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CAPÍTULO 5 FUERZA DE VOLUNTAD

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«Por una vez, todos éramos libres en los sesenta», comentaba Ken Viola. «Por una vez. No creo que nuestros padres fueran libres en su vida… ¿Sabes?»

Hablé con muchos fans mientras escribía este libro. Entrevisté al círculo íntimo de Young casi al completo. A veces, llegué incluso a consultar a esa criatura odiosa donde las haya que es el crítico de rock. Pero ninguno entendía la música de Neil como Ken Viola.

Ken Viola vive con su mujer y sus dos hijos en una hermosa vivienda residencial a las afueras de Nueva Jersey. Tiene el pelo canoso y lo lleva corto, como el bigote. Es un tipo grandullón y su impresionante facha y su discurso de ametralladora te hacen pensar por un momento que estás hablando con un camionero. No está mal el disfraz, porque en cuanto despliega todo su encanto, te das cuenta de que tienes delante a un poeta, a un poeta psicodélico. Si eres capaz de superar una sesión con Viola sin hacer preguntas —o sin sufrir alteraciones del conocimiento—, mejor que vayas a ver si tu karma aún está en garantía, colega.

Coge la pasta esa que estabas ahorrando para el viaje al Salón de la Fama del Rock y fúndetela en un billete de autobús para ir a ver a Ken. Esperemos que te deje entrar, porque la verdad es que en Cleveland no hay nada que ver; todo está en el ático de Ken Viola. Hay discos y casetes por todas partes, el techo está forrado de posters gigantescos de Neil Young, y los archivadores, repletos de treinta años de recortes de prensa. Viola posee una de las mejores colecciones de objetos de cultura pop del mundo, pero dista de ser el típico coleccionista coñazo maniático que lo deja todo guardado en bolsas de plástico para que no toques nada. Viola utiliza todo este material; para vivir, para enseñar y para intentar buscar una alternativa a la manera en que a veces se presentan las cosas.

Ken Viola sigue creyendo en el poder del rock and roll. Y el rock and roll en el que cree prácticamente más que en ninguna otra cosa es el de Neil Young. Viola se ha pasado más de treinta años escuchando atentamente a Neil Young, comprando cada disco, digiriendo cada tema, saboreando cada fase con ese entusiasmo febril del chaval que se acaba de comprar su primer single; y ha conseguido conservar en todo momento una mirada crítica que roza lo místico. Eso es precisamente lo que lo hace único.

Dejad que os diga algo sobre los fans de Neil Young, los auténticos fans: son una panda de fanáticos de la hostia. Tenemos, por un lado, a los que prefieren la vertiente acústica y tranquila de Neil, como Scott Oxman, un cristiano —y a mucha honra— que dirige los archivos de Crosby, Stills, Nash and Young desde su equipadísimo apartamento de Los Ángeles y organiza encuentros anuales con fans afines a él donde corean «Helpless» y «Teach Your Children». Oxman desdeña el lado más freak de la obra de Young, justo lo contrario que el fanático de Crazy Horse Dave McFarlin, un chaval de clase obrera que descubrió a Neil Young a mediados de los ochenta. Para McFarlin, todo lo que Shakey hace sin los Horse es basura facilona y patética; Neil Young descafeinado. Luego tenemos a Jef Michael Pielher, especializado en crípticas consultas discográficas. Inspecciona con sumo cuidado la galleta de un single con una concentración digna de un técnico de laboratorio que analiza al microscopio una muestra bacteriana. Puede pasarse horas ensalzando la superioridad que «obviamente» posee una versión alternativa de «Like an Inca» que Young decidió no incluir en Trans, y ha escrito artículos —detallados cual tesis de física cuántica— sobre las distintas ediciones y versiones de los discos de Young en Broken Arrow, una revista trimestral que edita la Neil Young Appreciation Society, organización con sede en Europa.

Broken Arrow se dedica a publicar las soporíferas divagaciones de los fans, así como cualquier recóndito detalle de la vida de Young que consigan descubrir; para muestra, el detallado artículo —con notas a pie de página y todo— sobre el brote de polio registrado en Canadá en 1952 que afectó a Young de niño. En sus inicios, resultaba entrañable lo rudimentario de la publicación: unos cuantos folios mimeografiados y grapados. En la actualidad, es una verdadera revista con su portada a todo color y sus gráficos por ordenador, que peca de sofisticada y pulida; aunque puede que eso no haga sino reflejar la propia evolución de su protagonista. Pero la NYAS parece inocua comparada con los Rusties, un grupo de autoproclamados expertos producto de internet.

Ninguna de estas corrientes divergentes parece ponerse de acuerdo en nada; cada una de ellas piensa que tiene la respuesta correcta. Igual que yo. Estoy seguro de que Young se regodearía ante tal situación, si se molestara en prestarle un mínimo de atención, claro.

Ken Viola constituye una excepción. Ha conseguido eludir los riesgos que implica ser un fan, evitando que la suya se convierta en una obsesión malsana; y a pesar de haberse tropezado con su ídolo alguna vez por las caprichosas, y a veces graciosas, circunstancias de la vida, Viola se lo toma con calma. No espera recibir nada de Neil Young. En su opinión, Young ya le ha dado bastante. Cada nuevo álbum, dice Ken, es «como una carta de un amigo a la que no hace falta que responda».

Ken se las ha apañado para alcanzar la edad adulta con dignidad, sin tener que deshacerse de su colección de discos ni acabar convertido en un carroza. Durante algún tiempo, Viola probó suerte como músico y consiguió incluso el permiso de Young para grabar uno de sus temas inéditos. Más adelante, Ken se ganó la vida muchos años como encargado de seguridad de los Grateful Dead, constatando cómo la cultura que adoraba se transformaba en un gran negocio, viendo a muchos de los músicos que tanto le sirvieron de inspiración comportarse de manera cuanto menos reprobable o, peor aún, abocados a la autodestrucción. Aun así, Ken nunca ha permitido que el cinismo tenga cabida en esta historia. Llamó a sus dos hijos Dylan y Neil, que ya es el colmo de los homenajes. Si se tratara de cualquier otro, eso bastaría para provocarme arcadas, pero, viniendo de Ken, es solo un indicio más de lo en serio que el tío se toma las cosas.

El rock and roll le cambió la vida a Ken Viola, y todo empezó con Neil Young y Buffalo Springfield.

El año 1966 sigue siendo sagrado para muchos de los que entonces estaban en una edad influenciable. Según el gurú cultural Charlie Beesley: «Ahí estás, volviendo de clase en el Buick de tus padres, sintonizando el dial de emisoras de AM, y de repente suena “Happenings Ten Years Time Ago” de los Yardbirds, que te deja noqueado y te transporta a un universo totalmente nuevo que empezaba a ver la luz. Y no aterrizas hasta llegar a Burger World».

«Era algo, en cierto modo, de usar y tirar; se podía decir que era basura», comentaba el crítico Richard Meltzer, por aquel entonces un estudiante de Yale de veintiún años inmerso en la música y que escribía como nadie sobre el tema. «Era algo que, vale, estaba envuelto de toda aquella necesidad tan acuciante de transmitir emociones y tal, pero, básicamente, era de usar y tirar; algo que podía desaparecer de la noche a la mañana se estaba fusionando con algo etéreo, infinito… Era bazofia de usar y tirar de alcance universal.

»Yo iba a clases de filosofía y de religión, y aquello me parecía un ejemplo mucho mejor que Jesucristo de que un momento fugaz puede perdurar toda la eternidad. La verdad es que antes de que los productores dieran con la fórmula para hacer discos como churros, el objetivo fundamental era escuchar aquella tentativa de dar con un nuevo sonido, el que fuera. Era puro amor al sonido.

»Se trataba de descubrir algo nuevo —tenías al músico, tenías el diseño de los discos y tenías al público—, y no digo que todos fuéramos al unísono en los maravillosos años sesenta, pero esos tres elementos iban parejos: el músico, el diseño y el público. Todos danzaban al mismo son.»

Aquel primer estallido del rock and roll —Elvis, Jerry Lee, Bo Diddley, Chuck Berry, Little Richard y tantos otros— ya se había extinguido a finales de los cincuenta. «Nadie de toda la gente que conozco procedente de los cincuenta habría conseguido llegar al final de los cincuenta si no llega a ser por el rock and roll», comentaba Meltzer. «En los cincuenta, había un gran panorama musical a nivel regional que de repente pasó a tener repercusión nacional. Creo que era algo que llevaba muchísimo tiempo gestándose y que por fin vio la luz; mientras que los sesenta fueron un accidente con una repercusión aún mayor que los cincuenta. Los sesenta fueron como los cincuenta, pero con más tablas.»

Meltzer recuerda muy bien aquel noviembre de 1963 y la frenética banda sonora que marcó la etapa posterior al asesinato de John F. Kennedy en Dallas: «Surfin’ Bird» de los Trashmen y el primer disco de los Beatles. «Los Beatles demostraron que había toda una infinidad de posibilidades a explorar en un panorama musical carente de ideas, como era aquel. Tenías la impresión de que el rock and roll estaba renaciendo, y un buen indicio de ello era que las adolescentes volvían a chillar; para mí aquello fue lo más impresionante. No se había vivido tal frenesí desde la primera época de Elvis.»

Los Beatles provocaron la Invasión británica: los Stones, los Kinks, los Animals, los Zombies; los Byrds se la trajeron de vuelta a Norteamérica con «Mr. Tambourine Man». Luego Dylan se pasó al rollo eléctrico, y junto con los Beatles encabezó un período de intensa experimentación en que se mezclaron el rock, el folk y el soul con toda una serie de ritmos exóticos orientales, el jazz y el pop de music-hall que trazaría el camino para el futuro. El Face to Face de los Kinks, el Da Capo de Love, The Velvet Underground & Nico; cada uno de ellos, como dice Meltzer, «era como descubrir un nuevo continente». Y esta gran ola innovadora no hizo sino cebarse del caos que desgarraba el tejido de las estructuras sociales.

«Añádele a la música el entorno social del momento: el movimiento de los derechos civiles, mucha gente tomando el mismo tipo de drogas, el movimiento pacifista; un grupo de tíos que quería abandonar la guerra, porque de lo contrario iban a morir», comentaba Meltzer. «Estamos hablando de unos chavales que prácticamente estaban estirando el cuello y metiendo la cabeza en una guillotina, en plan: “Estoy dispuesto a defender mis principios. Mátenme”. No cabe duda de que en los sesenta hubo mucha tontería, y de que la mayoría de los involucrados era la típica burguesía gilipollas de clase media, pero estaba en su mejor momento. Lo que sí que ayudó fue aquella combinación de miedo a la muerte, drogas y música tremendamente eficaz.

