Читать книгу La huida - Jim Thompson - Страница 7
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ОглавлениеLa hora de apertura de la caja del banco era a las nueve menos diez. Apenas diez minutos más tarde, Rudy y Jackson la habían limpiado de dinero —excepto los billetes de a dólar y las monedas— y de gruesos paquetes de obligaciones negociables.
El banquero yacía tendido en el suelo, medio muerto por el golpe de culata de Rudy. Al pasar por encima del cuerpo inconsciente, Rudy le dio una salvaje patada en la cara y dirigió sus ojos medio dementes hacia el chico, quien de nuevo se había llenado de miedo, el furioso miedo de una rata acorralada. Estaba a punto de estallar, de solidificarse y convertirse en la rápida astucia de un gatillo asesino que le había guiado en tantos lugares, que le forzaba a sobrevivir después que la víctima hubiera dado el último grito de muerte. Ahora, sin embargo, se trataba de otro tipo de miedo y sentía la necesidad de golpear algo. Alguien.
—¿Has oído algo afuera? —Señaló la calle con un movimiento de cabeza—. Bueno, ¿has oído algo o no?
—¿Oír algo? ¿Q-qué...?
—¡Las bombas, estúpido orejudo! Alguna conmoción.
—Mmm... P-pero no creo que podamos haber oído nada, no creo, ¿verdad, Rudy? Quiero decir, aquí en la caja, nosotros... ¡N-no! ¡No... n-no lo hagas!
El muchacho se ahogó en un grito. Intentó agarrar su pistola. Luego se tambaleó hacia adelante, con las manos hundidas en su abdomen rajado, en los redaños que Torrento le había hecho creer que tenía.
Rudy rió convulsivamente. Dejó escapar un sonido que era extrañamente semejante a un sollozo. Luego limpió el cuchillo con un papel secante, lo colocó de nuevo en el bolsillo y recogió las dos carteras.
Las llevó hasta la puerta del banco y, de nuevo, las dejó en el suelo. Se volvió y miró pensativamente a los tres empleados. Estaban desparramados por el suelo de la entrada, las bocas selladas con cintas de papel engomado, las muñecas y los tobillos atados con cuerdas. Los tres le miraron con ojos desorbitados hasta mostrar los blancos mientras Rudy manoseaba el cuchillo, vacilante.
Eran testigos del robo, del asesinato del chico. Y si las cosas se ponían mal, Doc no dudaría en cargarle la muerte del guardia. Doc quedaría libre de toda culpa, ¡él y la muy zorra de su elegante esposa! Y, fuera como fuera, aquellos patanes podían reconocerle entre un millón de jetas. Así pues, dado que no podían freírle ni tener su cuello más de una vez, por qué no...
Sacó de nuevo su cuchillo. Fue de un empleado a otro y desató las ligaduras de sus muñecas y tobillos, dándoles puntapiés, maldiciendo y farfullando para que se pusieran en pie.
Les obligó a ir delante de él y les condujo dentro de la caja. Cerró la puerta tras ellos y dio una vuelta al pestillo.
No habría servido de nada matarlos. Lo habían visto entrar y ahora le verían salir. Había un endemoniado barullo afuera, que iba creciendo por momentos y, si bien había la posibilidad de pasar desapercibido entre el humo, sin embargo, alguien, uno o muchos, podían verle. Lo mejor que podía esperar era que ninguno de ellos intentara hacer nada.
Nadie intentó nada. Doc lo había calculado bien. La gente tenía demasiadas cosas interesantes a las que prestar atención para fijarse en él. Y, después de todo, ¿qué había de extraño en un tipo que salía de un banco en horas de oficina?
