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CAPÍTULO 4 UN AMASIJO DE IMÁGENES BORROSAS

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Un hombre corpulento que viste unos vaqueros con la cremallera rota y una camisa de muselina, ambas prendas de color blanco, merodea alrededor de un gran Cadillac blanco con el motor en marcha. Nos encontramos en los recónditos parajes de Topanga Canyon, delante de una casa hippie que había visto tiempos mejores, ahora venida a menos y con ese regustillo a Charles Manson. Está molesto y me hace gestos para que me apresure. Tardo un momento en darme cuenta de que ese hombre es Bruce Palmer, el magnífico bajista conocido sobre todo por haber formado parte de Buffalo Springfield.

Palmer está de mala leche. Me pasea por aquel desastre de casa, mientras se queja por haber perdido una apuesta con su amigote Rick James la noche anterior. «Por cierto, es una peluca», dice en referencia al payaso del funk. Por el suelo hay esparcidos grandes cubos de compuestos sin etiquetar, y en un rincón reposa una guitarra Martin que le fue legada por la desaparecida Tannis Neiman, una cantante de folk que había realizado la mayor parte del viaje a California junto a Neil y Bruce muchos años atrás. Palmer dice que tiene que salir a hacer un recado y que vuelve enseguida. «No entres al cuarto de baño», me dice entre risas. «Ahí es donde guardo las agujas sucias.» Bruce hace la broma, porque en los sesenta las frecuentes redadas por drogas que protagonizó acabaron precipitando la separación de los Springfield.

Palmer regresa al cabo de varias horas con el mal humor intacto. A continuación, intenta sacarme dinero por la entrevista y se me planta a un palmo de la cara a exigirme quinientos dólares la hora. «Soy un músico profesional y eso es lo que vale mi tiempo, colega», me grita a la vez que su rostro peludo enrojece por momentos. «¿Eres un estupa? ¿Trabajas para el gobierno de Estados Unidos?»

Al caer la tarde, hace su aparición una panda de melenudos para ensayar. Por lo visto, esta variopinta pandilla con los ojos inyectados en sangre forma parte del último intento de Palmer por resucitar a los Springfield —«White Buffalo», en este caso—. Empieza a rular una pipa. Lo único que recuerdo es a un tipo tocando un instrumento de viento con la nariz. Al fondo se vislumbra vagamente a una mujer demacrada ocuparse de la cocina. Bruce se encorva sobre su bajo y empieza a pulsar las cuerdas entre resuellos, con los ojos cerrados, como en la quinta dimensión. Cuenta la leyenda que Palmer se quedó colgado en un viaje lisérgico en los sesenta y nunca acabó de regresar, pero por un instante parece inocente, incluso dichoso.

«Compartir escenario con Neil es probablemente la experiencia más intensa… Cuando tocas con Neil, estás tocando para él», explicaba Palmer a la revista Mojo en 1997. «Las expectativas que tiene puestas en ti al tocar son enormes, jamás tocarás con nadie que esté tan en sintonía con el sonido perfecto. Y si te apartas un mínimo de como se supone que debe sonar aquello —si te distraes, te montas tu rollo y te pones a hacer algo distinto a lo que está acostumbrado a oír—, ya se encargará de que te enteres; no de una manera específica, puede ser en aquel mismo momento sobre el escenario o más tarde, cuando te pilla por banda a ti solo, ja, ja. Es bastante duro. O haces las cosas bien y a su manera, o no las haces.

»Había siempre un control total de la situación, nunca te podías soltar. La cuerda floja sobre la que nos balanceábamos era: tiene que sonar suelto. Muy suelto… Pero él tiene que estar al tanto de cada nota que toca cada uno de los músicos, y poder apoyarse en ella. No es broma: lo escucha todo a la vez, desde la batería hasta todo lo demás. Si se te ocurre añadir una nota de más entre mil, se queda con el detalle y luego te lo echa en cara en plan: “Has cambiado una nota, esa nota en particular”; y tú ahí sin poder dar crédito, negando con la cabeza y pensando: ¿Cómo ha podido darse cuenta?»

Neil se deshacía en elogios hacia Palmer como no lo hacía con ningún otro músico, y lo cierto es que debió de ser todo un portento allá por el año 65. Era un muchacho esquelético, con el pelo largo y gafas de abuela, tímido, pero intrépido en el plano musical. Las chicas le llamaban «Brucey bassey»32. Palmer sería un enorme catalizador en la vida de Neil Young, pero Neil tendría que rebuscar mucho entre toda la morralla de la escena musical de Toronto hasta llegar a dar con él.

«Ahora ya entiendo de coches viejos, Comrie.» Aquellas fueron las primeras palabras que Young le soltó por teléfono a Comrie Smith, su viejo colega encargado de tocar los bongos, al final de una tarde de julio de 1965. Smith, que por aquel entonces ya tenía su propia banda, los Zen Men, se quedó sorprendido. Después de aquella carta garabateada que Neil le había enviado al poco de marcharse a Winnipeg, Comrie dio por supuesto que se había olvidado de él. Ahora Young estaba de vuelta en Toronto, y por lo visto se iba a quedar un par de noches con un viejo amigo de Lawrence Park, Rick Mundell, antes de dirigirse al domicilio de su padre. Smith se fue con el coche hasta la casa de Mundell, donde había una fiesta y Neil observaba a la gente emborracharse. «Fue tremendamente crítico», comentaba Smith, que recuerda a Young dando lecciones: «Mira a toda esta gente, ahí apalancados sin parar de beber. Yo soy capaz de sentarme ahí con una birra y aguantar con ella una hora mientras estos tíos se ponen del revés». Comrie se quedó impresionado de lo serio que se había vuelto Young. «Era mucho más maduro.»

Comrie escuchó las batallitas de Young sobre Fort William y Mort, y durante los ocho meses siguientes volverían a ser colegas, a pesar de que Comrie se percató de que su amigo se había vuelto un ser un tanto huraño y misterioso. «Neil desaparecía sin más», comentaba la entonces novia y futura esposa de Comrie, Linda Smith. «Nunca contestaba las llamadas de nadie… Hacía lo que le daba la gana cuando le daba la gana.»

Young llamó a Ken Koblun y a Bob Clark, que seguían pasándolas canutas en Fort William, y pronto empezaron a dejarse caer, uno a uno, sus escuchimizados compañeros de grupo por la casa que tenía su padre en Inglewood Drive. La lujosa residencia del escritor les debió de parecer un tanto surrealista comparada con todos aquellos hostales y hoteles cochambrosos de Fort William a los que estaban acostumbrados. Terry Erikson recuerda a Scott pulsar un botón y que apareciera un mini-bar de la pared. «Era muy amable, pero formal», le contó Erikson a John Einarson. «Neil y su padre no estaban muy unidos, pero se mostró cortés con nosotros y se ofreció a ayudarnos.» Algunos amigos pensaban que la visita de Young era más que un simple alto en el camino. «Creo que cuando Neil fue a Toronto, en realidad estaba buscando su aprobación para seguir adelante», comentaba Ray Dee. Neil respetaba las reglas de su padre; les impuso a sus compañeros de grupo un toque de queda a la una de la madrugada y reprendía al que se lo saltaba. «Lideraba esa banda como si fuera el Mariscal de Campo Kesselring», contaba Scott.

Scott tuvo en casa a su hijo y a dos de sus compañeros de grupo varias semanas. También les consiguió un local de ensayo y depositó cuatrocientos dólares en una cuenta fiduciaria de la que Neil podía sacar cuarenta dólares semanales durante todo el verano. Neil también se puso en contacto con Martin Onrot, el mánager del Allen Ward Trio, que accedió a representar a la banda de Young. Pero pronto quedó claro que Toronto no tenía nada que ver con el ambiente cálido y endogámico que se respiraba en el mundillo musical de Winnipeg o de Fort William.

«Toronto es un quiero y no puedo», comentaba Joni Mitchell. «Quiere ser como Nueva York.» De todos los músicos canadienses con los que hablé, solo algunos pocos tenían algo positivo que decir acerca del lugar. Cuando llegó Neil, Mitchell intentaba abrirse camino en el circuito de los cafés. «La escena folk era tremendamente competitiva, y para afiliarte al sindicato de músicos tenías que pagar ciento sesenta dólares, que yo no tenía, sin los cuales no te dejaban trabajar. Vamos, que los sindicalistas se presentaban en recitales de nada donde te sacabas quince dólares la noche por tocar quince minutos; se presentaban allí, enfundados en sus gabardinas, a exigir su parte. Eran unos matones de poca monta.»

Aun así, la escena musical de Toronto estaba en pleno apogeo, sobre todo en el barrio de Yorkville. «En realidad, no había una escena de Yorkville, había varias», comentaba el cantautor folk Murray McLauchlan. En las dos manzanas comprendidas entre Avenue Road y Yonge Street había un puñado de cafés, como el Penny Farthing y el Purple Onion, que atraían a toda esa escena a caballo entre lo beatnik y lo hippie que veneraba a artistas autóctonos como Gordon Lightfoot o Ian and Sylvia.

La moda del rock de bareto empezaba a prosperar en garitos como Le Coq d’Or, donde hicieron sus pinitos Ronnie Hawkins and the Hawks (que Bob Dylan no tardaría en birlarle). Le Coq d’Or llevaba un rollo «más Damon Runyon33 que hippie», afirmaba Murray McLauchlan. «Había heroinómanos con trajes brillantes de tela sintética y tupé que se parecían a Waylon Jennings.» Toronto, en palabras de Bruce Palmer, era «la ciudad más roquera de su tiempo». Pero los ámbitos musicales estaban divididos de manera muy estricta, y no había cabida para aquella extraña mezcla de géneros que Young había empezado a desarrollar en Fort William. «No vi que hubiera mucho folk-rock en Toronto», dijo Young décadas más tarde. «Había o folk o rock.»

Aquel verano Young se dejaba caer a menudo por el 45 de Golfdale, la residencia de Comrie Smith en Toronto. Iba al volante de una nueva pieza de acero templado: Tinkerbell, un viejo Buick descapotable con el motor traqueteante y el tubo de escape oxidado. También contaba con una radio a válvulas donde siempre parecía estar sonando «Good Vibrations» a todo volumen cuando llegaba a los sitios. «Neil era un amor», comentaba Linda Smith. «Era un embaucador de primera. De no haber sido así, ¿cómo narices habría conseguido que le dieran de comer? Si estaba sin un duro.»

Lejos quedaban los días en que Young fingía tocar el ukelele con Danny and the Juniors. «Flipa, Comrie, empezaste a tocar la guitarra antes que yo», le dijo Neil a su viejo amigo. «Y ahora yo soy mejor que tú.» Comrie observaba sobrecogido a Young encandilar a su hermana con una extraña versión de «Clementine» que la dejó embelesada. «Te quedabas hipnotizado», comentaba Smith. «Te miraba fijamente a los ojos, en cada palabra. Era como si Neil te enviara las notas directamente al cerebro.» Young se encargó de que sus aventuras en Fort William parecieran el viacrucis de Robert Johnson. Comrie contaba que sus compañeros de grupo y él se planteaban «ir a Thunder Bay. Todo había adquirido un halo de misterio gracias a Neil».