»El hecho de que mucha de la gente involucrada estuviera metida en las mismas cosas —había una cierta ideología común, una guerra, todas aquellas drogas—, hizo que la gente se volcara de lleno en la música. Sin la música, las drogas se habrían quedado en nada, las protestas contra Vietnam se habrían quedado en nada. La música era el eje central alrededor del que giraba todo. Y era una música sensacional, una especie de himno de rechazo a esa casa con su cerca de madera, a Mamá, a Papá, a sentarse a comer roast beef y hablar de chorradas o lo que se supusiera que fuera el mito norteamericano… Era como si la bestia que lo controlaba todo hubiera perdido las riendas.»

Mientras Elvis, los Beatles y Dylan redefinían el mundo, Neil Young escuchaba y miraba entre bambalinas. Ahora pasaría a estar directamente en el ojo del huracán: en Los Ángeles, en 1966. Buffalo Springfield fueron alabados por la crítica, se hicieron con un grupo de fervientes admiradores y sirvieron de influencia para mucha de la música que vino después, pero la banda nunca consiguió superar sus dificultades, y la historia que vivió fue tan tortuosa que es increíble que Neil Young consiguiera salir ileso. «Algo colocado», así le resumió a Karen Schoemer en 1992 cuál era su estado en la época de los Springfield. «No tomaba drogas, pero estaba como de bajón. Algo fuera de control. Y demasiado expuesto a todo. Muy expuesto.»

Buffalo Springfield se conocieron en la carretera. El destino ha desempeñado un papel importante en la vida de Neil Young, y fue el destino el que reunió a los Springfield.

El fenómeno de los Byrds había arrastrado a Stephen Stills —ahora ya liberado de sus obligaciones con los Au Go-Go Singers— a California en el otoño de 1965. Allí se juntó con Barry Friedman, alias Frazier Mohawk, un excéntrico personaje de la industria musical con un montón de extraños proyectos entre manos, entre ellos la producción de extravagancias del calibre de The Marble Index de Nico o The Moray Eels Eat the Holy Modal Rounders. Friedman desempeñaría un papel esencial en la primera época de los Springfield, que no tardarían en amargarle la existencia.

A su llegada a Hollywood, Stills no despertó fervores, precisamente; ni siquiera pasó una audición para los Monkees. Lo que sí consiguió fue engañar a su amigo Richie Furay para que cogiera un avión y se reuniera con él, con la excusa de que había formado una banda. Al bajar del avión, Furay descubrió que la banda que le había vendido Stills tenía un único miembro: Stephen Stills. Fue una época difícil, aunque Friedman les consiguió un acuerdo editorial con Screen Gems que les permitió ir tirando.

Fue también por esas mismas fechas cuando Neil Young y Bruce Palmer —después de haber pasado varios días buscando a Stills—, se plantearon dejar Los Ángeles y partir rumbo a San Francisco. Los detalles del rocambolesco encuentro que se produjo a continuación varían según el narrador, pero el resultado fue Buffalo Springfield.

«Íbamos en una furgoneta blanca», le contó Furay al escritor Dave Zimmer, «y estábamos en un atasco en Sunset Boulevard. Me giré para espantarme una mosca del brazo, miré hacia el carril de enfrente y vi un coche fúnebre negro con matrícula de Ontario que iba en la otra dirección. Entonces, Stephen miró al otro lado y dijo: “Qué te apuestas a que sé quién va ahí dentro”.» Rápidamente, Furay hizo un cambio de sentido y los alcanzó. «Oímos un ¡mec, mec! y un griterío, unos chillidos», comentaba Bruce Palmer. «Nos damos la vuelta y vemos a Stephen y Richie.»

«Ellos iban en una dirección y nosotros en la otra», explicaba Palmer. «El karma hizo que Richie Furay girara la cabeza.»

No teníamos ningún plan. Yo pasaba bastante tiempo en el Trip, intentando dar con Stills. Le preguntaba a la gente si alguien conocía a Steve Stills, incluso a la gente que pasaba por la calle. No habíamos conseguido montar nada en L.A., no habíamos conocido a nadie para formar un grupo, así que ya nos íbamos para San Francisco. Sabíamos que allí también había una gran escena musical. Pensábamos marcharnos aquel día, algo más tarde. No sé exactamente a qué esperábamos para largarnos, je, je.

Dio la casualidad de que nos encontramos a Stephen en un atasco ese mismo día. Solo recuerdo que empezaron a gritarnos en medio del atasco, que dieron la vuelta y se pusieron detrás de nosotros. Stephen reconoció el coche fúnebre y la matrícula de Ontario —a pesar de que no era el mismo coche fúnebre de antes—. Pensó que teníamos que ser nosotros.

Fuimos a la casa de Friedman, porque allí había sitio para quedarse. Empezamos a tocar, y enseguida nos pareció que sería una buena idea formar un grupo.

El nombre surgió como una broma; lo vimos escrito en el lateral de una apisonadora. Un día íbamos andando yo, Stephen y Van Dyke Parks y vimos aquella apisonadora Buffalo Springfield aparcada justo delante de la casa de Barry. «¿Cómo coño vamos a llamar al grupo?» No sé si Stephen o yo dijimos: «Buffalo Springfield». Creo que fui yo, pero no puedo poner la mano en el fuego. Luego empezamos a probar baterías: Dewey Martin y Billy Mundi. Billy era muy bueno, pero a mí me gustaba Dewey. Y me sigue gustando. Me gusta tocar con él; es un batería con sensibilidad, con el mismo tipo de sensibilidad que Ralph Molina. Sensibilidad. Si tú aprietas, él aprieta; si tú sueltas, él suelta. Siente la música, no tienes que explicarle nada. Contacto visual. Señales. Todo de manera espontánea. Para mí, eso vale su peso en oro. Supongo que Billy no me dio esa impresión, aunque a lo mejor hubiera sido mejor batería.

Nacido el 30 de septiembre de 1940, Walter Dwayne Midkiff, alias Dewey Martin, fue el tercer canadiense en incorporarse al grupo, y ya le precedía su reputación de músico profesional: había salido de gira con artistas de la talla de Patsy Cline, Faron Young y Roy Orbison. Después de liderar la banda de Seattle Sir Walter Raleigh and the Coupons —un sucedáneo de la Invasión británica—, Martin había emprendido camino a Los Ángeles, donde estuvo tocando sin éxito en una versión rock de la banda de bluegrass los Dillards. Al quedarse sin trabajo y oír que había por ahí un nuevo grupo de moda que necesitaba un batería, llamó a Stills, que rápidamente informó a Martin de que podía pasarse por Fountain Avenue con su batería para una prueba.

«Iba a hacer una prueba», se quejaba Martin, aún indignado décadas después. «No tuve que hacer ninguna prueba para Orbison o Patsy.» Martin, algo mayor que el resto de los Springfield, era posiblemente la incorporación menos indicada para una banda llena de inadaptados. Su actitud —pose de gallito, talante agresivo y atuendo mod— parecía más la de un extra de un programa de polis que la de un folk-rocker. A Dewey le iba el mundo del espectáculo: sería el único de los Buffalo en aparecer como concursante en The Dating Game48.

«Después del primer ensayo, les pregunté: “¿Cómo vais a llamar al grupo?”», recuerda Dewey. «Y van y me sacan aquel cartel: BUFFALO SPRINGFIELD. Les dije: “Genial, tíos; una apisonadora. Tenéis un sonido pesado. Quedémonos con él”.»

«No hubo ni un momento de respiro», le contaría Young después a su padre. «Todo el mundo estaba preparado. Todos habíamos ido a L.A. por la misma razón, idéntica, y acabamos encontrándonos… Enseguida nos dimos cuenta de que teníamos la combinación perfecta. El tiempo no significaba nada; estábamos preparados.»

Y mirando atrás, Young pensaba que todos eran iguales. «Es la mejor banda en la que he tocado en mi vida, precisamente porque no había nadie que estuviera por encima de los demás», le contó a David Gans en 1982. «Todos éramos iguales; éramos un grupo. Y aquello le daba a la música una inmediatez que no he vuelto a experimentar desde entonces.»

El 15 de abril de 1966 —aproximadamente a los diez días de juntarse49—, los Springfield se embarcaron en una breve gira con los Byrds por el sur de California organizada por Barry Friedman. «Pasamos de ensayar en el salón a telonear a los Byrds», dijo Palmer.

Cuando le pedí a Arthur Lee, el cantante de Love, que me explicara cómo era el ambiente en Los Ángeles en 1966, rio cansinamente. «Creo que ese ambiente ya no existe, amigo; se trataba más bien de amar y de compartir las cosas que de ir pegando tiros desde los coches, ¿sabes a lo que me refiero? Había una libertad total.»

Las drogas formaban parte de esa libertad. «Es una lástima tener que hablar así de las drogas hoy en día; con esa connotación», comentaba Henry Diltz, entonces miembro del Modern Folk Quartet. «Recuerdo que vivíamos en una especie de sueño, en el que todo el mundo era muy idealista… Yo me pasaba los días fumando hierba, y te mantenía en aquel estado constante de idealismo y en aquella especie de euforia tan maravillosa; pero no era el tipo de euforia que te hace abstraerte de la realidad, era algo más del estilo: “¿Por qué tiene que haber guerra? Seamos amigos. Soltemos las armas y démonos un abrazo, por el amor de Dios. La vida es bella”. Recuerdo que pensaba que, si conseguíamos que el presidente fumara hierba, podíamos alcanzar la paz mundial.»

La música rock se adueñó de Los Ángeles, y la mayor parte de la acción se concentraba en un grupo de clubs de Sunset Strip, una escena impulsada por el repentino éxito de los Byrds. «Los Byrds eran el ejemplo perfecto de lo que significaba estar en la onda en los sesenta», explicaba Peter Lewis, el compositor/guitarra de los Moby Grape. Omnipresente en la escena de L.A. estaba el rebelde de los Byrds, David Crosby. «David fumaba mucha hierba, y de la buena», comentaba Henry Diltz. «Recuerdo cuando entraba al Trip, con el sombrero borsalino puesto y una caja entera de papeles de liar de la marca Bambu que no encontrabas en las tiendas, y se dedicaba a repartirlos entre la gente.»

Por influyentes que fueran, los Byrds todavía despedían «ese ligero tufillo a folk», comentaba el crítico Richard Meltzer. «Venían de aquella escena folk tan impoluta… Nietzsche elaboró aquella dicotomía aplicable a la música: lo apolíneo y lo dionisíaco. El dionisíaco es carnal, un borracho que va dando tumbos; su álter ego apolíneo es etéreo, y le gusta la música celestial. Los Byrds eran un grupo apolíneo al cien por cien, sin excepción, hasta llegar a su época psicodélica más cañera —no creo que antes de “Eight Miles High” tuvieran ni un solo tema mínimamente dionisíaco—; pero los Springfield tenían muchísimo de dionisíacos, porque venían del rock.»

