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IV.

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Declarada estaba la guerra y desde entonces pasé todo mi tiempo en luchar con la señora de Lavalle. Antes de ello, apenas me atrevía a abrir la boca delante de mi tía, excepción hecha de las veces en que el cura se hallaba como tercero entre nosotros; me imponía silencio antes de que hubiese concluido mi frase.

Declaro que este proceder érame penoso en extremo, pues soy charlatana por naturaleza. Resarcíame algo con el cura, pero esto era absolutamente insuficiente; tan es así que tomé la costumbre de hablar en alta voz conmigo misma. Y muy a menudo acaecía, que me plantara delante del espejo, y conversase durante horas enteras con mi propia imagen.

¡Oh, fiel amigo! ¡mi querido espejo! ¡amable confidente de mis pensamientos íntimos!

No sé si los hombres han reflexionado alguna vez sobre la influencia enorme que este mueblecito puede ejercer sobre un talento. Notad que no especifico el sexo de este talento, estando convencidísima de que los individuos barbudos se complacen tanto como nosotras en observar sus cualidades externas.

Si escribiera una obra filosófica, desarrollaría este tema: «De la influencia del espejo sobre el corazón y la inteligencia del hombre».

No niego que tal vez fuera mi tratado único en su especie, y que de ninguna manera se asemejaría a la filosofía en que Kant, Fichte, Schelling y otros, han gastado toda su vida, para su mayor gloria y gran felicidad de la posteridad que los lee con un placer tanto más intenso, cuanto que absolutamente no la comprende. No, mi tratado no correría tras las obras de estos señores; sería claro, explícito, práctico con un tantico de causticidad, y sería preciso poseer en alto grado el gusto por la contradicción para no convenir que estas cualidades no son la distintiva de las mencionadas filosofías. Mas no hallando suficientemente madura mi inteligencia para tamaña obra, conténtome con profesar a mi espejo sincero afecto, y con mirarme largo tiempo en él todos los días por espíritu de gratitud.

Bien sé, que ante tal declaración, algunos de esos caracteres montaraces y bruscos que todo lo ven negro, insinuarán que la coquetería entra por mucho en la simpatía que siento por mi espejo. ¡Dios mío! nadie es perfecto; fijaos bien, querido lector, que si sois de buena fe, lo que no es muy seguro, confesaréis que el interés personal, por no decir algo peor, ocupa el primer puesto en la mayoría de vuestros sentimientos.

Pero volviendo a mi asunto, diré que, habiendo roto completamente con mis antiguos terrores, no traté ya de moderar mi locuacidad delante de mi tía. No pasó día en que no tuviéramos a la hora de la comida discusiones que amenazaban degenerar en tempestades.

Aunque no conociese yo su origen todavía, no tardé en descubrir que era ignorante como un topo y que experimentaba gran contrariedad cuando apoyaba mis opiniones en mi saber o en el del cura. Por otra parte, jamás titubeaba yo en dar la calificación de históricas a ideas sacadas de mi propia mente. Desgraciadamente, érame imposible luchar contra su experiencia personal, y cuando me afirmaba que las cosas se pasaban de tal o cual modo en el mundo, y los hombres no eran más que pillos, unos agentes de Satanás, me moría de rabia porque no podía contestarle nada. Que tenía bastante buen sentido para comprender que los personajes con quienes vivía, no podían darme más que una imperfectísima idea del género humano, en las circunstancias comunes de la vida.

Todos los domingos comía el cura en casa. Y sin duda tenía sus motivos secretos para no elogiar delante de mi al rey de la Creación (exceptuando sus héroes antiguos cuyas audacias no podía temer), pues no oponía sino debilísimas protestas a las afirmaciones de mi tía.

La comida del domingo constaba invariablemente de un pollo o de un capón, de una ensalada, de huevos duros y de leche cuajada en verano.

El cura, que en su casa comía bastante mal y cuyo paladar sabía apreciar el arte de Susana, llegaba restregándose las manos y proclamando su apetito.

