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Introducción

La liberación, acontecimiento y estructura

La pregunta que busca su lenguaje

Pensar el acontecimiento es intentar pensar la paradoja. Mientas las ciencias del hombre se quieren puro sistema formal –modelo de sistema sin sujeto–, mientras la nueva episteme opone su sarcasmo a “quienes quieren aun hablar del hombre, de su reino o de su liberación”,1 mientras los nuevos positivistas de manos limpias afirman que no entienden la significación de frases como “opresión de un pueblo” o “lucha de clases”, millones de hombres en América Latina comienzan a tomar conciencia de lo que les impide ser “sujetos” de su historia e inician la lucha para liberarse de una opresión secular y asfixiante. Mientras el estructuralismo rechaza el acontecimiento fuera de la ciencia y el historicismo genético lo asimila como elemento desintegrándolo, en América Latina se vive, se lucha y se muere al pie del acontecimiento: cambio, gesto, decisión, revolución, ruptura y comienzo. Frente a la pretendida neutralidad de la ciencia, frente a la serenidad y el distanciamiento requerido por el pensar filosófico América Latina opone la imposibilidad de la neutralidad, la pasión indignada –“meter toda mi sangre en mis ideas”,2 decía Mariátegui– y la necesidad fundamental de pensar a los hombres, sus penas y sus esperanzas desde dentro.

¿Significaría todo ello que América Latina es impensable con las categorías “modernas” de pensamiento? ¡Sí!, en la medida en que esas categorías no hacen sino reflejar un mundo bien concreto, el mundo “desarrollado”, un mundo cuya ciencia y cuya técnica solo han sido posibles por cuanto que existía ese otro mundo sin ciencias y sin técnicas, atrasado, subdesarrollado, oprimido, dependiente. Los latinoamericanos también creyeron en el “desarrollo”, en la eficacia neutral y milagrosa de las ciencias, de los análisis puramente económicos, y miraban hacia los países ricos como meta y modelo, y copiaban sus modos de pensar y vivir, y se pensaban a sí mismos con esquemas importados, recientes, modernísimos. Hasta que descubrieron una simple ecuación matemática: que el desarrollo de unos engendraba el subdesarrollo de otros, que la riqueza de unos no era sino el precio de su propia miseria, que la libertad de unos hombres era el costo de la esclavitud de otros.

Entonces se rasgó la máscara, se acabó la comedia que hacía creer a millones de hombres que su liberación debía venir de fuera, que su problema fundamental era un problema de “producción”, de estructuras técnicas de producción. Y descubrieron la mentira de las ayudas y los planes y las alianzas. Descubrieron que ellos eran pobres porque sus tierras eran ricas, que tener minas de oro o inmensos cafetales era una especie de fatalidad que los condenaba a depender en todo lo demás –“cada región se identificó con lo que producía y cada producto se convirtió en una vocación y en un destino”3 –, que su producción era diseñada desde fuera y hacia fuera, que su desarrollo lo único que desarrollaba era la desigualdad.

A partir de ese momento, a partir de esa toma de conciencia, se hizo imposible el lenguaje del desarrollo y comenzó a gestarse el lenguaje de la “liberación”. Y con él, todo un cambio de óptica y de perspectiva: de la reforma a la revolución, de la evolución a la ruptura, de la parcelación a la globalización y la totalidad. Y frente al peso oscuro y aplastante de las “estructuras” comenzaron a alzarse los “acontecimientos” y las decisiones. Un puñado de hombres en la sierra doblegaban la historia, la rebelión estudiantil exasperaba al poder, la huelga sostenida de una aldea campesina desafiaba los planes económicos. Era un otro lenguaje para ese mundo otro. Y en ese mundo otro los filósofos tuvieron que bajar de su mundo de ideas al mundo de los hombres y perdieron el asco a las cifras, a lo cotidiano, a lo cuantitativo al descubrir que cuando la cantidad son millones de niños que mueren de hambre física, de millones de hombres condenados a no llegar a los cuarenta años, viviendo en la miseria, el analfabetismo y la explotación brutal y descarada, entonces la cantidad deviene cualidad y las cifras son rostros, gritos, preguntas, la única pregunta verdadera. Una pregunta antigua, la más antigua y la más nueva y que exigía un lenguaje nuevo. Y se planteó la necesidad ineludible de romper con una filosofía “ejemplificada”, construida en gabinete y sazonada, remendada con hechos en un intento de “actualizar lo eterno”. El camino era inverso: partir de lo inmediato, de lo cotidiano, de la situación misma, ya que lo universal estaba allí desafiando el pensar, el hacer, el hablar. El mundo como “situación” se redefinía, se cargaba de pulpa y de substancia a través del relato de prensa, de las hojas mimeografiadas, de los hechos contados de boca en boca, de lo que los ojos veían y te aplastaba el pecho. Y lo que se veía y se escuchaba, lo que se sentía y se palpaba hacía saltar en añicos todos los esquemas, todas las divisiones entre “ciencias” y “letras”, entre filosofía y ciencias, la división entre intelectual y militante, entre poeta y obrero, viejas categorías para un mundo viejo. La radicalidad de la pregunta era “culpa” de la realidad.