Los Byrds estaban compuestos por tres veteranos cantantes de folk reconvertidos al rollo eléctrico y una sección rítmica formada por un as de la mandolina de bluegrass con su primer bajo Fender y un batería con una trayectoria errática, cuya única experiencia previa consistía en haber tocado los bongos en Venice Beach. Cuando tocaron con los Springfield, los Byrds estaban, según recuerda su bajista, Chris Hillman: «tan “de vuelta de todo” que estábamos al borde del colapso». En el estudio los Byrds eran maravillosos, pero en directo la situación —exacerbada por las drogas y los choques de personalidades— no tenía arreglo. Una actuación de los Byrds se asemejaba más a un happening que a una experiencia musical. Todo lo contrario les sucedía a los Springfield, que triunfaban en el escenario y la pifiaban en el estudio.

«En directo, encandilábamos a la gente», comentaba Dewey Martin. Nadie había escuchado antes nada por el estilo: tres guitarras, tres cantantes/compositores y un dúo de bajo y batería increíblemente funky. «Un puñado de folkies acompañados por una sección rítmica digna de Stax-Volt», así los describe su fan John Breckow. «Los Springfield se nos comían en el escenario», explicaba Hillman. «Era duro tocar con ellos. Eran jóvenes, estaban ansiosos y tenían lo que había que tener.»

Fuimos muy buenos desde el principio. Creo que Chris Hillman nos ayudó mucho al principio. Yo también pensaba que los Byrds eran geniales. Michael Clarke… para mí era un batería buenísimo, no pensaba que fuera un mal batería. Perdía el compás alguna que otra vez, pero eso no significaba que fuera malo. Era un batería con personalidad. Recuerdo que los Byrds eran la hostia de buenos. No me molestaba que se equivocaran al tocar. Seguían siendo los Byrds, y sonaban a los Byrds. Su único problema era que a veces iban demasiado colocados. Crosby se ponía a hablar, o se quedaban como desorientados y cosas por el estilo. Pero a mí me parecía que todos sonaban genial, me encantaban. Me sentía feliz de estar allí.

La escena musical de L.A. Los Doors. Tocábamos con ellos en el Whisky continuamente. Una semana tocaban los Doors con los Springfield de teloneros, a la semana siguiente tocaban los Springfield con los Doors de teloneros; y así una semana tras otra. Tocábamos todas las noches. Venía mucha gente. Los Doors eran la hostia. Algo raritos; medio bohemios. En aquella época eran demasiado para mí; ni siquiera me daba cuenta de lo grandes que eran. No lo vi claro hasta mucho tiempo después. Love molaban. Eran bastante «marcianos». Eran lo suficientemente malos y estaban lo suficientemente jodidos como para burlarse de ellos; pero, al mismo tiempo, mira qué eran buenos. Es que eran una pasada; la verdad es que entre los músicos no se les tenía mucho respeto, pero Love era un grupo increíble. Pensándolo ahora, molaba mogollón. «Orange Skies». «I just got out my little red book…50»Vaya canciones más jodidas, ¿de qué cojones iba aquello? Son excelentes.51

Me encantaban los Beach Boys. Era colega de Mike y Dennis; Dennis y yo éramos uña y carne. Brian es un genio. ¿Has escuchado una canción que compuso Brian titulada «A Day in the Life of a Tree»? Tío, es un temazo increíble.

Los Seeds, otro de aquellos grandes grupos que era pésimo, pero no importaba, sus discos daban el pego. «Mr. Farmer»; tío, ese no está nada mal. Buffalo Springfield no eran tan «marcianos» como todos esos grupos. Con los Byrds, puede que la energía sea similar, pero la música no. Aunque sus discos sonaban mejor.

El empresario Barry Friedman se jactaba de haber alentado a los miembros del grupo para que se crearan unas personalidades bien diferenciadas sobre el escenario. «No hice más que copiar lo que hacían los Byrds, la verdad», comentaba. «Cada uno tenía su propio toque personal.»

Palmer era el motor de los Springfield. «Había mucho misticismo en torno a Bruce», afirmaba el magnate discográfico Ahmed Ertegun. «Era una especie de gurú, un gurú musical. El resto del grupo lo idolatraba.»

Palmer era un tipo callado, larguirucho, que llevaba unas psicodélicas gafas de sol y el pelo más largo del grupo; según Dewey Martin, en aquel momento parecía «una mezcla de Ichabod Crane y Alfred E. Newman». Palmer se ponía de espaldas al público, como si no le importara nadie ni nada a su alrededor, empezaba a tocar los cuatro bordones que le había puesto a un bajo desvencijado con cuerpo de violín y lanzaba unas líneas melódicas al estilo de James Jamerson y la Motown que propulsaban a la banda a la estratosfera. Según Richard Davis, que no tardaría en convertirse en la mano derecha del grupo, ir a ver a los Springfield había pasado a significar «ir a oír a Bruce».

Furay era el tipo agradable procedente del Medio Oeste considerado en un principio el solista del grupo. «Richie no se involucraba mucho en el aspecto musical», afirmaba Davis. «Le dieron una guitarra de doce cuerdas y le dijeron que acompañara a los otros rasgueando. Pero lo que sí que aportaba era presencia escénica. No creo que se pudiera decir que Stephen, Bruce o Neil tuvieran mucha presencia escénica, pero Richie sí, con aquella manera que tenía de deslizarse por el escenario de puntillas, hacia atrás, gritando.»

Stills y Young: menudo par. Ataviado con unos pantalones color crema y un sombrero de cowboy, Stills ejemplificaba al sureño rubito con ínfulas de cantante de soul, decidido a llevar a los Springfield con la mano dura propia del dueño de una plantación. Pero Neil era de armas tomar, dentro y fuera del escenario. «Neil siempre tuvo planta», comentaba David Crosby. «Stills lo forzaba demasiado. Neil iba en un plan más relajado, y todos decían: “Oooh, ¿qué será lo siguiente que haga Neil?”.»

Young llevaba una chaqueta de gamuza con flecos, una guerrera comanche y un puñado de joyas estrafalarias. Según le explicó a Robert Greenfield: «El grupo venía del Oeste, el nombre “Buffalo Springfield” lo sacamos de un tractor, así que todo encajaba. Yo era el indio». El indio de Hollywood se convertiría en el comodín de la banda. Al principio, ejercía de guitarra solista y compositor, pero le costaba hacerle entender al grupo sus idiosincráticas ideas. «Probablemente todos los demás pensáramos que sus temas eran los más flojitos», declaraba Dewey Martin. «Yo sigo sin entender muchas de sus canciones; mira que son raras.»

A Young le hacía cada vez menos gracia el papel que le habían asignado, y algunos de los presentes piensan que ya desde el principio se sentía frustrado al ver a otros interpretar sus composiciones. «No permitían que Neil cantara sus propios temas», recuerda Donna Port, una amiga del grupo. «Eso le dolía mucho.»

Yo empecé a cantar algo después, porque la verdad es que los demás cantaban muy bien. El rollo de las armonías vocales no se me daba demasiado bien… Vamos, que las armonías vocales no eran lo mío. Yo tocaba la guitarra solista, que es lo que había hecho en los Mynah Birds. Tampoco me importaba tanto que Richie cantara «Clancy». No me mosqueaba, me daba igual. Pensaba: «Bueno, al menos tocamos mi canción». Tampoco me moría de ganas por cantar todas las canciones. Podía cantar otros temas; podía componer más temas. Richie no componía tantos temas y era un buen vocalista. O sea, que tenía que haber alguien en el grupo que compusiera las canciones que Richie iba a cantar. En aquel momento todas las posibilidades tenían cabida, no había ideas preconcebidas.

Al principio, los Springfield vivíamos en el Hollywood Center Motel, en Sunset. Allí ocupábamos una casa de dos pisos. Vivíamos todos en una casita, repartidos arriba y abajo, y Bruce vivía en el armario. Nos dijo: «Yo me quedo aquí». Era un armario grande. El tío colocó allí todas sus cosas; joder, era perfecto. Barry Friedman nos pasaba un dólar al día en concepto de dietas.

Nos habría ido muchísimo mejor si nos hubiéramos quedado con Barry. Estoy convencido. Grabamos con él algunas cosas y sonaban bien. Nadie sabe dónde paran. El sonido que él conseguía era mejor. ¿Lo ves?, él tenía que haber producido a Buffalo Springfield. Barry tenía mucho más estilo que Dickie. Era la persona adecuada, debería haberlo hecho él.

El diminuto Richard «Dickie» Davis era un tipo entusiasta, lleno de energía y algo exaltado, que llevaba las luces en clubs de Sunset Strip, como el Whisky a Go Go y el Trip. También era vecino de Barry Friedman, así que cuando Friedman empezó a negociar el acuerdo editorial con Screen Gems, Stephen Stills lo llamó para que le echara una ojeada al contrato. Tras analizar lo poco que iban a cobrar por royalties y darse cuenta de que la banda perdería los derechos del nombre, aconsejó a los Springfield que no firmaran. Al final, según dijo Davis, «Barry no volvió a dirigirme la palabra, y yo me convertí en cierto modo en responsable de los Springfield».

Gracias a la recomendación de Chris Hillman, los Springfield consiguieron un bolo de teloneros de los Grass Roots el 3 de mayo (aunque puede que fuera el 2) de 196652 en el Whisky, el club más fardón de Sunset Strip. Allí, rodeados de gogós enjauladas en biquini, los Springfield recibieron la ovación generalizada de todo Los Ángeles (a excepción del propio rey león, David Crosby, que al principio le dijo a Hillman que «eran una mierda»). Luego vino la pugna por fichar a los Springfield, y Richard Davis, un novato en la industria musical, fue el encargado de negociar. Los Springfield estuvieron a punto de firmar un contrato con Lenny Waronker, de Warner Bros. —Davis afirmó haberse reunido con él para hablar de la posibilidad de que Jack Nitzsche produjera a la banda—, pero a última hora aparecieron Greene y Stone, un equipo de mánager de dudosa reputación. Abrumado por tantas maquinaciones, Davis había acudido a ellos en busca de consejo, y no tardaron en hacerse con las riendas. Aquello supuso un cambio radical para Buffalo Springfield. «Greene y Stone», dijo Bruce Palmer con un suspiro. «Esos cabrones eran los más chungos, los más falsos y los menos de fiar de todo aquel mundillo. Eran los mejores.»