A Young, que seguía con su obsesión por los discos, hubo un par aquel verano en particular que le tenían sorbidos los sesos: «Thou Shalt Not Steal» de Dick and Dee Dee y «Sally Go ’Round the Roses», un extraño disco de las Jaynettes, un grupo de chicas. «Neil sentía especial predilección por las armonías», decía Smith. «Le bastaba con dos voces cantando a la vez y su guitarra acústica. Tenía la impresión de que así se podía conseguir un sonido alucinante.» Smith recuerda que Young quería formar con él un dúo al estilo de los Everly Brothers, y que empezó a tocar la guitarra eléctrica con cejilla durante su estancia en Toronto. «Neil se dejó influenciar más por los folkies de allí», comentaba Koblun, consternado por los derroteros que iba tomando aquella historia.

Tinkerbell; un Buick descapotable del 47… Era un cochazo cojonudo. Me lo compré por setenta y cinco pavos, y valía cada dólar que pagué por él. No tenía bastante dinero para a) el carné o b) la matriculación, pero así y todo me lo pasaba de puta madre. Hostia, cómo molaba aquel carro. Al final me tocó dejarlo por ahí abandonado. Ya sabes cómo es uno con diecinueve años. No me lo podía permitir, así que lo dejé por ahí abandonado, sin más. Ni siquiera sé dónde. Es una lástima. Me encantaría tenerlo ahora.

—¿Era la de Yorkville una escena hippie en eclosión?

—No. Era una vieja escena beatnik camino de convertirse en una escena folk.

La escena musical de Yorkville… Nunca había visto nada parecido. La música estaba hasta en la sopa; dos años antes del Verano del Amor. Toronto en el 65 era una pasada.

Yo aún estaba creciendo. Fue una experiencia alucinante, me encantó. Significó la libertad total.

El Riverboat era un garito de nivel y a la peña que tocaba allí le daba para vivir. Luego estaba el New Gate of Cleve, justo al lado, que fue donde vi a Lonnie Johnson. Y creo que también vi allí a Pete Seeger, y a Sonny Terry y Brownie McGhee.

«Sally Go ’Round the Roses»; ¡cuidado! Qué salvajada de disco, joder. Mira, si pillas ese tema y lo pones en cualquier película de Dennis Hopper, creo que sale algo fijo.34

David Rea y Craig Allen eran dos de los folkies con los que Neil se dejaba ver. Allen pensaba que a Neil le reventaba toda la pose sensiblera inherente al rollo acústico. «Neil nunca pudo con el estereotipo folk del tipo greñudo y desgarbado. Era algo que ambos compartíamos en cierto modo, porque yo venía de un ambiente más country/western. A él le interesaban mis armonías country. Cada cual intentaba aprender el estilo tan diferente del otro; él me enseñaba el rollo roquero al final del mástil y yo le enseñaba a armonizar los acordes en primera posición y a tocar con los dedos.» Young aprendió afinaciones alternativas de David Rea. «Creo que fui el primero en enseñarle a Neil la afinación en re abierto», comentaba Rea.

Young era una especie de anomalía, al ir de roquero en plena escena folk de Toronto. «Eso era lo raro de que Neil perteneciera a aquella pandilla», decía Craig Allen. «La peña roquera vivía unas calles más allá.» Allen no pensaba que Young se lanzara a la escena acústica como rechazo al rock and roll; simplemente quería adaptar algunos elementos del folk para mejorar su propio estilo. «Cuando Neil llegó a Toronto, empezó a absorber todo lo que se le ponía por delante», explicaba Comrie Smith. «Creo que la escena de Yorkville de entonces le sirvió para adaptar su estilo rock al rollo folk o algo así. No creo que para él fueran estilos excluyentes; nunca percibí ahí ningún tira y afloja.»

Mientras Neil aprendía de los folkies, su grupo estaba en punto muerto. Por lo visto, su nuevo mánager tenía muchísima fe en el talento de Neil, pero poquísima idea de dónde encajaba su banda, a la que rebautizó con un nombre con más gancho, Four to Go35. «Marty Onrot era el típico tío de Hollywood», comentaba la cantautora folk Vicky Taylor. Sus amigos veían que Ornot estaba presionando a Neil para que dejara el grupo y siguiera en solitario como artista folk, por lo que Terry Erikson y Bob Clark no tardaron en marcharse y en ser reemplazados por más nuevos miembros. Los Four to Go no pasaron de los ensayos. «Nunca llegué a tocar uno de mis temas con un grupo en Toronto», declaró Young a John Einarson.

Young acabó en la habitación de una destartalada pensión cerca de las vías del tren. Ken Koblun recuerda la estancia de Young en aquel lugar —en el número 88 de la calle Isabella— como un período deprimente, cargado de introspección y de canciones extremadamente tristes. Ya fuera debido a la depresión, a las drogas o simplemente a la evolución de su extraña forma de pensar, algo estaba desencadenando en Young una peculiar habilidad para componer un nuevo tipo de canción diferente.

A finales de septiembre, Tinkerbell ya había desaparecido, y lo mismo le había ocurrido a su adorada Gretsch, que, según dicen algunos de sus amigos, se había visto obligado a empeñar para empezar a saldar la deuda que tenía con su padre (Young sostiene que lo hizo para comprarse una Gibson de doce cuerdas). Comrie Smith percibió un fugaz atisbo de cambio en Neil, un breve intento por comportarse como los demás, por sentar la cabeza, puede que para intentar complacer a su padre, al que le dijo: «Tengo que buscar trabajo.» Scott lo llevó a la barbería del señor Ivan, le pagó los cuatro dólares del corte de pelo y Neil no tardó en conseguir el primer trabajo que solicitó. «Siempre había sido autosuficiente», afirmaba Scott. «El dinero que tuvo Neil fue siempre fruto de su propio esfuerzo, ya fuera repartiendo periódicos o haciendo cualquier otra cosa, así que no me sorprendió para nada que fuera directo de la barbería a Coles y consiguiera al momento un puesto de chico de almacén; era típico de él.»

Koblun fue a visitar a Neil al trabajo y el enclenque de su amigo le dio tanta pena, que acabó cargando él con las pesadas cajas de libros. «Recuerdo a Neil sentado en el sótano fumando mientras yo hacía su trabajo», comentaba Koblun. A las cinco semanas de empezar su nueva carrera, Neil contrajo una misteriosa enfermedad que le obligó a permanecer bajo el cuidado de su madrastra durante varios días. A lo largo de los últimos años, ya habían comenzado a detectarse ciertos indicios de que algo podía torcerse de repente en el interior de Young. Koblun recuerda una actuación en Winnipeg en la que «estábamos tocando una canción y empecé a notar sus vibraciones. Estaba rarísimo; se puso a tocar la guitarra sin poder parar y tuve que darle un golpe en el brazo».36 Jack Harper recuerda tener que acompañar a Young a casa al nublársele la vista de repente. A medida que la vida y la carrera de Neil se tornaban más intensos en los meses venideros, lo mismo sucedería con estos incidentes.

La enfermedad le costó el trabajo. «Me tocaba llamar a Coles constantemente, diciendo: “Neil no puede ir a trabajar”», comentaba Astrid. «Al final acabaron por decir: “Que no se moleste en volver”.»

Trabajaba de chico de almacén. No me lo tomaba demasiado en serio. Me quedaba despierto hasta tarde y luego iba allí por la mañana… No estaba hecho para ese tipo de vida.

Recuerdo estar allí sentado en el suelo componiendo «Clancy». Y estoy seguro de que también compuse «Peggy Grover» y «Don’t Pity Me, Babe».

—¿Fue un período difícil?

—No recuerdo las cosas desde esa perspectiva. Era parte del conjunto, una etapa más. Seguro que no lo pasé bien, pero al menos sabía que estaba solo; que iba a la mía. Las cosas no acababan de ir bien del todo, pero aun así —¿qué tienes que perder?—, tienes diecinueve años, todo te importa una mierda. En aquel momento, yo no tenía de qué preocuparme si me comparo con los chavales que tendrán que buscarse las castañas en el desastre actual.

—¿Empezaste a adquirir conciencia de que las canciones podían ser todo lo complicadas que tú quisieras hacerlas?

—Sí. Aquello ocurrió durante los últimos ocho meses que pasé en Toronto, cuando compuse «Clancy». Pensé que no estaba mal, porque la verdad es que había mucho contenido. Era consciente de lo larga que era.

—¿Hubo algo en particular que te llevara a componer «Nowadays Clancy Can’t Even Sing»?

—No lo sé. Creo que es simplemente fruto de cómo era mi vida en aquel momento. Es todo lo que puedo decir. Tenía muchas cosas en la cabeza.

—¿Qué crees que tratabas de conseguir con aquella canción?

—No sé; pues componer una canción, sin más. Hace tanto tiempo. No me acuerdo muy bien de Clancy. La verdad es que no… Bueno, puede que recuerde un poco cómo era… Es un personaje menor que acabó con su nombre en la canción; pero no es más importante que todos los otros que se quedaron sin canción propia.

«Nowadays Clancy Can’t Even Sing» fue todo un hito para Neil Young, una de sus primeras composiciones importantes, donde mezcla realidades opuestas de esa manera tan peculiar que pasaría a ser característica de sus canciones más abstractas. Young realiza una fragmentación del tiempo y del espacio que en cierto modo se asemeja a las películas de Nicolas Roeg o al estilo de William Burroughs, aunque a los métodos de estos probablemente les falten el vigor primitivo y la gran emotividad propios de Young. En el caso de Young, no se trata de un ejercicio intelectual, y muchas de sus canciones fragmentadas despliegan una belleza ingenua, que casi roza el ridículo. Usa la letra de la canción para reproducir una experiencia interna. Las imágenes se precipitan como lo hacen los sentimientos, sin seguir un orden, con altibajos y sin unas coordenadas establecidas, y a veces sin lógica alguna. El oyente puede extraer multitud de interpretaciones de algo tan ambiguo, y encuentra pequeños retazos de su propia vida.

«Hey, who’s that stompin’ all over my face / Where’s that silhouette I’m tryin’ to trace37». «Clancy» es una canción rara, repleta de imágenes surrealistas que parecen hacer referencia a unos sueños que se van torciendo, llegando incluso a truncarse: «Who’s puttin’ sponge in the bells I once rung38», pero que ocultan resquicios de acontecimientos y personajes de la vida real. Parte de la canción hace referencia a Ross «Clancy» Smith, alguien que Young conoció en Winnipeg, en el Instituto Kelvin. Smith, que padecía esclerosis múltiple, iba en bici a la escuela, cantaba por los pasillos y era objeto de escarnio entre sus compañeros. Clancy era el tipo de inadaptado social al que Young admiraba y por el que sentía tanta empatía.

La última estrofa de la canción habla de traición. En cierta ocasión Young le explicó el significado de la letra a su mánager de entonces, Brian Stone, y le describió con pelos y señales la escena real de ver a su novia con otro al mirar a través de las tablas de madera del suelo. Al mezclar todos los elementos, la canción provoca confusión, frustración, alienación y paranoia. Fue grabada al año siguiente con Buffalo Springfield, y muchos de los que se embarcaron en el viaje oscuro y explosivo de los sesenta se identificarían enormemente con ella.39

En 1967, Young le concedió una entrevista al periodista de Los Ángeles Jeffrey C. Alexander en la que hablaba en detalle de la canción. «Muchos de los que me conocen me dicen que no entienden la letra de “Clancy”, que no comprenden de qué van todos los símbolos y demás. Bueno, es que creo que es imposible que sepan quién es en realidad. Para el oyente, Clancy no es más que una imagen, un tío sometido a una humillación continua.»

