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Capítulo cuatroEn Busca De UnaDevoción Más Profunda

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Con todo mi corazón te he buscado;no me dejes desviarme de tus mandamientos. Salmo 119:10

La Escritura define a los no creyentes como totalmente impíos. En su carta a los romanos, Pablo dice que ellos no tienen temor de Dios, son hostiles a Él, no están dispuestos a someterse a Su ley y son incapaces de agradarle. Esto es tan cierto del no creyente que lleva una vida moralmente recta como lo es del libertino más corrupto. El primero adora a un dios de su propia imaginación, no al Dios de la Biblia. Cuando este es confrontado con las demandas del Dios Soberano del universo, usualmente reacciona con mayor hostilidad que el incrédulo que vive abiertamente en pecado.

En el momento de nuestra salvación, Dios a través de Su Espíritu Santo se encarga de este espíritu impío en nuestro interior. Él nos da un nuevo corazón y nos mueve a obedecerle, nos da un corazón sin doblez e inspira en nosotros temor a Él, y derrama Su amor en nuestros corazones de modo que empezamos a comprender Su amor por nosotros. Todo esto hace parte de las bendiciones del nuevo nacimiento, por eso podemos decir con seguridad que todos los cristianos poseen, al menos en forma embrionaria, una devoción a Dios básica. Es imposible ser cristiano y no tenerla. La obra del Espíritu Santo en la regeneración garantiza esto. Dios nos ha dado todo lo que necesitamos para la vida y la piedad.

Pero aunque todos los cristianos poseemos esta devoción a Dios básica como parte integral de nuestras vidas espirituales, nosotros tenemos que crecer en esta devoción a Dios. Debemos ejercitarnos para la piedad; debemos poner toda diligencia en añadir piedad a nuestra fe. Crecer en piedad es crecer tanto en nuestra devoción a Dios como en nuestra semejanza a Su carácter.

En el capítulo 2 ilustramos la devoción a Dios con un triángulo en el cual las puntas representan el temor de Dios, el amor de Dios y el deseo de Dios. Crecer en nuestra devoción a Dios es crecer en cada una de estas tres áreas. Y así como ese triángulo tiene los tres lados iguales, también nosotros debemos buscar crecer equitativamente en todas estas áreas; de lo contrario nuestra devoción se vuelve desequilibrada.

Buscar crecer en el temor de Dios, por ejemplo, sin crecer también en la comprensión de Su amor hace que empecemos a ver a Dios como alguien distante y austero. O buscar crecer en nuestra consciencia del amor de Dios sin crecer también en nuestra reverencia y admiración ante Él puede hacer que veamos a Dios como un Padre celestial permisivo e indulgente que no confronta nuestro pecado. Esta última perspectiva desequilibrada es la que predomina en nuestra sociedad actual. Por eso muchos cristianos están insistiendo en que se renueve el énfasis en la enseñanza bíblica del temor de Dios.

Una característica crucial de nuestro crecimiento en la devoción piadosa, por tanto, debe ser una aproximación equilibrada a los tres elementos esenciales de la devoción: temor, amor y deseo. Otra característica crucial debe ser una dependencia vital del Espíritu Santo que produce este crecimiento. El principio del ministerio cristiano que Pablo declara en 1 Corintios 3:7: «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento», es igual de válido como principio para el crecimiento en la piedad. Debemos plantar y regar a través de los medios que Dios nos ha dado, pero solo Dios puede hacer que la devoción piadosa aumente en nuestros corazones.

Orando por crecimiento

Nosotros expresamos que dependemos de Dios cuando oramos pidiéndole que nos haga crecer en nuestra devoción a Él. David oró: «Afirma mi corazón para que tema tu nombre» (Salmo 86:11). Pablo oró para que los cristianos efesios pudieran comprender la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo (cf. Efesios 3:16–19). Y David oró pidiendo que pudiera habitar en la casa del Señor para contemplar Su hermosura y buscarlo en Su templo (cf. Salmo 27:4). Cada una de estas oraciones es un reconocimiento de que el crecimiento en devoción a Dios proviene de Él.

Si estamos comprometidos con la práctica de la piedad, eso se verá reflejado en nuestra vida de oración. Vamos a pedir regularmente a Dios que incremente nuestro temor de Él, que profundice nuestra comprensión de Su amor por nosotros y que aumente nuestro deseo de comunión con Él. Haríamos bien, por ejemplo, si ponemos los tres versículos mencionados arriba, o pasajes similares, en nuestra lista de peticiones de oración y oramos con ellos regularmente.

Meditando en Dios

Ya hemos discutido la importancia general de la Palabra de Dios para desarrollar la piedad. La Palabra también nos ayuda específicamente en las tres áreas de la devoción: el temor de Dios, el amor de Dios y el deseo de Dios.