«Reckless Abandon son los Buffalo Springfield de 1993. Este chaval no tiene nada que envidiarle a Neil Young, Jimmy Page o Jeff Beck. Vas a alucinar. Geffen se va a poner a dar saltos cuando los oiga.» Charlie Greene está al teléfono, hablando a toda pastilla con ese acentazo de Brooklyn, mientras de fondo suenan a todo volumen las maquetas de su último descubrimiento. Charlie es lo más. Ahí me tienes, tratando de entrevistarlo, y el tío intentando venderme la moto de no sé qué grupo, como si yo fuera Ahmet Ertegun. Un auténtico mánager.

Según Charlie, Greene y Stone eran los mánager más cojonudos que jamás pisaron la tierra. Greene y Stone dieron a conocer al mundo a Buffalo Springfield, a Iron Butterfly y a Sonny and Cher. Greene y Stone fueron los primeros en fumarse los hilos secos de los plátanos. No hay más que escuchar la perorata de Charlie sobre su aportación del término «heavy» al léxico hippie: «Los Butterfly tenían un nuevo álbum titulado Heavy, así que se lo llevé al pinchadiscos que teníamos en la KRLA, el “Auténtico” Don Steele, y le dije: “Mira, cada vez que pongas un tema de los Beatles, dices “HEAVY”. Cada vez que pinches algo que esté de moda, di “HEAVY”. “¿Por qué?” “Hazme un favor: hazlo y punto.” Y de la noche a la mañana, “heavy” pasó a ser algo más que una medida de peso. Yo acuñé el término heavy.» Joder, la treta publicitaria tiene tanta gracia que importa una mierda que sea cierto.

En 1966, Greene y Stone eran los tipos de moda en Sunset Strip. Incluso llevaban limusina. Una limusina Lincoln valorada en dieciocho mil quinientos dólares con un interior de visón de la marca Blackglama, un bar con su cubertería completa en plata de ley y un reproductor de cartuchos de ocho pistas de la hostia para rematar; todo ello supervisado por un elegante chófer negro con guantes blancos, que estaba metido de extranjis en todo tipo de contrabandos imaginables.

En sus oficinas del 7715 de Sunset Boulevard, reinaba el caos a todas horas. Músicos, cobradores de facturas y groupies de alto standing se turnaban para intentar camelarse a June Nelson, la secretaria, tan enrollada como maniática, que solía estar al teléfono de palique con algún pinchadiscos, promocionando el último fichaje de Greene y Stone. Charlie y Brian, por su parte, permanecían recluidos en sus respectivos despachos —que se comunicaban por una puerta secreta—, ataviados con algún espantoso modelito pseudohippie, puestos hasta las trancas de vete a saber qué y soltándole el rollo de su nuevo superfichaje a algún sufrido ejecutivo de discográfica.

Formaban la típica pareja de poli bueno y poli malo. Charlie era un tipo bajito y compacto, una máquina publicitaria con patas, que acostumbraba a juguetear con una baqueta entre los dedos y siempre tenía una pistola a mano53; y Brian, un tipo alto y extremadamente delgado, hacía el papel de contable callado que esperaba a que se calmara el temporal y acababa llevándose el gato al agua. «Yo me dedicaba a bailar sobre la mesa mientras él ejercía de hombre de negocios», comentaba Greene orgulloso.

Pese a la imagen de enrollados que se habían creado, Greene y Stone no eran hippies ni de lejos, pero tampoco eran tontos ni mucho menos, y resultaban clave para acceder a un entorno incomprensible para muchos roqueros de los sesenta: el de los peces gordos del mundo de la farándula. «La verdad es que nosotros no pertenecíamos al ámbito del rock and roll», comentaba Stone. «Nuestro estilo de vestir era el de Sammy Davis Jr. y Bobby Darin, el look elegante de Nueva York. Charlie y yo veníamos de un ambiente totalmente distinto.»

Ya de adolescentes, habían conseguido meter cabeza en todo el tinglado publicitario a fuerza de hacerles recados a las estrellas del mundillo. En 1959 abrieron su propia agencia, que les reportó grandes beneficios por todo Manhattan. Al año siguiente se mudaron a California y, tras toda una serie de desaguisados, se quedaron en la miseria y sin sede; hasta que una noche de borrachera se colaron en Revue Studios, un enorme plató de producción. La pareja dirigía su compañía publicitaria desde el mismísimo plató, en las narices de los ejecutivos del estudio, para lo cual utilizaron un camerino vacío decorado con material de oficina procedente del departamento de atrezo; al final los guardias de seguridad acabaron por expulsarlos del local. «Recuerdo que nos obligaron a llevarnos la máquina de escribir», dijo Stone. «Que era suya.»

La siguiente hazaña del dúo dinámico fue abrir un club nocturno de folk/jazz, el Hootenanny. El club estaba a tomar por saco de todas partes y sus empleados acabaron robando hasta los bolis, con lo cual Greene y Stone tuvieron que plantearse un nuevo cambio de tercio. «El día que el club cerró, pensamos: “¿Y ahora qué hacemos?”», comentaba Stone. «“Oye, ¿y si probamos suerte en la industria discográfica?”»

Greene y Stone empezaron a costearle las sesiones de grabación al productor y arreglista Jack Nitzsche, y en una de las sesiones de Darlene Love conocieron a Sonny y Cher. En una calculada maniobra para provocar su ascenso meteórico, consiguieron venderle el dúo —tanto juntos como por separado— a todos los ejecutivos discográficos de la ciudad, incluido Mo Ostin de la Warner Bros., que ya los había fichado (aunque todavía no habían firmado el contrato) como Caesar and Cleo. Ahmet Ertegun fue el que acabó sacando «I Got You, Babe», un hitazo espectacular que consolidó la relación de Greene y Stone con Atlantic Records. «Bobby Darin aparte, Sonny and Cher fueron los primeros artistas blancos de rock and roll que Ahmet fichó en su vida», comentaba Stone.

A pesar de los innumerables éxitos de Sonny and Cher, las cuentas nunca acababan de cuadrar en las oficinas del 7715 de Sunset Boulevard. «Los despachos de la parte trasera del edificio daban al aparcamiento, así que Charlie y Brian podían ver cómo les embargaban los coches», recuerda Marcy Greene, la esposa de Charlie. «Yo estaba de pie, de cara a la ventana, y le decía: “Oye, Charles, ahí hay un tío que se está metiendo en tu Corvette”. Entonces él llamaba a Brian por el interfono y le decía: “Nos acaban de pillar el coche; ¡tenemos que conseguir otro!”. Y al cabo de una hora volvían con un Caddy descapotable.» Las cosas llegaron a ponerse tan mal que Charlie hizo que la sociedad de autores le enviara los cheques de los royalties directamente a Martoni’s, el garito que frecuentaba la gente del mundillo. «Me tocaba pagarle los cubatas a todos los putos pinchadiscos del mundo», refunfuñaba.

Para colmo, mientras Charlie y Marcy se daban el sí quiero en el lujoso Hotel Plaza —todo un acontecimiento al que acudieron Ahmet Ertegun y Jerry Wexler, los directivos de Atlantic— Hacienda echaba el candado a las oficinas de Los Ángeles de Greene y Stone por impago de impuestos. Tras la ceremonia, Greene tuvo que pedirle a Wexler un préstamo más que considerable. «El tío acababa de asistir a nuestra boda, y ahora Charlie le pedía la friolera de setenta y ocho mil dólares», decía Marcy. «Al final la noche le acabó saliendo carísima.»54

En medio de este panorama tan demencial aparecieron los Buffalo Springfield, cinco chavales ingenuos dispuestos a comerse el mundo. Según Charlie Greene, fue la limusina lo que les llamó la atención. «Stephen me dijo una vez: “Os vi en aquella limusina por Sunset Boulevard y supe que tenía que contrataros. Tío, aquello era lo que yo quería: a los cabrones aquellos de la limusina”.» Richard Davis añadió: «Greene y Stone daban el pego de una manera espectacular; tenían el numerito muy bien ensayado. Al ser unos empresarios de la contracultura, estaban de nuestro lado… o al menos eso parecía».

Eso parecía. Greene y Stone se apresuraron a intentar colocarle la banda a Atlantic. Jerry Wexler recuerda recibir aquella llamada. El conocido productor de la mayoría de los artistas de R&B y soul de Atlantic detestaba tratar con los «rockoides» —como los llamaba él— y le pasó la información a su socio, Ahmet Ertegun. Un tipo calvo y con perilla, Ertegun era una rara avis en aquel mundillo de tres al cuarto de la industria musical: un caballero.

«Cuando Ahmet entraba en la sala», le contó Young al público presente en el Salón de la Fama del Rock en 1995, «te volvías buena persona». Hijo de un diplomático turco, Ertegun tenía la habilidad de camelarse a quien se le pusiera por delante —desde Otis Redding hasta un jefe de estado—, y tras aquella voz tan grave de enrollado se escondía un empresario como la copa de un pino. Atlantic Records, con sede en Nueva York, había saltado a la fama gracias al sofisticado R&B de intérpretes de la talla de Ray Charles, Ruth Brown o los Drifters, pero a mediados de los sesenta Ertegun estaba ansioso por ampliar sus horizontes para darle cabida a aquella nueva corriente emergente de rock blanco. Después de que Greene y Stone le proporcionaran la mina de Sonny and Cher, Ertegun era todo oídos, y al llegar a Los Ángeles, se quedó boquiabierto al escuchar una maquetita que los Springfield habían grabado en Capitol con Barry Friedman —Ertegun recuerda que uno de los temas era «Flying on the Ground Is Wrong» de Young—, y se reunió con el grupo en el despacho de Greene y Stone.

«Había más gente interesada en los Springfield», comentaba Ertegun. «Me costó Dios y ayuda hacerme con ellos, y no era una cuestión de dinero; era más bien una cuestión de “Quién va entender nuestra música”. Al final acabé por convencerlos.

»Recuerdo que me senté con ellos en el suelo a charlar. Hicimos buenas migas… Creo que les gustó el detalle de que me sentara en el suelo. Cuando un intérprete me interesa, lo trato como si fuera una estrella, y para mí aquellos chavales eran unas estrellas excepcionales; pensé que aquel grupo iba a revolucionar el panorama musical. Era fantástico contar con tres guitarras que además eran unos magníficos vocalistas.»

Ahmet pasó a formar parte del universo de la banda y permanecería a su lado hasta el amargo final. Durante los dos años siguientes, establecería un vínculo muy estrecho con Stephen Stills. Ertegun no dudaba en reconocer que Neil Young era un tipo algo difícil, tanto a nivel personal como comercial. «Neil era una persona muy diferente al resto», afirmaba Ertegun, que recuerda la última pregunta que le hizo Young antes de que concluyera aquella primera reunión. «Yo juego al golf», le dijo al dueño de su nueva discográfica. «¿Me puede conseguir acceso a algún club de golf de por aquí?»