El callejón estaba atiborrado de gente, arremolinándose y retrocediendo hacia las salidas cuando ocasionalmente el viento lanzaba el humo hacia ellos y corrían el riesgo de que los envolviera. Del carro de heno caía una lluvia de chispas. Había explotado un tanque de gas, lanzando un surtidor de fuego en el aire. La muchedumbre rugió, retrocedió hasta la esquina, y la gente de la esquina intentó alejarse. Varios hombres con casco rojo se movían entre la muchedumbre, vociferando y gesticulando vanamente. Otros hombres de casco rojo se abalanzaban calle arriba, arrastrando un carro de dos ruedas con un tanque tras ellos. La campana de la cúpula del Palacio de Justicia repicaba atronadoramente.
Rudy introdujo las dos maletas en el coche. Dio media vuelta y estuvo a punto de atropellar a dos individuos que se pusieron en su camino; emprendió la marcha hacia las afueras de la ciudad.
Una manzana más abajo, Doc bajó de la acera y se encaramó al coche. Siguieron adelante. Rudy hizo una mueca, pensativamente, al notar el cariñoso cuidado con que Doc llevaba su abrigo. McCoy le preguntó cuánto habían conseguido.
—Doscientos en bonos. Y quizá ciento cuarenta en billetes.
—¿Ciento cuarenta? —los ojos de Doc le escudriñaron—. Ya entiendo. Debía de haber mucha pasta en calderilla.
—En calderilla quizás había más, ¡maldita sea! ¿Acaso crees que soy una máquina de calcular?
—Bueno, Rudy —dijo Doc blandamente—, no te ofendas. ¿Qué tal fue con el chico?
—¿Cómo quieres que fuera? ¿Cómo habías planeado que fuera?
—Claro. Muy mal —dijo Doc vagamente—. Siempre me siento mal cuando se hacen necesarias estas cosas.
Rudy resopló. Se metió un cigarrillo en la boca, puso su mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta buscando ostensiblemente una cerilla. La sacó junto con una pesada automática, que apoyó en el regazo.
—Saca el rifle, Doc. Lánzalo a la cuneta.
—Bueno, bueno. —Doc no pareció darse cuenta de la automática—. Parece que ya no vamos a necesitarlo.
Levantó el rifle, lo envolvió y lo lanzó por la ventanilla. Rudy dejó escapar otro resoplido.
—¡Parece que no vamos a necesitarlo! —se burló—. Bueno, creo que tampoco vas a necesitar esta barra que llevas en la chaqueta, Doc, así que... ¡no intentes sacarla! Solamente sácate la chaqueta y déjala en el asiento trasero.
—Escucha, Rudy...
—¡Hazlo!
Doc lo hizo. Rudy le obligó a inclinarse hacia adelante, luego hacia atrás, cacheándole los pantalones. Asintió y dio permiso a Doc para que encendiera un cigarrillo. Doc se acomodó en el asiento, los ojos fijos en el borde de su sombrero.
—Esto no tiene sentido, Rudy. No, si es cierto lo que pienso.
—Es exactamente eso. Exactamente lo que tú me tenías preparado a mí.
—Te equivocas, Rudy. No deberías habértelo ni siquiera imaginado. ¿Qué haría yo en Golio sin ti? Ellos son tus parientes, y si Carol y yo nos presentáramos allí solos...
—Seguramente os hubieran hecho un buen regalo —dijo Rudy rateramente—. No me hagas reír, Doc. ¿Acaso crees que soy estúpido?
—En este caso, sí. Quizá nos hubiera salido bien sin ti, pero...
—¿Bien? ¡Os hubiera salido mil diablos mejor, y tú lo sabes perfectamente!
—No estoy de acuerdo contigo, pero dejémoslo. Nos necesitarás, Rudy, a Carol y a mí.
—¡Ja, ja! Un coche diferente, unos cuantos trapos... sí, y vuestra parte del botín. Eso es todo.
Doc vaciló, miró a través del parabrisas. Echó una ojeada al cuentakilómetros.
—Demasiado aprisa, Rudy. Podemos tener problemas de tráfico con la policía.
—Quieres decir que vamos adelantados a la cita. —Rudy guiñó los ojos—. Es eso, ¿verdad?
