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CAPÍTULO 2 MR. BLUE Y MR. RED

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«Pasa. Está abierto.» Me hallaba frente a la puerta mosquitera, con la mano en alto a punto de llamar, cuando esa voz incorpórea procedente del interior me invitó a entrar de manera un tanto brusca. Hacía un calor sofocante, típico de Florida.

Una vez dentro, me encontré cara a cara con Rassy Young, una mujer menuda y muy seria, ataviada con un conjunto de poliéster poco favorecedor que, amorrada a la pantalla que tenía delante, con un refresco en una mano y el mando en la otra, no le quitaba ojo a un torneo de tenis. Dado que estaba de espaldas a la puerta y que tenía la tele a todo volumen, le pregunté alzando la voz que cómo se había percatado de mi presencia. Sin desviar la mirada del partido, Rassy me indicó con el pulgar el lugar de la repisa de la chimenea donde tenía instalado su particular sistema de seguridad: un retrato enmarcado de la familia de Neil colocado en el ángulo exacto para que pudiera ver el reflejo de cualquier intruso que invadiera la entrada de su casa.

«Astuto, ¿eh?», dijo Rassy, haciendo énfasis en el «eh» como una canadiense de pura cepa. Me acordaría de Rassy más adelante, cuando Neil me comentara lo seguro que se sentía en su barco cuando se cruzaba con desconocidos en alta mar. «Tú los ves antes de que te vean ellos a ti; y además, vengan por donde vengan», decía entusiasmado.

Rassy vivía sola. Su tormentosa relación de diecinueve años con Scott Young, el padre de Neil, tocó a su fin en 1959 y nunca se volvió a casar. «El matrimonio no me interesa en absoluto, da demasiados quebraderos de cabeza. Yo me organizo la vida como quiero.» Rassy era una mujer orgullosa y, a pesar de que ya habían transcurrido más de treinta años desde aquella ruptura, aún tenía fresca la humillación sufrida; Rassy jamás le perdonaría a Scott tal traición, ni siquiera al final de sus días.

Los últimos años no la habían tratado bien. Rassy, una mujer independiente y terca, había sido una apasionada del golf y de la caza, pero ahora un cáncer la mantenía confinada en la butaca del salón. Desde allí observaba el declive paulatino de su jardín y veía pasar de largo los pájaros a los que tanto le gustaba dar de comer. «Ya no hago nada, puñetas», dijo con un suspiro. «De vez en cuando empiezo a hacer alguna cosa, pero me quedo a medias y soy incapaz de acabarla, y eso es algo que no puedo soportar.» Rassy aseguraba no tener miedo a la muerte. «Me incinerarán y me echarán a la basura. Ya lo tengo todo pagado», dijo riendo. «Cuatrocientos ochenta y cinco dólares; es el alto precio que hay que pagar por morirse.»

Hacía ya unas cuantas décadas que Rassy había abandonado Winnipeg para instalarse en Florida, en este modesto bungalow de New Smyrna Beach, que, al igual que Rassy, no era ningún derroche de lujo; no había más que unos muebles austeros y unos cuantos cachivaches llenos de polvo. Neil le había comprado aquella casa a su madre y corría con los gastos de por vida, y no hacía falta mirar mucho para sentir su presencia. La pared del salón estaba repleta de sus discos de oro; sobre una mesa cercana a la butaca de Rassy, reposaban cubiertos de polvo los casetes que el archivista Joel Bernstein había recopilado expresamente para ella años atrás, donde quedaba patente el eclecticismo del que Rassy hacía gala a la hora de elegir sus temas favoritos del catálogo de su hijo. Por ejemplo, «Sedan Delivery», un demoledor tema roquero que, para desgracia de sus ancianos vecinos, disfrutaba escuchando a todo trapo cuando lavaba el coche.

Las frases de Rassy iban salpicadas con toda una letanía de exclamaciones del tipo «¡Mecachis!» o «¡Recórcholis!» y aderezadas con un léxico repleto de atentados lingüísticos, como «sotedero» en vez de sótano o «tornamentas» en vez de tormentas. Al género country/western lo llamaba «la música de las vacas». Rassy era capaz de maldecir como un camionero y de beber como un cosaco. Desde que tuvo que renunciar a sus adorados cigarrillos Black Cat Plain —una marca canadiense especialmente alta en nicotina— a Rassy solo le quedaban los vicios líquidos. «¿Qué haría yo sin Coca-Cola?», se preguntaba mientras abría lata tras lata. En algún momento de la tarde, más bien temprano, la Coca-Cola siempre acababa cediendo el puesto al whisky canadiense con agua. «Bueno, ¡si no me tomo una copa me va a dar algo!», gritaba mientras iba rumbo a la cocina arrastrando los pies. El hecho de que yo fuera abstemio no hizo sino aumentar su desconfianza.

