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Nacionalismo y socialismo
ОглавлениеLa confusión léxico-ideológica es todavía mayor porque quienes promueven la extrema derecha no se llaman a sí mismos «nacionalistas», sino «patriotas». Sobre todo, se apropian repetidamente de esa palabra imprecisa, pero a la moda desde la década de 1820: «socialismo». Maurice Barrès (1862-1923), figura intelectual y política de aquel movimiento, lo escribe sin rodeos en 1889: «¡Socialismo! En esta palabra ha puesto Francia su esperanza. Seamos, pues, socialistas». (8) Esta dinámica no se detiene, más bien lo contrario. En Italia, el fascismo encuentra sus raíces dentro de la corriente socialista revolucionaria, a la que pertenece Benito Mussolini, y del sindicalismo revolucionario promovido por Antonio Labriola, corriente que, entre 1902 y 1918, se aleja progresivamente del Partido Socialista hasta dividirse en una línea nacionalista. Como muchas figuras de las extremas derechas alemanas, Mussolini era un gran lector de Georges Sorel, cuyas Réflexions sur la violence (1908) también fueron una referencia del anarco-sindicalismo (el propio Sorel había realizado varias idas y vueltas entre los extremos, lo que llevó a Lenin a considerarlo un «espíritu borrador» para él, y que Mussolini afirmara: «A quien más debo es a Sorel»). (9) La Revolución rusa de 1917, además, ofreció un modelo de toma del poder a través de una organización revolucionaria. De esta manera, el fascismo era en parte «una aculturación a la derecha de las lecciones de la Revolución de Octubre». (10) En Alemania, el filósofo Arthur Moeller van den Bruck expresa la posición de esta nebulosa de la «Revolución Conservadora» que se opone a la República de Weimar: existiría una carrera entre nacionalistas y comunistas para «ganar la revolución» por venir. En cada país, algunos revolucionarios buscarían establecer un «socialismo nacional», como el bolchevismo en Rusia o el fascismo en Italia. La extrema derecha, pues, debe hacer un «desvío revolucionario» para instaurar un Tercer Reich socialista en el sentido en que «el socialismo es el hecho de que una Nación entera sienta que vive en conjunto». (11) Esta tendencia llevó a imitaciones a veces un tanto serviles de las extremas izquierdas —por ejemplo, cuando después de 1968 los neofascistas alemanes, italianos o franceses toman prestados elementos de la comunicación de izquierda—, pero nunca cambió esta concepción interclasista del socialismo. El ideal es la organización de la unidad superior de la nación, no la lucha de clases. Para las extremas derechas, el socialismo siempre fue un remedio para el comunismo y el anarquismo. Si puede pensarse una congruencia entre lo nacional y lo social en la extrema derecha, es porque los años que separan la guerra franco-prusiana de la Gran Guerra cambiaron por completo el paisaje político e ideológico francés y europeo.
La derrota militar de 1870 puso fin a un Segundo Imperio que era un cesarismo popular. Antes de convertirse en Napoleón III, Luis Napoleón Bonaparte había planteado en 1840 que «la idea napoleónica consiste en reconstituir la sociedad francesa, alterada por cincuenta años de revolución, en conciliar orden y libertad, derechos del pueblo y principios de autoridad». (12) Para el historiador Philippe Burrin, este bonapartismo participa de la familia política de la «agrupación [rassemblement] nacional», que trasciende la división derecha-izquierda (en la actualidad se pueden citar, dentro de esta última, a Jean-Pierre Chevènement a la izquierda, Nicolas Dupont-Aignan a la derecha o Florian Philippot a la extrema derecha). Efectivamente, como escribe el historiador André Encrevé, el bonapartismo de Napoleón III tomaba «algunos elementos de la izquierda (principios de 1789, voluntad de favorecer el progreso económico, leyes sociales, defensa de las nacionalidades) y otros de la derecha (rechazo del respeto a las grandes libertades públicas, clericalismo, autoritarismo, defensa del orden y de la propiedad)». (13) Así pues, la modelización de Philippe Burrin permite comprender tanto aquello que a veces acerca a la extrema derecha a otros campos políticos como aquello que a veces confunde a parte de los observadores. Porque, así como el fascismo es la forma «radical» de la familia política de las ideologías de «agrupación nacional» (bonapartismo, autoritarismo cesarista, etcétera), el propio nazismo, según el historiador suizo, sería un «fascismo radical». Se obtiene así un continuum que conserva las especificidades, pues el fascismo es autónomo del «nacionalismo de fin de siglo», sin estar disociado de él, y la comparación funciona desde el nazismo hacia el fascismo y no a la inversa, puesto que el nazismo constituye un más allá del fascismo. (14) Esto permite comprender finalmente qué es lo que separa cada tendencia, lo que permite migraciones individuales, pero también lo que lleva a tanto exceso en los caprichos en las amalgamas tanto de unos como de otros.