—Da la señal a Carol, por lo menos. Si no lo haces va a pensar que algo va mal. Quizás incluso nos cruzaremos sin que ella se dé cuenta.
—¡Oh, no! —la risa de Rudy estaba cuajada de envidia—. Ella sabía que tú ibas a deshacerte de mí, y...
—No, Rudy. Cómo...
—... y se figurará que has caído en una trampa. Por lo tanto, se moverá para intentar sacarte de ella.
Doc no discutió aquel punto. De hecho, había cesado de discutir del todo. Simplemente se encogió de hombros, cambió de posición y quedó silencioso.
Su aparente resignación, adquirida tan rápidamente, preocupó a Rudy. No porque temiera que Doc se sacara algún plan de la manga. Evidentemente no podía hacerlo. Aquella sensación se la produjo algo más... la fastidiosa y profunda necesidad de justificarse a sí mismo.
—Mira, Doc —exclamó irritado—. No iba a picarme los dedos sabiendo lo que pensabas hacer conmigo. Serías un majadero si intentaras hacer algo más, y yo he sido un majadero al dejar que las cosas llegaran a esto. Así pues, ¿para qué llorar?
—No me había dado cuenta de que estaba llorando.
—Ni conseguirías nada con ello —dijo Rudy obstinadamente—. Mira. Ciento cuarenta en billetes. Quizá ciento veinticinco de los bonos. Todo junto un cuarto de millón. No es suficiente pasta para hacer tres partes, no cuando es lo último que vas a conseguir y cuando tendrás que tapar el agujero del Rey durante toda tu vida. No va a estarse callado sin tocar ni cinco...
—Exactamente —sonrió Doc con sequedad—. Así pues, resulta una excelente idea no gastar el botín, ¿verdad? Y, por el contrario, utilizarlo de tal manera que se convierta en una generosa renta durante toda tu vida.
—¿Qué quieres decir? —Rudy estaba a la expectativa—. Algo así como un lugar de diversión, ¿eh? —se burló—. ¿O quizás un casino de apuestas? —Esperó de nuevo—. ¿Vas a hacer la competencia al Rey?
Doc rió blandamente. Era la risa de un adulto ante las tonterías de un chiquillo.
—En realidad, Rudy, tratándose de ti te sugiero un circo. Y tú podrías hacer de payaso.
Rudy abrió y volvió a cerrar los labios inciertamente. Empezó a hablar, se detuvo. Se aclaró la garganta e hizo otro intento.
—¿Qué tienes en la azotea, Doc? ¿Drogas, quizá? ¿Contrabando? Calculo que son chifladuras, pero... ¡Ah, al diablo contigo, Doc! Estoy diciendo que me quedo con todo y tú estás intentando comprar la parte del socio con tu cara bonita.
—Claro. Entonces ¿por qué no lo dejamos estar? —dijo Doc llanamente.
El pie de Rudy aligeró la marcha. Dos emociones se mezclaban en él: una arraigada suspicacia y un terror inherente a encontrarse necesitado. Doc le estaba estafando... ¿o era él? Un individuo lisonjero como Doc, ¿iba a dejar escapar un socio, a menos que encontrara otro mejor al que agarrarse? Y... ¿y qué hacía un individuo que quería hacerse con la pasta y no podía quitársela a alguien?
—Creo que no has comprendido, Doc —murmuró Rudy—. Tienes algo en la cabeza, ¿qué vas a perder diciéndomelo?
—Muy poco... pero ¿qué voy a ganar? Toma un caso tan sencillo como ése: la policía mexicana, sus relaciones, quiero decir, en líneas generales, las relaciones con sus vecinos latinoamericanos. La situación no va a cambiar mucho. Y si cambia, será para adquirir una mejor posición. La cosa está vinculada directamente con el mercado monetario (la tasa extranjera de cambio, para usar términos más populares) y, teniendo en cuenta las tendencias inflacionistas que hay en la actualidad, y con el oro tasado a treinta y cinco dólares la onza, el potencial de una buena operación es...