Así lo vio y testimonia el brasileño Paulo Freire en La educación como práctica de la libertad.4 Aprender a leer y escribir –alfabetizar– se convertía en aprender a decir el propio mundo para actuar en él. La pedagogía, como dice Ernani María Fiori, se convirtió en antropología y política. Para un continente en “vía de liberación”, la educación se convertía en el lugar privilegiado donde se daban cita todas las opresiones, las manipulaciones, las mentiras, y –paradójicamente– las posibilidades de reinventar el mundo y el hombre. Pero si la “negación de la palabra” era un proceso histórico, solo una educación inserta en otro proceso histórico de cambio radical y cualitativo era posible y válida. Nacía así, rompiendo esquemas revolucionarios viejos también, una educación y una pedagogía “del oprimido” y no para el oprimido, tarea para el ahora, elemento esencial del cambio revolucionario y no promesa resignadora para el después de la toma del poder. De una concepción “bancaria”, dominadora, alienante, de la educación, se pasaba a una concepción “problematizadora”, crítica, liberadora. De una educación para el desarrollo formadora de cuadros altamente técnicos e ideológicamente “neutros”, repartidora de los “beneficios de la cultura”, canal de ascenso social, a una educación para la liberación que va derecha a la raíz, a la dominación múltiple y la conciencia arcaica y alienada, “sumisa”. De una educación idealista construida de palabras huecas, de aspiraciones imposibles, de voluntarismos estériles y nostalgias románticas, a una “educación-praxis”, dialectizadora de la palabra y de la acción, en la que la palabra surgía al ritmo del esfuerzo conquistador de la propia realidad y la acción revertía sobre una palabra nueva, inédita, creadora.

El filósofo tuvo que ponerse a la escucha del proceso. ¿Cómo puede pensarse “filosóficamente” un pueblo dominado, dependiente? ¿Es que su filosofía podrá ser otra cosa que el reflejo de esa dominación, pensar imitativo, dependiente, alienado y alienante? Los estudios del uruguayo Alberto Methol Ferré y del peruano Augusto Salazar Bondy han retrasado la historia de esa “ficción” que ha sido hasta nuestros días la filosofía latinoamericana. Primero, la conquista española y con ella la desestructuración brutal del universo social y mental del indio, seguida de la imposición violenta de un modelo cultural que daría inicio a una visión del mundo refleja, enajenada. Después, la “dependencia por la independencia”, el paso del coloniaje español explícito y directo al coloniaje inglés y el imperio norteamericano a través de unas élites de poder vendidas, extranjeras radicalmente al pueblo. Y con ello, la continuación del saqueo de las riquezas y la importación de las ideas: Ilustración, Romanticismo, positivismo. “Vivimos desde un ser pretendido” dice Salazar Bondy.5 De ahí que nuestras comunidades, nuestras instituciones, las formas de conducta, las costumbres coincidan muchas veces con esa “entidad ambigua” que somos. Democracia latinoamericana o libertad de prensa, administración de la justicia o estándares de moralidad, religión o valores sociales: ¡qué terrible ficción! Y la filosofía, ahí, obedeciendo, de hecho, a motivaciones extrañas, asumiendo intereses vitales y metas extranjeras, enmascarando nuestra realidad y sancionando, justificando a la postre nuestra dependencia económica, social y política. No podía ser de otro modo. En medio de la realidad de la dominación, la frustración de las élites “pensantes” latinoamericanas es reveladora. Dependientes en su pensar de los conceptos y las teorías europeas, alejadas por un abismo de las masas pauperizadas y analfabetas, esas élites “aristocráticas y literarias” tendrán siempre una especie de horror a la “materia” y vivirán marcadas por una propensión hacia las filosofías “espiritualistas”, desconectadas del proceso de investigación de la naturaleza.6 Solo con el positivismo se iniciará un intento de ruptura que será reabsorbido enseguida por una nueva ola de “humanismo” que reaccionará contra los extremismos positivistas, alejándose de las cuestiones decisivas referentes a la constitución del saber científico y tecnológico. “Bajo nuevas modalidades la “res pensante” desalojaba a la “res extensa”… En la relación “hombre-hombre” no mediaba la naturaleza. Una utopía, una abstracción, que por supuesto está ligada a las condiciones sociales del statu quo estancado y agroexportador”.7

Y sin embargo la filosofía –¿pudo?– puede y debe ser otra cosa desde el momento en que se plantee su función como superación de lo que Salazar Bondy llama “nuestra negatividad histórica”. Pero para ello la filosofía debe asumir, por una parte, la tarea de “autodestruirse” como pensamiento alienado, como mitologización y como máscara; y, por otra parte, la de reinventarse como pensar dialéctico del hombre y de su mundo, de lo cotidiano y de la historia, de las ciencias humanas y de las ciencias de la naturaleza. Solo así será posible “retomar” las ciencias y las filosofías de afuera sin caer en la trampa de los “modelos”, sino utilizándolas como herramientas teóricas e instrumentos de análisis de la propia realidad, en la medida en que ello sea posible. Solo así será posible redescubrir las posibilidades liberadoras entrañadas en la ciencia sin caer en el reduccionismo neopositivista del dogma de la neutralidad y la racionalidad científica y tecnológica.

Si la liberación se quiere “real” deberá atravesar las estructuras, necesitará de una objetivación estructurante, mediatizarse, pasar por las cosas. Con la superación del desarrollismo quedó superada también una etapa voluntarista que impedía la formación de un análisis científico de la realidad social. En esa “política de la cultura” que deberá poner el acento decisivo en la organización de las ciencias naturales y la investigación productiva será, sin embargo, necesaria una perspectiva interior ordenadora, una filosofía que integre esa dinámica. Frente a la pretensión althusseriana de hacer de la ciencia el reino de lo “no ideológico” es necesaria una filosofía que denuncie las opciones implícitas en las declaraciones de neutralidad. La verdadera “ruptura” no está entre ciencia e ideología –si así fuera todo sería demasiado fácil, pues que la historia se tornaría “transparente”– sino entre estructuras de opresión y estructuras de liberación. Esa es la ruptura radical, pero cuya expresión teórica será siempre ambigua, como cualquier lectura, parcial y fragmentaria siempre, del acontecer humano.