«Dejad paso a la madre del artista», espetaba autoritaria en los conciertos de su hijo, regañando al primer pringado del backstage que pillaba porque no le habían traído una cerveza. Nadie se libraba de la ira de Rassy. Hay camareras en New Smyrna Beach que todavía tiemblan al recordar la experiencia de servirle un filete. Tenía fichados a todos sus vecinos, pues cada uno de ellos parecía hacer algo que le molestara.

Hoy tenía pensado delatar a un colega de su quinta por haber regado el césped durante el período de racionamiento de agua y amenazaba a otra pobre desgraciada por no ocuparse como era debido de un montón de leña rebelde. «Vaya con la pánfila de la vecina de al lado; menudo criadero de ramitas se ha montado», dijo Rassy con un carraspeo, mientras observaba desde la ventana trasera el inofensivo montón de leña. «Me pone de los nervios.»

Una dama de armas tomar, aunque tras esa apariencia de bulldog se ocultaba un alma sensible. «Rassy era una señora», comentaba Nola Halter, una de sus amigas íntimas. «Sus modales eran impecables; cada vez que nos juntábamos, luego siempre acababa llamando por teléfono o enviando una nota o algún regalo. Rassy siempre tenía en cuenta a los demás. No por soltar improperios a mansalva una deja de ser una señora. Yo le tenía mucho aprecio y la entendía bien. Había mucha gente que no, pero a Rassy le importaba un bledo.»

A Rassy también le importaba un bledo el biógrafo de su hijo; eso le quedó clarísimo a cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca como para oírla cuando me marchaba de New Smyrna Beach. Habida cuenta de la precariedad de su salud, hablar con ella fue lo primero que me apresuré a hacer nada más empezar este proyecto. Hasta ese momento la única información sobre la infancia de Neil de la que disponía procedía del libro que había escrito su padre en 1984, Neil and Me. Rassy sacó el libro a colación nada más llegar, sin parar de quejarse, enojada, de su falta de veracidad. «Todo está mal. Hice que Scott sacara muchas cosas del libro; le dije: “O lo sacas o te demando”.» Cuando le pregunté acerca de determinados pasajes en un intento por esclarecer la verdad, también amenazó con demandarme a mí. «Me niego a seguir hablando de ese libro», me decía, pero diez minutos después ya estaba despotricando otra vez…5

Tampoco se libraban de su sarcasmo los pretenciosos colegas músicos de Neil. «Un día David se cabreó conmigo. Me dijo: “Ya estoy harto de que la gente me pregunte ‘¿Eres David Crosby?’”. Y yo le solté: “Pues diles que eres Eric Clapton”. Señor, cómo se puso el tío; todavía me acuerdo de la cara que se le quedó. Eso pasa por preguntar sandeces…», dijo entornando los ojos. Hasta su hijo el famoso era víctima de los comentarios cáusticos de Rassy, como así lo demuestra su crítica de «Mother Earth», un tema eléctrico en solitario que Neil había tocado recientemente en «Farm Aid, Band Aid, o como puñetas se llame eso. Neil tocó ese tema para mí y me quedé horrorizada. La guitarra sonaba a Jimi Hendrix interpretando el himno nacional de Estados Unidos», dijo Rassy poniendo cara de bulldog estreñido.

«Le dije a Neil que no se entendía nada. Sabía de sobra que lo había hecho a propósito; no tiene ningún sentido escribir una canción con mensaje si te dedicas a distraer a todo el mundo con el barullo de la música. Eso no es música; de ninguna manera.»

Estando yo allí, Neil llamó por teléfono y justo antes de colgar dijo: «Dile a mi madre que la quiero». Yo me apresuré a transmitir el mensaje, pero, si se enteró, Rassy hizo como si nada. Parecía codiciar cualquier tipo de información sobre su hijo que yo le pudiera proporcionar y trataba de mofarse de todo el misterio que le rodeaba. «Neil es capaz de desaparecer mientras parpadeas», me dijo. «Y la mitad del tiempo me recuerda a un montón de gente, tanto que me parto de la risa. Tengo por aquí una foto en la que jurarías que es John Davidson».