Doc dejó que su voz muriera.
—No te preocupes, Rudy —dijo divertido—. Eso es muy sencillo para mí, pero, realmente, no creo que tú puedas llegar a entenderlo. Es un asunto que confunde a mucha gente inteligente de verdad, a hombres que tienen mucho éxito en sus profesiones.
—¿Algo así como una cosa con doble sentido, quizás? —insinuó Rudy. Pero lo dijo sin mucha convicción. Había algunas palabras, algunas frases que le sonaban vagamente. Cambio extranjero, tendencias inflacionistas, mercado monetario. Términos que se identificaban con reportajes de los periódicos que invariablemente pasaba por alto, pero que imaginaba que probablemente significaban mucho para mucha gente.
—Algo con doble sentido —estaba diciendo Doc—. Sí, así exactamente es como debe sonarte. Y no puedo decir que te culpe por eso. Es probable que me sonara igual a mí si no hubiera dedicado mucho tiempo, durante estos últimos cuatro años, a leer sobre el tema.
—Bueno...
—No, es inútil, Rudy —dijo Doc firmemente—. Es un buen negocio, y perfectamente legal. Y tú eras el hombre indicado para llevarlo a buen término. Pero no puedo ser más explícito... así es que... no voy a decir nada más.
Rudy no era hombre de reflejos mentales rápidos, si el extraño proceso de su mente podía considerarse pensamiento. Pero cuando tomaba una decisión, la realizaba rápidamente. Abruptamente, metió su revólver en el bolsillo y dijo:
—De acuerdo, Doc. No voy a comprar todavía, pero tomo una opción.
Doc asintió. No pensaba hablar.
—Voy a guardar tu revólver —siguió Rudy—. Voy a quitar a Carol cualquier arma que lleve cuando la encontremos. Nos pararemos durante la noche y os ataré. Nos detendremos para comprar comida durante el día y uno de vosotros dos se quedará conmigo. Si cualquiera de vosotros intenta algo, es cosa hecha. ¿Entiendes? ¿De acuerdo?
—Entiendo perfectamente lo que quieres decir y, como es natural, estoy de acuerdo.
Cruzaron un puente que se levantaba sobre un riachuelo. De inmediato, al llegar al otro lado, Rudy giró el coche directamente hacia el camino del malecón y después hacia la orilla de la caleta. Las ruedas chirriaron en el aire; el volante bailó, sacudiéndose entre sus manos. Rudy giró al máximo hacia la izquierda, encaminando el coche sobre el rocoso lecho de la corriente, con sus correspondientes saltos de agua. Unas doscientas yardas más lejos, debajo de un grupo de árboles, se detuvo en seco.
Doc sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor de la frente. Dijo, sin color en el rostro, que había tenido miedo de romperse el cuello.
Rudy se puso a reír. Doc saltó del coche y se quitó el sombrero. Siguió secándose el sudor mientras Rudy salía del coche.
—Me sorprendes, ¿sabes, Doc? —Rudy todavía se estaba desternillando de risa por la broma—. De verdad, me sorprendes algunas veces. Yo...
—¿Qué hay de extraño en ello? —preguntó Doc.
Y mientras Rudy estallaba de nuevo en carcajadas, Doc sacó un revólver del sombrero y disparó.
—Le he dado directamente en el corazón —explicó Doc a Carol—. Ha sido una de esas raras veces en que un hombre muere riendo.
—Y así ha muerto él —dijo Carol guiñando un ojo—. Era una persona con quien nunca me sentí bien. Siempre tenía la sensación de que estaba a punto de saltar sobre mí de improviso, desde el lado en que yo no miraba.
—¡Lástima! Pobre Rudy —murmuró Doc—. Pero ¿cómo te sientes, querida...? Tanto ir de una parte para otra, de lo ridículo a lo sublime...
—Bien... —Carol le lanzó una sofocante mirada—. Creo que estaré mucho mejor mañana, después de una buena noche de sueño...