«Era un tipo raro, encantador. En la escuela, los chavales lo tachaban de freak, porque se ponía a silbar y a cantar “Valerie, Valera” por los pasillos. Al cabo de algún tiempo, se volvió tan cohibido que fue incapaz de seguir haciéndolo. Cuando a alguien tan encantador y tan diferente lo machacan de aquella manera —ya me entiendes—, en plan acoso y derribo, todo lo demás es poco en comparación.

»En la canción me limito a intentar transmitir un sentimiento. Por ejemplo, la principal parte de “Clancy” trata de mis traumas con una antigua novia que tuve en Winnipeg. Ahora bien, no me interesa para nada que la gente sepa todo lo que pasó con aquella chica y el otro tío en Winnipeg. Eso no tiene importancia, no es más que una historia, y eso ya lo puedes leer en la revista Time. Lo que quiero es transmitirles el sentimiento que experimentas al presenciar algo malo, como cuando ves a una madre pegarle a un niño sin motivo; o algo que te produce frustración, como una chica en el aeropuerto despidiendo al marido que se va a la guerra…

»El hecho de componer una canción no significa que lo sepa todo. No sé casi nada acerca de lo que ocurre por ahí, de todas esas escenas y de todas esas preguntas. De lo único que sé es de lo que yo quiero contar, y ni siquiera eso me acaba de quedar claro. Me limito a intentar transmitir un sentimiento.»

Esta entrevista —un par de párrafos perdidos en la columna de un periódico— probablemente sea la primera ocasión en que Young se refiere en serio a su manera de componer, y trata el tema de las letras con más detalle que nunca. Neil Young rara vez volvería a ser tan claro al poner de manifiesto sus intenciones.

No sé de dónde viene. Sale así, sin más… Parece ser que, incluso estando feliz, escribo sobre lo que es estar triste. No sé por qué.

También me preguntas por esas imágenes que uso, como «el sótano calcinado 40 » y demás; la verdad es que no tengo ni idea de dónde salen. Son imágenes que veo, y ya está; las veo reflejadas en mis ojos.

Y a veces no consigo que salgan al exterior, ¿sabes?, y lo que hago es ponerme ciego y tal, y si me quedo sentado esperando tranquilamente, de repente me salen a borbotones. Se trata básicamente de llegar al nivel adecuado. Es como tener un orgasmo mental.

ENTREVISTA CON ELLIOT ROBERTS,

DOCUMENTAL DE WIM VAN DER LINDEN, 1971

La canción sale sola… Tú no la creas; sale a través de ti… Si se da la situación adecuada, la canción emana a través de mí y queda plasmada en un trozo de papel. No es que me siente a pensar: «Ahora voy a inventarme una canción».

CONFERENCIA DE PRENSA, ITALIA, 1982

Lees el periódico, miras la televisión y luego te vas a la cama; y cuando te levantas, escribes una canción. Veinte personas se convierten en una sola… Si lo divides en partes, en plan, esto es esto y aquello es aquello, no tiene ningún sentido. Toda la idea es una auténtica confusión.

CONFERENCIA DE PRENSA, ROMA, 1987

Neil Young ha mostrado una coherencia encomiable a lo largo de los años respecto al tema de la composición: «es algo que sucede, que no comprendo, por lo que me siento agradecido y de lo que no vale la pena hablar». Pobre del idiota que intente descifrar el significado de sus letras como quien intenta descodificar un código. No es posible; al menos, no con la ayuda de Young, y a él le da igual. A pesar de que él nunca lo diría así, tengo la impresión de que Neil Young aborda la composición de manera casi supersticiosa, como si se tratara del don de un prestidigitador: defínelo —ponlo en entredicho—, dale demasiadas vueltas, y puede que acabe por desaparecer.

No siento la necesidad de componer una canción. No es eso. Es casi como si la canción sintiera la necesidad de que yo la escribiera y da la casualidad de que yo estoy ahí. Vamos, que no es que yo me ponga a currar en la canción.

Componer canciones, para mí, es como una liberación. No es un oficio. Un oficio normalmente requiere algo de formación y de pericia, y te basas en la experiencia; pero si al componer te paras a pensar en todo eso, ¡despídete! Si consigo hacerlo sin pensar, me sale genial.

—Has compuesto canciones que parecen estar bien elaboradas, como si te hubieras esmerado al componerlas.

—Ya, y por eso probablemente sean las canciones más aburridas que haya escrito en mi vida.

—O sea, que no escribes canciones; entonces, ¿te llega un fax y ya está?

—No sé cómo describir lo que hago. Espero a ver qué voy a hacer luego, lo que ya debería darte una idea de lo mucho que planifico las cosas.

—¿Qué importancia tienen las letras?

—Bueno, depende de la canción.

—Por ejemplo, la de una canción abstracta, como «Cowgirl in the Sand».

—La letra de «Cowgirl in the Sand» es muy importante, porque puedes asociarla con lo que quieras. Hay letras que no te permiten hacer eso, y te has de ceñir por cojones a la cosa concreta sobre la que canta el tío… Así, en cambio, puede tener infinidad de significados.

El rollo está en que la canción tenga un hilo conductor, entonces, cuando te imaginas de qué va, ese hilo conductor te lleva también hasta el final. Si tienes una idea acerca de la canción, puedes seguirla hasta el final; y si no, te das cuenta de que tampoco pasa nada.

—¿Para ti tienen sentido todas las canciones que escribes?

—No, no necesariamente. No tiene que tener sentido, basta con que provoque algún sentimiento. Algo que no tiene sentido te despierta un sentimiento. No tiene sentido; pero de algún modo te transmite una sensación. Por ejemplo, «Last Trip to Tulsa» o «Rapid Transit» no tienen mucho sentido. Algunas sí, pero otras no. Para mí no tiene importancia.

—Entonces, ¿tus canciones son autobiográficas?

—No es el contenido lo que importa. La canción no tiene como objetivo hacerles pensar en mí. La canción es para que la gente piense en sí misma.

Los detalles concretos sobre el contenido de las canciones no son necesariamente constructivos ni importantes. Las canciones tienen su origen, pero puede que tengan más de uno… Esto podía dar credibilidad a la teoría de la reencarnación, según la cual has estado en un montón de lugares distintos, aunque obviamente no sea así. ¿Qué cojones hago yo escribiendo sobre los aztecas en «Cortez the Killer» como si hubiera estado allí, dando una vuelta? El caso es que solo he leído algún que otro libro al respecto. Muchas de esas chorradas me las inventé sin más, porque me vinieron a la cabeza.

—¿Y fuiste lo suficientemente receptivo para aceptarlas?

—Sí…Tuve la suficiente fe en mí mismo como para dejar que llegaran a mi interior.

—¿Qué tiene que ver tener fe en ti mismo con componer canciones?

—No lo sé. ¿Tenía Kurt Cobain fe en sí mismo?

—¿Qué papel juega tu monólogo interior a la hora de componer?

—En mi caso se trata de un monólogo interior continuo, y puedo hacer un seguimiento completo de la historia, puedes recorrerla de cabo a rabo sin problemas a otro nivel. Escuchas el sonido de las palabras, las imágenes y la melodía; y van las tres parejas. Va más allá de cualquiera de los elementos por separado; así que, eso, sigues adelante. No te paras a pensar en esta palabra o en aquella otra, sino que de repente se te aparece un amasijo de imágenes borrosas sin más. A mí me pasa eso cuando estoy en medio de la canción y veo alguna imagen que no tiene nada que ver con la letra, o no parece tener nada que ver. Si la veo continuamente, pues, la próxima vez que interprete esa canción, a lo mejor vuelve a aparecer. A veces se me sigue apareciendo durante años, como una lucecita o algo por el estilo. Si esto me pasa a mí, digo yo que los demás también tendrán su propia manera de identificarse con la canción que los guíe a lo largo del recorrido y les haga creer que les estoy cantando a ellos directamente.

—¿Alguna de tus canciones revela demasiada información personal?

—No.

—¿Ni siquiera «Will to Love»?

—Era una buena canción, el fallo es que era un rollo de una vez y ya. Quiero decir, que ya está. Ni siquiera puedo cantarla. No me acuerdo. No me acuerdo de la melodía. Ni siquiera puedo… Es perfecto. Que se dé una cosa así, de manera que cada estrofa sea distinta y te vaya saliendo así, sin más. Es una pasada que te salgan así. Pero, eh… Creo que no es la única; hay varias en esa onda… «Goin’ Back» es uno de mis temas favoritos de todos los tiempos.

—¿Fumar porros tuvo algún efecto a la hora de componer?

—Sí… Yo componía sin más, no sé si tenía algo que ver con que fumara hierba o no. No creo que importara, pero sí que tuvo algún efecto, sí. No sé cuál exactamente, porque puedo componer de las dos maneras. A ver, puedo componer en el coche, puedo componer mientras duermo. Y de repente, me viene una melodía, o una letra, o las dos cosas; toda la puta película…

—¿Tienes alguna política en cuanto a cómo y cuánto pulir las canciones?

—Bueno, intento no corregir. A veces te pasas escribiendo; entonces, le quitas una estrofa, o lo que sea. Lo único importante es el momento en que se corrige. Intenta no juzgar ni corregir nada hasta que no hayas acabado por completo lo que hayas hecho. Porque si te pones a cuestionar lo que haces mientras lo estás haciendo, vas a liarlo todo y no va a salir bien. Pensar en las canciones: ahí es donde se fastidia la cosa, ya sea a la hora de tocar o de componer.

—¿Ha cambiado con los años tu manera de componer?

—Creo que sí; sigue siendo esa misma manera básica de componer… Ha evolucionado; me he vuelto más seguro de las cosas, pienso menos.

—¿Alguna vez te consideras culpable por sermonear en tus canciones?

—Probablemente, pero me sermoneo a mí mismo, no lo olvides. La persona con la que hablo en mis canciones casi siempre soy yo. Cuando digo: «Tienes que bla, bla, bla», me lo estoy diciendo a mí.

—¿Hay sermón en «Throw Your Hatred Down»?

—No creo que dé ningún sermón. Reflexiono. Puede que hable conmigo mismo. No sé. Odio tener que ser responsable de cada palabra que digo.

—Francis Bacon dijo una vez: «No se me puede hacer responsable del producto de mi subconsciente».

—Estoy de acuerdo. En eso se basa la creación artística, si es que quieres que vea la luz. Bueno, creo que es lo que ocurre a la hora de componer, pero no es aplicable a la vida. No sé hasta qué punto se puede aplicar.

—Hay bastantes canciones tuyas que significan cosas totalmente distintas para según qué personas.

