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Era de dudar si Rudy Torrento había conseguido alguna vez en toda su vida pasar una buena noche durmiendo. La oscuridad le aterrorizaba. Ya desde la infancia, la noche y el sueño que era normal en ella se le habían asociado indeleblemente con el terror, con una caída y con una sepultura debajo de una inmensa montaña de carne, con la idea de que le agarraban por el pelo y una mano le dejaba imposibilitado mientras que otra le golpeaba hasta insensibilizarlo.

Tenía miedo de dormir e igualmente temía el despertar; desde el amanecer de su memoria, los días también se habían identificado con el terror. En todo caso, sin embargo, su miedo era de diferente clase. Un ratón acorralado debía de sentir lo mismo que Rudy Torrento sentía al tomar conciencia cada día. O una culebra con la cabeza atrapada entre los dientes de una horca. Era un miedo enloquecedor, agresivo, ultrajante y furioso; una sensación de escalofrío que se iba apoderando del hombre cuya existencia dependía de él.

Era paranoico, de instinto increíblemente aguzado y con la astucia de un animal. Era también muy vanidoso. Así pues, por una parte estaba seguro de que Doc McCoy intentaría matarle tan pronto como hubiera servido para sus propósitos y, por otra, no podía admitirlo. Doc era demasiado elegante para enredarse con Rudy Torrento: sabía que nadie echaría una mano a Rudy.

Cuando las primeras luces del día cruzaron las ventanas con persianas de la vieja granja, Rudy se sentó gruñendo, con los ojos todavía cerrados, y empezó un violento movimiento nervioso de todo su cuerpo. Sus nervios se habían quebrado y vuelto a quebrar antes de que él fuera lo bastante mayor para escaparse. Y ahora, él y sus nervios habían crecido juntos y se habían convertido en una masa de cartílagos, huesos y tejidos de ensambladura que le dolían terriblemente cuando se resfriaba o cuando permanecía durante mucho tiempo en la misma posición.

Cuando hubo colocado huesos, nervios y cartílagos en una posición medianamente confortable, revolvió buscando entre las mantas hasta encontrar whisky, cigarrillos y cerillas. Tomó un trago largo de alcohol, encendió un cigarrillo, aspirando profundamente, y, de pronto —con estudiada rapidez—, abrió los ojos.

El inútil Jackson le estaba mirando fijamente. Era más lento que Rudy con el gatillo y continuó observándole durante un rato más.

Torrento parpadeó con siniestra jovialidad.

—Tienes una jeta como un búho, nene. Eres un pedazo de animal con la cola entre las patas.

—Mmm... ¿Qué? —El muchacho se despertó súbitamente—. ¡Eh! ¿Qué significa esta broma? ¿Quieres decir que he estado aquí sentado, dormido con los ojos abiertos?

Los labios de Rudy se separaron en una mueca agresiva, malhumorada. Dijo sí, señor; aquello tenía una gracia grotesca. Pero no tanto, naturalmente, como la manera como él miraba.

—El doctor que ayudó a mi madre cuando nací me hizo esto, Jackie. Me echó un bonito cubo de agua encima, ¿sabes?, todo para que las cosas fueran más fáciles para ella. Por eso me pusieron este mote... «Búho» Torrento. ¿No sabes que durante mucho tiempo tuve un nombre de verdad? ¿Quizá también a ti te gustaría llamarme Búho, verdad Jackie?

El muchacho sacudió la cabeza nerviosamente. Incluso en las antípodas de donde se hallaban, la suspicacia de Rudy acerca de su apariencia era una leyenda. No podías llamarle Búho de la misma manera que llamabas «Conejito» a Benny Siegel. La mera mención de este animal en su presencia era capaz de inspirarle la furia más asesina.

—Necesitas un poco de café, Rudy —dijo el muchacho mansamente—. Un poco de café bien caliente y un par de estos magníficos bocadillos que compré ayer por la noche.

—¡Te he hecho una pregunta!

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo —murmura el muchacho vagamente, mientras llena una taza de humeante café con una botella termo. Luego la lleva al gángster, junto con un bocadillo.

