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Carter «Doc» McCoy había encargado que le llamaran a las seis de la mañana y ya acercaba la mano al teléfono cuando el vigilante nocturno llamó. Siempre se despertaba con facilidad y de buen humor: era un hombre que no tenía resentimientos hacia el pasado y se enfrentaba al nuevo día completamente confiado y seguro de sí mismo. Doce años de rutina en la prisión habían convertido sus tendencias naturales en hábitos.

—Hola, Charlie. He dormido muy bien —dijo con voz amable—. Se supone que debería preguntarte lo mismo, ¿no? ¡Ja, ja! ¿Has pedido también mi desayuno? Buen muchacho, eres todo un caballero, Charlie.

Doc McCoy colgó el auricular, bostezó y se desperezó con placer sentándose en la gran cama antigua. Ladeó ligeramente el visillo de la ventana del callejón y echó una mirada al restaurante que permanecía abierto toda la noche, unas casas más abajo. En ese momento un camarero negro salía del lugar con una bandeja cubierta por una servilleta blanca, que se balanceaba en su mano. Cruzó el callejón con la lenta y hosca tranquilidad de quien está realizando una ineludible y desagradable tarea.

Doc guiñó los ojos traviesamente. Sin duda, la culpa era del chico. No tendría que haber alardeado ante Charlie acerca de la espléndida propina que Mr. Kramer le había dado: debió prever que, a partir de entonces, Charlie le relevaría del trabajo de subirle la bandeja. Pero —Doc entró en el cuarto de baño y empezó a lavarse— las cosas como son: un muchacho que hace un trabajo de esos seguramente necesita cada una de las monedas que se le puedan dar.

—Lo que son las cosas, Charlie —explicó, haciéndose el simpático, cuando el vigilante llegó con el desayuno—. Pero, entre gente como tú y yo, unos cuantos billetes de banco no hacen mucha diferencia... Bien, ¿querrás darle al chico esta propinita de mi parte? Dile que me dejaré caer por allí y le daré personalmente las gracias cuando regrese.

El vigilante se iluminó. ¡Él y Mr. Kramer! ¡Gente como ellos! Hubiera dado el dinero al muchacho aunque Mr. Kramer no lo hubiese dicho expresamente, aunque solo lo hubiera insinuado.

Cuando el sentido de las palabras de Doc calaron en él, su rostro se ensombreció súbitamente.

—¿Cuando usted regrese? ¿Quiere... quiere decir que se marcha?

—Solo por dos o tres días, Charlie. Un asunto de negocios que no puede esperar. Puedes apostar a que vuelvo y que añado estos días que estaré fuera al final de mis vacaciones.

—Bueno... —el vigilante suspiró un tanto aliviado—. Nosotros... yo, yo... quiero que sepa que estamos muy contentos de tenerle, Mr. Kramer. Pero, créame, yo no pasaría mis vacaciones aquí si fuera como... si fuera como usted. Me largaría lejos, a Las Vegas o...

—No, no, no creo que lo hicieras, Charlie. Eres demasiado prudente. Te hartarías pronto de todo aquello, como yo, y buscarías una ciudad bonita en donde pudieras gandulear sencillamente, en donde las cosas fueran fáciles y en donde pudieras encontrar algunas personas de verdad para charlar un rato. —Sacudió la cabeza vivamente y puso un billete en la mano del vigilante—. ¿Querrás cuidar de mis cosas mientras esté fuera, Charlie? Creo que no llevaré más que una cartera de mano.

—¡Por supuesto! Pero, por Dios, Mr. Kramer, no necesita darme veinte dólares solamente por...

—Pero los necesitas para cuidar a todas estas hermosas criaturas que llevas de las riendas —le dijo mientras le empujaba hacia la puerta—. No es que no te lo haya advertido, ¿eh? ¿Acaso crees que no sé que eres el roba-corazones de la ciudad? ¡Ja, ja, ja! Bueno, que te sea leve, Charlie.

