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II.

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Mi tía me maltrató mientras fui chica y yo tenía tal miedo de sus golpes que la obedecía sin discutir.

Hasta el día en que cumplí diez y seis años me pegó aún, pero fue por última vez.

A partir de ese día, fecundo para mi en acontecimientos íntimos, estalló de pronto una revolución que rugía sordamente en mi espíritu desde hacía algunos meses, y cambió completamente mi modo de ser para con mi tía.

Por aquel tiempo el cura y yo repasábamos la historia de Francia, que me jactaba de conocer muy bien. Si bien es cierto que dadas las lagunas y restricciones de mi texto, mi saber era el mayor posible.

Profesaba el cura por sus reyes un amor rayano en la veneración, y sin embargo, no quería a Francisco I. Esta antipatía era tanto más singular, cuanto que Francisco I fue valiente y se ha hecho popular.

Pero no le gustaba al cura, que no desperdiciaba nunca la ocasión de criticarle; así es que por espíritu de contradicción lo elegí yo por favorito.

El día a que me he referido más arriba, debía yo dar la lección concerniente a mi amigo. Largo tiempo revisé la víspera buscando algún medio para hacerlo brillar a los ojos del cura. Desgraciadamente yo no podía hacer más que citar las expresiones de mi historia, al emitir opiniones que se apoyaban más en una impresión que no en un razonamiento.

Hacía una hora que me devanaba los sesos reflexionando, cuando atravesó mi mente una brillante idea.

—¡La biblioteca!—exclamé.

E inmediatamente atravesé corriendo un largo pasadizo y penetré por primera vez en una pieza de regular tamaño enteramente atestada de estantes verdes cubiertos de libros reunidos entre ellos por los tenues hilos de una multitud de telarañas.

Esta pieza comunicaba con los departamentos que después de la muerte de mi tío, se habían cerrado para no abrirse más, y olía de tal modo a tasto y moho que casi me asfixié. Apresureme a abrir la ventana, que era muy pequeña, no tenía postigos ni persianas y daba sobre el jardín; en seguida procedí a mis investigaciones. Mas ¿cómo descubrir a Francisco I en medio de todos aquellos volúmenes?

Ya iba a abandonar la partida, cuando el título de un librito me hizo prorrumpir en un grito de alegría.

Eran las biografías de los reyes de Francia hasta Enrique IV inclusive. Tenía adjunto un grabado bastante bueno, representando a Francisco I, vestido con el espléndido traje de los Valois. Lo examiné con asombro.

—¿Y es posible—me dije,—que haya hombres tan lindos como éste?

El biógrafo, que no participaba de la antipatía del cura por mi héroe, hacía sin ninguna restricción el elogio de su belleza, de su valor, de su espíritu caballeresco y de la inteligente protección que diera a las letras y a las artes.

Terminaba con dos líneas sobre su vida privada y supe lo que ignoraba completamente y era que:

«Francisco I llevaba vida alegre y amaba prodigiosamente a las mujeres. Y que prefirió grande y sinceramente a la hermosa dama Ana de Pisseleu, a quien dio el condado de Etampes, que erigió en ducado para serle agradable.»

De estas pocas palabras, saqué yo las siguientes conclusiones: Primero, como había descubierto desde hacía un mes que mi existencia era monótona, que me faltaban muchas cosas, que la posesión de un cura, una tía, conejos y gallinas no constituían la felicidad, colegí que una vida alegre era evidentemente el reverso de la mía, y por consiguiente Francisco I había dado, eligiéndola, pruebas de mucho juicio.

Segundo, que dicho rey profesaba ciertamente la santa virtud de la caridad predicada por mi cura, puesto que amaba tanto a las mujeres.

Tercero, que Ana de Pisseleu era una persona muy feliz, y que a mi también me hubiera gustado mucho, que un rey me diera un condado erigido en ducado, para serme agradable.

—¡Bravo!—exclamé lanzando el libro hasta el techo y recogiéndolo inmediatamente. Ya tengo con qué confundir al cura y convertirlo a mi opinión.

Por la noche releí en mi cama la pequeña biografía.

—¡Qué hombre tan simpático este Francisco I!—me dije.—Mas ¿porqué el autor habla sólo de su afecto a las mujeres? ¿Porqué no ha puesto que quería también a los hombres? En fin, después de todo, cada cual tiene sus gustos. Pero si voy a juzgar a las mujeres por mi tía, pienso que voy a preferir considerablemente a los hombres.

Luego recordé que el biógrafo era de sexo masculino, y pensé que sin duda habría tenido por cortés, amable y modesto, dejarse en el tintero y pasar en silencio a sus congéneres.

Y me dormí sobre esta luminosa idea.

Levanteme contentísima al día siguiente.

En primer lugar tenía diez y seis años, después la personita que se miraba al espejo, tenía una carita que no le disgustaba; luego hice dos o tres piruetas pensando en la estupefacción del cura ante mi nueva ciencia.