—Dejan abierta la ambigüedad. No se dice, se sobreentiende. Hay algo que se sobreentiende, pero no sabrías decir el qué. Es una sensación que te hace pensar: «Vale, no estoy oyendo el relato completo, pero a partir de lo que escucho, puedo hacerme una idea». ¿Sabes por dónde voy? Pues eso es parte de lo que me sucede de manera natural al componer. Creo que mi estilo es así. Lo que sale de mi interior está repleto de movidas así, en que omites el elemento que sirve de conexión y das por hecho que el que escucha solo conoce ese elemento de manera subliminal. Y sigues de ese palo. Dejas fuera las palabras clave y tal y todo sigue teniendo sentido, pero no significa lo mismo literalmente… Si lo lees palabra por palabra, significa una cosa, pero si lo dices todo seguido en un verso, significa algo diferente; en mi opinión, en eso consiste componer canciones. Ahí radica el misterio; el misterio de la creación artística.

Un día de otoño de 1965, Neil le pidió a Comrie que le diera una vuelta con el coche por todos sus antiguos lugares favoritos de Toronto. Ya era evidente que Young sentía la llamada de su sueño, la necesidad de seguir adelante. Insistió en que se detuvieran en su antigua escuela, Lawrence Park. «Tengo que hacer esto, Comrie», dijo, y procedió a sentarse en los escalones con su guitarra a interpretar una canción tras otra.

Durante su recorrido, se cruzaron con uno de aquellos afligidos personajes que Young había defendido en el colegio: Gary Renzetti. Según cuenta Smith: «Neil iba en el asiento de atrás y suelta: “¡Mira, Renzetti! ¡Para!”. Paré el coche y Neil salió escopetado por la puerta trasera gritando con todas sus fuerzas: “¡Renzetti, cabronazo!”. Neil se le acercó corriendo, le estrechó la mano, se volvió a meter en el coche y me dijo: “Algún día se acordará de este momento. Neil Young será alguien importante”».

Una noche, en el 45 de Golfdale, Young y Smith subieron a trompicones, guitarras en mano, al ático del tercer piso y se pusieron a tocar algunos temas. Neil adornó un par de ellos con lo que llamaba el «kit Dylan»: una armónica en un soporte colgando del cuello. Comrie sacó su magnetófono de bobina abierta y lo puso en marcha. La cinta resultante, de la que Smith no se ha separado en todos estos años, es muy reveladora.

Consta de seis temas originales de Young y una versión, «High-Heeled Sneakers», que van desde el folk hasta el R&B. «Betty Ann», interpretada a dúo por Neil y Comrie, apunta al tipo de ideas para dúo de folk con las que Young experimentaba. «Casting Me Away from You», «Don’t Tell My Friends» y «There Goes My Babe» son desconsoladas baladas del amor perdido. «My Room is Dark ’Cepting for the Light of My Cigarette» es un angustioso tema sobre la llegada de la edad adulta («Who’s to say my hair’s too long?41») con un acompañamiento de guitarra extraño y fluido al más puro estilo de Neil.

Pero son las frenéticas interpretaciones de «High-Heeled Sneakers» y «Hello, Lonely Woman» las que resultan especialmente esclarecedoras, la prueba concluyente de la profunda admiración que Young sentía por el rhythm and blues. No hay muchos blancos capaces de cantar sobre pelucas de manera convincente, pero Young, con diecinueve añitos, consigue hacerlo en «High-Heeled Sneakers». Yo me equivoqué al dar por supuesto que había sido Danny Whitten, el guitarra de Crazy Horse, quien había desatado el lado sucio y descuidado de Neil, consiguiendo que saliera a la superficie y que Neil lo trabajara. Pero la vida de Young está repleta de sorpresas, y «Hello, Lonely Woman» es una de ellas.

Por primera vez, se puede apreciar todo lo que Young absorbió en aquellas sesiones nocturnas en las que escuchaba absorto, tumbado junto al transistor, al espectral Jimmy Reed. «Entra cuando te parezca bien», le espeta Young a Comrie, y en su voz nasal se perciben los nervios y ciertos síntomas de resfriado. Luego atacan a trompicones «Hello, Lonely Woman», y lo digo, porque hay momentos en que las guitarras suenan extremadamente endebles y la canción parece estar punto de irse a pique, pero esta incertidumbre suscita el mismo tipo de entusiasmo que suscitarían Crazy Horse años más tarde, cuando hacen que te preguntes si existe la más remota posibilidad de que la banda salga airosa de la canción sin perecer en el intento.

«I know you, lonely woman, I know what’s on your mind / I won’t ask you any questions, I’m familiar with your kind42», gruñe amenazante Neil, pateando el suelo al ritmo. El solo de armónica —de casi cuatro minutos— flaquea un poco, como todo lo demás, pero hay momentos en que la interpretación se torna tan desquiciada que ya consigue provocar el mismo grado de emoción que Young sería capaz de suscitar más adelante. Puede que Young hubiera experimentado por primera vez su típico estado de trance al interpretar «Farmer John» en aquella actuación de media tarde en un garito perdido de Fort William, pero esta vez estaba aprendiendo a controlar ese mismo estado de trance según se le antojaba y con un tema propio, y allí estaba Smith para inmortalizar el momento. Aquella fue, como diría Comrie al comparar lo sucedido con los viejos tiempos —cuando Neil sacudía nervioso los dedos de las manos y se ruborizaba—, una «noche enrojecida» en toda regla.

No todo el mundo opinaba que la dedicación de Young fuera tan estimulante. «Neil estaba ahí, en plena canción», recuerda Comrie, «y mi madre me dice: “Oye, hay algo en Neil, hay algo en su mirada esta noche que verdaderamente me preocupa”.» Luego a Neil se lo tragó la noche. Smith dedicaría la mayor parte del mes siguiente a intentar encontrarlo.

El 30 de octubre de 1965, la banda de Young ofrecería su primera y única actuación después de dejar Thunder Bay, y para ello tendrían que entrar a Estados Unidos. Wobbly Barn era una estación de esquí de Killington (Vermont) que buscaba una banda dispuesta a actuar durante la temporada de invierno. Four to Go duraron exactamente un día.

Young y Koblun emprendieron rumbo a Nueva York, donde buscaron a Richie Furay, un amigo de Stephen Stills. Nacido el 9 de mayo de 1944 en Dayton (Ohio), Furay era un adicto a las armonías que se había criado entre música country y rock and roll primigenio, y que a finales de 1964 acabó en Nueva York, donde se unió a Stills en los Au Go-Go Singers. Furay era una rara avis en el mundo de la música: un tipo de trato fácil y agradable. Además de cantar como los ángeles. Young tocó algunos temas para Furay, incluido «Nowadays Clancy Can’t Even Sing», que Furay empezó a interpretar en sus actuaciones en solitario como cantante folk. No tardarían en volver a verse.

A su regreso a Toronto, Young disolvió el grupo. Smith recuerda llevar a Neil en el coche mientras despotricaba; lo que más le fastidiaba era tener que decirle a Ken Koblun que ya no había grupo. Young parecía cabreado sobre todo con Martin Onrot, y se quejaba de que el mánager nunca entendió lo más mínimo la música que intentaba hacer. Todo aquel pesimismo acabó con una profecía: «Llegará el día, Comrie, en que sea Neil Young. Seré yo y punto. Estaré yo solo en el escenario».

Koblun estaba repartiendo flyers frente al Riverboat cuando Young le dio la noticia. Había seguido a Neil tanto en las duras como en las maduras desde los comienzos en Winnipeg, y se había quedado en nada. «Me enfadé», dijo Koblun con su característico comedimiento. Por ironías de la vida, Koblun consiguió un trabajo de técnico de luces en el Riverboat, y cuando Neil se presentó allí durante una de las sesiones de música folk para una de sus primeras actuaciones en solitario, interpretando temas a pelo con la Gretsch como único acompañamiento, Ken estaba al mando de los focos.

Por aquella misma época, Young consiguió su primera audición para una discográfica norteamericana, Elektra. No cabe duda de que regresó a Nueva York emocionadísimo, pero si la cinta que se conserva de aquella actuación sirve de indicación, la experiencia debió de ser pésima. Young, nervioso, interpreta a toda prisa siete temas, «Clancy» incluido, eclipsado por un amplificador defectuoso en una tragicómica versión de un tema titulado «I Ain’t Got the Blues». Aquel suplicio no llegaría a dar fruto alguno.

«Lo enciendes y lo dejas en marcha.» Eso fue lo que dijo el tío aquel nada más llegar. Judy Collins estaba en el estudio haciendo no sé qué. Yo pensaba que era yo el que iba al estudio, pero me acabaron llevando al almacén de las cintas a grabar la maqueta. En Nueva York, yo solo en un cuartucho, con mi guitarra. Sentado en un ampli. Ni siquiera pude grabar en un estudio de verdad. Me pego la paliza de ir hasta allí y me dan una puta grabadora. Me dicen que le dé al play. Eso lo podía haber hecho en mi casa, pero al final, por suerte, no me ficharon; así que las cosas acaban por salir bien.

Fue una lección de humildad. Poco a poco sentía que me iba desmoronando mientras pensaba: «Lo que hago no vale media mierda, pero aquí estoy, tocando mis temas, que no son ninguna maravilla. Lo que hago no vale una mierda». Sentado allí solo, grabando una cinta para nadie. Lo más gracioso de aquella putada fue que estaba en el depósito de cintas sentado en un ampli con altavoces —altavoces magnéticos—, rodeado de los másters de Elektra. Me dejaron allí, y a nadie se le ocurrió decirme: «No lo acerques a los másters».

«I Ain’t Got the Blues». Vamos a ver, si hubiera interpretado aquel tema con un grupo y me lo hubiera currado un pelín más, probablemente habría salido algo más interesante, pero estaba claramente muy verde, acababa de empezar a componer. Era en plan: «Voy a escribir una canción que contenga la palabra “blues”», ¿sabes por dónde voy? Resulta muy gracioso ver lo que hacías cuando empezabas. Pero, por lamentables que sean, esas cosas tienen su propósito.

Onrot quería hacerlo todo lo mejor posible, solo que no tenía ni puta idea de lo que hacía… En realidad, no sé a qué se dedicaba, pero al menos tenía interés en ser mi mánager, pensaba que tenía madera. Él quería ser mánager, y yo quería ser músico. Ninguno de los dos éramos lo que creíamos que éramos realmente, pero aspirábamos a serlo; así que hacíamos buena pareja.

Al principio quería estar en un grupo, pero más tarde pensé: «Venga, qué cojones, voy a probar yo solo». Y estuve un tiempo entre una cosa y la otra hasta que me piré de Canadá. Que no había grupo, pues tocaba solo; que sí que había, pues tocaba con el grupo. Pero si era mi grupo, entonces era mi grupo.

Disolver los Squires fue una decisión que nunca debí haber tomado, joder. ¡Qué gilipollas de mierda! Vaya una lástima. ¡Qué hijo de puta! Otra vez la volvimos a cagar.

Cuenta la leyenda que Neil Young conoció a la cantautora folk Vicky Taylor cuando le echaban de una de aquellas sesiones vespertinas del Toronto Folk Guild. «Iros a tomar por culo tú y tu voz de pito», le espetó Bernie Fiedler, el propietario del Riverboat, a Young, que le respondió: «Algún día me suplicarás que vuelva». Tanto Fiedler como Young insistían en que la historia era falsa.

Taylor aseguraba haber presenciado la escena, y luego llevarse a Young a casa. «Neil tenía una visión», comentaba. «Estaba muy centrado, y casi podías sentir toda aquella energía y talento acumulados en su interior. Me dio la sensación de que no estaba muy bien de salud; de que a pesar de su talento más que evidente, en el fondo tenía un espíritu muy frágil. Yo quería protegerle de la vida.»

