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ОглавлениеSi uno ha pasado mucho tiempo en el Este, ya ha visto un montón de casas de este tipo. De dos pisos, pero que parecen mucho más altas porque son muy estrechas y alargadas; con los tejados empinados, una chimenea a cada lado y un par de ventanas abuhardilladas más o menos a media altura. Uno podría pintarlas con purpurina dorada y seguirían teniendo un aspecto horroroso, pero por lo general las pintan de unos colores que las hacen parecer peores de lo normal. Esta en particular era de un verde mugriento con ribetes en un marrón vómito.
Al verla, casi dejé de sentir lástima por Winroy. Un tipo capaz de vivir en un sitio así se merecía cualquier cosa. Cómo decirlo —quizá yo esté un poco chalado—, cómo decirlo, estas cosas no tienen sentido. Yo me había comprado una pequeña cabaña en Arizona, pero está claro que me las arreglé para que pronto tuviera otro aspecto muy distinto. La pinté de color blanco marfil con ribetes azules, y los marcos de las ventanas los pinté con un barniz rojo brillante... ¿Que si era bonita? Era como una de esas imágenes que aparecen en las postales navideñas.
... Empujé la desvencijada puerta de la verja y la abrí. Subí por los escalones medio desmoronados que llevaban al porche y llamé al timbre. Lo hice un par de veces y lo escuché sonar en el interior, pero no respondieron. Tampoco oí movimiento alguno al otro lado de la puerta.
Me volví y repasé el patio desnudo con la mirada. Eran demasiado perezosos para plantar un poco de hierba. Miré el despintado vallado de madera; la mitad de sus estacas se habían caído. Y en ese momento levanté los ojos, miré al otro lado de la calle y la vi.
No puedo explicar cómo, pero sabía quién era. Por mucho que llevara un suéter, unos pantalones vaqueros y el cabello recogido en una cola de caballo. Estaba de pie en la puerta de un pequeño bar situado calle abajo, no muy segura de si valía la pena molestarse en hablar conmigo.
Bajé por los escalones y crucé el vallado otra vez, y ella empezó a cruzar la calle de forma indecisa.
—¿Sí? —llamó, mientras aún estaba a bastantes pasos de distancia—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Tenía una de esas voces profundas y un poco roncas que indican buena crianza, una de esas voces que han sido adiestradas para mostrar cierta clase. Una mirada a esa figura suya, y sabías que había venido al mundo en el seno de una familia con cama con dosel en el dormitorio matrimonial. Una mirada a sus ojos, y sabías que era capaz de espetarte las más sucias palabrotas que pudieras encontrar en un kilómetro y medio de paredes de retrete.
—Estoy buscando al señor o a la señora Winroy —dije.
—¿Sí? Soy la señora Winroy.
—¿Cómo está? —dije—. Yo soy Carl Bigelow.
—¿Sí? —Esos síes suyos con mayúsculas me estaban poniendo de los nervios—. ¿Y eso me tiene que decir algo?
—Depende —respondí—. De si le dicen algo quince dólares a la semana.
—¿Quien...? Vaya, ¡pues claro! —De pronto rompió a reír—. Lo siento muchísimo, Car... Señor Bigelow. La chica que nos ayuda... nuestra doncella, ha tenido que irse a casa de sus padres por una crisis familiar, y contábamos con que llegara usted la semana pasada... Las cosas estos días son complicadas y...
—Claro. Por supuesto —corté. Me molestaba ver a una persona emplearse tan a fondo para ganarse unos pavos—. Toda la culpa es mía. ¿Puedo invitarla a una copa para compensar?
—Bueno, yo iba a... —Vaciló un instante, sin saber qué hacer, y empezó a caerme un poco mejor—. ¿Está seguro de que puede...?
—Puedo pagarla —dije—. Hoy estamos de celebración. Mañana empezaré a apretarme el cinturón.
—Bueno —dijo ella—. En ese caso...
La invité a dos copas. Y luego, como vi que no se atrevía a pedírmelo, le di treinta dólares.
—Dos semanas por adelantado —repuse—. ¿Está bien?
—Oh, por favor... —protestó en tono bajo, haciendo gala de aquella voz suya de niña bien—. Es totalmente innecesario. En el fondo, nosotros, el señor Winroy y yo, no lo hacemos por el dinero. Nos dijimos que casi era nuestra obligación, ya sabe, dado que vivimos en una población universitaria y...