«La poesía de Stephen era terrenal, más basada en el blues, con cierta predilección por los ritmos latinos», explicaba Ertegun. La música de Neil era mucho más abstracta. Neil tenía muchos planteamientos musicales que me costaban entender, y la voz rara, temblorosa. Es como contemplar un cuadro cubista en 1920; si te limitas a observar un Picasso, piensas: “No tengo ni idea de qué va esto”. Pero cuando ves todo el conjunto de su obra, es algo espectacular.»

El 8 de junio de 1966 la banda firmó un contrato con Greene y Stone. En virtud de un acuerdo calcado del de Sonny and Cher, Buffalo Springfield pasaron a ser competencia de Atco, una filial de Atlantic, pero en realidad estaban fichados por el sello de Greene y Stone, York/Pala Records.

El contrato incluía un acuerdo editorial que acabaría provocando desavenencias. Atlantic se hizo con el 37,5% de los derechos, al igual que hicieron Greene y Stone, por medio de su compañía Ten East. Con Springalo Toones, una editorial musical creada por los mánager, los Springfield acabaron con solo el 25% de los derechos, a dividir entre seis (a Richard Davis, considerado miembro auxiliar del grupo, también se le concedió una parte).

Greene y Stone se ocuparon de equipar al grupo con instrumentos, apartamentos y cuentas para gastos, lo que le permitió a Young comprarse otra Gretsch y costearse un estudio por doce dólares y medio semanales en Commodore Gardens, una urbanización cerca de Hollywood Boulevard. Por si fuera poco, Greene y Stone se autoerigieron en productores de los discos de Buffalo Springfield. «Poco a poco nos disuadieron de trabajar con Jack Nitzsche para acabar eligiéndolos a ellos como productores», comentaba Davis. «Probablemente fuera el mayor error que cometiéramos.»

La expectación alrededor de los Springfield se extendió como la pólvora. John Hartmann, un impulsivo joven de la agencia William Morris, acudió con Greene y Stone a uno de los conciertos en San Diego y «decidí jugarme toda mi reputación por el grupo». Al regresar a los sobrios confines de su encorsetada agencia, Hartmann y su colega Skip Taylor prepararon el famoso comunicado interno que casi los pone de patitas en la calle. Según Hartmann, rezaba: A TODOS LOS AGENTES DE: LA COSTA OESTE, NUEVA YORK, CHICAGO. ASUNTO: BUFFALO SPRINGFIELD. NOS COMPLACE COMUNICARLES QUE SON EL NUEVO BOMBAZO A NIVEL MUNDIAL. PERO, DESCUIDEN, FORMAN PARTE DE NUESTRA MANADA. La auténtica irreverencia aparecía al final del comunicado: un búfalo con el logotipo de William Morris grabado en el trasero.

«Me cayó el broncazo del jefe», recordaba Hartmann. «Yo le dije: “No se preocupe, jefe. No volverá a suceder”. Lo que él no sabía es que el segundo comunicado ya estaba en camino.» Hartmann les consiguió a los Springfield un bolo como teloneros de los Rolling Stones en el Hollywood Bowl —nada mal para un grupo que ni siquiera había publicado un disco— y seis actuaciones como artista invitado en el conservador Hollywood Palace, un programa televisivo de variedades, lo nunca visto en aquella época tratándose de un grupo de rock. Como dijo Young: «John Hartmann estaba del lado de los Buffalo».

Hartmann prestó todo su apoyo a Greene y Stone, lo cual, sumado al peso de Ahmet Ertegun y Atlantic Records, debería haber bastado para catapultar a Buffalo Springfield al estrellato. Sin embargo, todo empezó a venirse abajo de inmediato. Stills comentaba apesadumbrado: «Aquel fue nuestro punto álgido, en el Whisky; después vino la caída en picado».

—¿Molaba tu apartamento de Commodore Gardens?

—A mí sí que me molaba. En realidad, era mi primer piso. Todo era como muy psicodélico. Tenía una bombilla azul en la nevera. Compré una cosa de bambú para forrar las paredes en Pier 9. Donna y Vicky me acompañaron y compramos mogollón de historias para el piso. Puse esteras de hierba en la pared, le daban un toque superoriginal. Mi apartamento parecía el camerino del Fillmore.

Por aquella época estábamos tocando en el Whisky a Go Go. Pude permitirme pagar el piso durante un tiempo, pero solo al principio. Fue divertido. Acabé acumulando tantos pagos pendientes que me escaqueaba del alquiler.

Compuse «Out of My Mind» y «Flying on the Ground Is Wrong» en Commodore Gardens, en Orchid Avenue. «Flying on the Ground Is Wrong» no iba destinado a nadie en particular. Trata de las drogas; del dilema de tomar drogas o no, de la vida; todo mezclado.

Si quieres conocerme y no quieres colocarte, no conseguirás conocerme. De eso trata la canción, más o menos. No podemos estar juntos, porque somos demasiado distintos. Es como si dijeras: «Te quiero, pero no estás conmigo».

«Stephen es el líder, pero todos lo somos», rezaba azarosa la contraportada del disco de debut de la banda. Este concepto jerárquico tan ambiguo acabaría trayendo problemas, pero al principio Stephen era considerado el alma máter del grupo. «Oye, mira, en mi opinión, Buffalo Springfield era el grupo de Stephen Stills», se ha cansado de repetir Richie Furay. «En aquella época era de una creatividad increíble.»

Eve Babitz, una escritora que confeccionó dos de las icónicas portadas-collage de los Springfield, tuvo un breve romance con Stills y recuerda que era tremendamente obsesivo. «Stephen ponía los discos de Buffalo Springfield una y otra vez en mi mierda de tocadiscos mono para comprobar cómo sonarían en la radio de un coche. Desde el día que nos conocimos me venía diciendo: “Quiero componer temas redondos, llegar a ser muy famoso y tener muchas groupies”.»

«Éxito y fama; Stephen quería irse a Londres de colega de los Beatles lo antes posible», comentaba Richard Davis. Lamentablemente, Stills compartía grupo con Neil Young, que tenía unas tácticas y unos objetivos bastante más ambiguos. El indio y el cowboy pronto entrarían en guerra. Davis recuerda que Stephen dijo en uno de los ensayos en el Whisky: «Quiero tocar mi canción.» «No sé por qué, pero me llamó la atención. Nunca antes había oído a nadie ponerse tan arrogante.» Stephen no se contentaba con su papel de vocalista y compositor, también «quería temas donde poder ejercer de guitarra solista», afirmaba Davis.

«En el Whisky se produjeron discusiones monumentales», decía Donna Port. «Auténticos concursos de gritos. Stephen se enfadaba por las chorradas más absurdas, en plan: “¡Te has equivocado en una nota!”; Neil no discutía por nimiedades así. Él se lo pensaba dos veces antes de devolvérsela.» A Port y a su amiga Vicky Cavaleri, ambas camareras del club, el grupo les había pedido que prestaran mucha atención a los dos músicos durante cada actuación para poder intervenir en las trifulcas que se organizaban después en el camerino. «Parecía que nosotras teníamos que llevar la puntuación», comentaba Cavaleri.

Mientras la fricción entre Stills y Young funcionara bien de cara al público, podía reportar jugosos beneficios. «Él va por delante del ritmo y yo, por detrás», le dijo Young a Sylvie Simmons en 1996. «Era una batalla continua.» Los afortunados que lograron ver a los Springfield en pleno apogeo recuerdan que el diálogo musical entre los dos guitarristas era espectacular, y que Stills provocaba en Young unos solos incendiarios. «Joder, Neil siempre acababa con los amplis echando humo», comentaba el roadie Miles Thomas. «Llevaba el volumen a tope todas las noches.»

Pero Young pretendía cantar los temas que componía, y sus extraños gorgoritos no acababan de cuajar, sobre todo con Stephen. «Stills se ponía de los nervios cuando cantaba Neil», comentaba Brian Stone. «Los del grupo ni siquiera querían que hiciera los coros.»55 Donna Port recuerda un concierto en el que Young se acercó al micro, nervioso, dispuesto a interpretar un tema, y Stills, tratando de hacerse el gracioso, se disculpó con el público de antemano por la voz de su compañero. «Después de la actuación, Neil se fue directo al camerino y rompió llorar», comentaba Port.

Muchos consideran que las inseguridades de Stills eran la causa principal de los conflictos. «Siempre me dio la impresión de que Stephen tenía que demostrar algo, que era tan bueno o mejor que Neil Young», decía Nurit Wilde, una amiga del grupo. «No me parecía que Neil se sintiera obligado a demostrar nada a nivel musical. Creo que Stephen no tenía conciencia de su propio talento.»

Wilde opinaba que cuando el grupo se metía en el estudio, Charlie Greene «se esforzaba por provocar la rivalidad entre Stephen y Neil. No era en plan: “Venga, hoy nos vamos a dedicar a este tema de Buffalo Springfield”; era más bien: “Hoy nos centraremos en el tema de Stephen. Mañana en el de Neil”. Creo que Charlie pensaba que así les sacaría el máximo partido, pero lo único que hizo fue agudizar la competitividad».

Para empeorar las cosas, las madres tan dominantes de ambos no paraban de meter baza. «Rassy venía y me decía: “Mi hijo es la estrella del grupo, deberían tocar más temas de Neil, nunca le dejan que cante”», recordaba Elliot Roberts, que se planteó fugazmente ejercer de mánager de la banda. «Si aparecía algún folleto o artículo donde se leyera: “Guitarra solista, Stephen Stills”, se ponía hecha un basilisco. La madre de Stephen era igual.» Rassy Young y Talitha Stills compartían la debilidad por la bebida, y sus discusiones a menudo se volvían, según Roberts, «amargas, punzantes, etílicas y crueles».

Cuanto peor se ponían las cosas, más se esforzaba Stills por controlar la situación. «Intentaba ser el cabecilla y mantener el orden», le contó al escritor Allan McDougall en 1971. «Tienes que entender que parte de mi educación sureña estaba muy vinculada al mundo militar. Iba a una academia militar, donde me preparaba para ser oficial. Muchas veces, mi manera de afrontar ese tipo de situaciones pasa por tomar el mando, sin más; porque alguien tiene que hacerlo… Era la única opción viable, y estaba claro que alguien como Neil o Bruce iba a saltar de inmediato, por eso reinaba el caos.»

