con el siglo ante las acometidas del «americanismo» y de varios inventos modernos, como el fonógrafo o el cine.43

En la modalidad orsiana, el dandismo significa ejercer un control sistemático de la naturaleza impulsiva, hasta que el artificio parezca natural. Vigilarse, vigilarse y vigilarse: ese es el consejo que resume el comportamiento del buen noucentista, clásico en todo: cultivar la ironía y la aristocrática impasibilidad; no desacompasar el gesto, no abandonarse nunca, «no donar laxitud a la pompa desordenada dels instints». Hacer como aquel santo, Alfonso María de Ligorio, el patrón de los caballeros, que ni siquiera en soledad se permitía encabalgar una pierna sobre otra. Ejemplo de ese esnobismo exquisito podría ser un Gabriele d’Annunzio escultural, vestido de blanco, sobre un caballo blanco, o bien trabajando sobre un facistol gótico. De palabra lejana, desdeñosa, articulada con un leve temblor del labio inferior.44

La manera de hablar de Xenius era tan llamativa que raro era quien no se fijaba en ella. La voz sorda, opaca, trabajosamente modulada entre dientes; «una voz serpentina», dice Pla; «un ruido de cigarra», afirma Torres-García. Las palabras salían cadenciosas, con un pronunciado seseo, como subrayándose, que él achacaba a su herencia cubana. «Hablaba con voz cursiva», concluye Pla. Algunos le mandaban anónimos, acusando su prosodia: «El vostre accent no és català. Corregiu la vostra pronunciació». Pero esas advertencias lo reafirmaban en su desapego del sentimentalismo étnico. Él era como las palmeras, un árbol exótico que había terminado por arraigar en la tierra que el Mediterráneo baña.45

Uno de los discípulos de Xenius pudo resumir así las doctrinas del novecentismo, como si fuera un sistema cerrado, propio de una secta, que se define más por lo que niega que por lo que afirma: en religión, clasicismo era igual a catolicismo, o sea, sumisión a Roma, adhesión a la Iglesia y cultivo y ejecución perfecta de la liturgia; oposición al protestantismo, al modernismo y al libre examen. En filosofía, predominio de la inteligencia sobre la intuición y el sentimiento; combate, por tanto, contra el Romanticismo, el bergsonismo y los baluartes últimos del Romanticismo. En moral, privada o pública, predominio del seny sobre los instintos, lucha contra la moral «burguesa» de la abstención, pero también contra el anarquismo naturalista. En política, rechazo del pintoresquismo regionalista en nombre de un «nacionalismo exigente»; culto a la ciudad, autoridad, aspiración a la «dictadura espiritual» de Cataluña. En arte, en términos generales, defensa de un clasicismo que es adversario de la imitación, contra el colorismo, la inspiración y cualquier creación espontánea. De manera particular, en el teatro, renacimiento de la tragedia, tomando por modelo la tragedia griega y restaurando el verso; en pintura, antiimpresionismo, predominio de la composición y del dibujo: «Dibuix, molt dibuix». En escultura, forma pura y tipos eternos, figuras acabadas frente a las veleidades expresivas, antirrodinismo: «geometria, molta geometria». De Gaudí y sus seguidores, «seran enemics irreconciliables els arquitectes que vulguin ésser amb nosaltres». Y en música, para finalizar, antiwagnerismo; contrapunto y armonía: «molta composició, molta claredat».46

Sin duda, el glosador había elevado el tono de la intelectualidad catalana. Nadie deseaba quedarse atrás. Todos competían en ser elegantes y cultos. Nadie quería parecer poco refinado. Y viajaban a París, como el que viaja a La Meca, para ponerse al día en las modas intelectuales. Pocos se atrevían a hacer bromas sobre las maneras estilizadas del Pantarca. Uno de ellos era Francesc Pujols, poeta, novelista a ratos, punto fuerte de las tertulias barcelonesas y hombre divertido que cultivaba una ironía saludable. Pujols vaticinaba días felices para Cataluña: «Arribarà un dia que els catalans, pel sol fet de ser catalans, anirem pel món i ho tindrem tot pagat». Acababa Xenius de pronunciar una de sus conferencias. Pujols se acercó a felicitarle: «Et felicito, noi; només m’hi sobra aquell accent lleidatà».47