Si bien toda la Biblia debe instruirnos en el temor de Dios, yo he notado que ciertos pasajes me ayudan de manera especial a concentrar mi atención en la majestad y la santidad de Dios —los atributos particularmente apropiados para estimular en nuestros corazones el temor de Dios. Estos son algunos de los pasajes a los que vuelvo frecuentemente:

• Isaías 6 y Apocalipsis 4 —la santidad de Dios

• Isaías 40 —la grandeza de Dios

• Salmo 139 —la omnisciencia y omnipresencia de Dios

• Apocalipsis 1:10–17 y Apocalipsis 5 —la majestad de Cristo

Menciono estas porciones de la Escritura solo como sugerencias. Quizá tú encuentres otras que son más significativas para ti. Úsalas. Lo importante es que Dios usa Su Palabra para crear en nuestros corazones un sentido de reverencia y admiración por Él que nos hace temerle. No sirve de nada orar por mayor temor de Dios en nuestros corazones si no meditamos en pasajes de la Escritura que son particularmente apropiados para estimular ese temor.

También hay pasajes específicos que nos ayudarán a crecer en nuestra consciencia del amor de Dios. Los siguientes son especialmente útiles para mí: Salmo 103, Isaías 53, Romanos 5:6–11, Efesios 2:1–10, 2 Corintios 5:14–21, 1 Timoteo 1:15–16 y 1 Juan 4:9–11.

Al recomendar ciertos pasajes de la Escritura, sin embargo, debo insistir en que no es la simple lectura, ni la memorización, de estos pasajes lo que logra el resultado deseado de crecer en la piedad. Tenemos que meditar en ellos, pero ni siquiera eso es suficiente. El Espíritu Santo tiene que hacer que Su Palabra cobre vida en nuestros corazones para producir el crecimiento, así que debemos meditar y orar reconociendo que dependemos de Su obra. Ni la meditación ni la oración por sí solas son suficientes para crecer en devoción. Tenemos que practicar las dos.

Adorando a Dios

Otra parte esencial de nuestra práctica de la devoción a Dios es la adoración. Con adoración me refiero al acto específico de atribuirle a Dios la gloria, majestad, honor y dignidad que son Suyos. Apocalipsis 4:8–11 y 5:9–14 nos dan ilustraciones claras de la adoración que tiene lugar en el cielo y que nosotros deberíamos imitar aquí en la tierra. Yo casi siempre comienzo mi devocional diario con un tiempo de adoración. Antes de comenzar mi lectura bíblica del día, dedico unos minutos a reflexionar sobre uno de los atributos de Dios o meditar en alguno de los pasajes sobre Él que mencioné arriba y atribuirle la gloria y el honor que Él merece debido a ese atributo en particular.

A mí me ayuda mucho ponerme de rodillas durante este tiempo de adoración como un reconocimiento físico de mi reverencia, admiración y veneración a Dios. La adoración es un asunto del corazón, no de la posición física que uno asume; sin embargo, las Escrituras con frecuencia retratan el arrodillarse como una señal de homenaje y adoración. David dijo: «Me postraré en tu santo templo con reverencia» (Salmo 5:7 LBLA). El escritor del Salmo 95 dice: «Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor» (v. 6). Y sabemos que un día toda rodilla se doblará ante Jesús como señal de homenaje a Su señorío (cf. Filipenses 2:10).

Claramente, no siempre es posible inclinarnos ante Dios en nuestros tiempos de adoración. Dios lo entiende y seguramente permite que sea así. Pero cuando podemos hacerlo, yo recomiendo inclinarse ante Dios, no solo como señal de reverencia a Él sino también porque nos ayuda a preparar nuestras mentes para adorar a Dios de una forma aceptable para Él.

Al enfatizar el valor de la adoración, me he ocupado únicamente de la práctica de la adoración privada —lo que deberíamos hacer en nuestros devocionales personales. No pretendo ignorar la adoración pública colectiva, simplemente no me siento calificado para hablar de ese tema. Yo rogaría a los ministros de las congregaciones que nos den más instrucción en cuanto a la naturaleza y práctica de la adoración colectiva. Siento que muchos cristianos participan en los aspectos externos de un servicio de adoración sin adorar realmente a Dios.

Comunión con Dios

Todo lo dicho hasta ahora sobre la importancia de la oración, de meditar en la Palabra de Dios y de tener un momento específico de adoración indica la importancia de un devocional. La expresión «devocional» se usa para describir un periodo habitual que se aparta cada día para encontrarnos con Dios a través de Su Palabra y de la oración. Uno de los grandes privilegios del creyente es tener comunión con el Dios omnipotente. Esto lo hacemos al escuchar que Él nos habla desde Su Palabra y al hablarle a Él por medio de la oración.