Stephen era el líder del grupo. Además, tenía un criterio consolidado sobre los arreglos y controlaba muchísimo de estructura armónica, que nos venía muy bien. En aquella época, Stills era un gran músico; antes de que empezara a darle a la cocaína. Sabía marcar y mantener el ritmo. Stills siempre estaba pendiente de los compases y se percataba cuando alguno se aceleraba o se quedaba rezagado; ahí fue cuando empecé a tomar conciencia del ritmo.

—Donna Port piensa que seguramente hayas enterrado la mayor parte de los recuerdos de las disputas que mantenías con Stephen, porque sería demasiado doloroso rememorarlos.

—Puede que tenga razón. Sé que siempre estábamos de bronca en el grupo, pero no sé por qué… Lo digo en serio. Supongo que sí que he enterrado buena parte de todo aquello.

Stephen estaba convencido de la importancia vital de decirnos a todos lo que teníamos que hacer; tenía una visión del grupo. Lo único chungo es que a Bruce y a mí no nos hacía ninguna gracia que nos dijeran lo que había que hacer; no era la manera de hacer las cosas, sobre todo con Bruce. Yo me lo tomaba con más calma, me guardaba las cosas para mis adentros, pero Bruce no estaba dispuesto a tragar con tanta gilipollez.

Bruce simplemente se dedicaba a imitarlo. Cada vez que Stephen decía cualquier cosa, Bruce se metía con él. Si Stephen decía: «A ver, hazlo así», Bruce le soltaba: «A ver, hazlo así; ¿lo pillas?». Bruce se le plantaba delante, le miraba directo a los ojos y le decía: «¿Lo pillas? ¡Tío, no tienes ni PUTA IDEA!».

En el fondo, pese a que todo fuera una locura —y pese a lo dominante que pudiera ponerse Stephen para hacer lo que consideraba mejor para el grupo—, créeme, el tío se esforzaba por hacer lo mejor para todos. Se quedó destrozado cuando el grupo se separó, porque era consciente de lo bueno que era.

Lo de Stephen y yo… pues éramos dos chavales —dos potencias musicales— intentando coexistir en una banda que sabíamos que era una pasada, pero ninguno de los dos se había planteado que el otro también pudiera ser una potencia.

No creo haber permitido nunca que nadie me dijera lo que tenía que hacer. Pero eso ha sido siempre una constante, y lo sigue siendo.

—¿Dirías que Stephen y tú evolucionasteis a la par como guitarristas?

—Yo diría que sí. Creo que cuando nos conocimos yo tocaba un poco mejor, sobre todo la eléctrica, porque él todavía estaba aprendiendo; pero no tardó en ponerse a la par. Fue muy bueno durante un tiempo. Y lo sigue siendo.

—¿Eres competitivo cuando tocas la guitarra?

—Creo que no. El tipo de dinámica que llevábamos Stills y yo se podría calificar de competitiva, pero en realidad no lo es. Más bien se trata de construir algo juntos, ¿sabes?

Patti Smith me contó que vio el Bobfest y que cuando interpretamos «Knockin’ on Heaven’s Door» yo seguía tocando… Sin darme cuenta de que estaba prolongando la canción. Ella se daba cuenta de que algunos de los músicos que había en el escenario estaban flipando: «¿De qué cojones va todo esto? ¿Qué hacen estos tíos?».

Pero, mira, ahí está la gracia. Mola; yo ni siquiera me percaté de nada, porque estaba con los ojos cerrados, pensando: «Joder, esto es una flipada de la hostia, ja ja ja. Cómo se nos está yendo la pinza a todos».

Eso es lo que tiene la música de divertido. Lo que a uno le gusta, a otro puede no molarle nada.

—¿Veías en Stephen algo de ti mismo?

—Sí. Veía a un guitarra/cantautor ególatra y obsesivo; pero no pensaba que yo lo fuera hasta que me lo señaló él. Entonces caí en la cuenta: «Puede que me haya calado».

Pero si yo ni sabía lo que significaba la palabra «ego» antes de llegar a Los Ángeles. ¿Ego? ¿A qué te refieres? Por supuesto que quieres hacer tu rollo. Joder, es que de repente el «ego» se convirtió en la muletilla de moda. Era como una especie de psicoanálisis de salón pasado por el filtro de la marihuana. «Regodeo ególatra.» La peña hablaba en esos términos —paranoia, ego—: «Buah, tío, menudo paranoico». Pensar en el futuro… es un tipo de paranoia. Ya puestos, todo es paranoia.

Greene y Stone podían ser muy divertidos como mánager, pero muchos no se los tomaban en serio como productores. Así lo resumió Phil Spector en el programa de radio de Les Crane, cuando se volvió hacia Charlie y Brian y les dijo: «Tenemos, por un lado, a los cineastas de pacotilla, que vendríais a ser vosotros, y luego, por otro, a Fellini, que sería yo». Cuando los Springfield entraron en Gold Star Studios, para empezar a grabar su primer álbum, empezaron los problemas.

«Cuando conseguimos nuestra primera sesión de grabación, nos metimos en el estudio a grabar un tema; en eso que oímos una voz que nos dice por el sistema de talkback: “No, es demasiado largo. Tocadlo más rápido”», le contó Stills al periodista Joe Smith. «Neil y yo nos miramos y dijimos: “Más nos vale aprender a manejar estos trastos”.»

La técnica de grabación de Greene y Stone no tenía ningún misterio: primero montaban una pista instrumental y después grababan las voces por encima, pero de ese modo se perdían cosas. «Los Buffalo siempre tenían en mente tanto las voces como los instrumentos a la hora de hacer arreglos», comentaba Richard Davis. «La versión de Clancy en el estudio quedó coja, porque no disponíamos de pistas suficientes para los coros.» La tensión empezó a aumentar.

A mediados de los sesenta, uno de los gajes del oficio de los melenudos era el acoso policial, y el cuerpo de policía de Los Ángeles parecía tener fijación especial por ellos. «Tío, los polis eran lo peor», decía Charlie Greene. «De repente, había un montón de melenudos deambulando por la calle con sus pantalones a flores, medio colocados, pero sin meterse con nadie. Los polis no sabían qué hacer con ellos; fue todo un choque cultural.»

El 10 de julio de 1966, Young se vio atrapado en la línea de fuego. Iba por la ciudad al volante de su Corvette cuando se cruzó con Richard Davis, al que los polis amonestaban por dejar el coche mal aparcado a la entrada del Whisky. Cuando Young paró para echarle una mano, los polis centraron la atención en él y se lo llevaron al calabozo.

Cuando Greene y Stone llegaron a la comisaría para pagar la fianza, Charlie no tardó en enzarzarse en una discusión con uno de los agentes que había tras el mostrador. El poli, al que la pinta de aquellos dos modernos desagradaba tanto como la del músico que ya estaba entre rejas, comprobó los antecedentes de Greene y se percató de que tenía una orden de arresto pendiente por una infracción de tráfico, así que lo metió en la celda con Neil.

«Charlie empezó a gritar: “¡Llama a mi abogado! ¡Llama a mi abogado!”», recordaba Stone. «Así que dije: “Venga, ya pago yo la fianza”. Y el poli me dijo: “¿Puede mostrarme el DNI?”. No soy idiota, y como acababa de ver lo que le habían hecho a mi socio, me negué. Al final me dijeron: “Te vamos a arrestar”. Y yo les contesté: “¡Solo así conseguiréis que os enseñe el DNI!”. Total, que acabamos todos en el calabozo.»

A las tantas de la mañana, fueron las esposas de los mánager las que terminaron pagando la fianza de los tres. Una vez de vuelta en el domicilio de Charlie Greene, un médico se ocupó de las heridas de Young, que, según los formularios que Brian Stone rellenó para imponer la demanda que acabaría ganando, incluían «magulladuras, lesiones en la cabeza y la rotura de un puente de la dentadura». Ahora Young le quita hierro al asunto, pero los presentes afirman que aquel episodio le caló hondo. «Neil se quedó bastante afectado», comentaba Stone. «No es un tipo duro, precisamente, y la verdad es que le metieron un buen palizón.»

Me pararon cuando iba con mi Corvette del 57 y no tenía carné. Es que yo en teoría ni siquiera podía estar ahí; no tenía el puto visado, ni tenía nada, pero tenía coche. Por un lado, tenía muchas cosas, pero por otro, no.

Me llevaron al calabozo. Se pusieron a comprobar mis antecedentes, o lo que fuera. Pasa por delante de mí un gilipollas, un poli, y me llama «animal repugnante». Llevaba unas gafotas de concha y el pelo casi al cero. Le solté que parecía un puto insecto, un saltamontes. Entonces entró en la celda y me metió un palizón de tres pares de cojones.

—Me da la impresión, cuando miro las fotos de tu época con los Springfield, de que todo te daba miedo.

—Así era, por eso le tengo ese respeto tan sano a todo. Me daban miedo muchas cosas, pero es que aún no había acabado de crecer; tardé bastante en hacerlo.

—Hay quien asocia ese episodio con los polis a tus ataques de epilepsia.

—Bueno, eso ya no lo sé, no sé si tendrá algo que ver; no creo. Creo que eso era un problema mío.

Era algo que me tenía que pasar tarde o temprano.

Aún había otra complicación que haría mella en los Springfield, por no decir ya en el carácter de Young: la epilepsia. Justo cuando a la banda le empezaban a ir bien las cosas, Young comenzó a sufrir ataques de epilepsia, de manera inesperada.

Bruce Palmer estaba junto a Young en una feria juvenil en Hollywood y Vine en el verano de 1966 cuando tuvo su primer ataque reconocido. «Al volverme para decirle algo a Neil, ya no estaba a mi lado», le contó Palmer a Scott Young. «Luego me lo veo en el suelo, con convulsiones. Me entró un acojone que te cagas.»

Los ataques —que aún tardaron un tiempo en diagnosticarse— empezaron a producirse con una frecuencia alarmante. A principios de septiembre de 1966, durante una actuación en el Melodyland Theater de Anaheim, tuvieron que llevarse a Young del escenario en una camilla. John Hartmann presenció otro de aquellos ataques en San Diego la primera vez que vio a los Springfield. Al poco de comenzar la actuación, Young salió disparado del escenario en plena canción. «Me volví hacia Charlie Greene y le pregunté: “¿Esto forma parte del espectáculo?”.» Stills salió corriendo detrás de Neil, y el público se apresuró a apiñarse a la salida para ver qué pasaba. Fuera, en el aparcamiento, yacía Young tumbado en un Corvette, con convulsiones. «Una mujer que resultó ser enfermera le había metido la mano en la boca para evitar que se tragara la lengua.»