Taylor era una cantante de pelo negro azabache con un vibrato rapidísimo, cuyo mayor éxito se titulaba «The Pill» y, según su amiga Janine Hollinghead, «tenía veinte estrofas; solo con aquella canción ya tenía media actuación». Taylor se sacaba cincuenta pavos a la semana como cantante folk residente en el Mousehole, un club regentado por la esposa de Bernie Fiedler, y vivía en un piso que le costaba noventa dólares al mes encima del Night Owl, en Avenue Road, que hacía las veces de comuna para muchos músicos sin un duro. Tanto Neil Young como Joni Mitchell, John Kay de Steppenwolf (conocidos entonces como los Sparrow), David Rea o Craig Allen pasaron por el apartamento de Vicky, donde dormían en el suelo, improvisaban jams con otros músicos y sobrevivían a base de un mejunje barato que Taylor se había inventado conocido como «guarrada». «Yo era una especie de mamá pato», comentaba Taylor.

«Vicky fue la única de toda la escena folk que se portó bien conmigo», decía Joni Mitchell. «Cada vez que iba a una audición, Vicky insistía en llevarme con ella. Vicky creía que se parecía a Cher. Tenía el pelo largo, negro y liso, y llevaba flequillo. Era delgada y pálida y supongo que neurótica, también; fue la primera persona que conocí que iba al loquero. En Canadá la gente no iba a loquero, así que tenía que desplazarse a otra ciudad para hacerlo.»

Todo el periplo psiquiátrico de Taylor derivó en tratamientos de dudosa eficacia a cargo de profesionales, además de permitirle acceder a un sinfín de recetas. Las pastillas no eran el único tipo de droga que abundaba en el piso de Avenue Road. Los insumisos llegaban a raudales del otro lado de la frontera, y muchos iban cargados de costo, así que los inquilinos de Taylor empezaron a experimentar. «Una amiga volvió de Israel con una barra de hachís como una tableta de chocolate tamaño familiar en el sujetador», comentaba Craig Allen. «Nos apresuramos a dar buena cuenta de ella. Perdimos tres meses con aquel ladrillaco de hachís.»

Taylor calificaba a Neil de vulnerable y receloso. «Era como un hermano para mí, pero no confiaba demasiado en las mujeres. Creo que se sentía tan diferente en su interior que le aterrorizaba la gente. Neil y yo compartíamos el temor por esa delgada línea que separa la cordura de la locura.» Taylor recuerda que Young tenía «ataques de ansiedad, pero probablemente fueran ya amagos de ataques de epilepsia. Entonces lo que hacía era darle Valium o algo por el estilo… Siempre tenía millones de cosas de esas por casa». Parecía que las inminentes visitas de su padre a menudo le provocaban el pánico. «Neil era la leche. Había creado un pequeño muro invisible a su alrededor. Se sentaba en un rincón a componer canciones, y nadie se atrevía a molestarle. Estaba desconectado del mundo.» Young se empapó de la colección de discos de folk de Taylor y empezó a escuchar a gente como Bert Jansch, Phil Ochs o Hamilton Camp.

Los periodistas musicales le han dado mucho bombo a un comentario de Stephen Stills en el que alega que Vicky Taylor «convenció a Neil de que era Bob Dylan». Lo cierto es que durante ese período Young empezó a actuar en solitario por la ciudad, sin demasiado éxito. «“Clancy” es una especie de narración que ahora tiene un pase», comentaba Craig Allen. «Pero en aquella época era tan ambigua que los dueños de los clubs no querían que cantara rollos divagadores de ese estilo.» Para complicar más las cosas, Young insistía en interpretar sobre todo temas propios. «Estoy segura de que podría haber conseguido más bolos si hubiera interpretado temas de Bob Dylan y de Phil Ochs», explicaba Taylor. «Pero Neil no daba el brazo a torcer.»

Young también actuaba en las sesiones folk nocturnas de los lunes en el Riverboat con Vicky Taylor, Donna Warner y Elyse Weinberg en un grupo apodado los Public Futilities, pero aquello era solo para echarse unas risas. Young era prácticamente un don nadie en el mundillo folk. «Iba yo solo, viajaba solo con mi guitarra y me presentaba en los garitos de aquella guisa», le contó Young al periodista Nick Kent. «Fue toda una experiencia. La imagen más impactante que recuerdo ahora de aquella época es la de caminar por la nieve en plena noche, planteándome a dónde ir. Una parte de mí pensaba: “¡Hostia, esto sí que es una caña!”. Y la otra parte: “¿Qué cojones hago ahora?”.»

En Toronto me curré un montón de bolos yo solo. La guitarra de doce cuerdas me permitía poder hacerlo. Los bolos no mataban… Una noche toqué en el New Gate of Cleve, porque les había fallado alguien. Se enteraron con un par de días de antelación, así que me incluyeron en el cartel; me aceptaron por una noche. Había algún periodista en la sala que me hizo una crítica. No fue nada espectacular. Mi primera crítica decía que mis canciones estaban cargadas de clichés.

—¿Cómo te lo tomaste?

—«Marty, ¿qué es un cliché?»

Luego había un garito en North Bay, el Bohemian Embassy, donde toqué «Oh Lonesome Me» por primera vez. Había sacado los arreglos antes de irme de Toronto; esos mismos arreglos, los cambios de acordes y el ritmo. También toqué otras canciones que había compuesto que no recuerdo.

No conseguía cobrar por tocar; tenía que participar en noches de micro abierto. Se tenía que dar la circunstancia de que me llamaran para sustituir a alguien enfermo o algo así. Yo no estaba afiliado al sindicato, que era otro problema. Es que, en Canadá, las cosas son muy complicadas. Ahora lo piensas y parece una chorrada, pero te digo que para mí en Canadá las cosas eran muy complicadas, je, je. Una vez conseguí llegar a Estados Unidos y me pararon los yanquis de inmigración en la estación de autobuses de Detroit y me mandaron de vuelta. Fue mi primer encontronazo en la frontera al intentar viajar entre Estados Unidos y Canadá… Recuerdo que una vez dormí en el sótano de una tía. Era de noche, hacía muchísimo frío y no tenía dónde caerme muerto. Me llevó a su casa y estaban sus padres. Les convenció de que yo era un buen tipo. Me levanté y me fui antes de que se despertaran. La verdad es que no tenía ni idea de dónde estaba; no sé cómo conseguí salir de allí.

Una vez no pude entrar en Detroit porque no podía cruzar el puente con la guitarra. Intenté colarme, pillar el bus que cruza el puente. Creo que a la vuelta pasé a visitar a mi tío Bob, que vivía en Windsor. Me quedé allí un par de días, y luego me salió un bolo; en un sitio bastante grande. Aquellas fueron mis primeras actuaciones en solitario.

Antes de los Mynah Birds di toda una serie de recitales acústicos en solitario; creo que Joni y Chuck Mitchell fueron los que me consiguieron los bolos de la zona de Detroit y Ann Arbor. El café Chess Mate era un antiguo club de folk que había en Detroit, en Livernois con la ciento once, muy cerca de la hamburguesería White Tower. «The Old Laughing Lady»; estaba allí tomando un café y escribí la letra en unas servilletas. No sé qué me motivó a escribirla. Me salió así, en una servilleta, sin guitarra, estando en un café.

—¿Te sentías parte de la escena folk de Toronto?

—Casi. La verdad es que apenas tuve oportunidad de probar, porque no me quedé allí mucho tiempo. Yo era el último de la fila, era el nuevo, por así decirlo. Tampoco es que fuera muy bueno. Mis canciones eran bastante chorras. Las puedes escuchar en la cinta esa de Elektra… Eran lo que eran.

Vicky Taylor era una buena amiga. Tenía un piso justo encima del Night Owl donde pasé una temporadita. Se le iba un poco la olla. Se ponía supertriste por cualquier cosa… Pero no le duraba mucho. Era una fiestera del copón. Tenía algo de pasta y le iba la fiesta. Me dejaba dormir en el suelo; a mí y a John Kay. Los Sparrow originales eran geniales, con Dennis Edmonton a la guitarra: Mars Bonfire. Tenían ese sonido típico de Toronto, peculiar y bueno. John me enseñó algunas cosas interesantes con la guitarra, truquitos para tocar bajos cuando tocas con los dedos. Gran parte de la base de mi técnica con la guitarra rítmica se la debo a John Kay.

Vicky Taylor tenía un disco —de Bert Jansch, su primer álbum— que yo no paraba de escuchar. Es uno de los mejores guitarras que he oído en mi vida. Podría pasarme años hablando de este tío, del talento que tiene el muy cabrón. Cada nota me dejaba destrozado. Bert Jansch; un guitarra acústico impresionante, fuera de lo común. Él y Dylan son la misma historia. Bob Dylan es un gran guitarrista; toca la guitarra acústica muy bien, es excelente con la guitarra rítmica y se está volviendo un buen guitarra solista. Es un tío tremendamente expresivo.

—¿Quién hizo qué te aficionaras a Phil Ochs?

—Yo ya hacía muchísimo que sabía quién era Phil Ochs. Desde los primeros tiempos de la escena folkie de Toronto. Gran cantautor. Muy melódico. Un personaje curioso. 43

El Allen Ward Trio, qué buenos eran. Recordaban a Peter, Paul and Mary; a veces llevaban con ellos a David Rea, y entonces molaban más. David Rea era una pasada. Para mí eran una especie de modelo, porque tenían un trabajo de verdad. Podían tocar en los clubs; no siempre, pero alguna que otra vez.

Esa fue la primera vez que me coloqué. En el piso de David Rea, con algunos miembros del Allen Ward Trio: Craig Allen, Robin Ward. Hachís. Fue divertido. Todo un descubrimiento.

—¿A qué te refieres?

—Pues a eso, a lo de colocarse. Era divertido, sin más. No tenía nada de serio, ni mucho menos, ¿sabes?, je, je.

«Mi madre pintaba al óleo, y mi padre tocaba el violín en la orquesta y cantaba con un megáfono», explicaba Bruce Palmer. Nacido el 9 de septiembre de 1946, Bruce se inició en el mundo del jazz y del R&B gracias a su hermano Stephen. «Probablemente fuera el primer tío de Toronto que se fue a vivir con una negra y la llevó a cenar a casa de sus padres», recuerda Palmer.

Su pasión por B. B. King, Lightnin’ Hopkins y John Coltrane fue lo que incitó a Palmer a dedicarse a la música. Tocaba en una banda llamada Jack London and the Sparrows cuando vio cantar a Ricky James Matthews III —que mucho después se convertiría en Rick James, ese fenómeno megafreak del funk— en un grupo llamado los Mynah Birds. «Lo vi actuar y era una auténtica pasada», comentaba Palmer, que acabó cambiándole el puesto al bajista para entrar en el grupo. James, cuyo verdadero nombre era James Johnson, era de Buffalo (Nueva York) y se creía el nuevo Mick Jagger, algo un tanto irónico teniendo en cuenta que era negro, aunque según le dijo Palmer a Scott Young, «por lo que a nosotros respectaba, por aquel entonces era blanco».