Por un instante, Rudy permanece inmóvil, contemplando fijamente, sin ver, con ojos extremadamente brillantes. De súbito, estalla en una carcajada, como si hubiera recordado algo muy gracioso, algo capaz de divertirle cuando ya nada le divierte.

—Tienes coraje, Jackson —dijo Rudy, resoplando y ahogando las palabras—. Todo un tipo, eso eres.

—Bueno —respondió el chico modestamente—. No lo digo por nada, pero cualquiera que me conozca te dirá que cuando llega el momento de poner las cartas boca arriba, yo... bueno...

—Bueno, bueno... ya veremos, Jackson. Ya veremos qué llevas dentro.

De nuevo Rudy se convulsionaba. Y entonces, en uno de sus bruscos e imprevisibles cambios de humor, se halló lleno de piedad por el chico.

—Anda, come, Jackie —dijo—. Sírvete un poco de café y toma un bocado.

Comieron. A la segunda taza de café, Rudy dio un cigarrillo al chico y se lo encendió. Jackson se sintió animado a hacer preguntas y, por una vez, el gángster no replicó con insultos ni con órdenes de cerrar el pico.

—Bueno, Doc no ha decidido este asunto de Beacon City por casualidad —dijo—. Doc nunca hace las cosas por casualidad. Él ya tenía un plan y entonces empezó a buscar el lugar perfecto para llevarlo a cabo. Probablemente ha estado investigando durante dos o tres meses, debe de haber viajado por docenas de lugares antes de instalarse en Beacon City. Primero busca un banco que no sea miembro del Sistema Federal de Reserva, luego, ¿qué? —Rudy frunció las cejas al interrumpirse—. Bien, ¿qué diablos estás pensando?

—¡Oh! ¡Oh!, ya entiendo —dijo el muchacho rápidamente—, así los Federales no se presentarán en ningún caso, ¿verdad, Rudy?

—Exacto. La cuestión es que estén entretenidos en cualquier otro robo de banco y que no merodeen por los alrededores. Bueno, primero obstruye esta entrada y luego se dedica a otras interesantes consideraciones. Si un banco hace pocas o ninguna operación de ahorro, significa que tiene mucha más pasta de la que pueden prestar, lo que impulsa a Doc a hacer los más encantadores proyectos: y entonces no tiene más que poner condiciones... lo has visto impreso en el periódico, ¿eh? ¿Cuánta pasta deben de haber conseguido?

—Lo he visto, pero nunca me ha interesado demasiado. Bueno, quiero decir que siempre me ha parecido que solo consiguen lo suficiente para pagar unas cuantas facturas. Al final del año no llegan a tener más dinero del que tenían al principio.

—Estoy contigo —cloqueó Rudy—. Pero significan mucho para Doc. Puede leer cosas en ellos como si fueran historietas.

—¿Astuto, verdad? Un verdadero cerebro —el muchacho sacudió la cabeza con admiración sin darse cuenta del súbito ensombrecimiento de Rudy—. Pero ¿por qué vamos a desviarnos tanto de nuestro camino, Rudy? ¿Por qué ir siempre de un lado a otro del país cuando estamos solo a unos cuantos cientos de millas de la frontera?

—No te gusta, ¿verdad? —dijo Rudy—. Estúpido renacuajo, están esperando que viajemos en línea recta.

—Ya lo sé, ya lo sé —balbuceó Jackson apresuradamente—. ¿Y qué hay del lugar en donde nos esconderemos? ¿Es verdad que no se obtendrá nuestra extradición de allí? ¿De ninguna manera?

—No tienes que preocuparte por eso —dijo Rudy, y de nuevo volvió a sentir piedad por el chico—. Allí hay un vejestorio, «el Rey», así se dice en México, bueno, él y su familia, sus hijos, sus nietos, sus sobrinos y demás, gobiernan el lugar, el estado o la provincia, o como diablos lo llamen. Lo dominan realmente, ¿entiendes qué significa eso? Son los amos, los jueces, los perseguidores y todo lo demás. Mientras pagues y no te líes con la gente del lugar, puedes vivir allí magníficamente.

—Pero, mira, ¿qué puede impedirles que nos saqueen y nos dejen en la estacada? Quiero decir, bueno... quiero decir que no sería demasiado agradable, ¿verdad? El mundo se les caería encima y no conseguirían más clientes...