EL HOMBRE Y SUS MÁSCARAS

El Xenius que triunfa en Barcelona es un hombre alto, recio, de mirada penetrante. La frente amplia, el cabello abundoso muy alisado, las cejas pobladísimas. Le gustaba decir que se parecía al Renan joven. Impecable en el vestir, cuidando mucho hechuras y colores. Le gustaban los trajes de color oscuro, castany fosc, y usaba un llamativo bombín, de los conocidos en Barcelona como cap de Roosevelt, como corresponde a un buen imperialista. Su trato es insinuante y sugestivo. Ante quienes no lo conocen, alardea de viajes y libros, convirtiendo meras comunicaciones presentadas en oscuros congresos en libros importantísimos. Blasona de ser «catedrático» —«en el año 1909 me nombraron aquí catedrático de los estudios universitarios sobre materias filosóficas»— cuando apenas regenta un Seminario de Filosofía en una institución que depende de la Diputación Provincial. Pero, a la vez, desprecia todo lo que despide «un detestable regust universitari». Xenius tendrá siempre una relación de amor y odio con la universidad en la que quiso y no pudo entrar.

Vivía en un piso suntuoso, en la Casa de les Punxes, entre la Diagonal y la calle Córcega; una casa que tuvo por arquitecto a Puig i Cadafalch. Un edificio magnífico, de estilo neogótico y fachada de ladrillo. Su despacho estaba decorado con dibujos de su mano, porque aparte de sus indudables conocimientos artísticos poseía un don para el dibujo y la caricatura. Destacan también grandes fotografías de Henri Bergson y de don Francisco Giner. Tenía las maletas a la vista, presentándose como un peregrino en busca de sabiduría. «Para mí, la maleta es lo que el cráneo para los ascetas; me recuerda que soy libre de la localidad, libre de la vida». El Caballero Audaz concluyó al entrevistarlo: «Tiene la vanidad del hombre que no ignora su propio valer, pero es simpático».48

No cabe duda de que el hombre gusta de la máscara, disimulando detrás de las palabras y de los personajes que inventa. «Jo adoro aquesta immobilitat de la màscara, darrere la qual se remou i se congestiona la vida».49 Insiste en firmar con la partícula de con apóstrofo; la d’ rompe la cacofonía entre vocales y resulta levemente aristocrática. Usa de varios nombres de pluma a los que atribuye un significado especial, como si expresaran cualidades ocultas. Xenius parece, sencillamente hablando, una catalanización de Eugenio; pero también designa algo así como al glosador ideal, que siente la belleza, la bondad y la verdad, encarnado en un cuerpo mortal. Xènivs, con uve en lugar de u, que es como aparece en muchas ocasiones, es una grafía muy romana e imperial, que recuerda a genius o geni en catalán, próxima también a seny (cordura, sentido común). Aunque en lo de crear un heterónimo latino le precedió Pompeyo Gener, que gustaba de apellidarse como Peivs. Sus artículos en los Quaderns dEstudi los firma como El Guaita, el vigía, siempre al acecho del ideal horizonte. Una tendencia al desdoblamiento que renace en su alter ego más querido, Octavi de Romeu; un nombre que trata de reunir varias dimensiones: la imperial y universal, la raíz catalana y patriótica, así como la alusión a la olorosa planta del romero.

Al principio utilizó el nombre de Romeu para firmar su labor de dibujante en la revista Cataluña, y luego lo asoció a sus crónicas de arte para terminar siendo una manera de interlocutor privilegiado, al que se atribuyen opiniones de hiriente ironía. Como vino a decir, Octavi de Romeu no era exactamente un seudónimo, sino un desdoblamiento. Desciende de americanos y catalanes y es, como su creador, un catalán perfecto; porque el catalán, en lo hondo, viene a decir el glosador, es un tanto criollo al estar modelado por sus orígenes ancestrales grecorromanos. Es un sabio también, de hablar sentencioso y grave; un gentleman con extraordinario dominio de sí; esteta, deportista y viajero. Este noucentista ideal es ingeniero y artista, como corresponde a una voluntad transformadora de la naturaleza bruta y creadora de belleza. Empresario de minas de las que no se extrae mineral alguno, es decir, alguien que desprecia al burgués sórdido y egoísta, que es propietario por diversión, que no distingue el trabajo del juego. Su físico es duro, casi inhumano: labios delgados, piel muy blanca, manos largas, móviles y precisas, «como los instrumentos modernos de cirugía»; los ojos claros, de «verdor eléctrico», tienen un destello luminoso de un diamante.50 Todo un símbolo de agresividad y conquista. Octavi de Romeu es el dandi aplomado que Xènivs, con uve, quería ser: rico, quizá noble, insolente con moderación, de apariencia asexuada, estoico; una mezcla de Brummel y el conde de Montecristo. El superego, el espíritu que encarnaba en un Ors de origen burgués, arribista, de incurable y desorbitada vanidad, inquieto siempre por su economía, apasionado, homme à femmes, Baudelaire en pequeño, fascinado por la figura stendhaliana de Julian Sorel.

