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III.

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No bien nos instalamos en nuestra mesa al día siguiente, el cura y yo, abriose con estrépito la puerta y vimos entrar a Petrilla, con la cofia en la nuca y los zuecos llenos de paja en la mano.

—¿Qué hay? ¿Fuego?—interrogó mi tía.

—No, señora; pero a buen seguro que está el diablo en casa. La vaca ha ido a dar al cebadal que crecía tan hermoso y lo arrasa todo y yo no puedo darle alcance; los capones andan por los tejados y los conejos en la huerta.

—¡En la huerta!—exclamó mi tía que se levantó lanzándome una colérica mirada, porque la tal huerta era un sitio sagrado para ella y el objeto de sus únicos amores.

—¡Mis lindos capones!—gruñó Susana, que juzgó oportuno aparecer y unir su nota sombría a la nota chillona de su ama.

—¡Ah, piel de Judas!—gritó mi tía.

Y se precipitó detrás de las sirvientes cerrando furiosa la puerta de un golpazo.

—Señor cura—dije yo inmediatamente,—¿creéis que en el universo entero haya otra mujer tan abominable como mi tía?

—¿Qué es eso, qué es eso, mi hijita? ¿Qué quiere decir eso?

—¿Sabéis lo que ha hecho ayer, señor cura? ¡Me ha pegado!

—¡Pegado!—repitió el cura con aire incrédulo, tan imposible le parecía que alguien se atreviera a tocar, ni aun con un dedo, a un ser tan delicado como mi persona.

—¡Sí, pegado! Y si no me creéis, os voy a mostrar las marcas.

Y ya empecé a desprenderme la bata. El cura me miró con aire espantado.

—Es inútil, es inútil, basta con que me lo digas, te creo—exclamó precipitadamente, con el rostro carmesí y bajando púdicamente los ojos hacia las puntas de sus zapatos.

—¡Pegarme el día de mi santo, el día en que cumplía diez y seis años!—y continué yo abrochando mi bata.—¿Sabéis que la detesto?

Y con el puño cerrado golpeé sobre la mesa, lo que me dolió bastante.

—Veamos, veamos, mi buena hijita—díjome conmovido el cura,—cálmate y cuéntame lo que tú le hiciste.

—Nada. En cuanto os fuisteis, me apellidó desfachatada y se lanzó sobre mi como una furia. ¡Ah, qué odiosa!

—Vamos, Reina, vamos, bien sabes que hay que perdonar las ofensas.

—¡Sí, está fresca!—exclamé empujando hacia atrás mi silla y poniéndome a pasear a grandes pasos por la sala; ¡no la perdonaré jamás, jamás!

Levantose también el cura y comenzó a caminar en contra mía, de manera que continuamos la conversación cruzándonos continuamente, como el Ogro y el Pulgarcillo, cuando el monstruo le persigue por haberle robado una de las botas de siete leguas.

—Reina, Reina, es necesario que seas razonable y aceptes esta humillación con espíritu de penitencia, por tus pecados.

—¡Mis pecados!—repliqué, deteniéndome y alzando levemente los hombros,—bien sabéis vos, señor cura, que son tan pequeños, tan pequeños, que no vale la pena hablar de ellos.

—¡De veras!—dijo el cura, no pudiendo contener una sonrisa.—Entonces, ya que eres una santa, recibe tus contrariedades con paciencia, por amor de Dios.

—¡Oh, no, a fe mía!—le repliqué decididamente.—Quiero amar a Dios, pero creo que Él me ama lo bastante para no estar contento al verme desgraciada.

—¡Qué cabeza!—exclamó el cura.—¡Bonita educación la mía!

—En fin—continué yo, emprendiendo la marcha nuevamente,—quiero vengarme, y me vengaré.

—Reina, eso está muy mal. Cállate y escúchame.

—La venganza es el placer de los dioses,—proseguí yo, dando un salto para cazar un moscardón que revoloteaba sobre mi cabeza.

—Vamos, hijita, hablemos con seriedad.

—Pero si yo hablo seriamente—respondí, deteniéndome delante de un espejo, para comprobar con cierta complacencia, que la animación me sentaba.—Ya veréis, señor cura, empuñaré un sable y degollaré a mi tía como Judith a Holofernes.

—¡Esta chica está hidrófoba!—exclamó desolado el cura.—Estese un momento quieta, señorita, y no diga disparates.

—Convenido, señor cura; pero entonces declarad que Judith no valía ni un céntimo.

Recostose el cura en la chimenea, e introdujo delicadamente una narigada de rapé en sus fosas nasales.

—Permíteme, hijita, eso depende del punto de vista en que uno se coloque.

—¡Qué poco lógico sois! Halláis espléndida la acción de Judith porque libertó a unos cuantos ruines israelitas, que no valían seguramente lo que yo, y que no os debían interesar, puesto que hace tanto tiempo que están muertos y enterrados... ¿y os parece mal que haga lo mismo por mi propia libertad? ¡Y eso que yo gracias a Dios, estoy viva!—añadí, girando varias veces sobre mis talones.

—Veo que tienes buena opinión de ti—respondió el cura, que hacía esfuerzos por tomar severo aspecto.

—¡Ah, excelente!

—Bueno, y ahora; ¿quieres o no quieres escucharme?

—Estoy cierta—continué yo, siguiendo mi idea,—de que Holofernes era infinitamente más simpático que mi tía, y de que me hubiera entendido con él perfectamente. Por lo tanto, no alcanzo a ver lo que me impediría imitar a Judith.

—¡Reina!—exclamó el cura, golpeando el suelo con el pie.

—No os enojéis, os ruego, mi querido cura; tranquilizaos, no mataré a mi tía, tengo otro medio de vengarme.

