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I.

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Soy tan chica, que bien pudiera dárseme la calificación de enana, si mi cabeza, mis pies y mis manos no estuviesen en perfecta proporción con mi estatura.

Mi rostro no tiene ni el desmesurado largo, ni la anchura ridícula que se atribuye a la cara de los enanos y en general a la de todos los seres diformes, y la finura y delicadeza de mis extremidades pueden ser codiciados por más de una hermosa dama.

Sin embargo, lo exiguo de mi tamaño me ha hecho verter a hurtadillas bastantes lágrimas.

Y digo a hurtadillas, porque mi liliputiense cuerpo ha encerrado una alma altiva y orgullosa, incapaz de mostrar a nadie el espectáculo de sus debilidades... y menos a mi tía. Este era mi modo de sentir a los quince años. Pero los acontecimientos, las penas, las preocupaciones, las alegrías, en una palabra, el curso de la vida, ha flexibilizado caracteres mucho más rígidos que el mío.

Era mi tía la mujer más desagradable del mundo y yo la hallaba pésima, en la medida de lo que podía juzgar mi entendimiento que aun no había visto ni comparado nada. Su fisonomía era angulosa y vulgar, su voz chillona, su andar pesado y su estatura ridículamente alta.

A su lado, yo parecía un pulgón, una hormiga.

Cuando le hablaba, tenía que levantar la cabeza, tanto como si hubiese querido examinar la copa de un álamo. Era de origen plebeyo, y como la mayoría de los de su raza, estimaba más que cualquier otra cualidad la fuerza física y profesaba por mi mezquina persona un profundo desprecio.

Sus cualidades morales eran una fiel reproducción de las físicas, y formaban un conjunto de rudeza y asperidades; ángulos agudos contra los cuales rompíanse diariamente las narices los infortunados que vivían con ella.

Mi tío, hidalgo campesino, cuya tontera fue proverbial en la comarca, casó con ella, por falta de ingenio y por debilidad de carácter. Murió poco después de su casamiento y yo no alcancé a conocerle. Cuando fui capaz de reflexión, atribuí a mi tía esta muerte prematura, pues me parecía con fuerzas suficientes para dar rápidamente en tierra, no digo ya con un pobre tío como el mío, sino con todo un regimiento de maridos.

Tenía yo dos años, cuando mis padres se fueron al otro mundo, abandonándome al capricho de los acontecimientos de la vida, y de mi consejo de familia. Dejáronme los restos, no del todo malos, de una fortuna: cerca de cuatrocientos mil francos en tierras que producían una buena renta.

Mi tía consintió en educarme. No le gustaban los niños, pero como su marido había sido mal administrador, se vio pobre, y calculó con satisfacción, que la holgura entraría en su casa junto conmigo.

¡Que casa más fea! Grande, deteriorada y mal dirigida; en medio de un patio cuajado de estiércol, fango, gallinas y conejos. Detrás de ella extendíase un jardín en el que crecían entremezcladas y en desorden todas las plantas de la creación y sin que nadie se preocupara de ellas.

Creo que no había recuerdos en memoria humana, de que se hubiera visto nunca por allí, un jardinero que podase los árboles o arrancase las malezas, que brotaban a gusto, sin que ni a mi tía ni a mi se nos ocurriese ocuparnos de ello.

Esta selva virgen me desagradaba, porque desde niña he tenido un gusto innato por el orden.

La propiedad se llamaba de Zarzal. Estaba como perdida en el fondo de la campaña, a media legua de una iglesia y de una aldehuela compuesta de una veintena de chozas. No había castillo, castillejo ni casa solariega en cinco leguas a la redonda. Vivíamos en completo aislamiento.

Mi tía iba algunas veces a C***, la ciudad más próxima al Zarzal. Pero como yo deseaba ardientemente acompañarla, no me llevaba nunca.

Los únicos acontecimientos de nuestra vida eran la llegada de los arrendatarios que venían a pagar censos y arrendamientos y las visitas del cura.

¡Oh, qué excelente hombre era mi cura!