Hay varios ejercicios espirituales que sería bueno realizar en nuestro tiempo devocional, tales como leer la Biblia completa en un año y orar por ciertas peticiones. Pero el objetivo principal de nuestros devocionales debe ser la comunión con Dios — desarrollar una relación personal con Él y crecer en nuestra devoción a Él.

Después de que comienzo mi devocional con un tiempo de adoración, yo acudo a la Biblia. A medida que leo un pasaje de la Escritura (usualmente un capítulo o más), hablo con Dios acerca de lo que estoy leyendo. Me gusta pensar en el devocional como si fuera una conversación: Dios hablándome a través de la Biblia y yo respondiendo a lo que Él dice. Esta mecánica contribuye a hacer del devocional lo que debería ser: un tiempo de comunión con Dios.

Luego de adorar a Dios y tener comunión con Él, yo dedico un tiempo para presentar ante Él distintas peticiones de oración. Seguir este orden me prepara para orar de manera más efectiva. He reflexionado sobre Quién es Dios, por tanto, no me apresuro a entrar en Su presencia de manera casual ni con exigencias. Además, me acuerdo de Su poder y amor, y al recordar que Él quiere responder mis peticiones y se deleita en hacerlo mi fe es fortalecida. De este modo, incluso mi tiempo para pedir se convierte de hecho en un tiempo de comunión con Él.

Al sugerir ciertos pasajes para meditar, o ciertos modos de adoración, o una práctica particular para los tiempos devocionales, no quiero dar la impresión de que crecer en devoción a Dios es simplemente seguir una rutina recomendada. Tampoco quiero sugerir que lo que me resulta útil a mí deba ser imitado por otros o que será útil para otros. Todo lo que quiero hacer es demostrar que el crecimiento en devoción a Dios, si bien es el resultado de Su obra en nosotros, viene como resultado de una práctica muy concreta por nuestra parte. Nosotros debemos entrenarnos para la piedad; y como aprendimos en el capítulo 3, el entrenamiento implica práctica —el ejercicio diario que nos capacita para adquirir mayor habilidad.

La prueba definitiva

Hasta ahora hemos considerado actividades específicas que nos ayudan a crecer en devoción a Dios: la oración, la meditación en las Escrituras, la adoración y el tiempo devocional. Hay otra área que no es una actividad sino una actitud en la vida: la obediencia a la voluntad de Dios. Esta es la prueba definitiva de nuestro temor de Dios y la única respuesta verdadera a Su amor por nosotros. Dios declara específicamente que nosotros le tememos al guardar todos Sus estatutos y mandamientos (cf. Deuteronomio 6:1–2), y Proverbios 8:13 dice que «el temor del Señor es aborrecer el mal» (LBLA). Yo puedo saber si de verdad temo a Dios al determinar si tengo un odio genuino por el pecado y un deseo sincero de obedecer Sus mandamientos.

En los días de Nehemías, los nobles y oficiales judíos estaban desobedeciendo la ley de Dios al cobrar usura a sus hermanos. Cuando Nehemías los confrontó, dijo: «No es bueno lo que hacéis. ¿No andaréis en el temor de nuestro Dios, para no ser oprobio de las naciones enemigas nuestras?» (Nehemías 5:9). Era como decir: «¿No deberían obedecer a Dios para evitar el oprobio de nuestros enemigos?». Nehemías consideraba que caminar en el temor de Dios era equivalente a obedecer a Dios. Si nosotros no tememos a Dios, no pensaremos que vale la pena obedecer Sus mandamientos; pero si verdaderamente Le tememos —si le tenemos reverencia y admiración— vamos a obedecerle. La medida de nuestra obediencia es una medida exacta de nuestra reverencia a Él.

De manera similar, como ya hemos visto en el capítulo 2, Pablo afirmaba que su consciencia del amor de Cristo por él lo constreñía a vivir no para sí mismo sino para Aquel que murió por nosotros. Cuando Dios comienza a responder nuestra oración por una mayor consciencia de Su amor, uno de los medios que Él generalmente usa es permitirnos ver más y más de nuestra propia pecaminosidad. Pablo estaba cerca del final de su vida cuando escribió estas palabras: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Timoteo 1:15). Nos damos cuenta de que los pecados que cometemos como cristianos, aunque quizá no tan escandalosos exteriormente como antes, son más abominables a la vista de Dios porque son pecados contra el conocimiento y contra la gracia. Nosotros entendemos más y conocemos Su amor, y sin embargo pecamos voluntariamente. Y luego regresamos a la cruz y reconocemos que Jesús cargó incluso esos pecados deliberados en Su cuerpo sobre el madero, y el reconocimiento de ese amor infinito nos constriñe a enfrentar esos mismos pecados y mortificarlos. Tanto el temor de Dios como el amor de Dios nos motivan a la obediencia, y esa obediencia prueba a su vez que ambas cosas —el temor y el amor de Dios— son auténticas en nuestras vidas.