Como siempre gustará de compararse con Goethe, Xenius proponía encontrar la genealogía de Octavi de Romeu en las conversaciones con Eckermann. Pero ello no resulta convincente. Eckermann no es exactamente el alter ego de Goethe, aunque muchas veces se limite a reflejar las opiniones de su maestro. A quien más se parece Romeu es a monsieur Teste, el personaje imaginario creado por Paul Valéry en 1896. Teste tenía la voz sorda, hablaba sin gesticular, como una esfinge; su pensamiento se caracterizaba por una precisión y una dureza diamantinas que solía expresar en aforismos. Odiaba la melancolía. Lo mismo le pasaba al glosador.

Eugenio d’Ors congregaba a sus discípulos y amigos en sus clases de los Estudis Universitaris, y luego en el Seminario de Filosofía. Asistían Joan Estelrich, mallorquín refinado, de cabeza escarolada y fuerte vocación política; Joan Creixells, prometedor filósofo, cuya vida se truncó prematuramente; Enric Jardí, abogado, autor de un libro sobre Georges Sorel, siempre con LAction Française bajo el brazo; Eladi Homs, pedagogo que había estudiado en Estados Unidos; el también pedagogo Alexandre Galí y un jovencísimo Josep Pla. Este era el núcleo de esas dos docenas de noucentistes sense taca a los que se refiere Xenius. Acudían, además, las muchachas que concursaban para las bibliotecas de Cataluña. El maestro aparecía entre el silencio admirativo de los oyentes, elegante, casi en traje de etiqueta, con mucha prosopopeya. Un antiguo alumno lo recordaba vestido con levita, para dar una conferencia en la Associació Catalana d’Estudiants. En la mesa había siempre un jarrón con flores. Cuando empezaba a hablar, de manera pausada, su mirada parecía ausente. Gustaba de caminar por el estrado, a pasos lentos, solemnes, levantando la mano derecha con aire magistral. De vez en cuando sacaba un pañuelo del bolsillo con el que se enjugaba la frente. Una tarde veraniega, antes de empezar la lección, se dirigió a los oyentes: «Es prega a les senyoretes que procurin no moure massa llurs ventalls, a l’objecte de no distreure l’atenció dels oients». Las disertaciones comenzaban con algún tema de la Antigüedad: las aporías de Zenón de Elea sobre el movimiento le ocuparon una temporada. Luego saltaba a Bergson y la época contemporánea, hasta terminar con su propia contribución, la llamada «filosofía del hombre que trabaja y juega», con la que, sin duda, entendía que culminaba el pensamiento occidental. En el ciclo que dedicó a Cournot y el encadenamiento de las ideas fundamentales, de cuatro meses de duración, se le escuchó saltar de un asunto a otro, de la concepción cíclica del universo a las relaciones existentes entre socialismo y nacionalismo. Los asistentes a algunos seminarios restringidos podían gozar de un resumen de cada lección, escrito a máquina, que el maestro hacía distribuir por sus asistentes. Los alumnos se sentían partícipes de un pensamiento que se estaba elaborando ante ellos; «ens sentim meravellats i ufanosos a la vegada de veure l’ordre, la precisió i l’elegància amb que l’Ors anava elaborant i precisant els seus projectes». Maravillados por el orden y la precisión con que elaboraba su pensamiento, fascinados también por la prestancia del hombre famoso. Las muchachas, siempre numerosas entre su auditorio, formaban grupos aparte, de los que salía un fervoroso entusiasmo por el maestro que, como afirma un testigo, «no se mostraba del todo ajeno a los ditirambos y finezas de las alumnas».51

