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ОглавлениеEstábamos en mi cuarto. La señora Winroy había llegado un par de minutos después de que lo hiciera el sheriff Summers, cuya presencia en la casa le había enfurecido de tal forma que tuvimos que subir arriba.
—La verdad, no lo entiendo —dije—. El señor Winroy sabía de mi llegada desde hacía semanas. Si no me quería en su casa, ¿por qué demonios no...?
—Ya. Lo que pasa es que él aún no te había visto la cara. Cuando te vio y asoció tu apellido al de un individuo que se llama de una forma parecida... Bueno, es natural que le entrara el miedo en el cuerpo. Jake está metido en un lío muy gordo, no lo olvidemos.
—Si alguien tiene derecho a sentirse alterado soy yo, sheriff, créame. De haber sabido que James C. Winroy era Jake Winroy, no habría venido a este lugar.
—Ajá. Claro. —Summers asintió con la cabeza expresando comprensión—. Pero de hecho he estado haciéndome preguntas sobre tu llegada a este lugar, hijo. A ver, ¿por qué has venido? ¿Cómo es que has hecho todo el camino desde Arizona, tan lejos, para venir a un pueblo como Peardale?
—En parte por esa misma razón. —Me encogí de hombros—. Porque Peardale está muy lejos de Arizona. Tenía intención de empezar de cero, y cuanto más de cero, mejor. No es fácil llegar a ser alguien en la vida cuando estás rodeado de gente que recuerda perfectamente que antes no eras nadie.
—Ajá. ¿Esa es la razón?
—En parte, claro está —dije—. El alojamiento aquí me salía barato, y en la facultad se mostraron dispuestos a hacer una excepción en mi caso. No hay muchas universidades que hagan excepciones, la verdad; si uno no ha cursado estudios secundarios, lo tiene bastante mal. —Solté una risa corta, esforzándome en que reflejara amargura y desilusión—. Cuanto más lo pienso, más absurda me parece esta situación. Me he pasado años soñando con estudiar un poco y conseguir un buen trabajo y ahora... Pero supongo que tendría que haberme informado mejor.
—Bueno, hijo, no te lo tomes así... —Summers carraspeó, con la preocupación pintada en el rostro—. Entiendo que todo esto no tiene sentido, y la cosa me gusta tan poco como a ti. Pero, siendo Jake Winroy quien es, no me queda más remedio que hacerte algunas preguntas. Con un poco de ayuda por tu parte, liquidaremos este tema en un periquete.
—Pierda cuidado, que voy a decirle todo cuanto pueda, sheriff —respondí.
—De primera. ¿Tienes familia?
—Mi padre murió. Mi madre y el resto de mis familiares... No sé nada de ellos. Empezamos a distanciarnos justo después de la muerte de papá. Ha pasado tanto tiempo que ya ni me acuerdo de sus caras.
—Ajá. ¿En serio?
Me puse a hablar. Nada de cuanto le dije podía ser comprobado, pero me daba cuenta de que el sheriff se lo estaba creyendo; lo raro hubiera sido que no se lo creyera. Y es que mi relato era verídico en lo fundamental. Todo aquello prácticamente iba a misa, con la salvedad de las fechas. En la zona minera del carbón de Oklahoma se había producido una crisis económica del carajo a principios de la década de 1920. Hubo huelgas, la milicia fue llamada a intervenir, y nadie tenía dinero para comer, como no fueran los médicos y los sepultureros. Y había muchas cosas en que pensar que no tenían que ver ni con las partidas de nacimiento ni con los certificados de defunción.
Le expliqué que al final nos trasladamos a Arkansas, para la recogida del algodón, y que luego fuimos al valle del Río Grande, para la recogida de la fruta, y después al valle del Imperial, donde la recogida la tienes que hacer agachado... Todos juntos, al principio, y luego separándonos un día o dos para que cada uno siguiera el trabajo allí donde lo hubiera. Separándonos, y quedándonos separados al final.
En Houston vendí periódicos. En Dallas hice de cadi en un campo de golf. En Kansas City vendí refrescos y programas de cine. Y en Denver, frente a la puerta del Brown Palace Hotel, pedí una moneda para tomar un café a un sujeto con pinta de ricachón. Y el tipo me dijo:
—Por Dios, Charlie, ¿es que no te acuerdas de mí? Soy tu hermano Luke...