Charlie estaba ansioso por saber en qué se basaban aquellas halagadoras conclusiones de Mr. Kramer, pero de pronto se encontró con que estaba en el vestíbulo y que la puerta de Mr. Kramer se le había cerrado en sus narices. Parpadeando soñadoramente, bajó y se dirigió nuevamente a la garita de portero.

En el tablón de señales relampagueaban varias llamadas. Charlie empezó a contestarlas con parsimonia, sin disculparse ante las preguntas acerca de si se había muerto o se había ido de vacaciones. Por aquel entonces todos los huéspedes debían saber que él era el único empleado nocturno del Beacon City Hotel. Desde las nueve de la noche hasta las nueve de la mañana tenía todo a su cuidado; había tantas cosas que hacer que apenas paraba en la garita. Y si alguien tenía quejas, que se largara a otro hotel: el más próximo estaba a treinta kilómetros de allí.

Charlie había tenido que acomodar a varios clientes más. Mr. Farley, el propietario, se lo había ordenado. Farley —¡el muy asqueroso tacaño!— calculaba que donde cabían dos, cabían tres, y era factible alquilar las mismas habitaciones haciendo trabajar a un solo empleado nocturno en vez de a dos.

Charlie bostezó adormecido y echó un vistazo al reloj de pared. Luego se dirigió tras el tablero de las llaves y zambulló el rostro en el empañado lavabo, secándoselo después con un extremo de la sucia toalla. Roba-corazones, pensó, estudiando su cara granujienta en el espejo. ¡Oh, maravillosas criaturas!

De repente, se dio cuenta de que en Beacon City solo había dos o tres chicas a las que remotamente se las pudiera calificar de verdaderas bellezas, y ninguna de ellas, a decir verdad, había puesto siquiera los ojos en su persona. Pero... bueno, quizás hasta el momento no las había buscado a fondo. No había tratado el asunto de una manera directa... ¡Y se podía decir que Mr. Kramer era todo un hombre, astuto e inteligente, que si había descubierto en él a un tipo que podía dar de sí era porque...!

Alejándose del mostrador, Charlie se irguió ante la puerta del vestíbulo: las manos cruzadas a la espalda, balanceándose orgullosamente sobre sus pies. El cristal estaba tan polvoriento, tan lleno de marcas de mosca que servía, aunque inadecuadamente, de espejo, si bien solo pudo verse medianamente apetecible.

Rose Hip, la encantadora hermanita de la lavandera china, se dirigía alegremente a sus asuntos escolares. Charlie la saludó con una reverencia y ella le sacó la lengua. Charlie sonrió bobaliconamente.

Después de aquello no se produjo nada más. Como rumió Charlie, se podía haber disparado un revólver en Main Street sin herir un alma. Se debía al reciente cambio de horarios, pensó Charlie. La gente todavía no se había acostumbrado. Quizás el reloj decía que se estaba haciendo tarde —las ocho menos cuarto—, pero para la gente aún no habían dado las siete.

Charlie empezó a alejarse de la puerta; luego, vacilando, al oír un familiar ruido de ruedas de carro, volvió a mirar. La mujer era la vieja «Crazy» Cvec, la trapera de la ciudad. Su carro desvencijado iba cargado hasta el tope de cartones, cajas, botellas y trapos. Vestía una bata raída, un viejo sombrero y unas zapatillas de tenis llenas de agujeros. La punta de una colilla de cigarro colgaba, hedionda, de su boca de labios hundidos.

Cuando Charlie le hizo un guiño, sus encías se separaron para dar forma a una desagradable mueca y la colilla le cayó encima de la bata. Aquello provocó en ella un paroxismo de loco cacareo, que concluyó agarrando las varas del carro y largándose apresuradamente dando saltitos sobre los dos pies. Charlie se reía convulsivamente. Levantaba una pierna y la sacudía como si una abeja zumbara debajo de los pantalones. Entonces...

—Que me asen... —dijo una voz chillona—. Sí, señor, que me asen si lo entiendo...

Era Mack Wingate, guardia de banco y residente antiguo del hotel. Mack Wingate, vestido con su uniforme azul-gris y su gorra, con su rostro plomizo desencajado por una mirada de ácido asombro.