La problemática de la palabra y de la acción

Lo paradójico no es solo el acontecimiento sino la estructura del pensar mismo. ¿Por qué el “habitante” del mundo se convirtió en “conocedor”, por qué el “contacto” se transformó en “mirada”?8 Con ese primer desgarramiento entre el “celebrar” y el “saber” se iniciará esa larga cadena de rupturas que va desde la filosofía griega —mito/logos— al renacimiento —hombre/naturaleza— y, finalmente, a los “maestros de la sospecha”: Marx, Freud, Nietzsche —“conciencia-verdad” / “conciencia-engaño”—. Cada etapa inaugura una esfera de “problemas” en su doble sentido: en cuanto a esferas de conocimiento y en cuanto problematización del “actor-hombre”. Cada nuevo tipo de racionalidad comporta un nuevo tipo de problematicidad, a la que da lugar y de la que proviene. La epistemología moderna tal y como ha sido vista por Gaston Bachelard es la mejor expresión de esa problematicidad fundamental del conocer: “Ante todo hay que saber plantear los problemas. En la ciencia los problemas no se plantean ellos mismos. Es precisamente ‘el sentido del problema’ el que da la talla del verdadero espíritu científico”.9 Es por esto que nos parece fundamental antes de pasar al análisis del problema, el buscarle sentido, el situarlo e interrogarlo como problema haciéndolo pasar por la “actualidad” de la cotidianidad y de la historia. Solo así nos será posible liberarnos de esa nueva dogmática que amenaza en forma de neutralidad intemporal a muchos análisis científicos de hoy.

La problemática de las ciencias humanas

Desde su nacimiento, las ciencias humanas han vivido de un estatuto ambiguo. La polémica en torno al mecanicismo de las teorías sociales o el naturalismo de las doctrinas psicoanalíticas no recoge sin embargo sino uno de los múltiples niveles en los que aparece esa ambigüedad. Hay otro nivel en el que la ambigüedad de las teorías sociales rebasa el campo propiamente teórico para enlazar con la ambigüedad de la realidad social misma. La ciencia de los hechos sociales, por ejemplo, no puede acantonarse en un cientismo que la libre de preguntas como esta: ¿buscar las leyes del funcionamiento de la sociedad no es ante todo proporcionar al aparato social la ventaja de presentarse como “funcional”, proporcionándole así mismo los medios técnicos para adaptar los individuos a la forma social existente?10 Y con respecto al psicoanálisis, ¿qué significa “curar” cuando la adaptación del enfermo a la “normalidad” social es su adaptación a un orden injusto, represivo, unidimensional?11 La ambigüedad del estatuto teórico responde a la ambigüedad fundamental de su ubicación en la realidad social, y es a partir de esta última que la primera deviene significativa. Así, por ejemplo, la ubicación y relaciones “sujeto-objeto” en las ciencias humanas plantean que la problemática constitutiva de cada ciencia se encuentra articulada al interior del objeto científico engendrado por esa problemática, y ello porque es en razón de los cambios ocurridos en el objeto real que este ha venido a constituirse en objeto de estudio.12 La sociología nace con la Revolución industrial y la nueva conciencia del hombre como protagonista de la historia que funda la revolución social, esto es, la capacidad de comprender la sociedad como un todo articulado. Otra característica de las ciencias humanas y que Lucien Sebag define como “la exigencia de teorización de lo individual” ilumina el alcance y las limitaciones de esas ciencias y en su forma más nítida del psicoanálisis. Todo el esfuerzo de conceptualización y codificación se ve limitado y confrontado en su validez no por una “realidad” reflejada a través del lenguaje sino —como afirma Lacan— por esa “verdad” que se constituye al ritmo con que el sujeto se asume a sí mismo a través de su palabra. Si las ciencias humanas privilegian al “sistema” contra el “sujeto” no es solo por una exigencia de cientificidad que no ha sido posible, sino en un momento de la historia en el que la “socialización” del individuo a través de una poderosa estructuración económico-social ha sido posible. Y las denuncias de ese tipo de “totalitarismo” teórico no vienen siempre —como pretenden los defensores del “sistema”— de un anarquismo o subjetivismo teórico sino que expresan la resistencia del hombre a identificar la verdad con sistema y la sociedad con ley.

Nadie puede negar el aporte “liberador” del estructuralismo a las ciencias del hombre, esa aventure du regard como le llama Jacques Derrida ha supuesto una conversión en la manera de interrogar la realidad, ha hecho posible superar la mera descripción para acceder al plano de la explicación. La estructura hace aparecer las relaciones profundas y con ellas un sentido y unas dimensiones de lo real que no eran visibles antes de ella. Es el aspecto “relacional” de la realidad que se ha hecho presente con el análisis estructural. Frente a la parcelación que resultaba inevitable del análisis histórico, la estructura revela la trama de la totalidad, y junto a la “continuidad” histórica aparece la “relativa autonomía” de cada instancia. Pero junto a ese aporte, el estructuralismo ha hecho posible un tratamiento reduccionista y empobrecedor de la realidad. La “puesta entre paréntesis” del sentido y de la significación amenaza con volver a reducir el estatuto científico al estatuto de las ciencias de la naturaleza. El paso por la cuantificación matemática se traduce con frecuencia en una negación de la necesidad de accesión al plano propio de la significación. La estructura llega así a ser “ontologizada”, convertida en la única realidad y el único sujeto posible, disolviendo la historia en mecanismos y relaciones disociados por completo de la conciencia y de la acción del hombre. Como ha escrito Gouliane: “no sería la primera vez que las esencias atemporales, esta vez etiquetadas como ‘estructuras’ sirvieran de lugar de refugio a los desertores de la historia”.13 Desde un punto de vista puramente teórico, la metodología estructural sufre en muchos casos la tentación de “falsificar” la realidad, de arreglarla dejando de lado todo aquello que no cuadra con el modelo preestablecido. Y cuando lo dejado de lado han sido precisamente los aspectos contradictorios de la realidad estudiada, el método estructural conlleva una visión estática que congela y excluye el dinamismo de lo real.