El principal factor explicativo de la importancia que toma la articulación entre lo nacional y lo social es, evidentemente, la irrupción de las masas: en el sistema de producción, con la Revolución Industrial, y luego en el debate político, al generalizarse el sufragio universal. Se produce en Francia, al mismo tiempo que se consolida la Tercera República en la década de 1880, un recambio de ideas que desemboca en la constitución de una nueva derecha, que Zeev Sternhell llama «derecha revolucionaria», en la que ve la prefiguración del fascismo. Primera doctrina ideológica a migrar desde la izquierda hacia la derecha: el nacionalismo. Hasta aquí, era el campo republicano el que llevaba el apego a la nación. El soldado Bara, las batallas de Valmy y Jemappes, el pueblo en armas, y más adelante Louis Rossel, oficial enrolado en la Comuna de París, son símbolos de la izquierda patriota, apegada a la idea de que la ciudadanía y la igualdad se desarrollan plena y naturalmente en el marco de la nación soberana. La personificación de ese nacionalismo de los socialistas es Louis Auguste Blanqui (1805-1881), quien reparte su vida entre la prisión y las conspiraciones. El blanquismo es más una actitud que una doctrina, y este estilo ha influido tanto en el fascismo italiano como en los movimientos radicales de extrema derecha y ultraizquierda. Exalta la insurrección, la barricada (Blanqui escribe en 1868: «El deber de un revolucionario es luchar siempre, luchar a pesar de todo, luchar hasta extinguirse»). El movimiento denuncia el capitalismo judío y participa de la Comuna calificando al régimen burgués de «prusiano de dentro», listo para abandonar Alsacia y Lorena. (15) Los blanquistas luego se unen al general Boulanger, figura nacionalista apodada el General Revancha. Esto se produce cuando la izquierda también hace un intenso trabajo ideológico.
Se da una ruptura entre izquierda y nacionalismo con Marx y Engels, para quienes «los obreros no tienen patria». (16) El caso Dreyfus y la masacre de Fourmies (donde el 1º de mayo de 1891 el ejército francés dispara contra los manifestantes) exacerbaron el antimilitarismo en la izquierda. La Confederación General del Trabajo organiza el 16 de diciembre de 1912 una huelga general contra la guerra y el 25 de febrero de 1913, una manifestación contra el proyecto de servicio militar de tres años. A fines del siglo XIX, se desarrolla, sobre todo entre los anarquistas y los sindicalistas, una tendencia antipatriótica. Su cabeza de puente es Gustave Hervé (1871-1944), quien llama a poner la «bandera en el estiércol». El antipatriotismo es inseparable del antimilitarismo y Hervé escribe en 1906: «Nosotros solo admitimos una única guerra, la guerra civil, la guerra social». Del mismo modo, llama a abstenerse para que el pueblo no se comprometa con la comedia parlamentaria. El agitador antipatriótico se incorpora a Union Sacrée [Unión Sagrada] en 1914, cuando su socialismo comienza a referenciarse en Blanqui y Proudhon. Durante la década de 1920, es pacifista, luego se une a las filas fascistas en 1932. Convencido de que hay que recrear Unión Sagrada, en 1936 publica un libro de título famoso, C’est Pétain qu’il nous faut [Pétain es lo que necesitamos] (un título que remite a la antigua canción popular «C’est Boulanger qu’il nous faut»). No obstante, en 1941 Hervé se niega a seguir más intensamente a Vichy y detiene por completo su militancia. (17) Esta breve biografía no solo echa luz sobre trayectos que hoy nos parecen sinuosos; también habla de la coherencia de una época pasada comprendida entre el post-1870 y el post-1918. Es ese el momento bisagra.