Un anhelo más profundo

Al concentrarnos en crecer en nuestra reverencia y admiración por Dios y en nuestro entendimiento de Su amor por nosotros, hallaremos que nuestro deseo de Él crecerá. Al contemplar Su hermosura, desearemos buscarlo aún más. Y conforme seamos progresivamente más conscientes de Su amor redentor, querremos conocerle de una forma cada vez más profunda. Pero también podemos orar para que Dios intensifique nuestro deseo de Él. Recuerdo una ocasión en que leí Filipenses 3:10 hace algunos años y reconocí un poco de la profundidad del deseo que tenía Pablo de conocer a Cristo más íntimamente. Mientras leía, oré: «Oh Dios, no puedo identificarme con el anhelo de Pablo, pero quisiera hacerlo». Con el paso de los años Dios ha comenzado a responder esa oración. Por Su gracia conozco empíricamente hasta cierto punto las palabras de Isaías: «Con mi alma te he deseado en la noche, y en tanto que me dure el espíritu dentro de mí, madrugaré a buscarte» (Isaías 26:9). Estoy agradecido por lo que Dios ha hecho, pero oro para seguir creciendo en este deseo de Él.

Una de las cosas maravillosas acerca de Dios es que Él es infinito en todos Sus gloriosos atributos, así que nuestro deseo nunca agotará la revelación de Su persona. Entre más lo conozcamos, más vamos a desearlo. Y entre más lo deseemos, más vamos a querer estar en comunión con Él y experimentar Su presencia. Y entre más anhelemos estar con Él y disfrutar de Su comunión, más desearemos ser como Él.

El clamor sincero de Pablo en Filipenses 3:10 expresa vívidamente este anhelo. Él desea conocer a Cristo y ser como Él. Quiere experimentar Su comunión —incluso la comunión del sufrimiento— y también el poder transformador de Su vida resucitada. Él quiere estar centrado en Cristo y ser semejante a Cristo.

Esto es la piedad: una actitud enfocada en Dios, o devoción a Dios; y un carácter semejante al de Dios, o carácter cristiano. La práctica de la piedad es tanto la práctica de la devoción a Dios como la práctica de un estilo de vida que es agradable a Dios y refleja Su carácter a otras personas.

En lo que resta de nuestros estudios en este libro, consideraremos el carácter semejante a Dios que debemos manifestar. Pero nosotros solo podemos construir ese carácter sobre el fundamento de una devoción total a Dios. Dios debe estar en el punto focal de nuestras vidas si queremos tener un carácter y una conducta piadosos.

Sería imposible hacer demasiado énfasis en este punto. Muchos de nosotros nos enfocamos en la estructura exterior del carácter y la conducta sin tomarnos el tiempo de construir el fundamento interior de devoción a Dios. Esto a menudo resulta en una moralidad fría o legalismo, o, aún peor, en autosuficiencia y orgullo espiritual. Por supuesto, el fundamento de devoción a Dios y la estructura de una vida agradable a Dios deben desarrollarse simultáneamente. No podemos separar estos dos aspectos de la piedad.

Dada la importancia de establecer apropiadamente el fundamento de devoción interior, yo te ánimo a revisar los elementos esenciales de la devoción (cf. capítulo 2). Luego revisa este capítulo y diseña un plan específico para ejercitarte en la devoción a Dios. Nadie ha desarrollado nunca una habilidad mental o física sin comprometerse a practicar. Y nadie desarrollará jamás una devoción a Dios sin el compromiso de ejercitarse a sí mismo en los elementos esenciales de la devoción.

La idea de la práctica tal vez tiende a hacernos pensar en un trabajo arduo, como las aburridas repeticiones de escalas en el piano cuando queríamos estar afuera jugando con nuestros amigos. Pero la práctica para desarrollar nuestra relación con Dios no debe compararse con algo como las lecciones de música en la infancia. Estamos buscando crecer en nuestra devoción a la Persona más maravillosa de todo el universo, el infinitamente glorioso y amoroso Dios. Nada puede compararse con el privilegio de conocer a Aquel en cuya presencia hay plenitud de gozo y en cuya diestra hay deleites para siempre (cf. Salmo 16:11).

La práctica de la piedad

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