Las ciencias del hombre liberan una objetividad nueva que hipostasiada se vuelve contra el hombre. Como la energía nuclear, fuente de potencialidades constructivas o amenaza de aniquilación total; como la producción masiva, posibilidad de acabar con el hambre o simple consumo alienante; como los mass media, capacidad inmensa de información o máscara de todas las manipulaciones; como los contraceptivos, acceso a una paternidad responsable o degradación de la sexualidad. Cuando Marx, en El Capital,14 descubría la irracionalidad profunda de la racionalidad económica, estaba descubriendo la problemática fundamental de nuestra época. La “nueva racionalidad” que develan las ciencias y manejan los tecnócratas de nuestra sociedad es radicalmente idéntica, en sus potencialidades y en sus riesgos. Nuestra sociedad de masas exige una racionalidad que lleva oculta y explosiva en su seno la forma más trágica de irracionalidad, el vaciado de significación y de sentido. Al rechazar todo lo que no cuadra con esa racionalidad se desvaloriza a sí misma como posibilidad de convivencia en torno a ese sacré con que Éric Weil denomina al sentido, a la razón de ser de una comunidad.15 No estamos añorando ningún pasado, ni buscando la salida del círculo, sino intentando interrogar al problema de nuestra época para desmitologizar esa dicotomía con que los países “ricos” intentan intimidar a los países “pobres”. Según aquellos el único futuro de estos, su desarrollo, está forzosamente ligado a la aceptación de un tipo de racionalidad productiva único capaz de arrancarles de la miseria, aunque ello suponga la muerte lenta de ese sacré que les daba razón de vivir. Hace cuatro siglos y en nombre de una racionalidad que prefiguraba a la de hoy los conquistadores destruyeron y masacraron una sociedad… Hoy esa racionalidad es más “limpia”, asesina a sus hombres en el vientre de sus madres. ¿Será verdad que no hay otra salida? Para el desarrollo tal y como lo entienden los gerentes de empresas, probablemente no. Pero el lenguaje de la liberación habla otro idioma, y en ese idioma la racionalidad de la economía no está medida solo por el cálculo y el interés sino por su capacidad de suscitar la iniciativa creadora del hombre, individuo, grupo o pueblo. Aceptar el modelo de ciencia tal y como nos viene de fuera es aceptar que otros, desde su sociedad y su política nos “desarrollen” a su imagen unilateral y empobrecedora.

Se impone por lo tanto la tarea de una crítica lúcida de todos los dualismos teóricos y prácticos. Ni la estructura se opone a la historia, ni lo objetivo se opone a lo subjetivo, ni el individuo a la sociedad, ni la racionalidad a la libertad. Como afirma Jean Ladrière, hay en el hombre un dinamismo que se anuncia en él y lo tensiona como una “exigencia”, que atravesando el peso de las cosas y la opacidad de las estructuras, va más allá, hacia lo que aún no es.16 Fuerza ética, toma de conciencia, libertad, el nombre importa poco. Porque saber lo que somos depende de lo que no somos aún. Y lo importante, lo definitivo es no romper sino articular la “estructura” y la “exigencia”, defender la multidimensionalidad de lo real, economía y fiesta, trabajo y gratuidad, cálculo y poesía.

La problemática de la palabra

Del lenguaje no se puede hablar sino desde el lenguaje. Pero ¿cómo plantear los problemas del lenguaje sin caer en las trampas de un metalenguaje tecnificado, aséptico, instrumental cortante, apto solo para iniciados? ¿Cómo hablar del “silencio” de un pueblo a quien robaron su palabra y le dieron a cambio cristales de colores? ¿Cómo hablar de esas masas campesinas recién llegadas a la gran ciudad con su idioma de lluvias y de surcos y que se ven reducidas de golpe a la mudez frente al asfalto, el ruido, las mil cosas, los cien mil discursos, el trabajo en cadena y la nueva fatiga? ¿Cómo hablar de la frustración del estudiante que quiere “hablar al pueblo”, de la astucia de los políticos que han “dado con la clave”, de la mentira de los comerciantes que hacen comprar neveras a quien no tiene nada que meter en ellas, si no es su propio frío? ¿Cómo hablar del lenguaje de la danza, de la canción, del grito con que miles de hombres vencen al tiempo y se liberan del hambre, del miedo y de la rabia? ¿Cómo “romper el lenguaje para tocar la vida”?

Y sin embargo, es a través del lenguaje que la experiencia se manifiesta. ¡Pero del lenguaje tantas “lecturas” son posibles! Y si en la primera parte de nuestro trabajo vamos a privilegiar la lectura científica que hoy hace la lingüística es para poder después aplicarla y rebasarla. Porque el aporte de la lingüística es ambiguo también. Nadie puede negar la “revolución saussuriana”: las posibilidades abiertas por ese cambio de perspectiva que va de la lingüística histórica, perdida en la descripción y la comparación de cada lengua, de cada gramática, de cada expresión idiomática, a la lingüística estructural y sus posibilidades de comprender y explicar el funcionamiento del lenguaje como institución social. Frente al confusionismo de las descripciones la nueva lingüística va a acuñar una terminología apta para la formalización y la universalización de los análisis y con ello va a hacer luz definitiva sobre los mecanismos profundos del lenguaje. El desarrollo de la fonología impulsado por la escuela de Praga, la matematización realizada por la escuela americana, los estudios sobre la estructura de la comunicación en la lingüística francesa, la Gramática generativa de Noam Chomsky y los análisis del “lenguaje ordinario” de la escuela inglesa son sin duda alguna un descubrimiento valioso de nuestro siglo y cuya influencia ha invadido todo el resto de las ciencias humanas. La estructura del lenguaje deviene la estructura modelo, reforzando el hecho del lenguaje como instrumento clave de todas las ciencias, como “medio” del pensar científico. Desde que el Wittgenstein del Tractatus17 vio en la estructura del lenguaje una estructura isomorfa de la del mundo, y Rudolf Carnap elaboró su sintaxis lógica del lenguaje, los científicos han adquirido la pretensión de haber agotado la realidad lingüística. Cierto, la claridad y la precisión exigidas por la formulación científica nos han liberado de un mundo de entidades mentales idealistas o inventadas por una fenomenología psicologizante. Pero esa misma clarificación nos amenaza de un nuevo empobrecimiento y de un nuevo “totalitarismo”. La significación reducida a su aspecto formal, el sistema deviene el objeto y el sujeto. Es el sistema quien habla en esa lengua de la que la palabra no es sino una realización contingente y torpe. El tiempo tampoco cuenta, la sincronía enfrentada a la diacronía desplaza a la historia. Y en el reino atemporal del sistema no hay sino diferencias y oposiciones formales. El aspecto referencial del signo queda al interior del mundo formal, sin posibilidades de conexión, de “contaminación” con el mundo de las cosas y la vida. ¡El lenguaje se basta a sí mismo y piensa por nosotros! Mikel Dufrenne ha trazado lúcidamente en Pour l’homme18 la red que enlaza a la ontología de Martin Heidegger con el triunfo del sistema en la episteme de Michel Foucault, la lingüística estructural, la antropología de Claude Lévi-Strauss y el marxismo de Louis Althusser.

