Читать книгу La palabra y la acción - Jesús Martín-Barbero - Страница 12
ОглавлениеCapítulo II
La objetivación del lenguaje
Hablar es decir algo a alguien. La experiencia inmediata y normal que cualquier hombre tiene del lenguaje es la de un medio, la de un instrumento que le permite comunicarse con los demás. Pero en esa experiencia el lenguaje se oculta, se disuelve en la operación misma de manera que cuando esta falla, la pregunta espontánea es: ¿qué quiso usted decir? La pregunta se olvida del lenguaje para apuntar directamente al contenido. Como si las dificultades nada tuvieran que ver con el medio. Para hablar del lenguaje hay que tomar distancia, romper con la experiencia familiar y subjetiva. Para hablar del lenguaje es necesario “objetivarlo”.
Objetivar el lenguaje es antes que todo “desacralizarlo”, un acto de irrupción en algo cuasi sagrado. Hasta el análisis moderno el lenguaje conservaba todas sus prerrogativas de fenómeno “único”,1 con profundidades insondables. La filosofía alemana del lenguaje –Humboldt, Schiller– hizo de la expresión su valor fundamental. Unida al gran movimiento romántico esa filosofía verá en el lenguaje la “encarnación del espíritu del pueblo” sobre la que Johann Gottlieb Fichte edificará su exaltación de Alemania como única nación que no había adulterado su lengua materna. Y tras la “espiritualidad” del lenguaje se agazapará un nacionalismo y racismo cuyas consecuencias se harán visibles en la Alemania nazi. Ha sido necesaria la conjunción del marxismo y la semiología estructural para denunciar y desenmascarar la falsa sacralidad de la “jerga”, de esos “usos religiosos desligados del contenido religioso”2 tras los que se enmascaran las ideologías de la autenticidad, del orden y el progreso. Solo en la medida en que el lenguaje aparece como objetivación, como construcción humana, trama de relaciones desmontables, el lenguaje no oculta sino que por el contrario descubre aquello a lo que da asilo. La lingüística actual está rindiendo un gran servicio a la desmitologización de los discursos en los que –como veremos a propósito de la acción social del lenguaje– se articula la experiencia del poder, de las clases sociales, de las diversas ideologías políticas.
Porque el lenguaje sirve a la comunicación en la medida en que exterioriza y articula un sentido. Hecho de signos, el lenguaje posibilita la “objetivación de la experiencia” al unir un fenómeno perceptible a una significación.3 La ruptura con el subjetivismo reflexivo o psicologizante no tiene otro camino que el estudio de la codificación de la experiencia en el discurso, esto es, en las formas de expresión que permiten una observación. La escuela psicoanalítica de Lacan ha venido a poner de relieve esta capacidad objetivadora del lenguaje a través de su estudio del discurso del enfermo como “texto” a descifrar. El lenguaje del enfermo es la clave que se ofrece al analista para penetrar en el mundo inconsciente que los síntomas y los sueños, las resistencias en forma de lapsus significan: “el sueño tiene la estructura de una frase” y el síntoma se resuelve en el análisis del lenguaje ya que él mismo está estructurado como un lenguaje “cuya palabra debe ser liberada”.4 La trama del lenguaje se da en definitiva como texto último. A través de sus continuidades o sus roturas, sus sobrecargas o sus artificios son los movimientos de la necesidad y del deseo, las posibilidades y las dificultades del encuentro con las cosas y con los demás las que afloran al exterior, se hacen objetivas y por lo tanto analizables. Del lado del enfermo su discurso aparece como el único medio de asumirse a sí mismo. Esa “biografía” hecha no de acontecimientos sino de motivaciones solo puede ser asumida en la medida en que es verbalizada. El psicoanálisis descubre que a través del discurso otro “lenguaje” se manifiesta con sus propios símbolos y su propia sintaxis, que reenvía a las estructuras profundas del psiquismo.5 De esa manera, el lenguaje no solo traduce sino que actúa como agente de la transformación psicosomática, como medio de la toma de posesión por el sujeto de su mundo interior y del mundo social.
Pero no solo el analista, cualquier hombre experimenta también el espesor objetivo del lenguaje. En la dificultad de decir lo que queremos, realmente sentimos que el lenguaje adquiere consistencia propia, se nos resiste, nos bloquea, opone su propio peso a nuestra voluntad de comunicación, se alza ante nosotros con una densidad que hay que vencer. Y a través de esa densidad que nos reta se nos hace manifiesta su forma mediadora, su ser como sistema de signos. La paradoja fundamental del lenguaje consiste precisamente en que siendo “yo” el sujeto de mi palabra necesito plegarme, obedecer a unas leyes que me vienen de fuera, de la lengua, para que sea posible la comunicación. Mi mensaje pasa en la medida en que me someto al código establecido. La sistematicidad del lenguaje cauciona su disponibilidad. El ser objetivo del lenguaje me aparece pues como una puesta en causa continua y permanente de mis poderes sobre él.6 Mientras que la experiencia es privada, el lenguaje es público. Público, puesto que está regido por leyes que me vienen de la comunidad y público también, o mejor, universal porque su orden de signos me abre a lo universal, a la universalidad de las cosas por decir y de los hombres con los que comunicar.