Por supuesto, esto último no lo conté.
—Ajá —cortó Summers. Le estaba dando tantos detalles que la cosa empezaba a hastiarle—. ¿Cuándo fuiste a Arizona?
—En diciembre del 44. Nunca he sabido cuál fue mi fecha exacta de nacimiento, pero creo recordar que por entonces tendría dieciséis años recién cumplidos. En todo caso —aquí tuve buen cuidado de mostrarme cuidadoso al respecto—, dudo mucho que tuviera más de diecisiete.
—Claro. —El sheriff asintió con la cabeza, frunciendo ligeramente el ceño—. Eso salta a la vista. Hasta me resulta difícil de creer que tuvieras dieciséis años.
—Y bien, el país seguía en guerra, por lo que no era fácil encontrar trabajadores. Este señor Fields y su mujer —un matrimonio mayor, muy buenas personas los dos— me ofrecieron empleo en una gasolinera suya, y el sueldo no era muy alto, porque la gasolinera tampoco daba mucho beneficio, pero a mí me gustaba aquel trabajo. Vivía con ellos, como si fuera su hijo, y ahorraba todo lo que me sacaba. Y hace dos años, cuando murió pap... Quiero decir, cuando murió el señor Fields, le compré la casa a su mujer... Supongo —aquí vacilé un segundo—, supongo que esa fue la razón por la que decidí irme de Tucson. Ahora que papá Fields había muerto y mamá Fields había vuelto a su pueblo en Iowa, la casa ya no tenía mucho de hogar para mí.
El sheriff tosió y se sonó la nariz.
—Maldito sea ese Jake —musitó—. Así que vendiste la casa y viniste a este lugar, ¿eh?
—Sí, señor —dije—. ¿Quiere que le enseñe una copia del título de compraventa?
Se la enseñé. También le mostré algunas de las cartas que la señora Fields me había escrito desde Iowa antes de morir. Summers prestó más atención a las cartas que al título de compraventa, y cuando terminó, volvió a sonarse la nariz.
—Maldita sea, Carl, siento hacerte pasar por todo este latazo, pero lo cierto es que aún no he terminado. ¿Te importa si mando un pequeño telegrama a Tucson? Estoy obligado a hacerlo, ya me entiendes. Si no lo hago, Jake va a seguir montando un follón de mil demonios.
—¿Quiere decir...? —Hice una pausa—. ¿Quiere decir que piensa contactar con el jefe de policía de Tucson?
—No creo que tengas objeción, ¿verdad?
—No —respondí—. Lo que pasa es que nunca llegué a conocerlo tan bien como a los demás tipos de la ciudad. ¿Le importaría telegrafiar también al sheriff y al juez del condado McCafferty? Solía atender a los dos en la gasolinera.
—¡Qué caramba! —dijo, levantándose de golpe.
Me levanté también.
—¿Todo esto va a llevar mucho tiempo, sheriff? La verdad, no sé si vale la pena matricularme en la universidad mientras el asunto no haya sido aclarado.
—Pues claro, lo entiendo. —Summers asintió con la cabeza en gesto de comprensión—. Pero vamos a arreglarlo todo para que puedas empezar las clases el lunes que viene.
—Tenía pensado acercarme a Nueva York antes —dije—. Como es natural, no voy a ir si no me da usted permiso. Es que me compré un traje nuevo al pasar por la ciudad, y me dijeron que para el sábado ya estarían listos los arreglos.
Le acompañé hasta la puerta del dormitorio, y me pareció oír un ligero crujido procedente de la puerta del otro extremo del pasillo.
—En un trabajo como el mío, uno tiene que llevarse bien con todo el mundo, así que preferiría que no le dijeras a nadie lo que voy a decirte. Y es que estos Winroy... Lo cierto es que no sale a cuenta quedarse en su casa, por muy barata que sea la estancia. Si quieres un consejo, lo mejor es que...
—¿Sí? —dije.