Xenius es un hombre sociable. Durante toda su vida lo veremos encabezando grupos o concurriendo a tertulias y academias. En torno a 1910 frecuentaba la reunión que tenía lugar en el taller de Francesc Horta, el impresor del Almanach dels Noucentistes, en que se daban cita Francesc Pujols, Josep Aragay, Ramon Raventós, Joaquim Montaner y Alfons Maseras, entre otros discípulos suyos. En la imprenta de Horta se editaba también una enciclopedia portátil, que se titulaba Pal·las, por consejo precisamente del Pantarca. En esta enciclopedia se publicó un primer artículo biográfico: «ORS (EUGENIO D’). Biog. Ilustre glosador, crítico y filósofo catalán contemporáneo. Nació en 1882. Opone el gusto al genio y el albedrío a la naturaleza (V. Arbitrarismo). Su labor tan intensa como copiosa se basa en la especulación científica y en el examen de los valores ideológicos de nuestro tiempo. Autor del Glosari, La formule biologique de la logique, etc. Su novela La Ben Plantada es considerada en Cataluña como un breviario de raza». También asistía a la tertulia dominical que tenía lugar en casa de Joan Maragall, más heterogénea, más formal, con la presencia de Miguel de los Santos Oliver —director de La Vanguardia—, Josep Pijoan; una tertulia en la que solían recalar varios literatos españoles y franceses, de paso por Barcelona. A la muerte de Maragall, Xenius organizó en su domicilio de la Casa de les Punxes otra tertulia dominical, que no llegó a alcanzar el tono de la anterior en la que, para variar el tono masculino de las anteriores, intervenía Maria Pérez-Peix.52 En los años de la Gran Guerra los vecinos de la calle Córcega veían cada mediodía un curioso espectáculo. Un nutrido grupo de personas, alumnos o tertulianos, seguían paso a paso a un personaje grave. Eran los admiradores del Pantarca, el que lo sabe y lo ordena todo. La corte se deshacía a las puertas de su casa.

Entre la devoción de los jóvenes y la buena acogida de la generación de Prat, el reinado cultural de Xenius parecía bien asentado en Barcelona. Mosén Clascar lo llama «heredero de Llull, de Vives y hasta de Balmes»; el hombre que nunca llegó al polo austral: «en són família vostra, vós sou genera d’ells i progenera ells vos daran».53 La Publicidad, órgano de la izquierda catalanista, celebraba a «nuestro Eugenio d’Ors, que empuña con noble mano su cetro sobre Barcelona». Su relación con publicistas republicanos era excelente y todos, o casi todos, reconocían su superioridad intelectual. Gabriel Alomar, el implacable creador de neologismos, reproduce una conversación con el glosador:

—El noucentisme és una fórmula encara massa actualista; no és bastant futurista, si bé és molt acceptable com a reacció contra el catalanisme encara no ben emancipat de l’ahir. Deixeu-me, doncs, aspirar a sentir-me, si més no puc, dosmilista.

—Oh! Jo voldria ésser l’Erasme d’una acció en la qual vós fóssiu el Luter!

—Quina major honra per a mi!

Para el inventor de la voz futurismo, que nada tenía que ver con el futurismo italiano, Xenius era el mayor cronista —dominador de Kronos— que jamás hubiera tenido España. Era el ideurgo, una de las fuentes más prolíficas de ideificencia.54

La Publicidad le dedicó una serie de artículos firmados por Diego Ruiz, llamándole «genio clásico». Era como si Cataluña, por fin, hubiera concebido a su pensador. Algún día podría decirse: «yo habitaba en los tiempos en que Eugenio d’Ors hablaba y escribía entre nosotros».55 El sopar dels noucentistes, en marzo de 1911, congregó a una cincuentena de políticos, filólogos, abogados, poetas, periodistas, médicos y artistas. Celebraban con el banquete la publicación del Almanach dels Noucentistes, todo un manifiesto político y estético, envuelto en la cuidada tipografía de Horta. La página preliminar tenía valor de símbolo: era la reproducción de la cabeza de Afrodita, escultura hallada en las excavaciones de Empúries. Una imagen de clasicismo acaso inspirada en la cabeza del llamado «efebo rubio», la del atleta ateniense usado por la Residencia de Estudiantes como sello editorial. El libro, además, no era venal. Estaba confeccionado para ser regalado, como un signo lanzado a los que despectivamente llamaban «filisteos».