—Así que es tu chica —dijo—. Tú y la Loca Cvec. Bueno, espero que hagas la mejor parte del negocio...

—¡Eh, oye! —El portero había enrojecido, estaba furioso—. ¡Será mejor... anda, lárgate a llenar tus tinteros! ¡Vete a limpiar las escupideras!

—Me imagino que debes de sentirte muy orgulloso, ¿eh, Charlie? Yo también lo estaría con esta madrecita para mí, y seguramente conseguirás que la Loca madure, aunque es difícil decir quién está más verde, ella o...

—¡Basta! —gritó Charlie desesperadamente—. Ya veo que lo sabes todo, ¿verdad? Todo acerca de ella, ¿no, Mack?

—No te preocupes, muchacho. Sé reconocer el verdadero amor cuando lo veo, y no dudo que haya surgido entre vosotros dos.

—¡Vete al infierno, Mack! Tú... —balbuceó en busca de una palabra realmente efectiva—, tú... ¡Te lo advierto por última vez, Mack! No te dejaré cocinar ni una vez más en tu habitación. Si vuelves a hacerlo...

Wingate eructó despidiendo un olor de bollos y café.

—Pero ¿verdad que me dejarás cocinar tu pastel de boda, Charlie? ¿O quizás esperes que tu novia lo saque de entre los desperdicios?

Charlie profirió unos sonidos estrangulados. Sus hombros cayeron desmayadamente. Estaba cansado de discutir con el guardia de banco, no quería pelearse con él. Nadie en la ciudad quería hacerlo. Dijeras lo que dijeras, él lo ignoraba y volvía al ataque con más fuerza que antes. Y no te dejaba nunca, a menos que encontrara a otra persona a la que importunar... y esta vez tenía para rato.

El guarda agarró una mano inerte de Charlie y se la estrechó vigorosamente.

—Deseo ser el primero en felicitarte, Charlie. Realmente, vas a convertirte en alguien importante cuando tú y Crazy... No sé qué más decirte, pero...

—¡Sal de aquí inmediatamente! —susurró Charlie—. Y habla con alguien de todo esto y...

—Claro, claro... quieres que se extienda la noticia —dijo Mack Wingate con odiosa amabilidad—, no ocurre todos los días que un hombre se eche novia. No te preocupes, no será necesario que mandes tarjetas de comunicación... yo ya me encargaré de decirlo a todos.

Charlie se volvió bruscamente y se metió en la garita. Mack rió y, resoplando, empezó a cruzar la calle.

En la acera opuesta se detuvo un momento, vacilante, con la mano apoyada en la culata de su pistola, mirando deliberadamente a izquierda y derecha. Unas cuantas casas más abajo, un coche doblaba la esquina lentamente. No había nadie cerca de allí, excepto un vigilante de almacén que hacía su ronda y un granjero que conducía un tractor y ambos eran viejos conocidos suyos. Mack se volvió y abrió la puerta del banco.

Entró rápidamente y cerró la alarma automática. Subió los peldaños que conducían a la puerta interior y entonces —al menos así le pareció a Charlie— tropezó con sus propios pies y desapareció en el oscuro interior del banco.

Charlie se felicitó a sí mismo, satisfecho. Deseaba ver la expresión del rostro de Mack cuando sacara la cabeza por la puerta y lanzara una rápida ojeada alrededor antes de cerrar de nuevo. Charlie se imaginaba que después de una caída tan estúpida como aquélla, seguro que volvía a asomarse para cerciorarse de que nadie le había visto o, en caso contrario, para darle explicaciones... ¡un guardia de banco que no sabe hacer nada mejor que dar traspiés! Y pueden estar seguros de que Mack se las vería con Charlie si decía algo más sobre alguna otra cosa...

Lamentablemente, Charlie no pudo permanecer a la espera porque, precisamente entonces, la luz de Mr. Kramer relampagueó en el tablón de llamadas. Y era una persona a la que Charlie nunca hacía esperar.

«Mr. Kramer», este príncipe entre los hombres, sería el primero en decirlo.

La huida

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