«Aquellos ataques eran toda una película», recordaba Richard Davis. «Lo teníamos todo calculado. Yo siempre veía venir los ataques de Neil, así que rápidamente encendíamos las luces y alguien se encargaba de cogerlo y sacarlo del escenario.» Al pobre Richie Furay le tocaba ocuparse de la Gretsch de Neil. «Detestaba ser el que tenía que sujetar la guitarra cuando le daba el telele», comentaba. «Neil empezaba a sentir que le venían las convulsiones y me endosaba la guitarra. Nuestras guitarras nunca tenían la misma toma de tierra, y me pegaba unos calambrazos que no veas.»

No todos se tomaban en serio aquellos ataques. «Stills siempre pensaba que Neil se estaba quedando con ellos, que fingía los ataques», decía Brian Stone. «Iba del rollo: “Como no quiere tocar, ahora va y se desmaya”.».

«A veces, parecía que fingiera los ataques —puede que no fuera así, pero lo parecía— para llamar la atención y montar el numerito», comentaba Dewey Martin. «Y así siempre conseguía que algún bombón le pusiera un paño frío en la frente.» Richard Davis coincidía con Martin: «Neil me birló a un par de tías en alguna ocasión, cuando le daba uno de aquellos ataques o se quedaba a punto de que le diera uno. Era implacable».

Donna Port se exasperaba ante esa actitud. «Era para matarlos. Ya ves, todo se reducía a que Neil estaba fingiendo. ¡Oye, que no lo hacía adrede para llamar la atención! Lo que ocurre con la epilepsia es que cuanto mayor es el estrés al que se somete al enfermo, más ataques tiene, así que era un círculo vicioso, porque cuanto más se metían con él, más problemas tenía, obviamente. Neil se encontraba en la peor situación posible.»

El mero presentimiento de que un ataque estaba al caer ya bastaba para provocar el pánico en Young. Una noche, estando en casa del cantautor Tandyn Almer, Young de repente salió corriendo por la puerta. Vicki Cavaleri fue tras él y se lo encontró metido en un coche, dando sacudidas. Tardó casi media hora en tranquilizarse. «No paraba de decirme: “Sujétame, pero no me toques la cabeza”.»

La epilepsia, una afección neurológica que causa breves alteraciones en la actividad eléctrica del cerebro, puede provocar hasta veinte tipos diferentes de crisis. Los profesionales de salud mental a los que consulté pensaban que los ataques de Young tenían toda la pinta de ser crisis parciales complejas, que la Epilepsy Foundation of America califica de «alteración que se produce en una parte localizada del cerebro, afectando toda la actividad física o mental controlada por esa zona». Los síntomas físicos que presenta este tipo de crisis pueden incluir sensaciones de déjà vu, irrealidad y distorsión de la personalidad, miedo, pánico y alucinaciones.

Muchos epilépticos experimentan un estado de alerta anterior a la crisis conocido como aura, que puede provocar ansiedad por sí mismo, incluso si la crisis esperada acaba por no producirse. «Cuando se dan estos estados, te olvidas de quién eres, pero sientes que algo maravilloso y sagrado está a punto de ocurrir», comentaba el escritor Thom Jones, «y cuando acaban, te entra miedo.»

Es cierto que se han dado algunos casos conocidos de epilepsia en personas creativas, como los de Van Gogh o Dostoyevski, además de los de músicos como Jimmy Reed, Robert Johnson o Ian Curtis. Algunos allegados de Neil se atreven a sugerir que el aspecto más abstracto de sus composiciones puede estar influido por estos ataques. Sandy Mazzeo, artista con el que Young entablaría una gran amistad algunos años después de dejar los Springfield, recordaba haber hablado de esto con él en una ocasión.

«Neil me contaba que entraba en otras vidas. Volvía al mismo sitio cada vez que le daba una crisis, y la gente le decía: “Hombre, hacía tiempo que no se te veía por aquí, ¿cómo estás?”. Le llamaban por otro nombre. Neil estaba en otro mundo, en otra realidad, y cuando empezaba a adaptarse a ella, de golpe y porrazo lo sacaban de ahí y volvía a encontrarse en esta realidad. Era todo muy extraño, porque él no quería que aquel otro lugar le resultara tan familiar, porque estaba aquí; pero luego volvía a estar allí. Era algo que escapaba a su control.

»Creo que por eso escribe cosas tan raras. Es de una gran fuerza creativa; ha pasado por todos esos lugares remotos donde solo podía hablar consigo mismo. La verdad es que en la mayoría de sus canciones Neil habla consigo mismo, con su voz interior.»

¿Que si salieron canciones como resultado de las crisis? Es muy probable. Vas a otro lugar y estás allí, hablando con la gente, y formas parte de ese entorno y eres otra persona. Pero luego caes en la cuenta: «Oye, espera un momento, ese no soy…». No sabes quién eres, porque sabes que no eres la persona que pareces, y te empiezas a despertar. Luego te das cuenta de quién eres al mirar a tu alrededor.

Tuve que aprenderme mi propio nombre; me tocó hacer eso un par de veces. Aprender a saber quién era. Familiarizarme con ello. Y luego oía la primera MENTIRA —o lo primero que decía alguien que no era completamente cierto— y para mí, que acababa de superar una de aquellas crisis, era un puto trauma horroroso. Es lo que le pasa a un bebé. Cualquier cosa que no sea pura, te hace pensar: «Pero qué coj…», porque vuelves a empezar desde cero, a organizar los conceptos. Todo empieza a tener sentido otra vez.

Recuerdo un ataque que tuve en el rancho, en 1974, cuando un médico me sacó sangre antes de irme de gira con CSNY. Probablemente fuera el último que me diera de ese calibre. Fue alucinante. Suelo desmayarme cuando me sacan sangre; no porque le tenga miedo a las agujas, sino porque me ocurre algo raro cuando la sangre abandona mi cuerpo. Siento como si mi vida me abandonara, y entonces me desmayo y a veces me da un ataque. Solo por sacarme sangre.

Acababa de sufrir una crisis tónico-clónica y salí a dar un paseo —justo empezaba a percatarme de que estaba en mi rancho—, y el médico estaba conmigo y me decía: «Bueno, no le vamos a contar a nadie lo ocurrido, para que no se preocupen. Los únicos que tenemos que saber lo que ha ocurrido somos tú, yo y Russ Kunkel», que era un batería que también estaba presente.

Total, que era como volver a nacer y despertarte y ver que todo es precioso —ver las cosas por primera vez—, y que luego venga alguien y te diga: «Bueno, esto no es lo que parece. No se lo vamos a contar a nadie. La gente no sabrá lo que ha ocurrido». O sea, una mentira. ¿Por qué es necesario mentir?

No creo que al nacer nadie sea capaz de concebir una mentira. Pero imagínate que acabas de nacer y a los diez minutos ya te descubren el concepto de mentira; ya ves, no llevas vivo ni cinco minutos y ya te están enseñando a mentir.

Pues eso es lo que pasa con los ataques. No sé qué es. Ya no me ocurre nunca, prácticamente, porque he conseguido controlarlo, pero en aquella época me ocurría continuamente, porque iba muy acelerado.

Creo que en un momento dado aquellas crisis se convirtieron en mi escapatoria. Puede que algunas ni siquiera llegaran a producirse. Pensaba que me iba a dar una, y luego me autosugestionaba, como si me fuera a dar — «Oh, me va a dar una crisis»— y al final no me daba.

No te olvides de que yo tenía, no sé, veinte años. O sea que tenía cantidad de vías de escape, y los ataques eran una de ellas. Ahora sé que varios de aquellos ataques sí que fueron ciertos, así que, ¿qué quieres que te diga? Al final pude con ellos. Me recetaron Dilantin y lo estuve tomando durante un par de años, y luego lo dejé. Después, conseguí controlar los ataques de la misma manera que controlo todo lo demás, a base de fuerza de voluntad.

El control, es un control interior. No lo sé explicar. No tiene que ver con la psique o con el control de tus actos, sino que se trata más bien de controlar la velocidad a la que te mueves en tu interior; de ralentizar ese proceso mental, porque si no, sabes que acabarás muy quemado; de tomarse las cosas con más calma y ser capaz de salirse de ciertas situaciones a tiempo.

Yo era el típico tío que cuando iba fumado —o a veces incluso sin ir fumado— y me quedaba mirando algo demasiado rato, me concentraba tanto en ello, que luego me costaba mucho desviar la atención. Y eso es lo que me pasaba cuando me daban los ataques; me quedaba mirando algo fijamente mucho rato, yo que sé, si estaba leyendo un libro, llegaba a una palabra y me ponía a mirarla fijamente. Y luego empezaba a fijarme en la letra, y de ahí pasaba a centrarme en las fibras del papel y no tardaba en perder el conocimiento.

He aprendido a controlarlo; ya no dejo que me pasen esas cosas. A lo mejor, por eso muchas veces era capaz de darme cuenta de lo que pasaba y de parar a tiempo; me decía: «Vale, ya está bien, ya has demostrado lo que querías. Ahora ya basta». Y no es un proceso consciente. Creo que algo aprendí de tener que lidiar con esa enfermedad. Me ha servido para otras cosas, así que creo que una vez eres capaz de controlar eso, puedes controlar todo tipo de cosas. Tal vez por eso todavía sigo aquí.

Se suponía que la cara A del primer single de Buffalo Springfield iba a ser «Go and Say Goodbye», un alegre tema de Stills con un lick extraído de una vieja melodía de bluegrass que Chris Hillman le había enseñado. Por desgracia para Stephen, al final la cara B —«Nowadays Clancy Can’t Even Sing» de Young— fue la elegida.

«“Clancy” probablemente fuera la peor canción que había oído en mi vida, joder», comentaba Ron Jacobs, el entonces jefe de promoción de la KHJ, la emisora de los 40 Principales de Los Ángeles. «La escuché en el aparcamiento de Gold Star y casi vomito.» Pese a sus deficiencias como productores, Greene y Stone se las apañaron para que todo el mundo acabara escuchando al grupo. «Lo cierto es que Charlie y Brian encendieron la mecha que permitió a los Buffalo Springfield empezar a moverse», proseguía Jacobs. «Se rompieron los cuernos para sacarlos adelante. De no haber sido por Charlie y Brian, ese grupo nunca habría sonado en la KHJ». A finales de agosto de 1966, «Clancy» hizo su debut en la KHJ y llegó al puesto 25 en la lista de éxitos de la emisora.

A nivel nacional, «Clancy» fue un fracaso, y cada cual tiene su propia teoría al respecto. Hay quien piensa que la letra era demasiado abstracta y que contenía la palabra «damn56». Otros sostienen que la canción era demasiado larga y que tenía unos cambios de tiempo raros, nada fáciles de asimilar. También están los que consideran que Richie Furay, pese a sus buenas intenciones, era incapaz de transmitir los sentimientos tremendamente subjetivos de Neil Young.