Los Mynah Birds —ataviados con chaquetas de cuero negras, jerséis amarillos de cuello de cisne y botines— tenían montada una película un tanto surrealista. La financiación de la banda corría a cargo de Craig Eaton, de la dinastía de los grandes almacenes Eaton’s. Según la leyenda, invirtió un dineral en la banda y les abrió una cuenta ilimitada para sus necesidades logísticas. «Íbamos a Eaton’s, cogíamos el ascensor que llevaba al despacho de John y le decíamos: “John, necesitamos unos setecientos dólares para el almuerzo. Gracias”.» Por lo visto, Eaton disfrutaba ejerciendo de empresario del rock and roll. Entraba al camerino con su gabardina y, según le contó Palmer a Scott Young, «se paseaba de un lado a otro dando grandes zancadas como si fuera Knute Rockne y nos animaba a salir al campo a noquearlos».44

Neil Young entró a formar parte de este entorno enrarecido de manera accidental. Palmer recuerda que se lo encontró por la calle cargando con un ampli. Los Mynah Birds acababan de quedarse sin un guitarra, así que Palmer le dijo a Young: «Vente a nuestro grupo; canta un negro y hacemos rock and roll, pero no te preocupes, que nos da igual que solo sepas tocar una Gibson de doce cuerdas y que cantes como un marica».

Fue así como Young pasó a ser un Mynah Bird. Por primera vez, era un mero músico de acompañamiento. Los afortunados que consiguieron ver una de las pocas actuaciones que ofreció la banda dicen que eran alucinantes. «Neil solo llevaba la guitarra acústica de doce cuerdas con una pastilla D’Armond, rellena de papel de periódico para evitar el feedback», comentaba Comrie Smith, que recuerda un sensacional temazo original de Young y James —en el que ambos compartían armonías vocales— llamado «Hideaway». «Neil de repente paraba de tocar la guitarra y empezaba un solo de armónica; lanzaba la armónica bien alto y Ricky la cogía y continuaba con el solo.»

Young y James fueron compañeros de correrías durante una temporadita. «Neil siempre decía de Ricky que traía el soul instalado de fábrica», comentaba Smith. Él y Young compartían piso con James en el 88 de Charles Street y se alimentaban a base de bollería que James birlaba a altas horas de la madrugada. El apartamento era la típica leonera sin muebles propia de unos músicos. «Había por el suelo bolas de polvo como arbustos rodantes», explicaba Linda Smith. «Neil abría la puerta del armario y me decía que las empujara adentro con la escoba.» James también fue responsable del breve tonteo de Young con las anfetaminas.

Los Mynah Birds estaban imparables. Young aprovechó el patrocinio de Eaton para agenciarse una nueva Rickenbacker de seis cuerdas, y el grupo consiguió un contrato de grabación. «Pasamos de tocar en garitos de Toronto a grabar un disco para la Motown», comentaba Palmer. Al ser un grupo de rock blanco con un cantante negro al frente, los Mynah Birds fueron tratados como reyes. «La Motown nos daba unas tarjetas de miembros con las que podías comprar lo que quisieras», explicaba Palmer. «Y si te paraba la poli, no tenías que pagar; te limitabas a decir: “artista de la Motown”.» Por aquellas sesiones pasaron todas las superestrellas de Detroit, incluidos Berry Gordy Jr., Smokey Robinson y Holland-Dozier-Holland. «Si pensaban que al sonido le faltaba fuerza, traían a un par de cantantes de la Motown», le contó Young a Cameron Crowe. «¡Y nos Motownizaban!»

Por desgracia, todo se fue al garete cuando detuvieron a James en el estudio por ausentarse de la marina sin permiso. «Nosotros pensábamos que era canadiense», comentaba Palmer. «A pesar de que en Canadá no hay negros.» Supuestamente, el single «It’s My Time» fue retirado el mismo día de su lanzamiento, y las grabaciones del disco se archivaron y continúan inéditas hasta la fecha. El mánager del grupo, Morley Shelman, huyó con los veinticinco mil dólares del adelanto y al poco fue víctima de una sobredosis.

—¿Cómo era ser colega de Rick James?

—Una experiencia muy cañera. Ricky era genial. Era un poquito susceptible y dominante, pero un buen tipo. Tenía muchísimo talento. Estaba decidido a triunfar a toda costa. Mira que escaquearse de la mili. Yo no era el alma máter de los Mynah Birds; era el guitarra solista, Ricky era el líder. Él estaba delante, a lo suyo, y yo estaba al fondo dándole un poco a la guitarra rítmica, un poco a la solista, marcando el ritmillo con mi colega Bruce. Lo pasábamos bien. Hasta que llegué a Toronto creo que los Beatles eran mi grupo inglés preferido; pero cuando llegué a Toronto digamos que los Stones ocuparon su puesto, junto con Rick James. A él le flipaban los Stones. «Get Off My Cloud», «Satisfaction», «Can I Get a Witness»; tocábamos todos esos temas. Los Stones nos empezaron a molar cada vez más. Eran supersencillos y molaban mogollón.

Éramos un grupo tope auténtico. Me gusta lo de ser uno más y no tener que cantar todo el rato. Es muy parecido a tocar con Bob. Tiene algo que mola.

Éramos el único grupo blanco de la Motown. No se nos daba demasiado bien todo el rollo de la etiqueta y de la coreografía: la pose, los movimientos. Teniendo en cuenta las circunstancias, pensé que encajábamos bastante bien.

Creo que conocí a Bruce en el apartamento que tenía David Rea debajo del Riverboat. Bruce era un tipo genial, uno de los mejores guitarras que he oído en mi vida. Un guitarra de blues. Ni Stephen ni yo tocábamos la mitad de bien que Bruce. Pero él tocaba el bajo, no era el guitarra. Además de tocar, cantaba, y era la hostia de funky. Un bluesman funky. Llevaba una vieja Kay. Sigue siendo capaz de tocar el blues así, como si nada.

—¿Qué efecto te producían las anfetaminas?

—Me mantenían despierto. Hacían que quisiera a todo el mundo. Me plantaba frente al espejo y me ponía contento solo con mirarme. Inhalábamos nitrito de amilo, pero yo lo hice poco tiempo. No mola.

—A Comrie le dio la impresión cuando fue a verte a tu apartamento de que había alguna movida de la que no estaba al tanto.

—Je, je. ¿Cuando vino al piso de los Mynah Birds? Ah, ya. ¡Vaya tela! Estoy seguro de que había varias movidas de las que ni yo estaba al tanto.

A su regreso a Toronto tras el fracaso de los Mynah Birds, Young mataba el tiempo jugando a las damas con Palmer en el Cellar, un café situado en un sótano, que abría toda la noche y estaba regentado por un puñado de hipsters. Según Comrie Smith, era «el típico antro inmundo de Yorkville». La que llevaba la batuta en aquella pandilla era Tannis Neiman, una escuálida cantante folk con el pelo negro, que era mitad india Cree y, por lo visto, toda de armas tomar. «Menuda maniática», comentaba Janine Hollinghead, otra de las que dirigía aquel garito junto con Neiman y la artista Beverly Davies.

A veces Young actuaba en el club en solitario y solía lucir un look más bien mod: una elegante camisa blanca adornada con un enorme lunar rosa. Beverly Davies recuerda que tocaba un tema inolvidable titulado «It’s Leaves and It’s Grass and It’s Outta Your Class». Young vivió con Davies durante un tiempo en un apartamento de Avenue Road, a dos pasos del Webster’s, un restaurante y garito de moda que abría las veinticuatro horas.

Alto, pálido y huraño —además de enigmático a muerte—, a los veinte años este lobo solitario lo tenía todo para llevar a las chicas de calle, pero a la mayoría de sus admiradoras enseguida les decepcionaba la aparente falta de interés de Young. «En aquella época Neil estaba rodeado de mujeres», comentaba Hollinghead. «Creo que tenía a las mujeres a sus pies allí por donde iba, y no sabía muy bien qué hacer, ni cómo llevar la situación; Beverly estaba enamorada de él, Judi también, Tannis tres cuartos de lo mismo… Neil parecía tener un imán para las mujeres, y sin embargo las repelía como loco.»

Entretanto, el enorme e inevitable tirón cultural suscitado por los Beatles empezaba a generar unos extraños híbridos en Estados Unidos, donde la tropa marginal de folkies y jugbands aderezaba el ritmo de moda con una pizca de conciencia social y unos granitos de poesía. A mediados de 1965, adolescentes y universitarios estaban ya más que entregados a este fenómeno y de la noche a la mañana parecieron alcanzar el éxito multitudinario grupos como The Lovin’ Spoonful o The Mamas and the Papas; a la cabeza de todos ellos estaban los Byrds de Los Ángeles. «Los Byrds fueron los que empezaron a “salirse del tiesto”», comentaba el crítico musical Richard Meltzer. «Todo giraba en torno a las drogas. Era música para fumar petas.» «De los Byrds», diría Young años después, «aprendí a cómo ser guay.»

Dylan subió el listón con los alaridos caóticos de «Like a Rolling Stone». Grabado en Nueva York por azares del destino con una banda de colgados que llevaban una semana sin dormir y tenían delante la oportunidad de sus vidas, es, sin lugar a dudas, uno de los discos más catárticos que jamás haya visto la luz. Echaba por tierra el límite de tres minutos —duraba el doble— y fue el primer top ten para Dylan, alcanzando el número dos a finales de agosto; también suscitó los abucheos de los folkies más puristas el 25 de julio en el Newport Folk Festival. Pero ni siquiera la petulancia de los tradicionalistas pudo detener el inminente tsunami. «Para el año 65, ya se cocía algo», afirmaba Meltzer. «Era algo enorme; un fenómeno cultural universal.»

Young debió de pensar que aquel fenómeno universal le estaba pasando de largo. Había fracasado como cantante folk, le debía dinero a media ciudad y tenía un compromiso con un grupo cuyo líder se encontraba ahora entre rejas. La situación no tenía pinta de mejorar, precisamente. Su padre recuerda cruzarse con él por la calle aquel invierno y verlo sin guantes estando la temperatura a bajo cero. Scott se ofreció a comprarle unos, pero Neil rechazó su oferta y siguió su camino errante. Tardarían tres años y medio en volverse a ver.

Young urdió un plan con Palmer para huir de allí. Ahora tenían un amigo en Estados Unidos, Stephen Stills, que supuestamente estaba en California, aunque nadie tenía ni idea de dónde estaba exactamente. Beverly Davies recuerda aquel profético día en que todos estaban en el Webster’s y «California Dreamin’» de The Mamas and the Papas empezó a sonar en la gramola.

«Vámonos a California a convertirnos en estrellas del rock», fue la proclama de Young.

Eso me suena a cuento canadiense. Suena demasiado verídico para ser cierto.

Me había fijado un objetivo. Primero quise dejar la escuela para irme a Los Ángeles. Luego modifiqué un poco el plan: dejo la escuela y me voy a Toronto. Pensé que, si conseguía triunfar en Toronto, sería más fácil hacerlo también en Los Ángeles. Así que me fui a Toronto y no conseguí triunfar. Entonces me dije: «A tomar por culo Toronto. Me iré a Los Ángeles y conseguiré triunfar allí. Total, si acabo triunfando en Toronto, a lo único que aspiraré es a ser enorme en Toronto, pero si me voy a Los Ángeles y tengo éxito, me haré famoso en todo el puto MUNDO». Así hablaré con más gente, conseguiré tener más público, que al fin y al cabo es lo que importa.