La derecha, marcada por el imperativo de la venganza contra Alemania, construye a partir de 1870 una mística nacionalista muy diferente a la de la izquierda. Se la puede ver muy activa durante el caso Dreyfus, a través del «falso patriotismo» y el texto con el que el escritor Paul Léautaud acompaña su suscripción al Monumento Henry: «Por el orden, contra la Justicia y la Verdad». El antisemitismo se difunde en la derecha: apoyado en la izquierda en Proudhon y Rochefort, se convierte en el credo de estos nacionalistas que, en los entornos de Édouard Drumont y Maurice Barrès, de la Ligue des Patriotes [Liga de los Patriotas] y de la Ligue de la Patrie Française [Liga de la Patria Francesa], y más adelante de Charles Maurras y la Ligue d’Action Française [Liga de Acción Francesa], hacen del judío el principal enemigo, la encarnación de lo anti-Francia, la causa eficiente de todos los males de la sociedad.
Las ligas aparecieron en la década de 1860, en una fase más liberal del Segundo Imperio. Se trata de organizaciones políticas que priorizan la acción sobre la elección (incluso hay ligas electorales a partir de la década de 1880): se concentran en un objeto y no en un programa político. Para ello, apuntan a la «agrupación» alrededor de una idea-fuerza, donde «agrupación» es la palabra fundamental de su vocabulario, a fin de superar las nociones de clase. Las ligas representan los primeros instrumentos de la entrada de las masas en el juego político. (18) La Liga de los Patriotas, conducida por Paul Déroulède, hace culto tanto de la Revolución francesa como de la nación. Su lema, a menudo imitado, es: «Republicano, bonapartista, legitimista, orleanista apenas son nuestros nombres de pila. Patriota es nuestro apellido». Sin embargo, en su desarrollo pasa de la idea de liberar Alsacia y Lorena a la de liberar el país: la regeneración nacional prima por sobre la venganza. Aunque Déroulède critica las instituciones parlamentarias, permanece en el campo republicano, junto con blanquistas y expartidarios de la Comuna. Déroulède habla de «República plebiscitaria», que implica la elección del presidente de la República por sufragio universal y la consulta regular a la voluntad popular mediante «plebiscito legislativo», otro nombre dado al referéndum. Junto con Déroulède, avanza una extrema derecha republicana y social (la fórmula que durante mucho tiempo utilizó Jean-Marie Le Pen —«derecha nacional, social y popular»— es perfectamente acorde con este espíritu). (19) Déroulède ofrece su poder de golpe al general Boulanger, a quien nada parece detener en 1887-1889. La crítica al parlamentarismo, las odas al pueblo y a la nación permiten que el boulangismo reúna desde realistas hasta antiguos de la Comuna. La negativa de Boulanger a dar un golpe de Estado sella la suerte del movimiento, liquidado por la represión judicial primero y por el suicidio de la figura del salvador en la tumba de su amante, después. El boulangismo muestra en su conjunto la cristalización de una corriente de extrema derecha, el nacional-populismo, y hasta qué punto no tiene sentido definir el extremismo mediante el criterio de la violencia. Sería confundir el fascismo y las extremas derechas. Sería deducir de los regímenes de extrema derecha lo que deberían ser los movimientos de extrema derecha.