Vicky y Donna recuerdan que sentaron a un Furay muy confuso y se dedicaron a explicarle palabra por palabra la letra de Neil (Young no estaba presente, gracias a Dios). Rassy Young se acordaba de una actuación en directo en la que Furay se hizo un lío con la letra de «Clancy» y dijo «Who’s putting bells in the sponge I once rung57». «Neil se volvió y le miró», recordaba Rassy, riendo. «Richie no se había dado cuenta de lo que había hecho.»

Cuando empezó a quedar claro que «Clancy» estaba condenado al fracaso, fuera por la razón que fuera, «nos entró el pánico a todos y comenzamos a echarles la culpa a Charlie y Brian», declaró Furay al fanzine de Los Ángeles TeenSet. El grupo, que seguía trabajando en su primer álbum, acabó por abandonar el cuatro pistas de Gold Star y se fue con los Byrds al nuevo estudio B, propiedad de Columbia, que contaba con un ocho pistas; lamentablemente, los trucos de estudio no podían restaurar la magia que no se pudo capturar en el primer momento. Entre tanto, Atlantic no paraba de presionarlos para que acabaran el disco.

Greene y Stone afirmaban que la falta de experiencia del grupo en el estudio fue uno de los principales motivos del retraso. «Llega un momento en que dices: “Ya basta”», comentaba Stone. «Habíamos pasado muchísimo tiempo en el estudio llevándolos de la manita. Perdíamos una cantidad de tiempo increíble grabando las voces una y otra vez, porque realmente el vocalista principal era Richie.»

Cuando el álbum por fin estuvo acabado, los Springfield se llevaron un disco de acetato a la casa de un colega que tenía el mejor equipo de música de la ciudad y se agruparon, ansiosos, en torno a los altavoces. «Fue un desastre», dijo Richard Davis. «En el estudio sonaba muy bien, pero era ponerle la aguja al disco y perderse todo. Todos éramos conscientes de ello; fue un momento de lo más angustioso.»

Cuando escuchamos el disco, dijimos: «Joder, esto no es lo que queríamos. Esto no es lo que hemos hecho.» La mezcla en estéreo se hizo en un día y medio, y nosotros ni siquiera estuvimos presentes.

Me sentía bastante frustrado, porque teníamos que tocar primero y después añadir las voces. Estuve presente en muchas sesiones de grabación de otros grupos para intentar comprender por qué cojones los discos de Buffalo Springfield eran tan horribles comparados con los de verdad, joder. Yo ya había hecho discos con Ray Dee que eran mejores que los primeros discos de los Springfield; puede que no lo fueran en cuanto a la calidad, porque los músicos no eran tan buenos, pero sí en cuanto al concepto de grabación. En los discos de los Springfield, ni siquiera llegamos a tocar de verdad. Cada cual grababa algo en una pista por separado, intentando ir de los putos Beatles en vez de ir de Buffalo Springfield. Nos salimos por la tangente. Ojalá hubiéramos tenido algo más claro el norte…

Mira, Ahmet Ertegun es el único que ha oído una buena grabación de Buffalo Springfield. Ahmet es el empresario de los músicos, sabe de música. Siempre decía: «Tío, este disco no es ni la mitad de bueno que las maquetas, joder». Antes del primer disco de los Springfield habíamos grabado varias maquetas, y eran la hostia. Era muy al principio y grabamos «Go and Say Goodbye», «Clancy» y «Sit Down, I Think I Love You». Ahmed escuchó aquellas maquetas y si acabamos fichando por Atlantic fue gracias a la buena impresión que le causaron. Y luego Charlie y Brian nos graban un disco que no les llegaba ni a la suela del zapato a las putas maquetas aquellas. Es que las maquetas las grabamos tal y como tocábamos; las grabamos en directo. Nos limitamos a ir al estudio, tocar y cantar; lo hicimos todo a la vez.

Aquellas maquetas eran nuestras, pero «Doc» Siegal, el ingeniero de Gold Star que grabó nuestro primer álbum, se quedó sin cobrar, así que se las llevó para fastidiar a Charlie y Brian. Total, que nos jodieron bien. Guardaba todos aquellos trastos en el garaje, y cuando murió no sabían qué hacer con ellos. Vendieron los discos de acetato a no sé qué tienda de discos, y por lo visto esa tienda se los vendió a un coleccionista de acetatos japonés y nunca hemos conseguido dar con ellos. Lo más probable es que estén cogiendo polvo en la estantería de algún japonés que se siente superorgulloso de su colección de acetatos y no tiene ni la más remota idea de lo que hay allí. Ahora no consigo encontrar a ese tipo. No sé dónde están las cintas. Qué putada.

La reunión para escuchar el acetato del primer álbum tuvo consecuencias nefastas. Al día siguiente, según Brian Stone: «los Spring-field nos llamaron y nos dijeron: “Tenemos muy malas noticias. Hay que destruir este disco. Hay que quemarlo. ¡Es una auténtica mierda!”».

A Greene y Stone les seguía tocando la fibra, casi treinta años después, que los acusaran de haberse cargado la producción del disco. «Mira, para entonces ya debíamos de haber grabado por lo menos mil discos, y estos tíos no tenían ni idea de cómo iba aquello», comentaba Stone. «Estos tíos estaban acostumbrados a tocar en directo, y pretendían reproducir ese sonido en el disco. Intentamos mejorar el sonido; nos pasamos tropecientas mil horas para mezclarlo, y los seis miembros del grupo estaban allí presentes. Creo que el disco habla por sí solo.»

Vaya si habla por sí solo; y cualquiera que se moleste en escuchar Buffalo Springfield, aunque sea someramente, podrá entender el descontento de la banda. En temas como «Pay the Price», la sección rítmica y las guitarras parecen estar a kilómetros de distancia. La grabación es tan inconsistente como chapucera, y nunca consigue sonar como un grupo de gente tocando en la misma sala. La versión mono del LP, que se dice que Stills y Young tardaron diez días en mezclar, era bastante mejor, pero pocos llegarían a escucharla.

El grupo exigió volver a grabar el disco. La respuesta de Charlie Greene fue: «Iros a tomar por culo».

Stills, que ya desde el principio había dudado de las dotes de la pareja como productores, se puso hecho una fiera. «Stephen no se cortó a la hora de enfrentarse a Greene y Stone cuando aún seguían al mando», comentaba Richard Davis. «Stills se dedicaba a insultar a Charlie y Brian, que acabaron convirtiéndose en sus enemigos; al final consiguió abrir, y puede que con razón, una brecha entre ellos y el grupo.»

»Yo me esforzaba por arreglar las cosas y le decía a Stephen: “Si te quieres pelear con estos tíos, asegúrate antes de que puedes ganar, porque tienen tu contrato”. Pero era imposible razonar con Stephen; no atendía a razones.»

Epilepsia, problemas con el grupo, líos con los mánager, arrestos… Quien quiera saber cómo se sentía Neil Young a mediados de 1966, que desempolve ese vinilo maltrecho de Buffalo Springfield y ponga «Out of My Mind».

«Tired of hangin’ on / If you missed me I’ve just gone58», canta Young acongojado, como evidencia su voz. Esta canción circular sin estribillo —con el ritmo fúnebre de la batería y la trémula Gretsch a través de un Leslie—, es un claro relato del martirio que vivía su autor. Su primer álbum ya había bastado para quitarle a Young la ilusión por ese mundillo. Como dijo Ken Viola: «Tuvo la osadía de escribir una canción sobre cómo se siente una estrella, incluso antes de convertirse en una».

El pop beatleliano de Stephen Stills dominaba la cara A de Buffalo Springfield, publicado finalmente en noviembre de 1966, pero el material más original del disco pertenecía a Neil Young. «Burned» supuso su primera incursión vocal en el grupo. Según escribió Young en las notas de su antología Decade: «Estos tíos me dieron anfetas para que cantara con más brío. Puede que lo notéis». Furay interpretaba tres de los temas de Young, Neil solo dos, pero la calidad y el alcance de sus canciones prometían: «Out of My Mind», «Nowadays Clancy Can’t Even Sing», «Do I Have to Come Right Out and Say It?» y la magnífica «Flying on the Ground Is Wrong», que posiblemente sea el tema de mayor sofisticación compositiva del disco.59

A pesar de los recelos del grupo en cuanto a la producción, Buffalo Springfield contribuyó a ampliar su séquito de fans más allá de Los Ángeles y en la prensa musical emergente, donde Paul Williams, de Crawdaddy!, y Judith Sims, de TeenSet, se encargaron de correr la voz. Ken Viola estaba obsesionado con TeenSet. «Me plantaba en el quiosco a las seis de la mañana a esperar a que desataran aquellos fajos de revistas para poder agenciarme el último número y leer las novedades de los Springfield.»

Ken Viola recuerda el primer atisbo del que sería su nuevo consejero espiritual. Con tan solo quince años, estando un buen día en casa, en Nueva Jersey, encendió el televisor y «aparece un tío vestido con el uniforme del Ejército Confederado, que para mí fue toda una declaración de principios, en plan: “Fuera lo viejo, viva lo nuevo”. Fue muy heavy». El tío era Neil Young; el grupo, Buffalo Springfield, y Viola salió pitando a comprarse su primer álbum.

«Es algo muy extraño, porque, si hago memoria, puedo recordar exactamente aquel día y lo que sentí cuando se produjo aquella conexión. Tenía la rara costumbre de poner los discos por la cara B, así que lo primero que oí fue un tema de Neil Young, “Flying on the Ground Is Wrong”. Nada más empezar a oírlo supe que este tío estaba al tanto de todo; era alguien que me hablaba a mí directamente. Todo lo que decía estaba bien, cuando en mi vida hasta ese momento todo había estado mal. Vamos, que él me entendía.»

Refugiado en el santuario de su habitación, Ken se tumbaba en la cama a escuchar un tema tras otro con los auriculares puestos para evitar llamar la atención de su padre, un comerciante de frutas y verduras que vendía su mercancía en un camión que conducía por las calles de Hackensack.

Sus padres pensaban que el rock and roll sería «mi perdición. Yo sabía que algo se cocía, y ellos intentaban hacer lo posible para que no siguiera por esos derroteros». Cuando Neil Young se convirtió en el centro de atención de Ken, también se convirtió en el Enemigo Público Número Uno. El día que Ken cumplía veinte años, de buena mañana, su madre entró con paso firme en su habitación para despertarlo a las seis de la mañana cantando a alaridos una canción de Neil Young: «You can’t be twenty on SUGAR MOUNTAIN! 60».

Shakey

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