Pero una vez más es en la realidad social que hay que buscar la “referencia” de esa “dimisión del sujeto” operada en el plano teórico. Porque todo horizonte epistemológico corresponde a una situación práctica del quehacer teórico que traduce a su vez un cierto orden colectivo.19 No estamos intentando hacer de las ciencias humanas el “reflejo” de las condiciones sociales sino intentando desenmascarar las relaciones que subyacen a las ciencias como “obra” del hombre y los álibis que éste se da cuando intenta utilizar los “datos” de la ciencia para acallar los gritos de la realidad. Y en el caso del lenguaje la denuncia es capital, puesto que es a través del lenguaje, o mejor, de determinados tratamientos del lenguaje, que las ideologías conforman la conciencia. No hay más que asomarse a los materiales recogidos por Marcel Cohen, a los estudios de Henri Lefebvre, de Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron o del argentino Eliseo Verón. Quisiéramos recoger únicamente el problema de la “extrapolación” efectuada por algunos de los creadores o utilizadores de la lingüística estructural. Del modelo “formal” ofrecido por la lingüística a las ciencias sociales se pasa demasiado fácilmente a afirmaciones de orden ontológico y normativo. Así, sería el lenguaje como sistema el que definiría a la sociedad como sistema, puesto que es el lenguaje quien engendra las estructuras mentales en cuanto estructuras sociales. Él permite o impide la entrada en el grupo social, él nos instala en ese sistema de cosas que es el sistema de las palabras. El estudio del lenguaje resultaría ser por lo tanto la única posibilidad de conocimiento riguroso de una sociedad. Y se pregunta Lefebvre: ¿No habrá de veras una homología entre la estructura de esa sociedad y el lenguaje a través del cual ella se expresa, esto es, no del lenguaje científico sobre esa sociedad sino del lenguaje a través del cual enmascara y disimula sus problemas? ¿El fetichismo del sistema, repartido a través de la lingüística en las ciencias sociales, no estará traduciendo una situación real?20 Nos atreveríamos a decir que los análisis de Herbert Marcuse a Iván Illich nos aportan no pocos datos para construir una respuesta, para medir el grado de “invasión” del sujeto por el sistema, de la dimisión del individuo ante la red tecnificada de las instituciones, de la degradación de la comunicación personal y la cuasi imposibilidad de relaciones creadoras. Al subdesarrollo económico de América Latina esa invasión del sistema añade otro, “el subdesarrollo progresivo de la confianza en sí y en la comunidad”.21

Porque las estructuras de dominación son múltiples, pero puede decirse que la expresión privilegiada de la dominación está ahí, en esa frustración fundamental que impide “hablar”, decir el propio mundo y decirse a sí mismo. Y cuando Paulo Freire desmonta los mecanismos que encadenan al oprimido y lo obligan a hablar el lenguaje del opresor, está desvelando la figura, la forma última y más profunda de la dominación. Por eso la alfabetización tal como él la concibe toma de golpe un carácter deliberadamente “subversivo”. La cohesión del grupo en el sistema estalla hecha pedazos cuando el hombre —“animal construido de palabras”— asume su palabra como un arma, la palabra que viene de su mundo, que emerge de su tierra, de su trabajo, de su clase, y su capacidad transformadora. La palabra entra así a formar parte de su praxis total como elemento clave de su liberación. Pero para llegar a la palabra es necesario atravesar el espesor oscuro de la lengua, reconstruir esa estructura elemental y complicada a la vez, a través de la cual la sociedad y el mundo se dan “codificados” como trama de signos a descodificar, a descifrar. Dialéctica que partiendo de lo real en su negatividad va hasta el lenguaje para a través de él volver a lo real en su positividad creadora. El lenguaje tiene pues que ser definido al mismo tiempo como obra de la sociedad y como sistema formal, dos niveles de análisis que no pueden ser enfrentados sino a partir del dogmatismo de la estructura o del sociologismo.

La problemática de la acción

Si una reflexión sobre el lenguaje que encare su multidimensionalidad aparece enormemente compleja y difícil, la reflexión sobre la acción lo es hoy mucho más. Y sin embargo, es la acción, su posibilidad o imposibilidad, sus límites o su ilimitación, sus potencialidades y sus riesgos, su sentido o su “sin-sentido”, lo que constituye el “problema” de hoy. La frustración de la palabra aparece como un nivel de esa frustración global del hacer, del “actuar”. El riesgo es grande de limitar la reflexión sobre la acción o bien a seguir críticamente un solo aspecto concreto definido por una de las ciencias humanas o de caer en una globalización apresurada con pretensiones de universalidad. Por ello se hace necesario explicitar la experiencia a partir de la cual fue percibido el “problema” y en torno a la cual se ordenarán los diversos aspectos. Esa experiencia podría ser descrita en los siguientes términos:

1 Un grupo de hombres de un país dominado dentro de un continente dependiente toma conciencia de la profundidad y la extensión de los mecanismos de dominación, y de la falsa orientación dada a la acción, al proceso de emancipación y desarrollo de su pueblo.