Cuanto mayor sea el público, más podrás experimentar, más te darás a conocer y más posibilidades tendrás de gustar a mucha gente, aunque no les gustes a todos. Lo tuve claro desde el principio: ¿por qué perder el tiempo intentando triunfar en un sitio que daba igual? Puestos a intentarlo, ¿por qué no probar en un lugar donde el éxito tenga un efecto inmediato?

Los Byrds me parecían una auténtica pasada. Llevaban un rollo distinto, ya sabes. Yo estaba en plan: «Buah, aquello tiene que ser la rehostia». No sé si mi intención era ir allí para parecerme a ellos, pero lo que sí que quería era ir a Los Ángeles para ver de qué coño iba todo aquello.

Eran la novedad. Representaban la unión del folk y el rock and roll. Todos los folkies iban a empezar con el rollo eléctrico. A unos les daba miedo y a otros no, pero todos eran conscientes de que un tema no se limitaba a las Canciones y las Letras, y eso les daba miedo a algunos. Porque cuando tocas con una banda, añades a la fórmula un tercer elemento tan importante como los otros dos, y eso fue lo que escuché en los Byrds, y no me dio ningún miedo, porque yo ya tocaba la guitarra eléctrica. Me sentía cómodo con eso.

—Dylan ha descrito su música como «un intento por hacer algo que no se había hecho antes».

—Pues, creo que lo ha conseguido. ¿Y qué me dices de mí? No, fue Bob el que consiguió hacerlo, je, je. No sé… No sé.

En mi opinión, Dylan es el más grande de todo ese género de cantautores/poetas. Es único, como Woody Guthrie. ¿Y en el plano literario? El tío se sale. Es como Longfellow, o uno de esos cabrones, eso es lo que es. Incluso tomó el nombre prestado de un poeta. Mira si tenía claro lo que era, je, je.

Hubo un tiempo en que su mensaje se percibía con mucha fuerza —con muchísima fuerza—, y afectó a toda una generación. Todo el mundo se identificaba con su voz, con lo que decía, y realmente te sentías parte de aquello. Pocos artistas han tenido ese tipo de repercusión; Woody Guthrie tuvo un tipo de repercusión parecido. Hank Williams.

Ejerció una gran influencia en mí cuando estaba empezando. El hilo conductor que tiene su música; no tanto en el plano musical, sino más bien el sentimiento que le ponía a todo lo que hacía… Lo que creaba. Su música también era algo único, como ocurre con Jimmy Rodgers o Woody Guthrie. Además, yo estaba en ese momento de la vida en que te planteas «¿A quién quieres imitar? ¿A quién te quieres parecer?». Y eso es algo que cala hondo.

Al principio, cuando Bob decidió tocar con un grupo, a todo el mundo le pareció un cambio radical. Yo pensé que era genial, me dejó de piedra, joder… Yo ya había tocado rock and roll y folk. Iba alternando de uno a otro, así que a mí nunca me importó en absoluto. No podía entender qué problema había. Tocar la guitarra eléctrica o la acústica, ¿qué coño importa? ¿Qué problema hay? Pues los que pretenden ponerle una etiqueta. Esos que intentan encasillarte y pensaban que con él ya lo habían conseguido.

Siempre había sido un folkie y tenía unos seguidores que odiaban el rock and roll. Eran los intelectualoides, los hippies beatniks, los guays. No les iba nada toda esta mierda del rock and roll.

Es el clásico caso de alguien que te intenta encasillar. Él se limitó a hacer lo que quería: empezó con el folk, grabó algunos discos, cantó, se convirtió en un héroe del folk, hizo todo lo que tenía que hacer y luego decidió seguir con su camino; así que en realidad no había ningún problema. El problema fue la reacción que provocó.

El público se enfadaba, porque sabía que ya había habido otros espectadores que lo habían hecho, así que ellos también tenían que hacerlo. Es como lo que me pasó con Trans, cuando me puse el vocoder y la gente me abucheaba. Era lo mismo que le pasaba a Bob, a escala mucho menor, claro, pero así es como yo me identifico con eso.

Se le estaba viendo el plumero, al público. Estaban quedando como unos estrechos de mente, demostraban ser muy poco abiertos de miras. Je, je. Bob siguió a la suya. Ya había tenido ese mismo problema con anterioridad, así que no creo que le impidiera avanzar en absoluto. Tiene gracia, la cosa.

Además, Bob llevaba una banda excelente. Aquella primera formación era la bomba. Mike Bloomfield. Al Kooper. Tío, menuda caña; sobre todo Mike Bloomfield. ¡Vaya pedazo de guitarra! Recuerdo escuchar en la radio «Like a Rolling Stone». Iba andando por la acera, creo que llevaba toda la noche despierto; volvía de casa de los Eaton a la mía, caminando de vuelta a Yorkville, no sé si solo o con Rick James. Iba andando por la ciudad, y de repente oí aquello. Estaba en la calle. Creo que sonaba por la radio, no estoy seguro. Empecé a oír la canción con esa letra tan alucinante, con todas aquellas imágenes y tal, y pensé: «Esto es lo más flipante que he oído nunca». Era una pasada. «Like a Rolling Stone» era algo fuera de lo común cuando salió.

Y yo me sentía superidentificado con aquel tema. Me encantaba. Me animaba a seguir intentándolo. La letra, el ritmo, tan grandes; la emoción que me provocaba todo aquello me recuerda mucho a mogollón de ¿sabes estos grupos de ahora que van del palo como abstracto? Joder, pues aquello era igual, era exactamente eso, la misma sensación. Yo me identifico con «Like a Rolling Stone» igual que los chavales de ahora se identifican con Eddie Vedder, Nirvana o Soundgarden.

Escucho todo lo que hace. No hay un solo disco que haya hecho que no haya escuchado. Dylan es tan bueno, que te lo tienes que racionar. Es decir, creo que me gustaba tanto la música de Bob que llegó un momento en que decidí conscientemente dejar de escucharla, porque me afectaba demasiado. Me di cuenta en un momento dado de que: «Si me pasaba escuchándolo, acabaría siendo su clon». Porque soy como una esponja.

Hay una canción que escribí después de escuchar «Positively 4th Street» que es penosa… ¿Cómo coño se llamaba la dichosa canción?45 Había una tía que me tiraba los trastos, pero luego no quería follar conmigo, así que la dejé. Y me cogí un cabreo de la hostia y compuse este tema. Era una canción chunga, no era muy agradable, que digamos. Me di cuenta de que podías utilizar el disco para comportarte como un gilipollas y decirle a la gente lo que en realidad pensabas de ella. Me di cuenta del filón que había ahí…

Básicamente, desde que Bob pasó página y se convirtió en cantautor y también en miembro del grupo, no ha parado de avanzar. Ha dado algún que otro cambio radical, pero la verdad es que se ha mantenido bastante constante. Sus cambios no son tan radicales como los de Bobby Darin. Sigue siendo mi favorito en cuanto a la letra de las canciones. «Tom Thumb Blues»; me encanta: la melodía y la letra. La chavala. El tío. Esas imágenes de barrio de viviendas de protección oficial. Esa canción es casi como una película, de una libertad total. Típico de Dylan, eso de soltar así las cosas y sacarlo todo. Je, je.

Algún día me gustaría que hiciéramos una gira juntos, donde tocáramos en la misma banda: su banda. Con Bob se podría grabar un disco excelente en tres días.

Mira que es cachondo, Dylan. Estábamos en Europa una vez, la primera vez que realmente compartíamos cartel en un concierto no benéfico, y se me acerca. Acababa de dar una actuación realmente cojonuda. Habían arrasado. Viene y me susurra al oído: «Bueno, ya te he caldeado el ambiente»… ¡Señor, cómo aprecio a este tipo!

Es un tío de una honestidad brutal. Le encanta decir la verdad, je, je; incluso disfruta con ello.

«De repente, un domingo Neil me llama por teléfono», comentaba Comrie Smith. «Hacía tiempo que no sabía nada de él. Me dijo: “Tengo que llevar unas cosas del equipo al Tee Pee Motor Inn que hay en Pickering. ¿Crees que me podrías ayudar?”.» Smith salió zumbando hacía Charles Street, donde Young estaba cargando gran parte del equipo de los Mynah Birds en una destartalada furgoneta Econoline roja. Todo lo que no cupo lo embutieron en el Plymouth del 41 de Comrie. Smith no lo sabía, pero Young y Palmer habían decidido vender todo el equipo que les había comprado Eaton para financiar el viaje a California. «Yo no tenía ni idea», afirmaba Smith, que llevó el equipo tan contento por la autopista 401 hasta su destino en Pickering.

Smith acabó por mosquearse. «A la vuelta, le dije: “Neil, ¿qué coño pasa aquí?”». Young evitó entrar en los detalles desagradables, pero, al empezar a sonar el omnipresente «California Dreamin’» por la vieja radio a válvulas del coche de Comrie, acabó por desvelarle sus planes de futuro: «Mira, Comrie, estoy oyendo a The Mamas and the Papas cantar “All the leaves are brown, and the skies are gray…46”. Me voy a Estados Unidos a triunfar de una vez por todas. Estoy a punto de pirarme». Smith recuerda que Neil gritó por la ventanilla: «¡Hoy es Toronto, mañana será el mundo!».

Lo siguiente que hizo Young fue agenciarse un vehículo para el viaje: otro coche fúnebre, un Pontiac del 53, al que bautizó Mort Dos. Puesto que Comrie nunca había montado en el Mort original, Young le llevó a dar una vuelta por todos los lugares que solían frecuentar y se detuvieron en su antiguo rincón con vistas a Yonge Street donde habían fumado en pipa y soñado con convertirse en estrellas de rock. Smith no lo sabía, pero Young se estaba despidiendo. Linda Smith, también presente, no vio que Neil sintiera mucho remordimiento al mirar al pasado.

«Neil estaba muy seguro de sí mismo, muy centrado. Era obvio que iba a triunfar. Creo que lo tenía todo planeado… Sabía lo que se hacía. No creo que Neil hiciera nada de manera espontánea; daba la impresión de que actuaba de manera insensata y espontánea, pero yo creo que en realidad lo tenía todo preparado y no dijo ni mu. Creo que toda su vida se rige por ese mismo patrón.»

Esos tíos tendrían que tomarse alguna pastilla, no sé. ¡Anda ya! Pensad con un poquito de claridad, je, je. ¿Cuánto tiempo se supone que llevaba maquinando? Esa es la pregunta clave. ¿Un mes? ¿Dos meses? ¿Desde antes de nacer? ¿Cuándo preparé el Plan y cuándo lo puse en Práctica? Je, je. Eso me gustaría saber. Ya no me refiero solo a Linda, es algo mucho más general. ¿Puede uno planificar toda su vida por adelantado y ser espontáneo? Porque yo rara vez hice algo que no quisiera hacer. Llegaba un momento en que tomaba una decisión, pero ¿me paraba a pensar muy a menudo en la siguiente decisión que debía tomar, o en la que vendría después de aquella? Supongo que cuanto más se prolongara la situación, más debía de pararme a pensar en el futuro. Pero ¿sabía hacia dónde tirar? No. No, a menos que pasara algo. Siempre acababa pasando alguna cosa… Aparecía algún elemento nuevo que te hacía plantearte a dónde querías ir o lo que querías hacer. Las cosas iban así, esa fue mi manera de actuar durante todo aquel período; y durante toda mi vida.