—Tururú... —sonrió Doc—. Ya veo que sigues siendo una mujercita traviesa.
Habían atravesado Beacon City, charlando de naderías, mirando con curiosidad a la gente; ahora se hallaban lejos de la carretera principal, al otro extremo de la ciudad. Doc conducía, puesto que Carol lo había hecho durante toda la noche. Estaba sentada de lado, mirándole, con las piernas recogidas sobre el asiento.
Sus ojos se encontraron. Se sonrieron. Doc le acarició la suave redondez de su cadera y ella le retuvo la mano durante unos segundos, agarrándola casi con fiereza.
—¿Por qué estás preocupado, Doc?
—¿Preocupado?
—Lo adivino siempre. ¿Se trata de Golie? Piensas que si Rudy no viene con nosotros...
Doc sacudió la cabeza.
—No habrá ninguna dificultad allí... quiero decir que no estoy preocupado por nada. Solamente estoy... en cierta manera desconcertado acerca de nuestro amigo Beynon.
—¡Oh! —dijo Carol—. Oh, sí...
Beynon era un juez. Era presidente de la Junta del Perdón y del Tribunal de Apelación. A él se le había comprado el perdón de Doc y todavía se le debían quince mil dólares del precio total de la compra. Poseía un pequeño rancho situado en un extremo del estado. Era soltero y vivía allí cuando no estaba ocupado en algún caso legal o cumpliendo sus deberes oficiales. Se dirigirían hacia allí.
—Doc —dijo Carol mirando a través del parabrisas—. Desviémonos. Vayamos directamente a México desde aquí.
—No podemos, nena. Sería demasiado evidente. Estamos demasiado cerca.
—Pero tú no estabas conectado con el asunto. Ocurra lo que ocurra, pasarán días antes de que te relacionen con el atraco.
—Esto no significa nada. No cuando el asunto es de tanta importancia y ha tenido lugar tan cerca de la frontera. Habrán bloqueado todas las carreteras al menos en cincuenta millas a la redonda de El Paso. Todo el mundo es sospechoso ahora y cualquiera que intente pasar tiene que estar estrictamente limpio y ser capaz de probarlo. De lo contrario, lo meterán en el ajo.
—Bueno... pues por otra ruta, Doc. Beynon está a muchas millas de aquí, y si crees que él puede sospechar algo, ¿por qué... por qué...?
—¿Por qué no omitirlo? —Doc la miró pensativamente—. ¿Es esto lo que ibas a sugerir, Carol?
—¿Por qué no? ¿Qué puede hacer contra nosotros?
Doc sonrió secamente, casi irritado con ella. ¿Dejar que Beynon se metiera en el asunto a causa de sus quince mil? ¿Un hombre con sus contactos y que sabía tanto de ellos? Era estúpido discutirlo. Tenían que llegar a su rancho tan rápidamente como pudieran, después de salir de Beacon City, y lo mejor que podían hacer era no demorarse en el camino.
—¿Qué puede hacernos? —repitió Carol con obstinación—. ¿Por qué pagarle si va a armar jaleo de todas formas?
—No sé qué tal tipo es, no sé si está planeando algo. Sin embargo, si no puedo hablar con él... —Doc dejó la frase sin terminar y sus ojos estaban sombríos, pensativos, tras las gafas de sol.
Beynon no había actuado de acuerdo con sus ideas. Lo que había hecho estaba totalmente fuera de lugar y, debido a ello, necesitaba un motivo para no descubrirse.
Doc se acarició la mandíbula y sacudió la cabeza con aire ausente.
—¿Qué hizo para que te formaras esta opinión, Carol? —preguntó—. Quiero decir, esta opinión al margen del hecho de que es un hombre ambicioso con ganas de ganar dinero fácil. ¿Hizo o dijo algo que te indicara que se avendría a un negocio como este?
Carol no contestó. Doc estaba a punto de repetir la pregunta cuando se dio cuenta de que ella se había dormido.