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Con los fantasmas detrás

Betuel Bonilla


Ilustración de Gina García

Papá siempre dijo que toda la culpa había sido del bendito túnel. Mamá cuenta que él lo decía cada vez que llegaba borracho, mucho tiempo después, cuando el desespero por las deudas lo llevaba a tomar más y más y se perdía durante varios días para reaparecer por ahí, en cualquier andén, implorando que por Dios alguien lo ayudara a llegar hasta su casa.

Cuando el túnel aún existía, Juanjo ―mi hermano menor― y yo nos metíamos por la parte de abajo y gritábamos. La voz corría muy rápido y luego se perdía en lo hondo del túnel, aunque a veces parecía volver en pequeñas tandas, como si alguien la recibiera en la otra punta y la devolviera por partes, como si escogiera solo un fragmento de lo que decíamos: ¡“Papá”!…, y se guardara el resto: “¡no vuelvas a emborracharte, por favoooooooooor”.

Pero quienes de verdad descubrieron el túnel fueron Rita y Mireya, mis dos hermanas, un día que jugaban a las escondidas. Papá había heredado la finca del abuelo Gregorio y había tumbado la antigua casa para hacer otra, más cercana al camino. Decía que no le gustaba la manera en que estaba distribuida la casa, que como ahora era suya la iba a cambiar completamente. Un domingo, mientras los obreros descansaban en las hamacas del trabajo de levantar las nuevas paredes, mis hermanas se metieron en la obra y pegaron el grito: “¡Papá, hay un túnel!”. Todos llegamos corriendo y sí, efectivamente, ahí estaba. La boca de un túnel de verdad, oscuro y profundo.

Era un túnel angosto, de unos ochenta centímetros. Papá corrió el resto de maleza que cubría la entrada, metió la linterna y solo alcanzamos a ver un pequeño sendero en tierra repisada, porque luego el túnel volteaba y se perdía en la oscuridad. Papá dijo que iba a recorrerlo y le pidió a mi hermano mayor, Pepe, que lo acompañara por si de pronto encontraban culebras ―se llamaba igual que papá porque, para él, el hijo mayor debía llevar su nombre―. Papá se metió primero y Pepe, algo dudoso, lo siguió alumbrando con la linterna. “¿Están bien?”, preguntaba mamá cada ratito. Primero nos llegó un suave “sí, acá vamos”, y luego no se volvió a oír nada.

Al rato, como dos horas después, oímos la voz de papá. “Si vieran”, dijo a nuestras espaldas. Había aparecido por detrás mientras nosotros, con las cabezas dentro del túnel, esperábamos que estuviera de regreso por donde se había ido.

“Es un túnel muy largo”, dijo, “calculo que debe tener unos tres kilómetros porque fuimos a salir a la parte baja del cafetal, cerca del río. A la entrada todo estaba bien, normal, pero cuando avanzamos, había mucha hierba, mucha maleza. Al final casi no se podía pasar. Menos mal que llevábamos el machete”.

Papá y Pepe tenían rastros de haber librado una dura batalla contra el demonio. Sus brazos estaban arañados, llenos de pequeños puntitos rojos por los que la sangre parecía querer salirse. Estaban sucios, con grandes pegostres de barro agarrados a las botas pantaneras.

Al día siguiente, papá cubrió el túnel y no nos dijo por qué. Él y mis dos hermanos llevaron hasta la finca una enorme piedra y la atravesaron sobre una tabla con la cual papá lo había tapado. Dijo que jamás se nos ocurriera entrar ahí, que el abuelo Gregorio sí le había dicho alguna vez que ese tal túnel existía, que había sido construido para defenderse ―la primera vez no dijo defenderse de qué―, pero que había sido sellado.

Ese mismo día en que nos pidió que no entráramos nos volvió a reunir por la tarde, a mamá, a los seis hermanos y a los dos trabajadores de confianza, y nos dijo, palabras más, palabras menos, que el abuelo le contó que había mandado a hacerlo para poder salir en caso de que los infames cachiporros liberales entraran a matarlo. Siguió diciendo que el abuelo, godo a mucho honor, como él mismo no se cansaba de decirnos cada que tenía la oportunidad, durante la época de la violencia adornaba su casa, puertas y ventanas con banderas azules, y había mandado a sacar del pueblo a los dos únicos cachiporros, traidores de la causa conservadora, porque si los amigos de estos, que venían de la ciudad, lograban pasar la defensa de Palermo ―el municipio vecino―, llegarían hasta Santa María a cobrarle la expulsión de sus hombres.