El nacional-populismo siguió siendo la corriente de referencia de la extrema derecha francesa, en particular gracias a los resultados electorales del Frente Nacional, que se funda en 1972, pero no logra triunfar en las urnas hasta una década después. Por cierto, el politólogo Pierre-André Taguieff importa la expresión a Francia precisamente cuando intenta comprender sus primeros logros electorales. (20) El nacional-populismo concibe el desarrollo político como una decadencia de la que solo el pueblo, que es sano, puede sanar a la nación. Al privilegiar la relación directa entre el salvador y el pueblo, más allá de las divisiones e instituciones parásitas acusadas de amenazar de muerte a la nación, el nacional-populismo reclama para sí la defensa de la gente de abajo, del «francés medio» de «sentido común», frente a la traición de elites fatalmente corrompidas. Es el apologista de un nacionalismo cerrado, busca una unidad nacional mítica y es alterófobo (teme al «otro», asignado a una identidad esencializada mediante un juego de permutaciones entre lo étnico y lo cultural, generalmente lo cultual). Une valores sociales de izquierda y valores políticos de derecha (orden, autoridad, etcétera). Así pues, si bien recurre a una estética verbal socializante, su deseo de unión de todos luego de excluir lo ínfimo, cuna de parásitos infieles a la nación, representa una ruptura total con la ideología de lucha de clases. Para lograr que coincidan nación y pueblo, efectúa permutaciones entre los distintos sentidos de la palabra «pueblo». El pueblo es el demos, la unidad política; es el ethnos, la unidad biológica; es un cuerpo social, las «clases populares»; es la «plebe», las masas. La extrema derecha nacional-populista juega con la confusión entre los tres primeros sentidos: un dispositivo como la «preferencia nacional» debe unificar al pueblo social, étnica y políticamente. La plebe se entrega a un salvador para que rompa el yugo y permita que el pueblo y la nación ejerzan su soberanía. Al desembarazarse de los parásitos, las masas se convierten en el pueblo unido. Es, pues, una ideología interclasista, que se jacta de los valores «terrenales» contra las «falsas intelectualizaciones». El nacional-populismo se instaló en nuestra vida política hace ciento treinta años. El único sentido de remitirlo a la imagen del nazismo es, pues, despegarlo de la historia de la extrema derecha francesa; no hay ninguna posibilidad lógica de pensar que pueda desaparecer gracias a una fórmula mágica. Participa del sistema político francés de manera estructural.
Además, el nacional-populismo se convirtió en un fenómeno de amplitud europea con la formación de varios partidos durante la década de 1970. Esta dinámica descansaba en tres dimensiones: el rechazo de los votantes al Estado de Bienestar (el Welfare State, según el modelo escandinavo, en general) y a un sistema fiscal considerado «confiscatorio»; el avance de la xenofobia, en un contexto de movimientos migratorios de una naturaleza considerada nueva —porque es extraeuropea— y, por último, el fin de la prosperidad vivida desde la posguerra, a partir del shock petrolero de 1973. Entre los partidos típicos de la primera dimensión, los dos precursores son el Fremskrittspartiet de Dinamarca, dirigido por Mogens Glistrup, y el Partido Anders Lange de Noruega, que lleva el nombre de su fundador. Dos partidos encarnan la movilización de los votantes contra la inmigración, al tiempo que también se vuelcan a posiciones económicas ultraliberales: por un lado, el Frente Nacional francés, que terminó penetrando electoralmente en 1983-1994, y un partido rejuvenecido y radicalizado, el FPÖ austríaco, que, bajo el estandarte de Jörg Haider, inicia a partir de 1986 una lenta y continua progresión, cuyo punto más alto se alcanza en 1999. En esa misma época, el flamenco Vlaams Blok comienza a dejar su huella en el campo político belga simbolizando, probablemente mejor que todas las demás formaciones europeas, la continuidad histórica con el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX y a la vez una profunda modernización de los métodos de acción política.
No obstante, durante el período de cristalización del nacional-populismo, este último está lejos de representar únicamente la efervescencia política. En la galaxia de las derechas de entonces, se destaca un movimiento, tanto por la coherencia de su doctrina como por el magisterio intelectual que ejerce hasta su disolución en 1944: Acción Francesa. (21) La revista L’Action française nace en 1898 con el caso Dreyfus: en ese entonces es nacionalista, antiparlamentaria, antidreyfusiana y republicana. Crece en 1889, cuando se suma Charles Maurras (1868-1952) y se convierte en portavoz del «nacionalismo integral» de este teórico. Dio su nombre al movimiento que se comienza a estructurar en 1905 y se convierte en periódico de combate en 1908.
