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ALCATRAZ

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Como casi nunca salgo a ninguna parte, a mi tía no le molesta que vuelva tarde. Cree que, si vuelvo tarde, quizás es porque tengo amigos. En su opinión, eso les gana a los peligros de volver tarde, sean los que fueren. En realidad, si vuelvo tarde, es solo porque me quedo sentada en algún parque, o en un cementerio, o incluso en una lavandería. Esos lugares a los que va la gente que no conoce a nadie.

Así que me iba a ser muy fácil ir a la reunión si me daban ganas. Pasé por casa a dejar los libros de la biblioteca y me llevé un destornillador que tomé del mueble que está bajo la pileta de la cocina. A mi tía ni siquiera la vi: los viernes trabaja como voluntaria en un hospicio, una especie de comedor comunitario, creo. Los demás voluntarios son todos religiosos y no los soporta, pero va de todos modos. Es como yo: no conoce a mucha gente, así que tiene que arreglárselas con los que sí conoce.

El complejo sanitario queda bastante lejos de la casa y tuve que ir en autobús. Ya había estado allí dos veces, en ambas ocasiones con chicos más grandes, cuando recién empezaba la secundaria. Se veía distinto siendo que estaba sola, pero logré orientarme.

Primero hay que sortear el puesto de seguridad que está sobre la calle principal. Para eso hay que caminar unos sesenta metros bordeando el alambrado hasta llegar a una parte que no tiene alambrado. Allí el alambrado está roto y se puede entrar caminando. No tengo idea de por qué no lo arreglan. Entonces, una vez adentro, hay un sendero que desemboca en la calle interna. Mientras se está en la calle interna hay que vigilar que no aparezca el guardia, pero como el guardia da vueltas en una camioneta con luces, siempre hay tiempo para esconderse entre los arbustos. Finalmente se llega a una especie de bosque, que hay que cruzar. No existe un sendero propiamente dicho. Por algún motivo ahí no crecen plantas y se puede caminar por cualquier parte. Así se llega a la isla. Si se toma el camino equivocado, hay una zona pantanosa que te arruina las zapatillas.

Para llegar a la isla es posible treparse a una rama de unos seis metros de largo suspendida poco más de un metro por encima del agua. La otra punta de la rama se hunde en el agua, pero hay piedras por las que saltar. Suena difícil, pero es bastante fácil, especialmente si se tiene cierta agilidad. La verdad es que la isla no se parece casi en nada a Alcatraz, aunque hace más o menos una década que los chicos la llaman así.

Desde la orilla vi que había algunas personas del otro lado. Caminé por la rama, salté a las piedras, salté a la otra orilla. Ya estaba. Un chico se me acercó: era Stephan. Tenía puesta una camisa térmica de franela y no lo reconocí. Me estaba esperando, seguramente.

Estamos por allá.

Señaló una zona apartada hacia la derecha. Cuando llegué, vi varios grupos de chicos sentados sobre unas piedras. Subimos hasta la parte más alta de la colina, donde había un árbol muy grande junto a una casilla destartalada con una inscripción en la pared. En aquel momento no alcanzaba a verla, pero ya lo sabía de antes. La inscripción (no sé si seguirá allí) decía: Joan monta cabras.

Junto al árbol y la casilla, en la oscuridad, había unas cuantas personas, alrededor de diez. Stephan me presentó, pero lo que hizo en realidad fue lo que uno hace cuando ni siquiera conoce a las personas en cuestión: básicamente, cuando uno mismo necesita que lo presenten pero no hay nadie que lo haga, entonces lo que hace es presentar a otro. Una estrategia de mierda.

Ella es Lucia.

Uno de ellos me preguntó en tono sarcástico si me gustaba el fuego. Aunque sabía que era una cursilería, tenía en la mano el Zippo de mi papá y en un solo movimiento lo abrí y lo encendí. Lo hice muy rápido, la verdad. Fue casi prestidigitación.

Algunos chicos aplaudieron. Uno dijo: así se hace. Te va a ir bien. Otro le preguntó a Stephan si yo era su novia y los dos dijimos que no.

Uno de los chicos quiso ver el Zippo, y se lo di. Lo manipuló torpemente unos segundos y me lo devolvió.

Me senté bajo el árbol y Stephan se sentó conmigo. Las luces del camino que serpenteaba por todo el complejo desfilaban entre los árboles dibujando un trazado sinuoso. A lo lejos había más luces: la ciudad, la autopista, más luces y más.

Aquella grotesca islita en la que nos encontrábamos era una agradable mota de oscuridad. Se oía el agua.

No podía distinguir muy bien a los demás, estaba bastante oscuro, pero en su mayoría parecían ser chicos más grandes, tal vez de quinto año. Uno de los tipos que estaban sentados al otro lado de Stephan le preguntó cuándo pensaba cumplir con la admisión. ¿Admisión? Deduje que se refería al incendio que tenía que provocar para que lo aceptaran formalmente como miembro. Stephan no respondió. Me pregunté cuántos miembros habría.

Del otro lado de la isla se filtraron ruidos entre los árboles. Hubo gritos: acababa de llegar otro grupo. Alguien hizo explotar unos petardos, o quizás fuese un arma, no lo sé.

El mismo tipo volvió a hablarle a Stephan. Me incliné para escuchar. Le dijo: tienes un mes para provocar un incendio. Si no, estás afuera.

Vio que lo estaba observando. Lo mismo corre para ti.

Lo miré a los ojos y asentí como si no fuera gran cosa.

Le dijo a Stephan que se moviera para poder sentarse al lado mío, y Stephan lo hizo.

Cómo provocar un incendio y por qué

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