2 Esa toma de conciencia exige un tipo de acción que se oriente a la destrucción de los mecanismos de opresión y a la construcción de un modelo y de una praxis de liberación creadora de una estructura social nueva, autónoma, esto es que responda a la percepción de la realidad que es la suya.

3 La acción destructora y creadora no pueden ser separadas sino dialectizadas, ya que la experiencia histórica ha demostrado que su separación conlleva la frustración de los sujetos.

4 Los datos de la situación –empeoramiento progresivo– y las diversas ideologías tienden a hacer entrar en conflicto y hasta a hacer aparecer como antagónicos lo que en verdad son niveles complementarios de la praxis: económico, político, ético.

5 Ese conflicto conduce tanto en el plano teórico como operacional a la formulación de praxis diferentes y hasta contrarias, a la radicalización unilateral de las opciones y, en no pocos casos, a la negación en la práctica del carácter “liberador” del proyecto histórico.

De esa descripción podemos sacar como conclusiones que afectan tanto al contenido como a la metodología de la reflexión: primero, la necesidad de elaborar una teoría de la acción capaz de dar entrada a todos los aspectos fundamentales del problema pero construida de forma que los diferentes “datos” no entorpezcan el desarrollo y la validez teórica de la reflexión y, segundo, la imposibilidad de atenerse a un solo método y a un solo tipo de “lenguaje”, lo que supondría la falsificación de aquellos aspectos que no cuadren con el método adoptado. Eso supuesto, alarguemos la perspectiva para colocar el problema, tal y como emergió de la experiencia, en el contexto de la problemática global y actual de la acción.

La “categoría” en función de la cual se organiza nuestra situación es la de acción “racional y coherente”.22 El acento puesto sobre la racionalidad y la coherencia, la eficacia, traducen el enorme giro de perspectivas que se ha producido en los últimos años. La organización y tecnificación de la acción han desplazado ese otro acento proclamado por Marx, el de la acción como praxis revolucionaria, transformadora de “lo social”. Cierto que la tecnología afecta a las relaciones sociales, cierto también que nuestras sociedades se transforman día a día, pero esas transformaciones no son más que adaptaciones, respuestas a los desafíos de la tecnificación y sus secuelas. Parecería que el hombre va a la zaga de sus propios inventos planteándose solo après coup las consecuencias sociales de la tecnificación y la automatización aceleradas e incontrolables. Parecería como si la única revolución ya posible fuera la que emana de esa tecnología y sus secuelas, aunque quizá nuestra sociedad está comenzando a tomar conciencia de las contradicciones que minan a esa nueva sociedad “avanzada”.

En América Latina, paradójicamente, esa fe en el poder de la tecnología está siendo lentamente desplazada por otra fe y otro proyecto histórico: el de su liberación como “pueblo oprimido”, que los dueños de la tecnología intentan aplastar u ocular por todos los medios. Y las masas inmensas de ese subcontinente se ven expuestas, como consecuencia, a una frustración doble: la de su acción enfrentada al poder terrible del sistema imperialista, más la otra, la de los países “desarrollados”, la del miedo a las secuelas desastrosas de la tecnificación sin control. Las ciudades latinoamericanas, más pobladas cada día por las masas que abandonan el campo buscando así escapar a la miseria, ¡también sufren la polución de la atmósfera!

He ahí una situación apta a desenmascarar todos los álibis de una filosofía “neutral”, estudiosa de la acción como atributo del ser, defensora de la libertad del hombre metafísico. He ahí una situación que exige inapelablemente una definición del rol político de la filosofía. Paul Ricoeur ha trazado un programa al afirmar que desde que Hegel definió el derecho por la realización de la libertad “la filosofía ha entrado en una relación crítica con lo político”.23 Es decir, que la filosofía se da como tarea desenmascarar las fuerzas que se ocultan tras el ejercicio del poder, las ideologías no confesadas, las contradicciones entre lo que el poder dice y lo que hace. Pero la función crítica no agota su tarea, la filosofía tiene también una tarea “utópica”, que se enraíza en lo político como dimensión radical del existir humano, la de “leer la esperanza” diseñando la imagen del futuro en el que la libertad sea realizable. Y es revelador que para este autor europeo, frente a la decepción causada por el capitalismo y los socialismos de estado, la esperanza, la luz sobre el futuro le parecen venir de los proyectos revolucionarios de los países “no desarrollados”. Se hace entonces necesario la elaboración de una filosofía de la acción capaz de dialectizar esa doble tarea.

La base fundamental de esa concepción de la acción está en Marx. Desde el ángulo metodológico, porque él inaugura la superación del pensar filosófico como pensar “neutral” y abre el camino a una verdadera reflexión interdisciplinar. Desde el ángulo del contenido, porque su noción de praxis nos abre a una problemática radicalmente nueva, la de la acción socio-histórica y revolucionaria. Tomada como concepto filosófico,24 la praxis se opone tanto a la concepción idealista del agente histórico desarrollada por la teoría clásica de la historia, como a la concepción materialista acrítica y unilateral desarrollada en el campo marxista mismo y que, extrapolando ciertas afirmaciones de Marx, identifica praxis con trabajo, dando la prioridad a la práctica sobre la teoría, oponiendo la acción a la palabra y la objetividad a la subjetividad. La intención profunda de Marx, por el contrario, es la de una praxis que engloba y dialectiza las determinaciones contrarias y halla en esa tensión la fuente del dinamismo profundo del existir humano. Es a través de la praxis que se hace comprensible, por primera vez, la implicación del hombre y la naturaleza, del individuo y la clase social, de las clases entre sí y de cada acontecimiento en el proceso histórico.25 Es entendida como praxis histórica que ella permite la emergencia y la comprensión de la categoría de “cambio” como “salto cualitativo”, como ruptura y novedad radical. Salto que no indica en modo alguno un acto aislado, un simple cambio brusco del que la humanidad tomaría conciencia solo après coup, sino en cuanto proceso, movimiento de orientación en dirección a algo cualitativamente nuevo26.