En el Almanach, d’Ors había reunido colaboraciones de Josep Carner, Pere Coromines, Guerau de Liost, Ramon Rucabado, Marquina, Cambó, Josep Aragay y Folch i Torres; las personalidades catalanas en la literatura, el arte y la política de Cataluña. Doce poetas, doce artistas, doce prosistas, cuyas contribuciones procuraban aludir a los temas usuales del glosador: «De la Ciutat, De l’art clàssic, De la feminitat, De l’albir, De les profondes minúcies». Las doce hojas del calendario iban adornadas por pájaros dibujados por Xenius y un aforismo, entresacado de los más célebres del Glosari, como el que cerraba el mes de diciembre: «En Catalunya, lo més revolucionari que es pot fer és tenir bon gust». El banquete pretendía alabar el trabajo manual de los impresores, rendir un homenaje a las realizaciones y a la constancia por encima de las ocurrencias fortuitas; una especie de mentís a quienes describían a los novecentistas como habitantes de una torre de marfil; un guiño también a los obreros de parte de quienes se decían «trabajadores», amigos del sindicalismo soreliano. Pero los que acudieron al convite —cocina francesa y vinos catalanes— eran sobre todo miembros de las clases profesionales de Barcelona. Pocos políticos asistieron, acaso porque eran tiempos de elecciones. Dos operarios de la casa Horta ocuparon por un momento la cabecera del banquete. Hubo lecturas de poemas noucentistes de López-Picó, Guerau de Liost, Carner y algún otro. Y, naturalmente, fue Xenius quien hizo el brindis. El libro constituía un ejemplo de hermosura y perfección. Una muestra de lo que los intelectuales de Cataluña eran capaces de hacer cuando eran capitaneados por un hombre providencial.56

La aparición de La Ben Plantada en libro a comienzos de 1912, con éxito inmediato, dio origen a otra lluvia de elogios. Decía La Veu que la obrita era como un licor suave y poderoso, que embriagaba poco a poco al lector hasta sojuzgar su alma. Escritores ya maduros, como Joan Alcover, reticentes a las novedades estéticas —«ara ens toca ésser clàssics», decía con retintín— se rindieron ante Teresa, encarnación de la catalanidad esencial. Los numerosos amigos y admiradores del Pantarca le ofrecieron, en febrero de 1912, una exquisita edición del libro, en papel de hilo, acompañado por una blanca estatua femenina de Oleguer Junyent que se parecía a La Ben Plantada: «ofrena als postres, ofrena a la nació catalana d’un petit i substancial breviari de rassa». Entre los oferentes y suscriptores se contaban hombres de variada significación espiritual y de todas las procedencias. Había políticos, periodistas, críticos, artistas o pedagogos. Entre los inscritos al homenaje estaban Francesc Cambó, Alexandre Plana, Màrius Aguilar, Ramon Miquel i Planas, Quim Borralleras, Enric Casanovas, Ismael Smith, Folch i Torres, Joaquim Sunyer, Enric Jardí, Emili Junoy, Josep Maria Junoy, Francesc Pujols, Romà Jorí, TorresGarcía, Josep Clarà, Guerau de Liost, López-Picó y algunos más. Desde la revista La Cataluña se canonizó la novelita y a su autor con palabras altisonantes: «¡Cuán dentro de nuestra tradición está este libro! ¡Qué gozosos debemos sentirnos de su éxito, que es también nuestro éxito! Éxito de raza. Que toda la raza lo confirme, consagrando la soberanía de nuestro pensador».57

A raíz de este triunfo, d’Ors se propuso la creación de una revista. Lo anunció primero en conversaciones familiares, pero la noticia saltó a la prensa. Si él la patrocinaba, no había duda de que la empresa se haría pronto realidad. La revista estaría alejada de las batallas diarias. Sería ejemplo de mesura. No publicaría largos estudios ni artículos trascendentales. Buscaría pensamientos íntimos, destellos de ingenio o de meditación que tuviesen «la lleugera profunditat de les velles filosofies». Pero no; una revista como la imaginada por el glosador, confeccionada como conjunto de glosas y aforismos, no llegaría a ver la luz. Por entonces, la generación novecentista se expresaba a través de La Cataluña, y desde 1915 será La Revista, de aparición quincenal y llena de artículos sesudos y trascendentales, la que servirá de órgano a los amigos del glosador. Ahora bien, fue realizar el anuncio revisteril y todos, incluidos los republicanos, se precipitaron a elogiarlo. No; no habría revista que pudiera compararse con la que planeaba Xenius; aunque, como alguno suponía, fuese una «càrrega a fons contra la democràcia».58