Cuando llegó, rosado y risueño, hacía mucho tiempo que llevada por mi impaciencia me había instalado junto a la mesa. Al verle, me latió el corazón, como late el de los grandes capitanes la víspera de una batalla.

Veamos, hija mía—me dijo así que hubo corregido los deberes y esbozado una mueca al notar su laconismo,—pasemos a Francisco I y examinémosle bajo todas sus faces.

Arrellanose cómodamente en el sillón, tomó con una mano la tabaquera y con la otra su pañuelo, y mirándome de soslayo, preparose a sostener la discusión que preveía.

Yo me lancé de golpe a mi asunto; me agité, me animé, me entusiasmé e hice incapié sobre las cualidades elogiadas en mi historia, tras de lo cual pasé a mis conocimientos particulares.

—¡Y qué hombre más encantador señor cura! ¡Su porte era majestuoso, su fisonomía noble y hermosa; tenía una barba tan bonita, recortada en punta y unos ojos tan lindos!

Me detuve un instante para tomar aliento, y el cura, espantado, enderesándose tieso como esos diablillos de resorte encerrados en cajas de cartón, exclamó:

—¿De dónde ha sacado usted todas esas tonterías, señorita?

—Ese es mi secreto—repliqué yo con una sonrisita misteriosa.

Y quemando mis navíos:

—Señor cura: yo no sé lo que os puede haber hecho ese pobre Francisco I. ¿No sabéis que tenía mucho juicio? Llevaba vida alegre, y amaba prodigiosamente a las mujeres.

Y los ojos del cura se abrieron de tal modo que tuve miedo de verlos reventar.

—¡San Miguel, San Bernabé!—exclamó dejando caer su tabaquera con un ruido tan seco, que el gato extendido en una poltrona saltó a tierra con un desesperado maullido.

Mi tía que dormía, se despertó sobresaltada y gritó:

—¡Ah, bestia!

Dirigiéndose a mi, y no al gato y sin saber de qué se trataba. Pero este epíteto componía invariablemente el exordio y la peroración de todos sus discursos.

Esperaba por cierto producir un gran efecto; pero con todo, quedé algo confusa ante la fisonomía, verdaderamente extraordinaria del cura.

Pero no tardé en continuar imperturbablemente:

—Amó especialmente a una linda dama a la que dio un ducado. ¡Confesad, señor cura, que era muy bueno, y que hubiera sido muy agradable hallarse en lugar de Ana de Pisseleu!

—¡Santa Madre de Dios!—murmuró el cura con una voz sin fuerzas,—esta niña está poseída.

—¿Qué hay?—gritó mi tía, traspasándose el rodete con una de sus agujas de tejer.—Échela afuera si se permite impertinencias.

—Hijita mía—continuó el cura—¿dónde has aprendido lo que acabas de decir?

—En un libro—respondí lacónicamente, sin nombrar la biblioteca.

—¿Y cómo puedes repetir tales abominaciones?

—¡Abominaciones!—interrumpí escandalizada;—¿qué señor cura, os parece abominable que Francisco I fuese generoso y amase a las mujeres? ¿Que vos no las amáis?

—¿Que dice? rugió mi tía, que habiéndome escuchado atentamente desde hacía unos instantes, sacó de mi pregunta los pronósticos más desastrosos. ¡Desfachatada! sin...

—¡Calma, señora, calma!—interrumpió el cura, a quien parecía que en aquel momento le hubiesen quitado de encima un peso enorme.

—Déjeme usted explicarme con Reina. Veamos, ¿qué encuentras digno de alabanza en la conducta de Francisco I?

—¡Caramba! pues es bien simple—respondí con tono desdeñoso, pensando que mi cura envejecía y empezaba a comprender con dificultad.—Todos los días me predicáis el amor al prójimo, y me parece que Francisco I ponía en práctica vuestro precepto preferido: Ama a tu prójimo como a ti mismo, por amor de Dios.

No bien hube terminado mi frase, el cura enjugando su rostro, sobre el que gruesas gotas de sudor corrían, echose hacia atrás en su sillón y con ambas manos sobre el vientre, se entregó a una homérica risa, que duró tanto, que me hizo saltar lágrimas de contrariedad y de despecho.

—Por cierto—añadí, con temblorosa voz,—he sido bien tonta en fatigarme para estudiar mi lección y haceros admirar a Francisco I.

—Mi buena hijita—díjome por fin, recobrando su seriedad y empleando su expresión favorita cuando estaba contento de mi,—lo que me extrañó mucho, mi buena hijita, no sabía que profesaras tal admiración por las personas que practican la caridad.

—En todo caso, eso no es un motivo de risa—respondíle bruscamente.

—Vamos, vamos, no nos enojemos.

