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Reacción y contrarrevolución
ОглавлениеEn la Asamblea Constituyente —denominación que adoptan los Estados Generales a partir del 9 de julio de 1789—, nacen los primeros partidos políticos. En ese entonces, la organización espacial de la sala de reuniones ubica a la derecha del presidente a los aristócratas («Negros»), es decir, a los partidarios del Antiguo Régimen que rechazan totalmente la Revolución. Después, de derecha a izquierda, se coloca a los monárquicos, que son partidarios de la monarquía parlamentaria bicameral a la inglesa; luego, a los patriotas o los constitucionales, que buscan reducir al mínimo los poderes del rey y desean una Cámara única, y, por último, en el extremo izquierdo, a los demócratas, partidarios del sufragio universal.
Esta distribución en la Salle du Manège del castillo de las Tullerías en París parece datar del 11 de septiembre de 1789, cuando los partidarios del derecho a veto del rey se colocan a la derecha del presidente y los opositores al veto, a su izquierda. La fracción ubicada más a la derecha, que se encuentra por fuera de la Asamblea en el Salón Francés, es liderada por el vizconde de Mirabeau, llamado Mirabeau-Tonneau (hermano de Honoré Gabriel de Mirabeau), el oficial de Cazalès y el abad Maury. Esta fracción abandona rápidamente los debates. Ya a fines de 1789, alrededor de doscientos de sus miembros, en su mayoría nobles, han emigrado, mientras que otros 194 se han retirado a sus tierras. A lo largo de la Revolución francesa, durante el Consulado y el Imperio, principalmente en la emigración, durante la Restauración y la Monarquía de Julio, y por último durante el Segundo Imperio, el campo contrarrevolucionario, muy heteróclito, encarna aquello que prefigura a la extrema derecha. Pero, aunque las palabras y las ideas ya están ahí, su difusión es un tema aparte... Porque, si bien ya a comienzos del siglo XIX las calificaciones políticas están dispuestas (extrema derecha, derecha, etcétera), no es sino hasta la Primera Guerra Mundial cuando los ciudadanos se clasifican a sí mismos en el eje derecha-izquierda: los posicionamientos políticos todavía se corresponden sobre todo con la vida parlamentaria.(2)
Las primeras menciones taxonómicas que se encuentran no son poco interesantes. Durante el reinado de Carlos X (1824-1830), un libelo presenta al «hombre de extrema derecha»: hostil tanto al estado de cosas como a las elites instaladas, escéptico, adepto a la tabula rasa para restablecer el orden, desconfiado de los políticos, pero elogioso de la acción y la fuerza, temeroso de una revolución por venir. (3) Hay allí un carácter antes que una ortodoxia, pero aquella pista no es inexacta, y al menos ese retrato es coherente. Los actuales herederos de aquellos contrarrevolucionarios son los legitimistas, ese pequeño ámbito realista que se identifica con la rama española de los Borbones, al igual que el catolicismo integrista, como por ejemplo el de los discípulos de monseñor Marcel Lefebvre. Los doctrinarios de la Contrarrevolución tienen una mirada del mundo de naturaleza político-teológica que descansa en una noción de orden (Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Antoine de Rivarol, entre los más conocidos). Para ellos, el orden natural, tal como lo define el catolicismo, impone un modo de gobierno —la monarquía— y de organización social que asigna a cada «orden», precisamente, una función establecida e inmutable. Son franceses, pero el nacionalismo, tal como comienza a entenderse a partir de la década de 1870, no es la piedra angular de sus ideas. Además, tienen una deuda intelectual con el inglés Edmund Burke, los suizos Mallet du Pan y Louis de Haller… y el saboyano Maistre es súbdito del rey de Cerdeña. Desconfían del progreso y, más aun, de lo que las Luces han introducido: el libre análisis, el escepticismo, incluso el ateísmo. Según ellos, abstraerse de las enseñanzas de la historia está fuera de cuestión: son ante todo tradicionalistas, como más adelante lo será Charles Maurras. Tienden a idealizar el pasado, a gustar de la postura de la minoría fiel hasta el final, incluso cuando no queda esperanza. Esta ideología del «pequeño resto» también traduce su romanticismo a lo político. En algunos de ellos, como el abad Augustin Barruel, esta condena de una revolución, que consideran ante todo como una subversión, da nacimiento a la teoría del complot, que hace furor en la extrema derecha. En sus Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1797) [Memorias para servir a la historia del jacobinismo], recientemente reeditadas, Barruel denuncia la acción de las logias masónicas, los «Iluminados», los filósofos y, en un grado menor, los judíos, para derrocar el Antiguo Régimen. La Revolución —no el acontecimiento sino su principio— sería de esencia satánica, emanación de fuerzas oscuras que buscarían destruir, a la vez, la religión y Francia. Barruel forja una nueva palabra para denunciar la ideología de su adversario: el «nacionalismo», que habría destruido a las antiguas provincias y quebrado la amistad universal. (4)
Como bien señala René Rémond, (5) en el período que corre desde la Restauración de 1814 hasta la Revolución de 1830, la única familia política que merece la denominación de «derecha» es la de los partidarios del regreso a la monarquía absoluta, que aceptan por sí mismos la etiqueta de «ultrarrealistas». El adjetivo «ultra» les es apropiado, porque van más allá del simple principio monárquico, que consagra la llegada de Luis XVIII al trono. Los «ultras» son místicos, adeptos a una concepción providencialista de la historia, y creen que Francia y la dinastía de los Borbones son depositarios de la voluntad divina (Gesta Dei per Francos, es decir, «la acción de Dios pasa por los francos», según una expresión medieval). Los exiliados contrarrevolucionarios, apartados de su país durante dos décadas, se apegan a un mito, el del retorno completo al Antiguo Régimen, y endurecen sus rencores, de modo que incluso el conde de Provenza, devenido rey, les parece liberal. Se oponen, dentro de la Cámara Inhallable (1814), a la Carta Constitucional, e incluso a su soberano. Se expresan a través de periódicos, como Le Drapeau blanc [La bandera blanca], o folletos, como el de Chateaubriand: De la monarchie selon la Charte [La monarquía según la Carta]. Solo encuentran la victoria en la llegada de Carlos X al trono en 1824, comprometido con su causa. Vuelven a ser minoría en 1830, con el inicio de la Monarquía de Julio, para nunca volver al poder. Es en esta época cuando el campo monárquico se divide en dos familias: los orleanistas, detrás de Luis Felipe, partidarios de una monarquía liberal, y los legitimistas ultracistas. Los primeros, favorables a una monarquía parlamentaria, de alguna manera son los precursores del liberalismo, de un centrismo que privilegia el equilibrio entre conservación social y progreso económico, y que se apoya a la vez en la industrialización, el avance del poder de la burguesía y la financierización de la economía. Los segundos se encuentran, por su propia intransigencia ideológica, y ya desde entonces, en el campo de los vencidos de la historia.