—No... —Summers suspiró y meneó la cabeza—. Me temo que tampoco te conviene largarte. Jake se pone como loco al verte, y entonces tú te vas de la casa... En un caso así, da igual lo que tú o yo podamos decir: la cosa tiene mala pinta. Parece como si te hubieras visto obligado a darte el piro, quizá porque había algo de verdad en los desvaríos de Jake.
—Sí, señor —respondí—. Tendría que haber sabido quién era él antes de venir a este lugar.
Le acompañé hasta la puerta, que volví a cerrar. Me tumbé en la cama con un cigarrillo en los labios, con los ojos entrecerrados, echando el humo hacia el techo. Estaba agotado. Da igual lo bien que te hayas preparado para una ocasión como esta, la cosa siempre te deja exhausto. Quería descansar, que me dejaran en paz un rato. Y la puerta se abrió y entró la señora Winroy.
—Carl —dijo con su voz profunda, mientras se sentaba en el borde de la cama—. Lo siento muchísimo, querido. ¡A Jake esta vez lo mato!
—Olvídalo —dije—. ¿Y dónde está Jake, por cierto?
—En la barbería, lo más probable. Seguramente pase la noche allí. ¡Y más le vale, si sabe lo que le conviene!
Paseé los dedos por su muslo arriba e hice que vagabundearan un poco por la zona. Al cabo de un momento, los cogió con la mirada ausente y volvió a situar mi mano en la cama.
—Carl... ¿No estás enfadado?
—No es que me haya gustado el asunto —repuse—, pero no estoy enfadado. A decir verdad, más bien siento lástima por Jake.
—Está perdiendo la chaveta. ¿A quién se le ocurre? ¿Cómo iban a atreverse a matarlo? Un asesinato les resultaría dos veces más perjudicial que el testimonio de Jake en el juicio.
—¿Sí? —dije—. Me temo que no sé mucho de todo eso, señora Winroy.
—Ellos... ¿Por qué no me llamas Fay, cariño? Cuando estamos a solas como ahora, quiero decir.
—Fay, cariño —dije.
—No se atreverían, ¿verdad que no, Carl? A hacerlo aquí mismo, en el pueblo donde ha nacido, donde todos le conocen, donde conoce a todo el mundo? A ver, a ver —se le escapó una risa nerviosa—, ¡por Dios! Este es el lugar más seguro del mundo para él. Ningún desconocido se le puede acercar, ninguna persona a la que no conozca y...
—Pues yo me he acercado a él —dije.
—Ya, bueno. —Se encogió de hombros—. Pero tú no cuentas. Jake sabe que no hay peligro en una persona enviada aquí por la universidad.
—¿Ah, sí? Pues no lo parecía.
—¡Porque está macerado en alcohol! ¡Está empezando a ver visiones!
—En fin —dije—, haga lo que haga, tampoco puedes echárselo en cara.
—Así que no puedo, ¿eh?
—No me parece buena idea —dije.
Me levanté sobre un codo y apagué el cigarrillo en el cenicero.
—Fay, voy a decirte cómo lo vería yo —dije—, si estuviera en el pellejo de Jake. Del mundo del crimen solo sé lo que leo en los periódicos. Pero se me da bien eso de ponerme en la piel del otro, y voy a decirte cómo lo vería, si fuera Jake. Me diría que, si se les hubiera metido en la cabeza la idea de matarme, no tendría manera de impedírselo. No podría hacer nada ni tampoco esconderme. Yo...
—Pero, Carl...
—Si no pudiesen acabar conmigo en un lugar, lo harían en otro. En cualquier otro lugar, de una forma u otra, por complicado que fuese. Tendría claro que terminarían por liquidarme, Fay.
—¡Pero no pueden! ¡No pueden permitírselo!
—Claro —dije.
—El caso nunca irá a juicio. ¡Todo el mundo lo dice!
—Bueno, es probable que piensen así —convine—. Yo me he estado limitando a explicar cómo se sentiría Jake si pensara que pretenden matarlo.
—Sí, pero tú has dicho que... Si Jake tiene claro que no pueden hacerlo, entonces, ¿por qué...?
—Él puede tenerlo claro, pero ¿y ellos? ¿Entiendes lo que quiero decir? Él también sabe que tienen los medios y el dinero suficiente. Sabe que siempre pueden encontrar la forma, si están empeñados en liquidarlo.