Venía a casa tres veces por semana, pues en un arranque de celo, cargó con la obligación de atascar mi cerebro con cuanta ciencia le era conocida.

Y continuó en su empeño con perseverancia, por más que yo ejercitaba su paciencia. No porque tuviese la cabeza dura, no: aprendía con facilidad. Pero la pereza era mi pecado favorito; la amaba y la mimaba a despecho de los derroches de elocuencia del cura y de sus múltiples esfuerzos para extirpar de mi alma esa planta maléfica.

Además, y esto era lo más grave, la facultad de raciocinar se desarrolló en mi rápidamente. Entraba en discusiones que le volvían loco, y me permitía apreciaciones que a menudo chocaban y herían sus más caras opiniones.

Contrariarle, fastidiarle, rebatirle sus ideas, sus gustos y sus afirmaciones, era para mi un placer inmenso. Me hizo arder la sangre y me avivaba el ingenio. Creo que él experimentaba la misma sensación, y que lo hubiera desolado perdiendo mis hábitos ergotistas y la independencia de mis ideas.

Mas yo no pensaba semejante cosa, porque llegaba al colmo de la satisfacción, cuando le veía agitarse en la silla, desgreñarse los cabellos con desesperación, y embadurnarse la nariz con rapé, olvidándose de todas las reglas del aseo, olvido que no se producía sino en los casos serios.

Con todo, si hubiese sido por él solo, creo que hubiera resistido muchas veces al demonio tentador. Mi tía había tomado la costumbre de asistir a las lecciones, aunque no comprendiese nada y bostezara diez veces por hora.

Ahora bien, la contradicción, aunque no fuera dirigida a ella, le causaba furor: furor tanto más grande, cuanto que no se atrevía a decir nada delante del cura.

Por otra parte, el verme discutir le parecía una monstruosidad en el orden físico y moral. Así es que yo nunca la emprendía directamente con ella, porque era bruta y yo tenía miedo que me pegara. Por último, mi voz, dulce y musical no obstante (de lo que me jacto), producía sobre sus nervios auditivos un efecto desastroso.

Con todo lo dicho, se comprenderá que me fuese imposible, absolutamente imposible, dejar de poner en obra mi malicia, para hacer rabiar a mi tía y atormentar a mi cura.

Sin embargo, yo quería al pobre cura; le quería mucho, y sabía que a pesar de mis absurdos razonamientos, los que a veces llegaban hasta la impertinencia, me profesaba el mayor cariño. No sólo era yo su oveja preferida, sino también el objeto de su predilección, su obra, la hija de su corazón y de su inteligencia, y a este amor paternal se mezclaba un tinte de admiración por mis aptitudes, mis palabras y por todas mis acciones.

Había tomado su tarea con gran ahínco; se había propuesto instruirme, velar por mi como un ángel tutelar a pesar de mi mala cabeza, mi lógica y mis arranques. Además, esta tarea pronto llegó a ser la cosa más agradable de su vida, la mejor si no la única distracción de su monótona existencia.

Lloviera, ventease, nevase o granizara; con calor, con frío o con tormenta, veía yo aparecer al cura, enfaldada la sotana hasta las rodillas y el sombrero debajo del brazo. No sé si lo he visto nunca con él puesto. Tenía la manía de caminar con la cabeza al aire, sonriendo a los viandantes, a los pájaros, a los árboles, a las flores del campo.

Robusto y regordete, parecía que rebotaba sobre la tierra, que hollaba con paso vivo y se hubiera pensado que le decía:—¡Eres buena y te amo!—Estaba contento de la vida, de sí mismo, de todo el mundo. Su benévola cara, rosada y fresca, rodeada de cabellos blancos, recordábame esas rosas tardías que florecen aún bajo las primeras nieves.

Cuando entraba en el patio, gallinas y conejos acudían a su voz para mascullar algunos mendrugos de pan, que deslizaba en sus bolsillos antes de salir de la casa parroquial. Petrilla, la moza del corral, salía a hacerle su reverencia, luego Susana la cocinera, apresurábase a abrirle la puerta y a introducirle en el salón, donde me daba las lecciones.