—Si tuvieran uno como tú ya no querrían tener más —gruñó Rudy—. Esparcerías gérmenes de idiotez a tu alrededor y toda la población se volvería estúpida.

—Lo siento... no quería decir nada.

—Y no has dicho nada. Un cero así de gordo, eso es lo que eres —dijo Rudy. Y aquello fue el final de su piedad.

Se habían afeitado la noche anterior y también se lavaron, echándose mutuamente agua de una jarra en las manos. Se peinaron, cepillaron sus ropas cuidadosamente con una escobilla hecha con paja. Luego, completamente vestidos, se examinaron mutuamente.

Llevaban ropas oscuras, camisas blancas y sombreros flexibles. Excepto por las armas de sobaquera y sus carteras de mano, no tenían nada de extraño cuando salieron por la puerta trasera y se dirigieron al coche. Las carteras eran grandes —mucho más de lo que parecían— y ambas llevaban unas letras grabadas: oficina de estado, y debajo, también grabado: «Inspectores de banco». El coche, con su inmenso motor en forma de cuchara sopera, parecía un cacharro negro de bajo precio.

Jackson se encaramó en él con las carteras, abrió la puerta del lado del conductor y puso el motor en marcha. Rudy escudriñó el camino tras la casa abandonada. Acababa de pasar un camión, camino de Beacon City. No había nada más a la vista. Rudy se encaramó al coche, hizo vibrar el motor y lo condujo, dando tumbos, por el camino serpenteante y lleno de hierbajos.

Saltó a la carretera principal y las ruedas chirriaron. Se relajó, aminorando la velocidad y respirando larga y profundamente. Si alguien les había visto viniendo a través del campo no tendría ninguna importancia. Podían haberse salido accidentalmente de la carretera o quizá para asegurar una rueda. Sin embargo, todo aquello eran suposiciones y las suposiciones eran mal asunto. Un pequeño error, uno solo, sería suficiente para dejarle fuera de combate, para que Rudy el Búho fuera encerrado en el penal de Alcatraz por diez años.

Lanzó una ojeada a su reloj de pulsera mientras conducía. Entrarían en la ciudad en el momento indicado y Rudy hablaba al muchacho en voz baja y tranquila:

—Ahora es cuando todo va a empezar a ir bien —dijo—. Doc conoce su oficio, yo conozco el mío. Tú todavía estás verde, pero eso no importa. Solo tienes que hacer exactamente lo que se te ha dicho: sencillamente seguir mis indicaciones, y vamos a funcionar como el humo a través de una chimenea.

—No tengo miedo, Rudy.

—¿Tener miedo? ¿Qué diablos dices? Ponte un tapón de corcho.

En la esquina, a dos casas del banco, Rudy aminoró la marcha, avanzando la punta del coche para poder ver la calle más ancha. Habían llegado en el momento exacto, pero Mack Wingate, el guardia, no estaba allí. Automáticamente, Rudy caló el motor y luego empezó a chapucear con las marchas. El muchacho se volvió hacia él con el rostro sin color.

—R-Rudy... ¿Q-qué es...?

—Tranquilo, tranquilo, Jackie, muchacho —dijo Rudy con palabras reposadas, pero con los nervios a punto de estallar—. El guardia se ha retrasado, ¿ves?, pero eso no tiene la menor importancia. Si no se deja ver pronto, vamos a dar la vuelta y...

En aquel instante el guardia salía del hotel y cruzaba la calle rápidamente. Rudy esperó unos segundos y luego, suavemente, puso el motor en marcha y dobló la esquina. En menos de un minuto, después que el guardia entrara en el banco, Rudy estacionaba el coche frente al establecimiento.

Él y Jackson salieron del coche cada uno por su lado; el muchacho se demoró uno o dos pasos tras Rudy. Cruzaron la calzada con sus carteras vueltas a fin de que los títulos oficiales estuvieran bien a la vista. Rudy inclinó amablemente la cabeza al pasar ante el guardia de almacén y a su vez recibió una mirada distraída. Inclinado sobre su escoba, el hombre siguió en babia mientras Rudy llamaba a la puerta del banco.