—Seamos amigos —dije.
—¿Amigos? Me temo que no entien...
—Pues claro. Para charlar de una forma más relajada. A los quince minutos de llegar a este pueblo ya me lo han contado todo sobre el problema del señor Winroy.
Su expresión se agarrotó.
—Podría habérmelo hecho saber antes —dijo—. Seguramente ha pensado que debo de ser una mujer muy estúpida para...
—Tranquilícese un poco —dije yo. Y le dediqué la mejor de mis sonrisas, ancha, aniñada y atrayente—. Si sigue diciéndome lo complicadas que son las cosas, lo de la mujer muy estúpida y todo lo demás, acabará por marearme. Y bastante alterado estoy con solo mirarla.
Se echó a reír y apretó ligeramente mi mano.
—¡Habla usted como todo un hombrecito! ¿O es que lo ha dicho sin intención?
—Sabe con qué intención lo he dicho —respondí.
—¡Pero si estoy hecha un adefesio! Se lo digo en serio, Carl... ¡Huy! Pensará que soy una cualquiera. Llamarle Carl así, de buenas a primeras...
—Es como me llama todo el mundo —dije—. No sabría cómo tomármelo si alguien me tratara de «señor».
Aunque me gustaría que alguien me tratara de ese modo. Y desde luego que haría lo posible por tomármelo bien.
—La situación ha sido horrorosa, Carl. Durante meses, cada vez que abría la puerta, me encontraba con un policía o un fotógrafo apuntándome con la cámara, y cuando al final me digo que todo ha pasado y que voy a disfrutar de un poco de paz, la cosa empieza de nuevo. Yo no soy de las que les gusta quejarse, Carl, de verdad que no, pero...
Estaba claro que sí que lo era. A todo el mundo le gusta quejarse. Eso sí, una tipa como ella, acostumbrada a vivir a lo grande durante mucho tiempo, era demasiado lista para hacerlo.
Se estaba relajando lo justo para mostrarse amigable.
—Tiene que ser muy duro —dije—. ¿Cuánto tiempo tienen previsto seguir aquí?
—¿Cuánto tiempo? —Soltó una risa breve—. El resto de mi vida, o eso parece.
—No hablará en serio... —dije—. Una mujer como usted...
—¿Por qué no voy a estar hablando en serio? ¿Qué otra cosa puedo hacer? Lo eché todo por la borda cuando me casé con Jake. Dejé de cantar... ¿Sabía que yo era cantante? Pues bien, lo dejé. Hace años que no he estado en un club nocturno, como no sea para tomar una copa. Lo eché todo por la borda: la voz, los contratos, todo. Y ahora ya no soy una jovencita, precisamente.
—Déjelo ya, haga el favor —dije—. Deje todo eso de una vez.
—Tampoco es que me esté quejando, Carl. De verdad que no... ¿Y si nos tomamos otra copa?
Dejé que me invitara.
—Y bien —apunté—. No sé demasiado sobre el caso, y me resulta muy fácil hablar. Pero...
—¿Sí?
—Creo que el señor Winroy tendría que haberse resignado a seguir en la cárcel. Es lo que yo hubiera hecho.
—¡Pues claro que lo hubiera hecho! ¡Es lo que hubiera hecho cualquier hombre de verdad!
—Pero es posible que el señor Winroy sepa muy bien lo que está haciendo —dije—. Seguramente llegará a un acuerdo que les permitirá vivir por todo lo alto otra vez, incluso mejor que antes.
Volvió el rostro hacia mí, con una mirada que era puro fuego. Pero yo seguía con mi expresión tontorrona e inocente a más no poder.
El fuego se apagó, y la mujer sonrió y volvió a apretarme la mano.
—Es muy amable al decir eso, Carl, pero me temo que... La cosa me revienta de tal forma que... Pero, bueno, ¿de qué sirve hablar si una no puede hacer nada?
Suspiré e hice amago de pedir otra copa.
—Mejor que no —dijo ella—. Sé que no puede permitírselo... Y yo ya he tomado bastante. En esto soy un poco especial, supongo. Si hay algo que me pone enferma es ver a una persona seguir dándole a la botella cuando ya ha bebido más que suficiente.
—Ahora que lo dice —respondí—, es curioso que lo mencione. A mí me pasa exactamente lo mismo. Puedo tomarme una copa y hasta tres o cuatro, pero luego pongo el freno en seco. En mi caso, lo importante es la compañía de la otra persona.