Para el jurista Stéphane Rials, (6) los legitimistas desarrollan, a lo largo del siglo XIX, ideas basadas en el sentido de la decadencia, en un catolicismo intransigente y en un providencialismo que, en autores como Blanc de Saint-Bonnet o Louis Veuillot, deriva con facilidad en un inmenso pesimismo. Los legitimistas casi no creen en la posibilidad de que sus ideas triunfen a través de medios humanos. Tienen una confianza ciega en el «milagro», en lo sobrenatural, que luego se encuentra en escritores cercanos a ellos, como Léon Bloy, Jules Barbey d’Aurevilly o Ernst Hello. Este pesimismo místico es un rasgo destacado de la mentalidad de extrema derecha, cuyo fascismo se distingue, sin embargo, por su vitalismo y su valoración del progreso.
En el último cuarto del siglo XIX, se produce la marginalización definitiva de la corriente contrarrevolucionaria. Cierto es que las elecciones complementarias del 2 de julio de 1871, que siguieron a la elección de la Asamblea Nacional del 8 de febrero del mismo año, instalaron una mayoría monárquica. Paradójicamente, es un católico liberal, monseñor Dupanloup, quien en ese entonces se sienta en la extrema derecha de la Asamblea. Inmediatamente a su lado se ubican los Chevau-légers (los más intransigentes de los legitimistas), comandados por Armand de Belcastel, Cazenove de Pradines y Albert de Mun. Tomaban su nombre del pasaje de Versalles donde se reunían. Partidarios de una monarquía fidelísima a sus símbolos —ya que no habían podido restablecer íntegramente el Antiguo Régimen—, estaban marcados por un catolicismo rígido, que solía hacerles ver la derrota de 1870 ante Prusia como un castigo divino. Representaban a una pequeña nobleza provinciana, con sus sirvientes plebeyos, que estaba perdiendo terreno. Fracasaron en su cometido cuando en 1873 se produjo la «restauración fallida» de su aspirante al trono, el conde de Chambord (Enrique V de Francia). Víctimas de un líder sin verdaderos deseos de poder, en 1892 se someten a la consigna de unir al papa a la legitimidad republicana. En adelante, el realismo ya no vuelve a expresarse con cierta visibilidad sino hasta tomar la forma de Action Française [Acción Francesa].
Cierto es que, en la época de la Contrarrevolución —cuando finalmente las elites nobiliarias e intelectuales se globalizan ampliamente por Europa y el Estado-nación no estaba del todo constituido—, el campo liberal y el de los contrarrevolucionarios trascienden las fronteras. De este modo, existe en España, desde comienzos de la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas (1808), un grupo absolutista de fuerte componente aristocrático y clerical. Se manifiesta en especial en las Cortes de Cádiz, que se oponen en 1810 a que el Consejo de Regencia reconozca que el principio de la soberanía nacional se encarne en la Cámara. Se radicaliza incluso después del regreso al trono de Fernando VII (1813) y se encarna a partir de 1833 en el carlismo, que, al igual que el legitimismo, se estructura en torno a una reivindicación dinástica a la vez que a una ideología. El movimiento absolutista da inicio a la teoría de las «dos Españas» y al tema de la «cruzada», que volveremos a encontrar en 1936 en el franquismo. Dejó a varios pensadores importantes: Jaime Balmes (1810-1848), pero sobre todo Juan Donoso Cortés (1809-1853), Juan Vázquez de Mella y Félix Sardá y Salvany, cuyo libro traducido al francés (Le libéralisme est un péché, 1886) es un buen resumen de esta doctrina. La edad de oro de la vicerrealeza española y el pensamiento contrarrevolucionario, junto con el misticismo católico integrista, inspiraron en México la obra literaria y la acción política de Salvador Abascal Infante (1910-2000) y del Movimiento Sinarquista, vástago tardío de la rebelión popular de los Cristeros (1926-1929) contra la República laica, consagrada por la Constitución de 1917.
En síntesis, aquello que históricamente se ha llamado la «primera globalización» permitió la circulación de ideas y de hombres. Con 180 millones de migrantes entre 1840-1940, (7) se trata de un período masificador que termina en una superación de la forma nacional en beneficio de imperios y teorías y prácticas jurídicas discriminatorias entre los miembros de estos imperios. Pero muchas de las ideas que constituyen hasta hoy la base común de la ideología de extrema derecha (nacionalismo, populismo, antisemitismo, en particular) también son defendidas en aquellos tiempos por la izquierda revolucionaria.