Mi tía plantada en un sillón, con el donaire de un pararrayos algo grueso, levantábase al verle, saludábale con aire desabrido y se lanzaba a galope al capítulo de mis fechorías. Hecho lo cual volvía a sentarse lijeramente, tomaba la aguja de tejer, ponía su gato favorito sobre las rodillas y esperaba (o no la esperaba) la ocasión de decirme algo desagradable.

El bondadoso cura oía con paciencia aquella voz ronca que rompía el tímpano. Encorvaba las espaldas como si el chubasco hubiera sido para él y semisonriente amenazábame con el índice. A Dios gracias conocía a mi tía desde hacía mucho.

Instalábamonos junto a una mesita, que habíamos colocado cerca de la ventana. Esta posición tenía la doble ventaja de tenernos bastante alejados de mi tía entronizada al lado de la estufa, en el fondo de la habitación, y luego, de permitirme seguir el vuelo de las golondrinas y las moscas, u observar en invierno los efectos de la escarcha y nieve en los árboles del jardín.

El cura colocaba cerca de sí la caja de rapé, un gran pañuelo a cuadros sobre el brazo del sillón y la lección comenzaba.

Cuando no había sido muy grande mi pereza, las cosas iban bien, mientras se tratase de deberes a corregir, porque aunque fuesen siempre de lo más corto posible, por lo menos estaban hechos con prolijidad. Mi letra era clara y mi estilo fácil.

El cura sacudía la cabeza con aire satisfecho, tomaba rapé con entusiasmo y repetía en todos los tonos:

—¡Bien, muy bien!

Durante todo este tiempo entreteníame yo en contar las manchas de su sotana y en imaginarme lo que parecería con peluca negra, calzón corto y casaca de terciopelo rojo, como la que mi tío abuelo ostentaba en su retrato.

La idea del cura en trusas y de peluca era tan chistosa, que me hacía reír a carcajadas.

Entonces, exclamaba mi tía:

—¡Tonta, bobeta!

Y algunas otras lindezas por el estilo, que tenían el privilegio de ser tan parlamentarias como explícitas.

El cura me miraba sonriendo y repetía dos o tres veces:

—¡Ah juventud! ¡hermosa juventud!

Y un recuerdo retrospectivo de sus quince años le hacía esbozar un suspiro.

Después de esto pasábamos a la recitación de memoria, y ya las cosas no marchaban tan bien. Era la hora crítica el momento de la conversación, de las opiniones personales, de las discusiones y hasta también de las reyertas.

El cura amaba los hombres de la antigüedad, los héroes, las acciones casi fabulosas en las que ha sido actor importante el valor físico. Esta preferencia era curiosa, porque, cabalmente, no había sido formado con el barro de que se hace los héroes.

Yo había notado que no le gustaba volver a su casa de noche, y este descubrimiento, aunque me le hacía más simpático, porque yo misma era muy medrosa, no podía dejarme ninguna ilusión sobre su coraje.

Además, su buena alma plácida, tranquila, amiga del reposo, de la rutina, de sus ovejas y del cuerpo que la poseía, no había soñado nunca con el martirio, y le veía palidecer, tanto cuanto sus rosadas mejillas le permitían, cuando leía el relato de los suplicios aplicados a los primeros cristianos.

Hallaba muy hermoso el entrar en el Paraíso de un salto heroico, pero pensaba que era muy dulce avanzar hacia la eternidad tranquilamente y sin prisa. Carecía de los impulsos que inspiran el deseo de la muerte, para ver más pronto a Dios. Absolutamente: estaba decidido a irse sin murmurar, cuando llegara su hora, pero deseaba sinceramente, que llegara lo más tarde posible.

Declaro que mi carácter, que no brilla por la cuerda heroica, está de acuerdo con esta moral fácil y dulce.

Pero con todo, le daba por los héroes; los admiraba, los elogiaba y los amaba tanto más cuanto que indudablemente sentía que dado el caso, era incapaz de imitarlos.