La filosofía de la praxis nos descubre el “hacer” pero un hacer “impuro, real, en el sentido más profano de la palabra”27, de ahí que esa misma filosofía esté indisolublemente ligada a las “impurezas” de la historia y de la política. Su punto de partida es el momento que Antonio Gramsci llama “catarsis” para indicar el paso del momento económico al “ético-político”. Ahí es donde se realiza la revelación del hombre como ser “ontocreador”, verdadero productor de la realidad “sociohistórica”. Porque la presencia del hombre en el mundo no está limitada a la comprensión y esclarecimiento de lo que ya está ahí, sino que está presente como creador y la historia es la autocreación del hombre por la praxis. El checo Karel Kosík28 “explica” esa autocreación en tres momentos dialécticamente ligados. El primero es el de la “objetivación”, de la unidad activa del hombre y el mundo en cuanto naturaleza, materia, necesidad. Sin que ello signifique negar la existencia independiente de la naturaleza, podemos afirmar que el hombre no va al mundo como a un algo exterior, el mundo es su propia “exteriorización”; el trabajo realiza la universalidad específicamente humana y la objetivación viene a ser la fuente de la socialidad. El segundo, es el “momento existencial”. La praxis no es creación del mundo del hombre sino en la medida en que puede dar cuenta también de la formación de la subjetividad humana, en la medida en que la angustia, la esperanza, el miedo o la alegría son reconocidos como realidades en el proceso de realización de la libertad humana; libertad dice intersubjetividad. Solo el encuentro y la toma de conciencia comunitaria de una “no-libertad”, de una esclavitud puede dar lugar a una verdadera lucha por hacerse “reconocer”, por realizarse en libertad. Es el momento en que socialidad e historicidad se anudan, haciendo aparecer el verdadero rostro del hombre como ser “penetrado por la presencia de los otros”. Por último, la praxis aparece en su tercer momento como “apertura al ser” y por lo tanto como posibilidad de construcción de una ontología, de una comprensión de lo real como totalidad. La verdadera significación ontológica de la praxis consiste pues en que es a través de ella que el hombre devela y realiza el ser de la realidad.

Entre el realismo aristotélico y el formalismo kantiano, Maurice Blondel abre una nueva vía para estudiar la acción en la riqueza del hecho material, del poiein concreto, para valorizar la plenitud del gesto y del rito como actualización y realización de significaciones, los actos humanos en su espesor real. La acción se presenta intermediaria entre el pensamiento y las cosas, el lugar en que lo particular y lo universal se dan cita. “La acción nos hace” y a través de ese hacer es la sociedad entera la que se hace presente. La acción de los otros prolonga la nuestra y la inserta en un proyecto que nos rebasa y nos realiza.29 La acción es el cemento social que suelda a los hombres entre sí. Y puesto que la acción transforma y modifica el universo, ella se torna “signo” que interpela, obra y huella que exigen una tarea de desciframiento. Cifra de la libertad, de esa paradoja que es la acción humana llamada a conquistar su autonomía bajo una ley de heteronomía, cifra de la complejidad del mundo en la experiencia humana de la acción. Si la acción necesita ser descifrada, interpretada, es el lenguaje el medio del que el hombre dispone para hacerlo. Discurso y acción se dialectizan desde que “la revuelta hizo del proyecto del hombre el sentido del mundo”.30 La acción es el esfuerzo por poner la realidad al servicio del hombre, por realizar su ser fundamental, la libertad. Pero la libertad no alcanza su plenitud de sentido sino en el lenguaje. Y es solo a través de la acción que el discurso deviene real, muerde sobre la realidad. En el mundo de la “organización”, los hombres siguen divididos y mientras esa división continúe ninguno es “hombre”. No obstante el “hombre de la acción” es el hombre despierto, el que conoce el sentido de la revuelta. Un conocimiento que no lo exime de la lucha de los hombres ya que él sabe que no existen recetas para la victoria. Pero es en él que se hacen presentes como exigencia de cambio la pena y el trabajo, la necesidad y el deseo que vienen desde el pasado y que están vivos por que la naturaleza aún no ha sido conquistada del todo, porque la pseudonaturaleza de la organización esclaviza a los hombres. Por eso en él la acción recoge también el saber del pasado y se torna “científica” con una ciencia que muestra las contradicciones de la realidad e indica las condiciones de la acción revolucionaria de las masas. Es entonces que la filosofía reencuentra la política, que la política se piensa a sí misma en el discurso de la libertad.

Razón de ser

Blondel escribió que la filosofía no libera si no está enraizada en un proyecto liberador, en una acción. La razón de ser de este trabajo no es otra que la de insertarse en ese vasto proyecto liberador que se gesta en el continente latinoamericano, aportando una lectura crítica de los aportes más recientes a la comprensión de la dialéctica “palabra-acción”. Nacida de una acción en medio de ese pueblo, y de la acción misma de ese pueblo, nuestra reflexión requiere expresión de una dialéctica vivida entre el “profesional de la palabra” y el “militante”. A la raíz hay, pues, una experiencia con la que es necesario establecer una relación de cercanía y de distancia. Esa experiencia estará presente no explícitamente (salvo en la conclusión) sino en la elección y crítica de las teorías y sobre todo en la perspectiva que orienta toda la reflexión. También en la metodología y el lenguaje, ya que nuestra reflexión está interiormente trabajada por una preocupación pedagógica.