¿Qué tipo de objetividad es entonces la del lenguaje? Para los positivistas lógicos la respuesta no tiene duda: la objetividad de las cosas. El análisis estructural parece decir lo mismo pero solo aparentemente. Porque mientras para Carnap el lenguaje “es” una cosa, para Saussure el lenguaje “se da” como una cosa, se presenta al analista en su forma de cosa. El lenguaje recubre la lengua y la palabra aunque solo la lengua se preste a la sistematización. Chomsky7 ha mostrado claramente los peligros de una empresa reduccionista como la de Harris, que se propone hacer consistir toda la lingüística en una formalización completa del sistema lingüístico. Quizá podría ayudarnos a responder a nuestra pregunta el camino abierto por la fenomenología en el estudio del “cuerpo propio”, a medio camino entre algo que tenemos y algo que somos, ni parte ni instrumento sino fundamento de mediación, eje de nuestra presencia y nuestro intercambio con el mundo. Pero ese camino aparece lleno de trampas. Así, el salto que realiza Merleau-Ponty al pasar directamente del cuerpo como expresión a la palabra se revela imposible, ficticio, sin la mediación del lenguaje como sistema. La oposición entre una ciencia del lenguaje y una fenomenología de la palabra es de hecho la vuelta a la dicotomía “sujeto-objeto” que Merleau-Ponty pretendía superar.8 Si es cierto que la lingüística se constituye en ciencia al constituir al lenguaje como “su” objeto, ello no significa que el sistema tenga función y realidad solo del lado de la ciencia. Émile Benveniste ha mostrado que todo intento de meter la sincronía del lado objetivo y la diacronía del lado del sujeto es radicalmente falso. Es una concepción atomista de la evolución histórica la que Saussure ha superado definitivamente al poner el acento en la estructura y la sincronía.9 No es con la presencia de ese “pasado” de la lengua en la palabra que el verdadero problema de la relación entre estos queda resuelto, sino en la búsqueda de un nuevo elemento que participe a vez de la sistematicidad de la lengua y de la actividad de la palabra, elemento que estudiaremos más adelante. Nuestra pregunta exige pues una doble respuesta articulada a su vez sobre la realidad del signo. Desde el punto de vista del análisis el ser del lenguaje es el de un “sistema de signos”, desde el punto de vista del que habla es una mediación de signos. En el análisis, el lenguaje aparece como objeto. En la experiencia del que habla el lenguaje tiende a anularse como objeto en tensión entre lo que significa su referencia. De todas formas, lo que es cierto es que la objetividad del lenguaje que la lingüística descubre rompe con la objetividad de las cosas tanto como con la subjetividad de la conciencia. El lenguaje es sistema, “cuerpo de emisiones sonoras articuladas” pero también hecho social, lugar de interacción entre individuo y sociedad, instrumento de esa interacción, “masa de signos dispuestos en el mundo para ejercer en él nuestra interrogación”,10 posibilidad de dar nombre a las cosas y articular así la heterogeneidad de lo real.
Sistemas y estructuras
¿Qué significa decir que el lenguaje es un sistema? La pregunta es reciente y sin embargo desde que en el siglo XVII las palabras y las cosas comenzaron a “separarse”, el estudio del lenguaje fue un irle despojando de sus viejas funciones hasta reducirlo a objeto “analizable”, esto es, desmontable en elementos de una organización. Desde que el lenguaje deja de tener como función esencial la de “representar” comienza a aparecer como un todo orgánico: “La regla primera, escribía Humboldt, es estudiar cada lengua en su coherencia intrínseca, ordenarla sistemáticamente, buscar todos los hilos del sistema”.11 El descubrimiento del sánscrito llevó consigo el descubrimiento de las relaciones de parentesco entre todas las lenguas indoeuropeas. El parentesco hace aparecer las semejanzas y las diferencias, él mismo se oculta tras la enorme cantidad de transformaciones condensadas en cada lengua. Una metodología “comparativa” intentará establecer las correspondencias, pero solo el nivel material, solo la analogía de los sonidos y de los vocablos en su construcción será retenido como prueba del parentesco. La intuición de la sistematicidad de la lengua quedará bloqueada al sistema de “cada lengua” en particular, sin calar más dentro, en la sistematicidad del lenguaje en cuanto tal. Pese a ello la gramática comparada y la lingüística “histórica” tanto por sus logros y quizá aún más por sus contradicciones prepararán el terreno a la lingüística actual.