Pronto nos sentábamos a la mesa, y el principio de la conversación era no menos invariable que la lista de la comida.

—Hace buen tiempo—adelantaba mi tía, cuya frase, si llovía, no se modificaba sino en el adjetivo.

—¡Espléndido!—respondía alegremente el cura,—da gusto caminar con un sol tan hermoso.

Si hubiera llovido, nevado, helado o caído granizo, piedras o azufre, del mismo modo hubiese el cura manifestado su satisfacción explayándose sobre lo agradable de un cuarto herméticamente cerrado o ya elogiando el encanto de un buen fuego.

—Pero no hace calor—continuaba mi tía,—y ¡es sorprendente! en mi tiempo, por Pascua, ¡ya nos vestíamos de blanco!

—¿Os sentaban los trajes blancos?—preguntábale yo rápidamente.

Mi tía que no dejaba de prever alguna impertinencia, me dirigía una mirada preventiva antes de responder:

—Sí, por cierto; bastante.

—¡Oh!—exclamaba yo, con un tono que no permitía ninguna duda a cerca de mi íntima convicción.

—Y en mi tiempo—continuaba,—las niñas no hablaban sino cuando se les dirigía la palabra.

—Entonces ¿usted no hablaba cuando joven, tía?

—Cuando me hacían alguna pregunta y nada más.

—¿Y todas las niñas se os asemejaban, tía?

—Sí, por cierto, sobrina.

—¡Qué época horrible!—suspiraba yo, levantando los ojos al cielo.

Mirábame el cura con aire de reproche, y la señora de Lavalle paseaba sus miradas sobre los diversos objetos que yacían sobre el mantel, evidentemente con la tentación de tirarme con alguno a la cabeza.

Llegada la conversación a este punto... agudo, decaía de pronto, hasta el momento en que los acerbos sentimientos de mi tía, regolfados por los esfuerzos de su voluntad, estallaban de golpe, como una máquina sometida a excesiva presión. Su furia se desbordaba sobre la creación entera. Hombres, mujeres, niños, todo caía. De los míseros hombres no quedaba, al final de la comida, más que una horrible mezcla, no ya de carnes y huesos machacados, sino de monstruos de toda especie.

—Los hombres no valen ni la soga para ahorcarles,—decía en el idioma armonioso y elegante que le era peculiar.

El cura que estaba en la desoladora convicción de no ser una mujer, bajaba la cabeza y parecía lleno de contrición.

—¡Herejes, bandidos!—proseguía mirándome con un aire terrible, como si yo hubiese pertenecido a la especie en cuestión.

—¡Hum!—hacía el cura.

—¡No piensan más que en gozar y en comer!—continuaba mi tía, que se acordaba de la miseria que le había legado su marido.—¡Agentes del diablo!

—¡Hum, hum!—proseguía el cura, moviendo la cabeza.

—¡Señor cura!—exclamaba yo impaciente—¡hum, hum! no es un argumento muy convincente.

—Permitidme, permitidme—contestaba el buen hombre, perturbado en el saboreo de su comida;—creo que la señora de Lavalle va más allá de su idea al emplear esta expresión: agentes del diablo; pero también es cierto, que hay muchos hombres, que no son acreedores de una gran confianza.

—Entonces vos sois como Francisco I, ¿preferís las mujeres?—decía yo con mi airecito cándido.

—¡Voto a bríos!—exclamaba mi tía, que había substituido algunas palabras demasiado enérgicas, por esta frase aprendida a su esposo y que le parecía muy aristocrática—¡voto a bríos! ¡cállate, necia!

Pero el cura le hacía una seña misteriosa y la excelente señora se mordía los labios.

—¿Y vuestros héroes, señor cura? ¿Y vuestros griegos? ¿Y vuestros romanos?

—¡Oh, los hombres de hoy no se parecen a los de antes!—replicaba el cura convencido de que decía una gran verdad.

—¿Y los curas?—continuaba yo.

—Los curas están fuera de combate—respondíame con bondadosa sonrisa.