El “paso por lo actual” que era para Merleau-Ponty la condición absoluta de una filosofía válida y ese “morir de la filosofía” que Marx proclama como realización de su propia exigencia, nos da la pauta. Porque no son las ciencias las que niegan al hombre sino la realidad, la realidad económica, política, social. Porque tiempo de crisis, nuestro tiempo bascula del optimismo a la desesperanza. Y desde las ciencias mismas que hace solo unos años le negaban al hombre y a la historia “valor teórico” se empieza a dar entrada al “acontecimiento”,31 a la crisis, al cambio, al conflicto como reveladores significativos de la realidad. Ya Marx y Freud habían dado la primacía a la parte “sumergida”, invisible, inconsciente, infraestructural en la sociedad y en el hombre. Se impone, pues, un tipo de reflexión que, superando falsas dicotomías, sea capaz de “leer” el acontecimiento no en lo que tiene de accidental sino de revelador de la realidad sumergida, sea capaz de hacer sistema sin reducir lo real a necesidad lógica. Desde esa perspectiva se hace claro que la imagen de hombre y sociedad que las ciencias destruyen no es otra que la que había sido destruida hacía tiempo por el acontecimiento, que las dimensiones que las ciencias humanas descubren y “liberan” son las mismas que con otro lenguaje descubre y libera el proceso histórico. Quizá por eso el mejor resumen de nuestro propósito sea el dialectizar la nueva episteme con una toma de conciencia inserta en una concreta praxis histórica, la dialéctica de la palabra y de la acción.

Puede que nuestro intento, tan en contra de las exigencias teóricas modernas de la “especialización”, parezca no solo pretencioso sino inactual. Somos conscientes de ello como de sus límites y de los malentendidos que a todo lo largo del trabajo pueda haber. Pero a pesar de todo nos parece que junto al pensar “especializado” América Latina tiene necesidad de una reflexión integradora. Y aún más, quizá sea en este campo donde la liberación está jugando su carta más decisiva. Porque decir liberación es decir revolución cultural, esa que afecta no solo a la economía sino a todas las estructuras que dividen, oponen y oprimen a los hombres. Decir liberación es acabar con esa “división internacional del trabajo” que no solo condena a unos países a servir de productores para el consumo de los otros, sino que condena también a unos hombres a “trabajar” y a otros a “hablar”. Por eso nuestra reflexión quisiera estar en la línea de ese nuevo diálogo a construir entre el intelectual y el militante, entre el obrero y el poeta, un diálogo que haga estallar la “aristocracia del decir” al mismo tiempo que libera la palabra encadenada, oculta en el hacer más humilde. A la base del diálogo “interdisciplinar” está pues ese otro diálogo, el de fondo, el que hay que instaurar luchando por acabar con lo que divide y opone a los hombres. Si la revolución que pretende acabar con las clases sociales no pasa por ahí, por la destrucción de todas las categorías de hombre que alienan a los hombres no puede pretenderse revolución y menos aún liberación. La dialéctica de la palabra y de la acción recubre esa otra dialéctica de la “liberación-de” y la “liberación-para”, dialéctica que en el presente negativo a destruir descubre ya los rasgos que diseñan la imagen del futuro a construir.

1. Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, trad. Elsa Cecilia Frost (Buenos Aires: Siglo XXI, 1968), 333.

2. José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1955).

3. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina (La Habana: Casa de las Américas, 1971), 58.

4. Paulo Freire, La educación como práctica de la libertad (Caracas: Nueva Orden, 1967).

5. Augusto Salazar Bondy, “Una interpretación”, en ¿Existe una filosofía de nuestra América? (México: Siglo XXI, 1970), 117 y ss.

6. Alberto Methol Ferré, “Ciencia y filosofía en América Latina”, Víspera, n.°15 (1970): 7.

7. Methol Ferré, “Ciencia y filosofía”, 9.

8. Alphonse de Waelhens, Existence et signification (Lovaina/París: Nauwelaerts, 1967), 93.

9. Gaston Bachelard, La formation de l’esprit scientifique (París: Vrin, 1938), 32.

10. Jean Cazeneuve, Les pouvoirs de la télévision (París: Gallimard, 1970), 10.

11. Ningún planteamiento de esa pregunta había sido tan lúcido y descarado como la última obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari, L’anti-oedipe (París: Minuit, 1972).

12. Lucien Sebag, Marxisme et structuralisme (París: Payot, 1964), 228 y ss.

13. C. I. Gouliane, El marxismo ante el hombre, trad. Enrique Molina (Barcelona: Fontanella, 1970), 210.

14. Karl Marx, El Capital: crítica de la economía política (1867).

15. Éric Weil, Logique de la philosophie (Paris: Vrin, 1967), 27.

16. Jean Ladrière, “Philosophie sociale” (notas de curso mimeografiadas, Universidad de Lovaina, 1970): 144.

17. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, trad. Pierre Klossowski (París: Gallimard, 1945).

18. Mikel Dufrenne, Pour l’homme: essai (París: Éditions du Seuil, 1968).

19. Carlos Moya, Teoría sociológica: una introducción crítica, (Madrid: Taurus, 1970), 67.

20. Henri Lefebvre, Position: contre les technocrates (París: Gonthier, 1967), 90.

21. Iván Illich, Une société sans école (París: Éditions du Seuil, 1971), 14.

22. Weil, Logique, 101 y ss.

23. Paul Ricoeur, “Le philosophe et la politique”, en La liberté et l’ordre social (Neuchatel: La Baconnière, 1969), 54.

24. Habiendo dedicado una memoria de licencia a la “Antropología de la Praxis” –Lovaina, 1971– nos permitimos retomar aquí los elementos claves de ese análisis.

25. De Waelhens, La philosophie et les experiences naturelles (La Haya: Martinus Nijhoff, 1961), 17.

26. Georg Lukács, Histoire et conscience de classe, trads. Kostas Axelos y Jacqueline Bois (París: Minuit, 1960), 288.

27. Antonio Gramsci, Antologia degli scritti (Roma: Editori Riuniti, 1963), 125.

28. Karel Kosík, Dialéctica de lo concreto: estudio sobre los problemas del hombre y del mundo (México: Grijalbo, 1967), 240-247.

29. Maurice Blondel, L’action, ed. Félix Alcan (París: Quadrige, 1893), 201-305. Interesante, sobre todo, las páginas sobre la socialidad de la acción.

30. Weil, Logique, 397.

31. El número 18 de Communications, abril 1972, ha sido dedicado monográficamente a “redescubrir” el acontecimiento.

La palabra y la acción

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