El chico respiraba muy pesadamente, apresurándose tras los talones de Rudy. El gángster llamó:

—¡Eh, Wingate! ¡Date prisa, abre! —y lanzó una tranquila mirada al guardia de almacén—. ¿Sí? ¿Ocurre algo, señor?

—Eso mismo iba a preguntarle a usted —dijo el hombre con indiferencia—. El banco no está en dificultades, ¿verdad?

Muy lentamente, con los ojos sombríos, Rudy le miró de pies a cabeza.

—El banco no está en ninguna dificultad —dijo—. ¿Le gustaría a usted que así fuera?

—¿A mí? —La cabeza del hombre se irguió en señal de protesta—. Yo lo decía nada más que por hablar, ¿sabe usted? Estaba bromeando.

—Hay una ley que castiga esta clase de bromas —le explicó Rudy—. Quizá sería mejor que se dedicara a otra clase de chistes, ¿no cree?

El guardia cabeceó débilmente. Se volvió y penetró en su establecimiento, mientras Rudy y el muchacho entraban en el banco.

Rudy arrancó la llave de la puerta después de haberla cerrado. El chico dejó escapar un resoplido de estupor señalando con un dedo tembloroso el cuerpo desmadejado del guardia.

—¡Mírale! Pa-parece como si se hubiera atravesado la cabeza con una pluma...

—¿Quién eres tú? ¿Acaso el forense? —vociferó Rudy—. ¡Quítale la gorra! ¡Y tú, quítate la chaqueta y ponte la suya!

—Ese individuo de afuera, Rudy, ¿c-crees que ha...?

Torrento le dio un fuerte empujón en el hombro. Luego, mientras el chico se tambaleaba, le cogió por las solapas y le arrastró hasta tenerlo a un centímetro del rostro.

—Hay solo dos personas por las que tienes que preocuparte, ¿entiendes? Solo tú y yo. Y deja de dar respingos o de aquí solo saldrá uno de los dos. —Rudy le dio una violenta sacudida—. ¿Has comprendido? Pues ahora intenta que no se te olvide.

El brillo de los ojos de Jackson desapareció. Bajó la cabeza y dijo bastante calmado:

—Ya estoy tranquilo, Rudy. Ya verás como lo hago bien.

Se puso la chaqueta y la gorra del guardia, con la visera calada en la frente. Luego, puesto que Rudy temía que el hombre muerto provocara el pánico entre los otros empleados, arrastraron su cuerpo hasta las mesas y lo taparon con una alfombra.

De nuevo en el vestíbulo, Rudy instó al muchacho a un último ensayo. Evidentemente, se suponía que no debía atisbar por la puerta. Tenía que actuar con naturalidad, intentando evitar la luz, pero que no se notara. Y cuando abriera la puerta, no tenía que dejar ver más que la manga de su chaqueta y quizá la visera de la gorra.

—No es necesario que les saludes, ¿entiendes? Ellos no saben que algo va mal, y si lo saben no hay nada que nosotros podamos hacer para solucionarlo. Ahora —Rudy golpeteó el cristal superior de una de las ventanillas—, ahora, ahí tienes de nuevo el santo y seña: así sabrán si se trata de uno de los esclavos a sueldo de este banco o si es algún despistado que viene por cambio antes de hora. Darán tres golpes, toc-toc-toc, así, ¿entiendes? Luego otro y otro, toc-toc. Tres y dos.

—Entiendo —afirmó Jackson—. Lo recuerdo bien, Rudy.

—Menudo santo y seña, ¿eh? Seguro que a Doc solo le costó saberlo dos o tres minutos, con unos prismáticos. Pero solamente los tres empleados utilizan esta señal, y se dejarán ver entre este momento y las ocho y media. El pez gordo llega alrededor de las nueve menos cuarto y no llama. Solamente rasca en la puerta y grita: «¡Wingate, Wingate!».

Rudy miró el reloj y empezó a actuar. Tomaron posiciones a cada lado de la puerta. Rudy sacó su arma y entonces se oyó un toc-toc-toc, y luego toc-toc.

El muchacho se estremeció, vacilando durante una fracción de segundo. Finalmente, cuando Rudy le hizo una señal con la cabeza, animándole gravemente, se recuperó y abrió la puerta.

La huida

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