Esta clase de conversación, sembrada de sobreentendidos, gozaba del privilegio de exasperarme enormemente. Tenía conciencia de que un mundo de ideas y sentimientos, que por otra parte no tardaría en descubrir, me estaba cerrado. Dudaba, que el juicio de mi tía sobre la humanidad fuese absolutamente justo, y comprendía que ignoraba muchas cosas, y que corría el riesgo de quedar por largo tiempo en mi ignorancia.

Una mañana, meditando sobre esta lamentable situación, ocurrióseme la idea de consultar a las tres personas que me era dado ver todos los días: Juan el quintero, Petrilla y Susana.

Como esta última había vivido en C***, decidí que sus apreciaciones debían de estar basadas en una gran experiencia y por consiguiente la dejé para postre.

Arropándome en una capucha, tomé mis zuecos y me dirigí hacia la quinta, situada a un kilómetro de la casa.

Chapuzando, chapoteando y enterrándome, llegué hasta donde estaba Juan que limpiaba su arado.

—¡Buen día, Juan!

—¡Buen día, señorita!—contestó Juan, quitando su bonete de lana, lo que permitió a sus cabellos que se pararan tiesos sobre la cabeza. Esta era una peculiaridad de su temperamento; siempre que no estaban sometidos a presión, se entregaban a ese pequeño ejercicio.

—Vengo a consultarle sobre una cosa muy, pero muy importante—díjele, haciendo hincapié sobre el adverbio para despertar su inteligencia que yo sabía dispuesta a andar a la briba, así que se la interrogaba.

—Mande usted, señorita.

—Dice mi tía, que todos los hombres son unos bandidos, ¿qué piensa usted a este respecto, Juan?

—¡Unos bandidos!—repitió Juan, que agrandó los ojos como si percibiera un monstruo delante de sí.

—Sí, pero es la opinión de mi tía, y quiero tener la de usted.

—¡Caramba! sí, con todo, bien podría ser.

—Pero eso no es una opinión, Juan. Vamos a ver, ¿cree usted sí o no, que los hombres sean generalmente unos bandidos?

Juan apoyó la punta de su nariz sobre el índice de su mano derecha, lo que es signo seguro de profunda meditación.

Después de haber reflexionado un minuto me dio esta respuesta, neta y decisiva:

—Óigame señorita, le diré a usted: puede ser que sea así, y puede ser que no.

—¡Cernícalo!—díjele indignada al contemplar tal fenómeno de estupidez.

Abrió los ojos, abrió la boca, abrió las manos, y hubiera abierto toda su persona, si hubiese podido, para expresar más su asombro.

Volví al patio de el Zarzal, renegando del barro, de mis zuecos, de Juan y de mí misma.

—¡Petrilla, ven!—grité.

Petrilla que limpiaba los cacharros de la lechería, acudió inmediatamente, con un manojo de ortigas en la mano, desnudos los brazos y roja la cara como una manzana, y la cofia en la nuca, según su costumbre.

—¿Cuál es tu opinión acerca de los hombres?—pregunele de pronto.

—Acerca de los hom...

Y Petrilla, de manzana se volvió amapola, dejó caer sus ortigas, tomó una punta de su delantal, levantó la pierna izquierda y quedó posada sobre la derecha mirándome de un modo embobado.

—¿Y? ¡Responde! ¿Qué piensas de los hombres?

—Señorita, usted sin duda quiere jugar.

—No, no. Hablo seriamente. Contesta pronto.

—¡Caramba! señorita—respondiome Petrilla, parándose de nuevo sobre sus piernas,—si son buenos mozos, creo que se ven cosas algo más desagradables.

Este modo de examinar la cuestión, me dio que pensar.

—No hablo de lo físico—proseguí yo, alzando los hombros,—sino de lo moral.

—Yo los encuentro muy simpáticos, por cierto—respondió Petrilla, brillándole los ojos.

—¡Cómo! ¿no los tienes por herejes, bandidos y agentes del diablo?

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