Medio en broma, medio en serio, Francesc Pujols escribía sobre la inmensidad del genio orsiano: su obra se traduciría a todos los idiomas y marcaría una época en la historia universal. Pujols, que era un elegante crítico de arte, cultivaba el humor grueso desde las páginas de la revista Papitu. Un día el Pantarca le escribió lo siguiente: «Tú serás el Aristóteles de Cataluña y yo el Platón». Entre ambos había una rivalidad mezclada de admiración. Si d’Ors había inventado la «espudística», o ciencia del movimiento armónico y eficaz, Pujols sería el creador de una «sumpéctica» o ciencia de la verdad sublime. Pujols blasonaba de haber inventado una religión y una visión singular del mundo, la Pantología.59 Cuando Peius Gener residía en Francia, mandó confeccionar unas tarjetas de visita que decían: Pompeu Gener - Savi català. Así eran los cumplidos con que se celebraban a sí mismos los intelectuales de Barcelona. De la suma de pequeños narcisismos podía resultar una masa gigantesca.

Con estos antecedentes se comprende que d’Ors afirmara su convicción de ser un hombre providencial, habitante de una tierra privilegiada. ¿Vanidad acaso? A quien le recordaba las máximas del Eclesiastés le replicaba que aquello era una cosa budista. Sus comunicaciones en congresos europeos eran de inmediato reseñadas por La Veu con el título: «La ciencia catalana en el extranjero». Al participar en uno de ellos, el Congreso de Filosofía celebrado en Heidelberg, el glosador se describió leyendo su comunicación. El cielo nublado se abrió en ese momento; un rayo de sol dorado, mediterráneo, vino a herir la hosquedad del rojo terciopelo del aula; color de patria, que hablaba por su boca en el centro de Europa.

Al reseñar La Ben Plantada para los lectores del Mercure de France, el hispanista Marcel Robin hizo un encomio de su autor: era «el colaborador más extraordinario que haya tenido un periódico»; sus saberes eran tan variados —filósofo, artista, sutil amateur— que su figura podía compararse con la de Proteo; Cataluña le debía muchos beneficios espirituales. El Glosari era la Somme des temps nouveaux.60 «La suma de los nuevos tiempos», como lo fue la de santo Tomás para los medievales. Y el elogio se le quedó grabado y siempre lo sacaría a colación cuando tuviera que hacer un resumen de su trayectoria intelectual. Así quería verse el glosador. El Glosari era, pues, un gigantesco proyecto arquitectónico; una Suma que —según anunció en 1910— debería estar formada por tres ciclos o series: las correspondientes a las glosas de la juventud, de la edad viril y de la senectud; tres series de siete años y siete volúmenes cada una, con diez años de silencio «reparador» intercalados entre cada una de ellas. También podría intercalarse, al final de cada septenio, un volumen de sinopsis, índices y tablas generales.61

Eugenio d’Ors se definía como alguien ajeno a la política. Él era solamente un escritor que, en su tarea diaria, tocaba en algunas ocasiones temas que tenían que ver con la cosa pública. No había pertenecido a ningún partido o «casino político», como los denomina con desapego evidente. En realidad, viene a decir, ni siquiera había votado, por encontrarse fuera de Barcelona. Tan solo había logrado interesarse por la Ley de Régimen Local, que promovió Antonio Maura y a cuyo amparo acabaría creándose la Mancomunidad. Él había asistido a la conferencia que dio Cambó sobre el proyecto, un Cambó «ducal». Allí oyó a un patriota exclamar: «Sagell i tot: Jo ja veig la Catalunya feta». Sintió alborozo por lo que podía avecinarse: «Una gran alegría visitó entonces mi alma al comprender la posibilidad de que cesase, por fin, en la vida nacional de Cataluña, el imperio de la romántica, de la anormal, de la incivil improvisación en que tantas energías se pierden, que tanta sangre —sangre de riqueza y de cultura— nos cuesta».