La visión de la lengua como sistema está unida a la constitución del lenguaje en objeto propio de una ciencia. Ahora bien, la constitución del lenguaje en objeto de una ciencia particular está ligada a los problemas y las tentativas de construcción de un lenguaje enteramente científico. Hacia fines del siglo XIX los matemáticos comienzan a interesarse seriamente en el lenguaje. El lenguaje hacía problemas por su falta de claridad y precisión que bloqueaba el avance de las teorías. Los “Principia mathematica” de Whitehead y Russel intentan, en la línea de los estudios de Frege, proporcionar a las matemáticas un cuadro de coherencia lógica. Se trata a la vez del inicio de una “filosofía del lenguaje” positivista, que reduce el lenguaje “sensato” al lenguaje científico. El Tractatus de Wittgenstein será ante todo una crítica del conocimiento a través del lenguaje. El mundo está compuesto no de substancias, sino de “hechos”, “lo que acontece es la existencia de los estados de cosas”.12 Y puesto que entre lenguaje y realidad hay un paralelismo completo el sentido de una frase tiene por condición la univocidad y la coherencia completa de los términos de la proposición. Las proposiciones del lenguaje poseen la capacidad de decir el mundo porque comunican con él a través de la “forma”, pero solo las proposiciones “en forma”, esto es las proposiciones lógicamente construidas, las proposiciones científicas. Existe pues un lenguaje que responde en su forma a la forma del mundo. Pero esa “forma” no puede ser dicha a su vez; ese metalenguaje sería “metafísica”. La “sintaxis lógica” de Carnap, el positivismo lógico de Schlick, y del Círculo de Viena, el pragmatismo de Pierce y el neopositivismo de Goodman y de Quine serán el horizonte de todos los esfuerzos modernos por pensar el lenguaje ya sea como su fuente o como la trampa a evitar y superar.
El estudio de la sistematicidad de la lengua va a tener su verdadero arranque en Saussure. Con él, por primera vez el objeto de la lingüística no será “dado”, algo que está ahí en el texto propuesto a nuestro estudio. No, su objeto es la investigación y construcción de los elementos que componen el lenguaje como sistema. Un sistema pues que no está formado por elementos preexistentes como un puzzle de piezas a ajustar. La tarea, la única tarea verdaderamente lingüística es el descubrimiento de esos elementos y del sistema que ellos conforman. Habrá que comenzar por trazar las fronteras que separan los actos del lenguaje que tienden a la comunicación de todos los demás. Y junto a esa frontera, la segunda será la que separa la lengua de la palabra. La lengua puede ser definida entonces como “un sistema de signos en el que no hay de esencial sino la unión del sentido y la imagen acústica”.13 La palabra es otra vertiente del lenguaje, es el polo individual cuya validez lingüística estriba únicamente en que es ella la que introduce lo que hay de diacronía en la lengua. Porque el definir la lengua como sistema lleva consigo el estudio de esta sobre el eje de la “simultaneidad” y no de las “sucesiones”, es sincrónica por oposición neta y declarada a las falsas pistas de la lingüística histórica. La revolución copernicana operada por Saussure está ahí, pero no pocos excesos han sido cometidos en nombre de un malentendido que pretende oponer el sistema a la historia. Lo que se opone en realidad son dos opciones teóricas de las cuales una parece conducir a un impase metodológico insuperable. Por lo demás, no se trata tampoco de oponer sincronía a diacronía, sino de privilegiar la primera subordinando a esta la segunda: “la diacronía es restablecida en su legitimidad, en cuanto sucesión de sincronías. Ello hace resaltar la importancia primordial de la noción de sistema y de la solidaridad restaurada entre los elementos de la lengua”.14 En ese sistema los signos adquieren una entidad precisa como “fenómenos de doble cara”: un significante perceptible y un significado inteligible, unidos por una relación completamente arbitraria. Eliminada cualquier relación a la cosa el significado es definido como un “concepto” y el significante como una “imagen acústica”. El sistema se tiene pues en la mutua determinación de la cadena sonora y la cadena conceptual y ahí no son los términos lo que cuenta sino las “diferencias”, las diferencias de sonido y de sentido.
Desde el punto de vista del sistema, la lengua aparece pues como un objeto “doble”, formado por dos partes en mutua determinación: sonido y sentido, lengua y palabra, sincronía y diacronía, identidad y oposición. Esa referencia mutua hace del sistema un conjunto de “diferencias” y de “acciones” que no se dan en la experiencia sino que son el resultado de operaciones lógicas que practicamos inconscientemente.