Y el cura aplicándome una palmadita en la mejilla, abrevió mi lección, me dijo que vendría al día siguiente y dirigiose a confiscar la llave de la biblioteca, que yo ignoraba conociese.

No había aún el cura salido del patio, cuando mi tía se abalanzó sobre mi sacudiéndome el hombro hasta la dislocación.

—¡Bachillera, atrevida!—voceó,—¿qué has hecho para que el cura se haya ido tan pronto?

—¿Por qué se enfada usted—le repliqué,—si no sabe de lo que se trata?

—¡Ah! ¿Conque yo no sé? ¿Conque no he oído lo que le decías al cura, desfachatada?

Y juzgando que las palabras no bastaban para demostrar su cólera, me dio una bofetada, me pegó con fuerza, y me echó como a un perrillo.

Corrí a mi cuarto y me atrincheré sólidamente. Lo primero que hice fue quitarme la bata y comprobar por medio del espejo que los dedos secos y flacos de mi tía habían dejado marcas azules en mis hombros.

—¡Ah, vil esclava!—me dije mostrándole los puños a mi imagen en el espejo,—¿soportarás por más tiempo semejantes cosas? ¿Será posible, que por cobardía, no te atrevas a sublevarte?

Durante un rato me reprendí duramente; vino luego la reacción, caí sobre una silla y lloré mucho.

—¿Qué he hecho yo—pensaba, para que me trate así? ¡Qué odiosa mujer!—Y en seguida:—¿por qué ponía el cura una cara tan chusca, mientras yo recitaba mi lección?

Y me eché a reír mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas. Pero por más que intenté profundizar este problema, no di con la solución.

Púseme después a contemplar melancólicamente el jardín, por la ventana abierta, e iba ya recobrando mi sangre fría, cuando me pareció reconocer la voz de mi tía que conversaba con Susana. Me incliné un poco para escuchar la conversación.

—Usted hace mal—decía Susana,—la pequeña ya no es una niña. Si usted la maltrata, se quejará al señor de Pavol, que se la llevará.

—No faltaba más. Pero ¿cómo quiere usted que piense en su tío? Apenas sabe que existe.

—¡Bah! la pequeña es avisada; le bastará un momento de memoria, para enviaros a paseo, si la mortificáis, y sus buenas rentas desaparecerán con ella.

—¡Ah! tenéis razón... No le pegaré más, pero...—Se alejaban y no oí el final de la frase.

Después de la comida, a la que no quise asistir, salí en busca de Susana.

Susana había sido amiga de mi tía, antes de ser su cocinera. Reñían diez veces al día, pero ninguna de las dos podía pasarse sin la otra.

No se me creerá con facilidad, si digo que Susana quería sinceramente a mi tía; sin embargo, es la pura verdad.

Mas si perdonaba a mi tía su elevación en la escala social, se desquitaba sin duda alguna con el prójimo, con las circunstancias y con la vida, porque refunfuñaba siempre.

Tenía el semblante áspero de un salteador de caminos, vestía constantemente zagalejo corto y calzaba zapatos bajos, aunque nunca fuera a la ciudad a vender leche, ni trotara su imaginación como la de la lechera de la fábula.

—Susana—díjele colocándome delante de ella, con aire resuelto,—¿conque yo soy rica?

—¿Quién os ha dicho tal sandez, señorita?

—Eso no te importa, Susana; lo que quiero es que me contestes y me digas dónde vive mi tío de Pavol.

—¡Quiero, quiero!—rezongó Susana,—se acabó la niña a fe mía. Ídos a pasear, señorita; no os diré nada, porque nada sé.

—Mientes, Susana, y te prohíbo que me contestes así. He oído lo que decías a mi tía, no hace mucho.

—Pues bien, señorita, si habéis oído no tenéis necesidad de hacerme hablar.

Susana me volvió la espalda y no quiso contestar a ninguna de mis preguntas.

Regresé a mi cuarto, muy exasperada, y permanecí por mucho tiempo de codos en la ventana; desde allí tomé por testigos a la luna, las estrellas y los árboles, de que formaba la inquebrantable resolución de no dejarme tocar más, de no tener miedo de mi tía en adelante, y de emplear todo mi ingenio en desagradarla.

Y dejando caer los pétalos de una flor, que deshojaba, arrojé al mismo tiempo mis miedos, mi pusilanimidad y mis anteriores timideces. Comprendí que ya no era la misma, y me dormí consolada.

Esa noche soñé que mi tía, transformada en dragón, luchaba contra Francisco I, que la partía con una gran espada. Me tomaba entre sus brazos y huía conmigo, mientras que el cura nos contemplaba desolado, enjugándose el rostro con su pañuelo a cuadros. Torcíalo en seguida con todas sus fuerzas y caía el sudor a chorros, lo mismo que si lo hubiera empapado en el arroyo.

Mi tio y mi cura

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