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El muerto

Nicolás Peña Posada


Ilustración de María Chucena

Una mujer con sombrilla, flaca, blanca, pequeña, creo que se llamaba María. Vivía en una de las tres casas de la loma, a unos quinientos metros de acá. Era una mujer callada y sola, caminaba lento, como lejos del mundo. Ese domingo iba distraída, yo la estaba viendo desde la ventana, me estaba tomando un café. Ella no se había dado cuenta, pero él estaba ahí, en el piso. Lo vio porque se tropezó, se le cayó la sombrilla, y cuando se agachó a recogerla, se dio cuenta que había pateado a un muerto. La señora gritó: “¡¡Jueputa!!”, y no parecía una señora de groserías. Luego recogió la sombrilla y se quedó mirando al muerto, aterrada. Lo maldijo, lo escupió, luego lloró un poco, se puso triste, sintió, tal vez, pesar por él, porque era un muerto y no era de nadie: como si fuera un pedazo de papel mojado, un icopor. Después no supo qué hacer y se quedó mirándolo otro rato y luego corrió. “Un muerto: ¿qué hace uno con un muerto?”, pensé. “Un muerto que no es de uno”. Cerré la ventana para dejar de ver al muerto. Pero a la mañana siguiente volvió la curiosidad y volví a mirar, y el muerto seguía ahí. Entonces me quedé frente a la ventana, y volvió a pasar la señora de la sombrilla. Esta vez tenía una coca con agua. Llegó hasta donde el muerto, miró alrededor para revisar que nadie la estuviera viendo (no se dio cuenta de que yo estaba detrás de la cortina) y luego le echó agua, como si fuera un niño, y sacó un trapo de la chaqueta negra y lo empezó a limpiar, sobre todo el rostro: quería verle el rostro. Así estuvo un tiempo, y yo detrás de la ventana, apenas asomada en un pequeño hueco para que no me viera, y ella échele y échele agua, y el muerto ahí, desgonzado. La señora se volvió a levantar, miró otra vez para todos lados y salió a correr. Así fueron los tres días siguientes, y cada nuevo día traía más cosas y se quedaba más tiempo. Primero la coca de agua, luego la coca de agua y unas flores, luego la coca de agua, unas flores, una nueva chaqueta para el muerto y otra vez la sombrilla para espantar a los chulos, los perros y las moscas que empezaban a rodearlo, y también para protegerse y protegerlo del sol y la lluvia. Se fue encariñando con él, no sé por qué. Pero llegó a vestirlo completamente: medias, calzoncillos, pantalones, camisa, saco, chaqueta, pañuelo: hasta reloj y sombrero. A veces llevaba un libro y se sentaba a leerle, y ya no le importaba si la veían o no (aunque no es que por estos lados pase mucha gente). Al quinto día decidió llevar una sábana grande, movió al muerto un poco más al fondo del pastizal para esconderlo cuando se fuera, y terminó de bañarlo, de leerle y lo tapó, para que nadie le fuera a quitar al muerto. Así fueron las cosas otros dos días, hasta que un día llegó en la noche, yo me levanté porque escuché ruidos, y cuando me asomé por la ventana, la vi acostándose junto al muerto, abrazándolo, sin importarle las moscas, ni los gusanos, ni los huesos grises, ni la boca seca, ni los ojos negros, ni el olor a carne podrida que salía de su cuerpo. Y me quedé viéndola toda la madrugada, ella abrazada al muerto que se había convertido en su muerto; junto a él como si fuera su esposo, como si estuviera vivo y la amara, y la escuchara respirar mientras dormía. Al otro día se levantó bien temprano y cargó al muerto en sus hombros, con esfuerzo, se escurría el cuerpo en descomposición por el cuerpo blanco y débil de la mujer, y subió la loma que llegaba hasta su casa: tal vez para vivir junto al muerto o morir con él, quién sabe.

Águilas y moscas

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