El abuelo murió siendo conservador de raca mandaca, y por eso papá fue conservador, y mamá se volvió conservadora para que papá no estuviera molesto de que el padre de ella hubiera sido cachiporro. Y aunque el abuelo dijo que había sellado el túnel, lo que en realidad había hecho era tan solo tapar las dos entradas con chamizas llenas de púas. La entrada por la casa no se veía porque la maleza lo había cubierto, y luego la enorme piedra, pero el boquete por el lado del río estaba en un barranco bajo el cafetal, mucho más descubierto.

Hasta allá fuimos muchas veces con Juanjo. Le decíamos a mamá que íbamos a bañarnos al río. Yo lo agarraba de la mano y lo metía en el túnel, primero a él, desde luego, le metía la cabeza y luego lo empujaba del rabo para que anduviera adelante, y subíamos hasta que se veía la entrada cubierta con la piedra. Entonces nos devolvíamos, asfixiados por el largo camino que habíamos recorrido. De camino no había nada, apenas algunas arañas negras, muy grandes y peludas, y uno que otro armadillo que corría asustado a buscar la salida. Nunca aparecieron los huesos de esos hombres muertos que, según papá, estaban a lo largo del túnel.

En otra reunión, a la luz de la vela, papá nos contó que, en palabras del abuelo, al final de la violencia los cachiporros habían logrado llegar hasta el pueblo, hasta la finca, y que el abuelo sí había logrado escapar, porque era un verraco, pero que al menos diez de sus trabajadores, godos como él, habían quedado atrapados en la mitad del túnel. Que primero los cachiporros les habían taponado las salidas con chamizas ardiendo, que los habían esperado durante casi dos meses, y que ellos habían muerto adentro, ahogados, sin agua ni comida. Nos dijo que por eso a veces se escuchaban lamentos en el patio, que eran las voces de los trabajadores que salían del túnel pidiendo aunque fuera un pedazo de pan o alguna taza de agua.

Luego papá nos contó más historias del túnel, historias llenas de espantos que ni Juanjo ni yo volvimos a creer. Alguna vez hasta nos reímos cuando él hablaba de los tales trabajadores muertos, jornaleros que según papá llenaban el patio de ruidos extraños. Rita y Mireya también dejaron de creerle, y creo que mamá, aunque ella, en medio de las lágrimas de todos los días porque papá seguía emborrachándose, le llevaba la corriente y le decía que sí, que qué peligro, que jamás se nos ocurriera entrar al túnel. Solo mis dos hermanos mayores ponían cara de asustados cuando papá lo contaba.

Después de que descubrimos el túnel las cosas entra mamá y papá empezaron a ir peor. Mamá lloraba día y noche. Y si las cosas entre papá y mamá se iban a pique, peor iban entre papá y los negocios. Cada que volvía del pueblo, las últimas veces solo a cambiarse de ropa, llegaba malgeniado, diciendo que los marranos estaban muy flacos y pagaban muy mal por ellos, que las vacas tenían ranilla y se había perdido la carne, que el precio del café estaba tan barato que solo eran pérdidas y pérdidas.

Luego empezaron a llegar personas del pueblo a cobrar. Mamá los recibía, les ofrecía jugo de guayaba cimarrona, nos metía a todos en el cuarto y se ponía a llorar. No le bastaba que entre todos le sobáramos la cabeza, nos recostáramos en sus piernas o en sus hombros y le dijéramos que tranquila, que papá pronto iba a volver y que ya tendríamos plata para comprar las cosas que hacían falta.

Un día papá llegó muy temprano, otro domingo, y nos dijo que teníamos que irnos a la ciudad, a la capital. Dijo que no había mucho tiempo, que la salida era urgente. Mamá no preguntó nada, empacó las dos o tres cosas que nos quedaban y tomó camino, con los seis hermanos detrás. Papá iba adelante, tambaleándose, maldiciendo, diciendo, una y otra vez, a puro grito, como si las lomas lo oyeran, que los culpables eran los fantasmas del túnel, que había perdido toda su plata porque una maldición pesaba sobre quienes lo descubrieran. Repetía que si tan solo no se le hubiera ocurrido cambiar el lugar de la casa. Juanjo me lanzaba miradas y me picaba el ojo. Íbamos sonriendo, mirando hacia atrás, no fuera que los fantasmas nos estuvieran siguiendo.

Águilas y moscas

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