Acción Francesa es una forma de neorrealismo mucho más apegada a la institución monárquica que a la persona de los príncipes, que la desaprueban. En su época, ni la Liga ni su mentor, Charles Maurras, fueron clasificados dentro de la «extrema derecha». Representaba al «nacionalismo integral», autoritario y descentralizador, que pone por encima de todo la noción de orden, incluso a costa de rebajar la religión católica —a la que concede gran importancia— al rango de mero instrumento de la sumisión de los individuos al orden natural, que Maurras definía a través de la razón (el empirismo organizador) y no de la mística. Se trata de que coincidan el «país real» y el «país legal», de poner fin al individualismo para restaurar las comunidades y jerarquías naturales (familia, oficio), de lograr que retroceda el Estado jacobino para volver a las antiguas provincias. Acción Francesa es de extrema derecha por la condena inapelable de la democracia, la utopía de edificar una comunidad orgánica, la definición exclusivista de pertenencia a la nación, por un antisemitismo feroz que encuentra su consecución en el estatus de los judíos implementado por el gobierno de Vichy (1940) y redactado por un maurrasiano, el ministro de Justicia Raphaël Alibert. Pero Acción Francesa y Maurras tienen influencia —y proyección futura— mucho más allá de la extrema derecha. Primero en la Resistencia, donde se encuentran el filósofo Pierre Boutang, el académico Pierre Renouvin y el teniente de navío Honoré d’Estienne d’Orves, el «coronel Rémy», que pusieron el nacionalismo antialemán de Maurras y Bainville al servicio de la independencia de la nación y no de su sumisión. Luego, entre los realistas que en la década de 1970 actualizan el pensamiento de Maurras dentro de Nouvelle Action Française [Nueva Acción Francesa], que apoya a la izquierda en 1981. Por último, políticos tan diferentes como François Mitterrand, René Pleven y Robert Buron —como recuerda Eugen Weber— «fueron influidos por su breve paso por los ámbitos de Acción Francesa», (22) como muchos escritores ajenos a la acción política y a todo extremismo (algunos «húsares», Michel Déon, Michel Mohrt). En el plano internacional, la influencia de Maurras se hace sentir desde el período post-1919 hasta la década de 1960. Probablemente sea en la península ibérica donde se lo acoge con más entusiasmo. El general Francisco Franco, a la cabeza de España entre 1939 y 1975, y António de Oliveira Salazar, que dirigió el Estado Novo portugués entre 1933 y 1968, conocen y aprecian este trabajo doctrinario… y el nacionalismo integral también es una inspiración en Bélgica, Suiza, el Canadá francés, Brasil o Argentina.(23)
Si estos pensamientos antiliberales pueden desarrollarse a fines del siglo XIX es porque responden a una transformación del sistema de las ideas. En Francia, el pacifismo está claramente en retirada a partir del caso Agadir, en 1911, que generaliza, en torno a la cuestión de Marruecos, la idea de que es inevitable una nueva guerra entre franceses y alemanes. Ese mismo año se publica Ênquete sur les jeunes gens d’aujourd’hui [Investigación sobre los jóvenes de hoy], libro que muestra que los valores en ascenso son los del orden, la disciplina, la nación, la práctica del culto, el deporte, la voluntad de acción. El libro está firmado por Agathon (seudónimo de Henri Massis y Alfred de Tarde) y se habla de «generación de Agathon» para describir a esta juventud lista para ir a la guerra y en ruptura tanto con el sistema liberal como con el carácter revolucionario socialista.(24)
En los años que preceden a la Primera Guerra Mundial se desarrolla una exacerbación de las tensiones tanto contra Alemania como entre franceses. Del otro lado del Rin, el movimiento del romanticismo alemán desempeña en ese entonces un papel fundamental: se rechazan la razón y el cientificismo, en favor del folclore legendario y el mito de una Edad de Oro: el Sacro Imperio Romano Germánico (962-1806). El Reich medieval, con sus principados feudales y sus corporaciones de oficios, representa una Alemania ideal donde toda la sociedad habría sido organizada en un orden jerárquico armonioso. De este modo, el pangermanismo se legitima en la idea de reunir a todos los hombres de lengua alemana en el Segundo Reich (1871-1918), que ofrece a Alemania su poder pleno frente a las naciones occidentales. Allí se desarrolla una nueva pasión cuando en 1879 se expande el neologismo «antisemitismo», que busca romper con el antijudaísmo para fundar una oposición racial y científica. La sangre, el suelo, la lengua: tal es la Trinidad que oponen los Völkischen al nacionalismo del contrato social. Völkisch es un término con fama de intraducible. Además de su dimensión mística, populista y agraria, significa «racista» (palabra francesa de raíz alemana) y a partir de 1900, «antisemita». Los Völkischen son los adeptos al ideal del Blut und Boden [«Sangre y suelo»]. La raíz volk significa «pueblo», pero su sentido va más allá del de «popular», en una acepción intrínsecamente étnica. Puede ser entendido como nostalgia folclórica y racista de una prehistoria alemana ampliamente mitificada. Esta corriente heterogénea tomaba sus referencias del romanticismo, el ocultismo, las primeras doctrinas «alternativas» (medicinas alternativas, naturismo, vegetarianismo, etc.) y, por último, de las doctrinas racistas. La reconstitución de un pasado germánico ampliamente mitificado alejó a los Völkischen de las religiones monoteístas, para intentar recrear una religión pagana, puramente alemana. Esta corriente nutrió fuertemente al nazismo, pero también fue la base de muchas reorientaciones nacionalistas en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, en corrientes tan variadas como el nacionalismo revolucionario, la nueva derecha o el neonazismo.(25)
Mientras se expanden las concepciones Blubo (contracción de Blut und Boden), Francia ve cómo se desarrollan nuevas ciencias, como la antroposociología y la psicología social, impregnadas de un racismo que es una especie de «sentido común» de la época y que durante mucho tiempo construye la creencia en una esencia «racial» de la nación francesa. Al utilizar y deformar la teoría darwiniana de la evolución desde la óptica de la «lucha de razas», Arthur de Gobineau y Georges Vacher de Lapouge teorizan acerca de la importancia de la selección de la especie. Su perspectiva higienista es seguida por Alexis Carrel y se mezcla con el mito ario, que también debe mucho al inglés Houston Stewart Chamberlain, promotor de la idea de que es posible crear una nueva raza. Se borra el mito de las dos razas francesas (el Tercer Estado que desciende de los galos y la nobleza, de los francos), que se establece desde comienzos del siglo XVIII, a favor de la idea, central en los escritos de Maurice Barrès y Édouard Drumont, de una «raza» francesa de sustrato intangible, corrompida por el elemento extranjero, en particular el judío. Esta doctrina concibe la pertenencia a la nación solo como una herencia y de sangre, y en consecuencia se opone absolutamente a la noción de ciudadanía contractual y voluntaria que funda la nación republicana. El racismo, así revestido de una garantía científica, viene a legitimar al mismo tiempo la política de colonización actual con el apoyo de la izquierda parlamentaria, cuando decreta la inferioridad natural de los pueblos de color o de los árabes y reduce a los «indígenas» al rango de sujetos de derecho diferenciado en el marco del Imperio o de los departamentos de Argelia. Otra mutación importante: aquí también el antisemitismo racial poco a poco va suplantando al antijudaísmo teológico, aunque durante los últimos veinte años del siglo XIX este es relevado, con eficacia y virulencia, por el periódico La Croix. Este antisemitismo se encuentra también en los revolucionarios de izquierda —de todas las extracciones—, que alimentan en él una identificación permanente del judío con el capitalismo, el dinero y la usura haciendo síntesis, de este modo, del viejo fondo religioso y del socialismo.
El politólogo israelí Zeev Sternhell tiene mucha razón al afirmar que, a partir de esta época, la distinción que estableció René Rémond entre las tres derechas (contrarrevolucionaria, orleanista y bonapartista) ya no se sostiene: se está elaborando una síntesis de ellas, que junto con él podemos llamar «derecha revolucionaria» y que después se prolonga en los movimientos antidemocráticos de los años 1918-1940, y luego en la ideología de la Revolución Nacional de Vichy y —según Sternhell— en los fascismos. ¿En qué se apoya, entonces, esta «derecha revolucionaria»? En la modernización actual del continente europeo, la revolución tecnológica, la llegada al mercado electoral de las clases obreras. La «derecha revolucionaria» busca responder a las reivindicaciones de los estratos populares en cuanto a su estatus y sus condiciones de trabajo, y al mismo tiempo a la muy fuerte oposición al marxismo de buena parte de la clase obrera, que se encuentra, junto con otros componentes de la sociedad, en el culto a «la tierra y los muertos» de Barrès, especie de equivalente francés del Blut und Boden alemán. Crisis intelectual, rechazo del orden social establecido, con algunos caprichos revolucionarios y tonos anticapitalistas, dimensión populista que retoma la tradición plebiscitaria, justificación —incluso apología— de la violencia como modo de acción, pero también de regeneración individual y colectiva: tales son los rasgos más salientes de esta vía que proclama «ni derecha ni izquierda». (26) Es esta derecha, junto con los antidreyfusianos, los maurrasianos, Georges Valois y Georges Sorel entre otras figuras, la que a comienzos del siglo XX da cuerpo a una radicalización que Zeev Sternhell considera un fascismo, e incluso el primer fascismo.