—Pero ellos...
—No van a hacerlo —dije—. Pero ¿y si fueran a hacerlo? Jake no podría fiarse de nadie. A saber, hasta podrían tratar de cargárselo utilizando al viejo Kendall.
—¡Y ahora qué dices, Carl! ¡Eso es ridículo!
—Sí, claro que lo es —respondí—, pero ya puedes hacerte una idea. Utilizarían a un tipo cualquiera que no despertase la menor sospecha.
—Carl...
Me estaba mirando con los ojos entrecerrados, con interés, cautelosa.
—¿Sí, Fay? —dije.
—Y tú... ¿Qué pasaría si, si...?
—¿Qué pasaría si qué? —dije.
Continuaba mirándome de aquel modo intrigado y cauteloso. De pronto se echó a reír y dio un respingo.
—Por Dios... —dijo—. ¡Y yo que decía que Jake estaba perdiendo la chaveta! Bueno, Carl... ¿Esta semana no vas a ir a clase?
Negué con la cabeza. No me tomé la molestia de reírme de su cotilleo.
—Ya. Pero Ruth tiene clase a las nueve, así que lo mejor sería que estuvieras abajo a eso de las ocho si quieres que te haga el desayuno. También puedes hacerte tú mismo el café, las tostadas o lo que sea si al final te levantas más tarde. Es lo que yo hago normalmente.
—Gracias —dije—. Me lo pensaré por la mañana.
Finalmente, se fue. Abrí una de las ventanas y volví a tumbarme en la cama. Necesitaba un baño, pero en ese momento no estaba por la labor. No estaba por una labor tan pequeña como desvestirme y andar unos pasos por el pasillo hasta el cuarto de baño.
Seguía inmóvil, obligándome a seguir inmóvil cuando me entraron ganas de levantarme y mirarme al espejo. Uno tiene que tomárselo con calma. Uno no puede ir a por todas cuando carga con un fardo encima. Cerré los ojos y me contemplé mentalmente.
Me quedé impresionado. Era como mirar a otra persona.
Me había visto de esa forma cuarenta mil veces, y la experiencia resultaba nueva cada vez. Veía lo que otras personas parecían ver en mí y de pronto no podía evitarlo y pensaba: «Que hombrecillo más amable y simpático. Salta a la vista que es una buena persona...».
Eso pensé en ese momento y, de un modo u otro, eso me provocó escalofríos. Empecé a pensar en la dentadura y todo lo demás, pero sabía que en el fondo no tenían importancia. Eso sí, me obligué a pensar en ellas.
En cierta forma, me sentía más tranquilo al pensar que eran aquellas cosas en lugar de... ¿En lugar de?
... La dentadura y las lentillas. El rostro bronceado y de aspecto saludable. El peso adicional. La altura adicional... Solo en parte era gracias a los zapatos con alzas que llevaba desde 1943. Me había convertido en otro desde que me había librado de la enfermedad y... Pero ¿realmente me había librado de ella? ¿Y si me ponía enfermo, tan enfermo que no podía cumplir con el encargo? Al Hombre no le gustaría. ¿Y aquel nombre? Charles Bigger, tan parecido a Carl Bigelow... En fin, era un nombre tan bueno como cualquier otro. Tampoco habría sido mejor hacerme llamar Chester Bellows o Chauncey Billingsley; y habría tenido que ser un nombre de ese tipo. Un nombre falso nunca tiene que ser muy distinto al nombre de verdad. Siempre es posible usar un nombre totalmente diferente, pero eso es buscarse problemas. Por ejemplo, en la ropa se suelen llevar las iniciales. O es posible que alguien te salude por tu nombre de forma inopinada y que respondas de forma automática. Así que...
Así que yo no había cometido errores. Yo no... Pero el Hombre había dado conmigo. Y eso que nunca me había visto en persona, pero había sabido adónde tenía que enviar a uno de los suyos para encontrarme. Y si el Hombre había podido dar conmigo...
Encendí un cigarrillo, lo apagué de golpe y volví a tumbarme sobre las almohadas.