—Por supuesto. Desde luego —dijo asintiendo con la cabeza—. Es como tiene que ser.
Recogí mi cambio y salimos del local. Cruzamos la calle, eché mano a mis maletas en el porche y la seguí hasta mi cuarto. Su expresión de pronto era un tanto pensativa.
—Una buena habitación —dije—. Seguro que aquí voy a estar muy a gusto.
—Carl... —Me estaba mirando de una forma curiosa, de un modo bastante amigable para mi gusto, pero con curiosidad.
—¿Sí? —dije—. ¿Es que pasa algo malo?
—Tú eres más mayor de lo que aparentas, ¿verdad?
—Vaya, ¿y cuántos años me echas? —Al momento, asentí con expresión de seriedad—. Sin duda te lo he dado a entender de alguna manera —dije—. Nunca lo habrías adivinado al mirarme.
—¿Por qué lo dices en ese tono? No te gusta...
Me encogí de hombros.
—¿Y qué, si no me gusta? Digamos que la cosa me encanta. ¿Quién no estaría encantado de ser un hombre con el físico de un niño? Alguien del que la gente se ríe cada vez que se comporta como un hombre.
—Yo no me he reído de ti, Carl.
—Tampoco te he dado la oportunidad —contesté—. Supongamos que las cosas hubieran sucedido de otra forma. Supongamos, por ejemplo, que te hubiera conocido en una fiesta y hubiera tratado de besarte, como haría todo hombre en sus cabales. ¡Te habrías muerto de la risa! Y no me digas que no, porque sé que lo hubieras hecho.
Hundí las manos en los bolsillos y le di la espalda. Me quedé allí plantado, con la cabeza gacha y los hombros caídos, mirando fijamente la alfombra raída... El mío era un numerito de tres al cuarto, una payasada del carajo, pero que siempre me había funcionado, y yo estaba bastante seguro de que con ella también iba a funcionar.
Cruzó la habitación y se colocó frente a mí. Llevó la mano a mi barbilla y la levantó.
—¿Sabes lo que eres tú? —dijo con aquella voz profunda—. Uno que se las sabe todas.
Me besó en la boca.
—Uno que se las sabe todas —repitió, sonriéndome con los ojos entrecerrados—. ¿Qué hace un chico listo como tú en la Facultad de Pedagogía de un pueblo de mala muerte?
—La verdad, no lo sé —dije—. Es difícil expresarlo con palabras. Es... Bueno, quizá tú sabes lo que es. Llevas mucho tiempo haciendo lo mismo y no ves claro que estés progresando en la vida. Así que tratas de encontrar una forma de cambiar las cosas. Y lo más probable es que estés tan harto de lo que has hecho hasta ahora que lo primero que encuentras te parece bien.
Asintió con la cabeza. Sabía lo que era.
—Nunca he ganado mucho dinero —dije—, y pensé que no me iría mal contar con algunos estudios. Esta universidad es barata, y no tenía mala pinta en los folletos. Eso sí, cuando la he visto de cerca, un poco más y me subo al primer tren de vuelta a la ciudad.
—Sí —dijo ella en tono sombrío—. Entiendo lo que quieres decir. Pero vas a probar suerte, ¿verdad?
—Eso, más o menos —respondí—. Pero ¿puedes decirme una cosa?
—Espero que sí.
—¿Esas dos son así de verdad?
—¿El qué? ¿A qué te refier...? ¡Oh! —soltó, y se echó a reír con suavidad—. ¡Aquí el amigo se las sabe todas...! Pero te gustaría comprobarlo, ¿a que sí?
—¿Y bien?
—Y bien... —Se acercó a mí. Con los ojos bailando, mirándome el rostro, movió los hombros de lado a lado, arriba y abajo. Y a continuación dio un paso atrás con rapidez, entre risas, extendiendo los brazos para mantenerme a raya.
—Nada de eso... No, señor. ¡Carl! No sé qué me pasa... Debo de estar perdiendo la cabeza para dejar que te tomes estas libertades.
—Por lo menos así no pierdes nada más —dije, y ella se echó a reír de nuevo.
Esa risa resonó más alta y profunda que cualquiera de las anteriores. Era una de esas risas que oyes a última hora de la noche en cierta clase de bares. Todo el mundo está apiñado a un lado de la barra, y todos están mirando, con las bocas flojas y los ojos un poco vidriosos, a un sujeto en particular; de pronto, este levanta la voz y suelta un manotazo en la barra. Y entonces oyes esas risas así.