En cuanto a mi, yo no dividía ni sus gustos, ni sus admiraciones. Experimentaba una pronunciada antipatía por griegos y romanos. Había resuelto por un trabajo sutil de mi imaginación, que estos últimos se parecían a mi tía... o que mi tía se les parecía, como se quiera, y desde el día en que hice esta comparación, los romanos fueron juzgados, condenados y ejecutados en mi foro interno.

Sin embargo, el cura se obstinaba en chapuzar conmigo en la historia romana, y yo por mi lado me encaprichaba en no interesarme en ella. Los hombres de la República no me entusiasmaban y los emperadores confundíanse en mi cabeza. Por más que el cura lanzaba exclamaciones de sorpresa, se enfadaba y razonaba, era inútil: nada modificaba mi insensibilidad y mi idea personal.

Por ejemplo, narrando la historia de Mucio Scévola, yo terminaba así:

—Quemó su mano derecha para castigarla por haberse equivocado, lo que prueba que no era sino un imbécil.

El cura que un momento antes me escuchaba con aire complacido, se estremecía de indignación:

—¡Un imbécil, señorita! ¿y porqué?

—Porque la pérdida de su mano no reparaba su error—respondíale,—que por ello Pórsena no quedaba ni más ni menos vivo, ni resucitaba el secretario.

—Bien, chiquita; pero Pórsena se asustó y levantó el sitio inmediatamente.

—Eso, señor cura, no prueba sino que Pórsena era un mandria.

—Concedido. Pero Roma quedaba libre, y ¿gracias a quién? ¡gracias a Scévola, gracias a su acto heroico!

Y el cura, que aunque temblaba ante la idea de quemarse la yema del dedo chico, no por eso dejaba de admirar a Mucio Scévola, se exaltaba y afanaba para hacerme apreciar a su héroe.

—Sostengo lo que he dicho—replicaba yo tranquilamente;—no era más que un imbécil y un gran imbécil.

El cura exclamaba sofocado:

—Muchas tonteras oyen los mortales, cuando los niños pretenden raciocinar.

—Señor cura, vos mismo me habéis enseñado el otro día, que la razón es la más bella facultad del hombre.

—Sin duda, sin duda, cuando el hombre sabe servirse de ella. Por otra parte hablaba de los hombres hechos y no de las chiquilinas.

—Señor cura, los pajaritos prueban sus fuerzas al borde del nido.

Y el excelente hombre, un poco desconcertado, se desgreñaba el pelo con energía, lo que daba a su cabeza el aspecto de la de un lobo, polvoreada de blanco.

—Haces mal en discutir tanto, hijita mía—decíame algunas veces;—es un pecado de orgullo. No seré siempre yo quien te conteste, y cuando estés en lucha con la vida sabrás que no se discute con ella, sino que se la sufre.

Mas me importaba un bledo la vida. Tenía un cura para ejercitar mi lógica y esto me bastaba.

Cuando le había fastidiado, hastiado y hostilizado mucho, esforzábase en dar a su fisonomía una severa expresión, pero se veía obligado a renunciar a su proyecto, porque su boca risueña siempre, rehusaba en absoluto obedecerle. Entonces me decía:

—Señorita de Lavalle, repasará usted sus emperadores romanos, y trate de no confundir a Tiberio con Vespasiano.

—Dejemos a esos individuos, señor cura—respondíale yo;—me aburren. ¿No sabéis que si hubieseis vivido en sus tiempos os habrían asado vivo, o arrancado la lengua y las uñas, o picado en pedacitos menuditos, menuditos, como picadillo de pastel?

Ante tan lúgubre cuadro, estremecíase ligeramente el cura y se iba a paso rápido y breve, sin dignarse responderme.

Cuando su descontento llegaba al apogeo, me llamaba señorita de Lavalle. Este ceremonioso nombre era la más viva manifestación de su enojo, y yo sentía remordimientos hasta que le volvía a ver de nuevo con los cabellos al viento y la sonrisa en los labios.

Mi tio y mi cura

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