Pero esa afectación de desdén encubría una realidad que todo lector de La Veu conocía de sobra. Las glosas casi diarias ocupaban un lugar destacado en el periódico, en primera página hasta los años de la Gran Guerra. Más adelante, cuando el diario aumente su dimensión, se colocarán en la página de los editoriales, en donde la Lliga marcaba su posición política. El Glosari solía acompañar, con ese arte alusivo y sugerente, tan orsiano, tan simbolista, acontecimientos relevantes de la vida del nacionalismo catalán. Venían a ser, a su modo breve y conciso, otro editorial más, para él mucho más importante que todos los restantes, destinado a fomentar «una ética y una política imperialistas». El Glosari sirvió con fidelidad a la política de la Lliga. Semana tras semana, una y otra vez fue comentando, subrayando cada uno de los avatares políticos del nacionalismo catalán, en su momento más optimista: calificando de enlluernament —deslumbramiento— la formación de la Solidaridad; saludando la reaparición de ¡Cu-Cut!, la llegada de los diputados solidarios a Madrid o las sucesivas diadas nacionalistas. La reunión de los comisionados de las cuatro diputaciones catalanas, publicada en La Veu con una gran fotografía, el antecedente inmediato de la Mancomunidad, iba acompañada por una glosa, «Renaixença», celebrando que la Raça volvía a cantar, a pensar, a legislar, «que la Raça renaix a la llum». «Hasta los ciegos —escribía Xenius— debían darse cuenta. La Renaixença... ÉS AIXÒ!». En vísperas de la diada de 1913, que se celebró en la localidad de Santa Coloma en pro de la Mancomunidad, el glosador publicó una conversación con su «director», o sea, con Prat de la Riba:

—Y un hombre que no tiene representación popular, que no pertenece a sociedad o juventud alguna, ¿qué puede hacer el viernes para mostrar su entusiasmo por la causa de la unidad de Cataluña?

Él me respondió:

—Haga una glosa.

Y la escribió, publicándola justo debajo del gran titular de la jornada CATALUNYA PER LA MANCOMUNITAT, entre las noticias y comentarios sobre la reunión; en ella hablaba de la comunión espiritual entre el solitario y la multitud, y de cómo, con esa sensación nueva de compañía, bajó a la calle, dispuesto a tomar parte en la fiesta.

El público de Barcelona, incluso el menos enterado, el que estaba formado por «el hombre que no lee los diarios», no se engañaba al preguntarle al glosador por fulano: «És tan catalanista, que per força vostè el té de conèixer».62

Xenius será siempre un aficionado a los calendarios. En cada momento electoral creará una imagen para un imaginario almanaque; una suerte de advocación, un santoral abstracto al que orar y encomendarse, para servir a la religión civil del nacionalismo. La primera elección en vida del Glosari, de 1907, será la SANTA CIVILITAT; en 1907, la SANTA DISCIPLINA; la tercera imagen, para las elecciones de 1908, será la SANTA CONTINUACIÓ; en 1909 corresponderá a la SANTA EFICÀCIA. La glosa, además, puede imprimirse entreverada con las noticias políticas de la primera o de la segunda página, como formando parte del acontecimiento, ilustrándolo a un nivel superior. La titulada «29 juny 1908», por ejemplo, acompañaba la convocatoria de la Asamblea Catalana, la reunión de diputados, senadores, alcaldes y cargos públicos de la Solidaridad, reunidos en el local del Orfeó Català para reclamar la creación de un organismo regional y la mayor autonomía posible para la región catalana. Y se imprimió, una vez más, entre la crónica que relataba el desarrollo de la sesión primera. «Es la glosa —así lo describe su creador— como un toque de clarín; el aviso de un sereno, que canta las horas y el estado del tiempo mientras duerme la ciudad; el grito de un centinela —som atent!— que vela cuando los demás, entre fiestas y diversiones, olvidan momentáneamente la ingente tarea civil e imperial; o bien, un llamamiento a la movilización y a la disciplina, como un ejército nacionalista a las órdenes de su general»:

Recordeu que l’imperatiu categòric del Moment és d’INTERVENCIÓ.

Penseu que vivint com vivim en Campament —l’ABSTENCIÓ pot ser DESERCIÓ.

I —per lo mateix— sobre tota cosa DISCIPLINA!

Perdoneu el petit Glosador de parlar així. Aquestes coses que diu no són consells, són crits aguts de sentinella.

Talment com l’ordre m’és donada per mon General, jo us la canto: mon General se diu el General Moment.

[Recordad que el imperativo categórico del Momento es INTERVENCIÓN. Pensad que vivimos en un campamento, y que la ABSTENCIÓN puede ser equivalente a DESERCIÓN.

¡Por ello, es necesario por encima de todo la DISCIPLINA!

Perdonad al pequeño Glosador que hable así. Las cosas que dice no son consejos; son gritos agudos de centinela.

Como orden dada por mi general, yo os la canto: mi General se llama el General Momento].