El Hombre... El Hombre era caso aparte. Yo no había cometido un error, y no iba a cometerlo ahora. Haría lo que me habían encargado, y me saldría de rositas después, que es lo complicado. Por muy bien que cumpliera con lo mío, estaba claro que luego habría follón. Y la mejor forma de verme atrapado en el follón sería tratar de huir por piernas. Lo que le fastidiaría al Hombre. Si la bofia no me encontraba, lo haría él.
Así que... me sentía medio adormilado.
Ningún error. No había que bajar la guardia, ni un segundo. No había que ponerse enfermo. Y tenía que utilizarlos a todos, a la señora Winroy de forma directa, a los demás indirectamente. Iban a tener que estar de mi lado. Tenían que saber que yo era incapaz de hacer lo que tenía que hacer. No hacía falta que el Hombre me vigilara. Ellos iban a vigilarme. Todos iban a ver que no había problema conmigo y... mirándome... vigilando en todo momento... y yo...
... Estaban apiñados en las aceras del callejón oscuro, angosto y solitario. Y todos estaban ocupados en sus asuntos, riendo y charlando y disfrutando de la vida; pero también me estaban mirando. Vigilando cómo seguía a Jake y mirando cómo el Hombre me seguía a mí. Yo estaba sudoroso y sin aliento, porque llevaba mucho rato andando por la calle. Y los otros no hacían más que estorbarme por el camino, interponerse entre Jake y yo, pero sin cruzarse nunca en el camino del Hombre. Era a mí, A MÍ, a quien tenían que amargarle la existencia. Y... Notaba el sabor de la oscura humedad en la boca y oía el ruido de las vigas al quebrarse y venirse abajo, y la lámpara que llevaba en la gorra empezó a titilar y... Y agarré a uno de aquellos cabrones. Lo agarré, a aquel cabrón-aquella cabrona, y rodamos juntos por el suelo y...
La tenía en la cama. Estaba bajo mi cuerpo, y yo estaba sujetando la muleta con fuerza sobre su garganta, inmovilizándola por completo con mis brazos.
Parpadeé y la miré un instante ahí abajo, mientras intentaba escapar de aquel sueño.
—Por Dios, chica —dije—. No tenías que...
Deslicé la muleta hacia un lado, y ella empezó a respirar otra vez, pero sin poder decir palabra. Estaba aterrada. Miré sus horrorizados y enormes ojos —vigilándome—, y tuve que reprimirme para no soltarle un mamporro.
—Dímelo todo —solté—. Canta ahora mismo. ¿Qué estabas haciendo aquí?
—Yo... Yo... Yo...
Hundí la mano en su costado y la giré con violencia. Soltó un gemido.
—Canta, pero ya.
—Yo... Yo... Yo estaba preocupada por ti. Me... Me inquietaba que... ¡Carl! ¡No hagas eso...!
Empezó a debatirse, mientras yo permanecía tumbado de bruces sobre ella. Seguía agarrándola del costado y retorciendo sus carnes; no paraba de gemir y de jadear. Trató de liberarse de mi mano, y yo la giré aún con más violencia.
—¡No... No! Yo nunca he... Carl, yo soy vir... No está bien esto que haces y... ¡Carl! ¡¡Carl!! Tienes que par... Voy a quedarme preñada y...
... Y al final dejó de suplicar.
Ya no había motivo para seguir con tanta súplica.
Miré hacia abajo. Tenía mi cabeza pegada a la suya, de forma que no podía ver que estaba mirando hacia abajo. Miré, y los ojos se me cerraron al instante. Pero me resultó imposible mantenerlos cerrados.
Tenía un pie de bebé. Un pie y un tobillo de bebé, diminutos los dos. La cosa nacía justo encima de la rodilla —justo encima de donde estaría la rodilla, de tenerla—, un tobillo minúsculo, no mucho más grueso que mi dedo pulgar; un tobillo de bebé y un pie de bebé.
Los deditos se abrían y cerraban sin parar, moviéndose al ritmo de su cuerpo...
—Ca-Carl... ¡Ahh, Carl! —jadeó.
Al cabo de un rato, de lo que me pareció un rato muy largo, le oí decir:
—No, Carl. Por favor, no... Está todo bien, de verdad... Así que, Carl, por favor... Por favor, deja de llorar de una vez...