El Cellar fue el punto de partida del viaje. Ahora el grupo de Young estaba formado por Bruce Palmer, Tannis Neiman, Janine Hollinghead, un tal Mike Gallagher —que no era músico, pero tenía algo de pasta— y una pelirroja llamada Judy Mack, que supuestamente también tenía algún dinero, con lo cual, Beverly Davies —que estaba sin un duro— se quedó fuera del viaje. «Beverly es la que se quedó sin ir», comentaba Hollinghead. «Los seis la dejamos en la estacada.»

Hollinghead recuerda que a Young no le apasionaba la idea de abandonar la ciudad en otro coche fúnebre viejo y cutre, y comentaba que Davies le ayudó mucho a recuperar la confianza en sí mismo. «Beverly fue prácticamente la que planeó el viaje, la que convenció a Neil de que lo volviera intentar.» Palmer le dio a la llorosa Beverly su último dólar, y luego Neil cogió su saco de dormir con dibujos de indios y tipis en el interior y le dijo que «cuando tuviera dinero, se lo enviaría».

El desvencijado coche fúnebre iba cargado hasta arriba con seis muchachos escuálidos, un montón de guitarras, amplis, un autoarpa y una cantidad nada desdeñable de maría que llevaba Palmer, que, decía Hollinghead, «compartió con el resto, pero solo al principio». Según Hollinghead, partieron de Toronto el 22 de marzo de 1966. Young calculaba que tardarían cinco días en llegar a Los Ángeles. Empezaron por ir hacia al oeste, dando una vuelta enorme porque Young, muy paranoico con la idea de cruzar la frontera por Detroit, quería cruzar por Sault Ste. Marie. Tuvo una buena corazonada, ya que al llegar a la frontera a las tantas solo se encontraron con un viejo en una mecedora que se creyó toda la película que le contó Young de que iba a visitar a su madre en Winnipeg y quería cruzar por Estados Unidos para acortar.

Una vez a salvo al otro lado de la frontera, el grupo no tardó en perderse en el Bosque Nacional de Hiawatha, donde pasó la que debió de ser la única noche tranquila del viaje. En aquella cuadrilla no es que reinara la armonía. Young, a quien sin duda todavía le rondaba por la cabeza lo ocurrido con el Mort original, se ponía de los nervios cuando otro cogía el volante. «Estaba tumbado en la parte trasera del coche intentando dormir, pero solo conseguía obsesionarme escuchando el sonido de la transmisión», le contó Young a Nick Kent. Varias personas me contaron que Neiman se puso hecha una furia con Young y lo acusó de atiborrarse de los tranquilizantes que le había dado Vicky Taylor para sobrellevar el viaje. «La madre de Tannis se había suicidado con una sobredosis de calmantes», recuerda Beverly Davies, según la cual Tannis afirmaba que Young «no paraba de engullir pastillas durante el viaje».

Cuando iban por Ohio, a Young se le cruzaron los cables. «Llevá-bamos dos días y medio en la carretera prácticamente sin parar», comentaba Hollinghead. «Alimentándonos a base de comida basura, gastando más dinero del que teníamos; y cuando todavía no llevábamos ni la tercera parte del trayecto, a Neil se le fue la olla una mañana y paró el coche. Básicamente, dijo: “Fuera, venga, todo el mundo fuera”, y empezó a destrozarlo todo, a tirar todo por el suelo. El tío vació el coche. Creo que por un momento Neil se planteó dejarnos allí con todo y largarse. Pero se quedó allí plantado con los faldones de la camisa colgando y los ojos inyectados en sangre, alzó los brazos a los dioses, pegó un berrido al cielo, “¡AAAAAGGHHH!”, y se le pasó. Nos metimos todos en el coche y nos fuimos.»

Las chicas no paraban de pelearse y tal; creo que la cosa empezó a ponerse fea. Así que dije: «¡Si no os comportáis, os mando a todas a tomar por culo!». No sé cómo podía conducir con tranquilizantes. Creo que lo único que hice en el viaje fue fumar hierba, pero a lo mejor lo he bloqueado de mi cabeza. Entonces aún no tomaba speed. No. Lo que pasa es que Tannis debió de alucinar al ver cómo era yo en realidad. ¡Porque estaba histérico de la hostia! Estaba de los nervios. Saltaba por todo… Por eso no podía fumar hierba en aquella época… Estaba todavía… Tratando de encontrar el equilibrio; porque estaba bastante desequilibrado.

—¿Qué miedos conseguiste superar?

—No creo que consiguiera superar ningún miedo. Puede que consiguiera atenuar alguno, para que no pareciera tan real.

—¿Por ejemplo?

—Conducir. Conducir por las colinas, subiendo y bajando, que era algo que me molestaba. Los cambios de altitud me rayaban la cabeza. Hacían que no me sintiera bien, como desorientado. Pero conseguí que se me pasara. No sé cómo. Supongo que llegamos a una especie de acuerdo, ¿vale? Pero no estaba superado; era superior a mis fuerzas.

Estaba siempre preocupado. Estaba preocupadísimo por si el coche se averiaba. Creo que Tannis conducía de manera brusca. Es que lo podía oír y todo… Ya me había cargado uno antes, ¿me entiendes?, así que estaba la hostia de paranoico con ese Pontiac. Y aquel sonido era parecido al que hacía el otro coche. Yo notaba que se ponía peor. Era cosa de un cardán.

La Ruta 66 era una pasada. Me encantaba viajar. Me empecé a aficionar a aquellos viajes con cinco o seis años, cuando mi padre nos llevaba en coche a Florida. Tengo mono de autopista: la autopista de cuatro carriles, las finas líneas tan largas que se cruzaban el desierto, y pasabas por todas aquellas ciudades con sus casinos y sus luces de neón. Pensaba: «¡Buah, esto es bestial!». Bastante flipante.

En Oklahoma, los escuálidos viajeros consiguieron comer gratis gracias a una pareja sureña que, al ver el pelo a lo Beatle de Neil y la larga melena negra de Neiman, pensó que eran Sonny y Cher. En Texas, hubo algún momento tenso cuando Palmer, que nunca se cortaba, le plantó cara a un agente de policía. «Bruce siempre llevaba la maría en una bolsa en el bolsillo de la camisa», explicaba Hollinghead. «Allí la llevaba, dando sacudidas por efecto de la brisa, y con el agente de policía plantado delante pidiéndoles a los chicos las cartillas militares…» Consiguieron librarse de una buena.

El coche fúnebre empezó a fallar cuando subía a duras penas por una pendiente al este de Albuquerque, y perdieron los nervios. «Neil empezó a gritarme no sé qué de la segunda marcha y de que me estaba cargando su coche», recuerda Hollinghead. «Le dije: “Mira, Neil, este coche no ha pasado de segunda en su puta vida, es un coche fúnebre”. No parábamos de discutir y de gritar. A Tannis le dio uno de sus prontos y empezó a tirar maletas del coche.» Para complicar aún más las cosas, apareció otro agente de policía nada comprensivo. Al final acabamos todos apiñados en un motel de Albuquerque mientras reparaban a Mort Dos. Según Hollinghead, en el desierto estaban realizando unas pruebas un tanto raras y, una noche, al mirar por la ventana de la habitación del motel, creyó ver una «puta nube en forma de hongo». Fue un signo de mal augurio, ya que el sistema nervioso de Young también empezaba a experimentar sus propias explosiones.

Young se encerró en su habitación con el saco de dormir echado por encima de la cabeza, incapaz de comer. «De repente, se quedó como un puto idiota, le castañeaban los dientes», comentaba Hollinghead. Palmer dijo que a Young «le entraron convulsiones, pero no sabíamos por qué. Se pasó varios días en el suelo y yo me ocupaba de él». Pese a sufrir lo que parece haber sido su primer principio de epilepsia, Young seguía decidido a llegar a Los Ángeles. El coche fúnebre no tardó en volver a la carretera, pero sin Janine ni Tannis. «Nos echaron en Albuquerque», dijo Hollinghead.

Nos libramos de Tannis y Janine, porque nos estaban volviendo locos de cojones. Aquellas tías estaban como una puta cabra, daban muy mal rollo. Pero, vete a saber, yo tampoco es que tuviera muy alto el nivel de tolerancia. Se me acabaron las pilas en Albuquerque, tuvimos que parar allí un par de días; estaba realmente agotado.

Seguimos hasta L.A. del tirón. En plan, sin parar, fumando hierba, conduciendo a saco. Un pedazo de viaje. Al bajar por la colina que hay saliendo de San Bernardino nos dimos un buen susto; es que era muy empinada y bajábamos a toda leche en el coche fúnebre, en plan: «¡Hostias!». Agotados como estábamos, joder. La verdad es que apuramos al máximo. Mort Dos me llevó a mi destino; consiguió llegar a L.A. Todo un fenómeno.

—¿Tenías una idea preconcebida de cómo sería California?

—La verdad es que no. Solo lo que había visto en los programas de televisión: 77 Sunset Strip, Route 66 y Dragnet.

Cuando fui no tenía ningún objetivo en concreto. No tenía ni puta idea de lo que hacía. Tirábamos adelante, como los lemmings. Yo sabía lo que quería y que tenía que ir allí para conseguirlo, pero ¿qué pensaba hacer después? ¿Me iba a quedar allí a disfrutarlo? Ni idea. Estaba en una nebulosa.

Nebuloso… todo estaba nebuloso. Hacía un día nebuloso en L.A. cuando llegamos. Era el Día de los Inocentes 47 . Estábamos groguis del viaje. Creo que Bruce y yo condujimos sin parar de Albuquerque a Los Ángeles. Recuerdo ir por Juanita Street; para entonces Bruce y yo ya íbamos bien mareados. No sé si dijimos: «JUA-NIIIIIIII-TA STREET» unas doscientas veces, partiéndonos el culo de lo cansados y aturdidos que estábamos.

Nos quedamos en una calle paralela a Laurel Canyon, creo que se llama Holly Street. Aparcamos allí el coche fúnebre y dormimos un par de noches en su interior. Luego nos encontramos con un viejo amigo, Danny Cox, un cantante folk negro, un tío muy guay que había conocido en Winnipeg, en el 4-D, que una vez vino a desayunar conmigo y Koblun y nos habló de Hollywood y California. Nos dejó quedarnos en su casa una o dos noches.

Conseguimos sacar suficiente dinero para ir tirando a base de alquilar el coche fúnebre. Había dos restaurantes de moda, uno era Huff’s y el otro, Canter’s. Nos poníamos en uno y le cobrábamos un pavo a la peña por llevarlos al otro. Íbamos y veníamos sin parar; así nos sacábamos la pasta Bruce y yo.

L.A. era una pasada de grande. Un día Bruce y yo íbamos andando por Sunset y nos encontramos una pava de porro en la acera y nos la fumamos. Aquella mierda nos dejó del revés… No tengo ni idea de qué era.

Shakey

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