El glosador podía proclamar, en otras circunstancias y sobre otros asuntos, su desvío de la política liberal y de la política a secas. En varias ocasiones protestará ante quienes lo encasillaban políticamente. No; la filosofía del hombre que trabaja y juega no era conservadora —¡quina paraulota!—, pero tampoco era liberal —¡quina altra paraulota!—. El noucentisme pretendía crear el clima cultural para que las instituciones «d’alta i autoritària normalitat» —institutos de estudios superiores, bibliotecas, escuelas especializadas— fueran posibles. Sin embargo, en bastantes ocasiones la glosa se apeaba de su torre marfileña, de su alta misión cultural e imperial, para transigir con la realidad corriente. La glosa será, frecuentemente, la compañera de la campaña electoral en una suerte de crescendo que llegaría hasta el día posterior al escrutinio. Así ocurrió, por ejemplo, durante las elecciones municipales de 1907. Las revoluciones podían ser gloriosas, pero las elecciones —según afirmaba— eran augustas. «El noucentisme fa eleccions», se titula una glosa publicada durante la campaña primera de la Solidaridad. Entre las que aparecieron acompañando la campaña de las elecciones legislativas de 1908 pueden destacarse «L’ ètica d’aquestes eleccions», entre avisos de no trocar ni alterar los nombres de la lista solidaria porque ello redundaría en beneficio de Lerroux, y la titulada «L’ajuda de cambra», en la que invitaba a no imitar la mezquindad del lacayo —para el que su señor carece de grandeza—, así como a apreciar al héroe y a la época heroica (se sobreentiende, la época de la Cataluña nacionalista), tanto en los momentos corrientes como en los dramáticos. El descubrimiento de una cabeza de Venus —o de Diana— en las excavaciones de Empúries —la que sirvió como frontispicio al Almanach dels Noucentistes— le proporcionó un motivo para una oración, o más bien un pequeño exorcismo, donde Venus, símbolo de la vieja Cataluña —la vella Catalunya grega— trasunto de la Virgen María, es invocada para cerrar el paso al enemigo político, lerrouxista y extranjero, durante las elecciones municipales de 1909:

Haz que su gobierno no pueda pertenecer sino a los ciudadanos, y líbrala de las manos de los bárbaros, de los esclavos, de los libertos, de los metecos. Que tampoco caiga en manos de retóricos y demagogos. Y que nuestro arcontado sea perfecto, dentro de lo posible.63

Hay un momento en el que el escritor se convierte en protagonista. Así, Xenius se describe en la estación del Mediodía formando grupo con otros catalanes —Zulueta, Ventosa i Calvell, Marquina— mientras esperaban con alborozo la llegada del tren con la comisión solidaria que acudía a Madrid. El momento político parecía haberlos unido. Ya no pertenecían a estos o a aquellos partidos. Eran todos uno. Constituían la CIUDAD unánime. Cuando entró la locomotora en el andén, la cubierta vidriada, Madrid entero, pareció estremecerse. Era un brazo de la Ciudad nueva y vibrante el que llegaba, una extensión de la moderna Cataluña hacia el «aduar de les velles tribus». O, visto de otra manera, la lanza de sant Jordi que venía a clavarse en el flanco del mítico dragón.64

Con todo, Xenius pretendía situarse por encima de unas menudencias políticas que, en realidad, no dominaba; detalles entre los que siempre se perderá. Cuando se aventuraba a dar su parecer sobre políticos españoles, el escritor no demostraba perspicacia, dejándose llevar por su irresistible inclinación estética: así ocurrió al sugerir que se desdeñaran los proyectos administrativos de Antonio Maura por venir de un abogado —ni mallorquín siquiera; un pobre hombre— y estar redactados en prosa abogadesca. En la división de tareas del catalanismo —Prat, director de la política catalana, y Cambó, director de la política española—, d’Ors reclamaba para sí una esfera, una función destinada a llenar de «espíritu» las restantes. Erigido en cabeza de la «escuela catalana de filosofía», serviría de guía y orientación intelectual: «Nosotros, en un colosal ensayo de interpretación, hemos recogido esta imperial tradición catalana, y, armados con ella, entramos agresivamente a la vida... Tanta ha sido así nuestra fuerza, que podemos sin jactancia afirmar que en dos años, aun antes de una sistemática articulación, hemos asegurado la definitiva victoria de nuestros ideales». En la ideal república catalana, él sería el filósoforey. Entonces se inauguraría una nueva idealidad, entre cívica y religiosa, porque el imperio necesitaba justificarse ante lo eterno, porque «cualquier imperio es vano si no está preñado de Dios».65

Eugenio d'Ors 1881-1954

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