—Cuéntame eso—dijo el excelente hombre apaciguado ya y dejándose caer sobre un canapé.

Yo me senté a su lado.

—Bueno. ¿Habéis oído hablar de mi tío de Pavol?

—Sí, por cierto. Vive cerca de V***

—Muy bien. ¿Cómo se llama su propiedad?

—El Pavol.

—Entonces, escribiendo a mi tío al castillo de Pavol, cerca de V*** ¿llegaría la carta?

—Sin duda.

—Pues bien, señor cura; he hallado mi venganza. ¿No sabéis que si mi tía no me quiere, quiere en cambio muchísimo a mis pesos?

—Pero, hija mía ¿de dónde has sacado semejante cosa?—díjome escandalizado el cura.

—Se lo he oído decir a ella misma; así es que estoy segura de lo que afirmo. Y lo que teme, sobre todo, es que yo me queje al señor de Pavol, y le pida que me lleve a su casa. La amenazaré con escribirle a mi tío, y no estoy muy lejos—continué después de un instante de reflexión,—de hacerlo el día menos pensado.

—¡Bah! siquiera eso es una cosa inocente—dijo sonriendo el buen cura.

—¡Veis, veis: vos mismo me aprobáis!—exclamé batiendo palmas.

—Sí, hasta cierto punto, hija mía, porque es evidente que no se te debe pegar; pero te prohíbo toda impertinencia. No te sirvas de tus armas sino en caso de legítima defensa, y recuerda que si tu tía tiene defectos, tú en cambio, debes respetarla y no ser agresiva.

Yo hice una mueca petulante.

—No os prometo nada... o más bien, mirad, hablando con franqueza, os prometo hacer justamente todo lo contrario de lo que acabáis de decirme.

—¡Esto es una verdadera insubordinación!... Reina, concluiré por enfadarme.

—Es más que una insubordinación—repliqué gravemente,—es una revolución.

—¡Me va a hacer perder la paciencia y la vida!—murmuró el cura.—Señorita de Lavalle, hacedme el favor de someteros a mi autoridad.

—Escuchad—proseguí con zalamería,—os quiero con todo mi corazón, aun más; sois la única persona que quiero en el mundo.

La faz del cura se dilató radiante.

—Pero detesto, execro a mi tía; mis ideas no cambiarán a ese respecto. Tengo mucho más talento que ella...

Aquí, el cura, cuyo rostro se había nublado, me interrumpió con una mordaz exclamación.

—No protestéis—proseguí yo, mirándole de soslayo,—bien sabéis que sois de mí misma opinión.

—¡Qué educación, qué educación!—murmuró el cura con tono lastimero.

—Señor cura, tranquilizaos, mi salvación no peligra; tarde o temprano nos encontraremos en el cielo. Continúo: teniendo, pues, mucho más talento que mi tía, me ha de ser fácil atormentarla de palabra. Anoche me he comprometido conmigo misma a fastidiarla y he tomado a la luna y a las estrellas por testigo.

—Hija mía—díjome con seriedad el cura,—no me quieres oír, y te arrepentirás.

—¡Bah, lo veremos!... Ahí viene mi tía; está furiosa, porque soy yo quien soltó la vaca, los conejos y los capones, para quedar a solas con vos. Echadle una sobarbada; os garantizo que me ha pegado muy fuerte; tengo marcas negras en los hombros.

Entró mi tía como un huracán, y el cura completamente estupefacto, no tuvo tiempo para contestarme.

—Ven acá, Reina—gritó ella, con la faz amoratada por la ira y la desordenada carrera que había tenido que dar en pos de los conejos.

Yo le hice un gran saludo, y le dije, dirigiendo un gesto de inteligencia a mi aliado.

—Os dejo con el cura.

Felizmente la ventana estaba abierta.

Salté sobre una silla, trepé al alféizar y me deslicé hacia el jardín, con gran pasmo de mi tía, que se había plantado en la puerta para cortarme la retirada.

Declaro que fingí escaparme, pero que en realidad me quedé escondida detrás de un laurel y que caí en un acceso de júbilo sin igual, oyendo los reproches del cura y las furibundas exclamaciones de mi tía.

Y a la tarde, durante la comida, ostentó el benigno aspecto de un perro a quien se le arrebata un hueso.

Reñía a Susana, quien a su vez la enviaba a paseo, pegábale al gato, arrojaba sobre la mesa los cubiertos haciendo un barullo espantoso, y por último, exasperada por mi actitud impasible y burlona, tomó una botella y la tiró por la ventana.

Inmediatamente tomé yo un plato de arroz, del que aun no se había servido y lo lancé detrás de la botella.

—¡Ah miserable pilla!—vociferó mi tía, lanzándose sobre mí.

—No se me acerque—le dije retrocediendo;—si me llega a tocar, esta noche misma escribo a mi tío de Pavol.

—¡Ah!...—dijo mi tía, quedando petrificada y con el brazo extendido.

—Si no es esta noche—proseguí,—será mañana o pasado, porque no quiero que se me pegue.

—Tu tío no te creerá—gritó mi tía.

—¡Ya lo creo que sí! Los dedos de usted han dejado huella en mis hombros. Sé que es muy bueno y me iré con él.

No tenía por cierto ninguna noción a cerca del carácter de mi tío, puesto que sólo contaba seis años cuando lo vi por primera y última vez. Pero me pareció que debía hacerle creer que sabía mucho a su respecto, y que de ese modo daba pruebas de una gran diplomacia.

Y salí majestuosamente, dejando a mi tía desahogándose entre los brazos de Susana.

Mi tio y mi cura

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