—Bribón... —Me dio un pequeño cachete en la mejilla—. Menudo bribón estás hecho. Pero ahora tengo que bajar y hacer algo para cenar. Voy a estar ocupada durante una hora; lo digo por si quieres echar una cabezadita.
Le dije que igual lo hacía, después de sacar todas mis cosas, y ella me sonrió y se marchó. Empecé a deshacer las maletas.
Estaba bastante satisfecho del modo en que estaba funcionando el asunto. Durante un minuto o dos había llegado a pensar que estaba yendo demasiado rápido, pero la cosa parecía haber salido de perilla. Con una pájara como aquella, si a la tía de verdad le habías caído en gracia, podías olvidarte de echar el freno.
Terminé de sacarlo todo y me tumbé en la cama con una revista de sucesos en la mano. Rebusqué entre las páginas hasta encontrar el punto donde había dejado la lectura:
... el caso de Charlie Bigger, alias «el Pequeño», el asesino a sueldo más letal y escurridizo en la historia del crimen. El número total de sus asesinatos probablemente nunca llegue a conocerse, pero es un hecho que ha sido acusado formalmente de dieciséis. Nuestro hombre está en búsqueda y captura por asesinato en Nueva York, Filadelfia, Chicago y Detroit.
Al Pequeño Bigger se le perdió la pista en 1943, justo después de un ajuste de cuentas que acabó con la muerte de su hermano y hombre de contacto, Luke Bigger, alias «el Grandullón». Qué ha sido de él sigue siendo materia de enconada discusión en la policía y los círculos del hampa. Según algunos rumores, el Pequeño Bigger murió de tuberculosis hace unos años. Otros aseguran que fue asesinado por venganza, al igual que su hermano el Grandullón. Y hay quienes aseguran que sigue con vida. Por supuesto, la verdad es mucho más simple: nadie sabe qué fue del Pequeño Bigger, por la simple razón de que nadie llegó a conocerlo. Es decir, nadie sobrevivió tras encontrarse con él.
El Pequeño Bigger siempre contactaba con los demás por medio de su hermano. Nunca fue detenido, nunca le tomaron las huellas dactilares, nunca fue fotografiado. Como es natural, un hombre tan letalmente activo como él tampoco podía gozar de un anonimato absoluto, y el Pequeño no gozaba de él. Pero el retrato con que contamos, elaborado a partir de varias fuentes, resulta más sorprendente que satisfactorio.
Suponiendo que aún siga con vida, el Pequeño Bigger es un hombrecillo de aspecto inofensivo, de un metro cincuenta de estatura y algo menos de cincuenta kilos. Tiene problemas de vista, por lo que lleva gafas con gruesos cristales. Se cree que sufre de tuberculosis. Tiene los dientes en muy mal estado y le faltan varias piezas. Es un hombre temperamental, pero aplicado en su labor, que fuma y bebe con moderación. Parece tener menos años de los que se supone que tendría hoy, entre treinta y treinta y cinco.
A pesar de su aspecto físico, el Pequeño Bigger puede ser muy zalamero y seductor, sobre todo con las mujeres...
Eché la revista a un lado. Me senté en la cama y me quité a patadas los zapatos con alzas. Me acerqué a la cómoda, que era de las altas, y moví el espejo hacia abajo, un poco. Abrí la boca y me saqué la dentadura postiza. Me eché los párpados hacia arriba —primero uno, luego el otro— y me quité las lentillas.
Estuve mirándome un momento, contento por mi tez bronceada y por el peso que había ganado. Tosí, miré lo que había en el pañuelo, y ya no me sentí tan contento.
Volví a tumbarme en la cama, diciéndome que iba a tener que vigilar mi salud, preguntándome si me perjudicaría empezar a hacer el amor con ella.
Cerré los ojos, pensando... en ella... y en él... y en el Hombre... y en Kentucky... Y en esta birria de casucha color vómito, con el jardín desnudo, con los escalones medio desmoronados y con... y con ese vallado.
Los ojos se me abrieron de golpe, pero al momento volvieron a cerrárseme. Iba a tener que hacer algo por lo que respectaba a ese vallado. De lo contrario, cualquiera que pasara andando por la acera podía engancharse una manga sin querer y hacerse un siete en la tela.