Neil se mostraba tan esquivo con su madre como con cualquiera, pero cada vez que yo miraba a Rassy a los ojos, veía a Neil. Madre e hijo poseían esa misma mirada fija y tremendamente penetrante que, cuando se clavaba en tus ojos, parecía hacerte una breve autopsia del alma. Nadie apoyaba a Neil como lo había hecho su madre, y él era un hijo ejemplar y diligente; pero Rassy podía llegar a agotar. Como bromeaba Scott de manera cariñosa: «No es casualidad que Rassy viva en Florida y Neil en California».

Nacida el 16 de octubre de 1918, Edna Blow Ragland era la más joven de tres hermanas muy audaces e independientes —Virginia, Lavinia y Edna—, a quienes su padre apodó Snooky, Toots y Rassy, respectivamente. «Yo era una malcriada», recordaba Rassy. «Me dedicaba a jugar al golf, al tenis y a nadar, y a ir por ahí con el coche y pedirle a Papá el dinero para la gasolina.»

«Papá» era Bill Ragland, recordado con cariño por los muchos canadienses que llegaron a conocerlo. «Medio Winnipeg le llamaba Papá», decía Rassy orgullosa. Bill Ragland se crió en una plantación cerca de Petersburg (Virginia); era el hijo de un banquero cuyas raíces se remontaban a los primeros pobladores británicos del estado. Recordaba orgulloso que su abuelo había liberado a los esclavos de la plantación, pero esto no impedía que Bill apodara «Negrata» al gato de la casa o que exigiera que un negro viajara en el último vagón del tren. «No es que Papá fuera racista, pero era un sureño de pura cepa», diría Virginia «Snooky» Ridgeway.

Los Ragland eran una familia acomodada y muy conocida. Fueron los primeros en tener radio y gramófono en Winnipeg, y la familia tuvo una criada incluso durante la época de la Depresión. Según Rassy: «Nunca escatimábamos en nada, ¡qué puñetas!». Pearl, la madre, era una experta costurera que se ocupaba de que sus tres niñas siempre figuraran entre las mejores vestidas de Manitoba.

Bill y Pearl se casaron en 1911. Ambos habían emigrado a Winnipeg procedentes de Estados Unidos, aunque ninguno adoptó la nacionalidad canadiense. «Papá fue estadounidense de principio a fin; votaba en Estados Unidos», comentaba Snooky. «El hecho de estar metido en política en Winnipeg no significaba que tuviera que votar allí.» Toots recordaba cómo se había puesto su padre por un poema anti-americano incluido en el temario de su colegio. «Fue al colegio hecho un basilisco y armó la de Dios es Cristo. Yo me asusté mucho, porque, que yo recuerde, aquella fue la única vez que intervino en algo así.»

La familia Ragland vivió casi siempre en el distrito de Norwood, justo después de cruzar el Río Rojo desde Winnipeg. El número 145 de Monck Avenue era la típica casa de zona residencial y lo más parecido a una mansión sureña que Bill Ragland pudo encontrar. En su calidad de gerente del distrito para la Barrett Roofing Company, Bill Ragland era un hombre de pocas palabras y enorme influencia. «Un manipulador consumado», según Snooky, que sostenía que su padre «cuidaba de sus niñas de manera muy silenciosa».

Bill se dedicaba a trabajar, a cazar y a jugar a las cartas en el Carleton Club de Winnipeg. «Pasaba en casa el menor tiempo posible», comentaba Toots. «Papá cuenta con todo mi respeto como empresario, padre y cazador, pero, como marido, digamos que no lo tengo en muy alta estima», afirmaba Snooky. «Me parece que su matrimonio se fue a pique muy al principio, pero que se esforzaron muchísimo por criar a sus hijas de manera que no nos enterásemos de nada.»

Bill Ragland era un excelente cazador de patos. Siempre llevaba el maletero del Ford de la empresa hasta arriba de cartuchos, y dicen que nunca falló un disparo; la pasión que profesaba por las aves acuáticas rozaba el misticismo. «Era capaz de meterse en medio de una bandada de gansos salvajes sin que se inmutaran lo más mínimo», contaba Rassy. «A Papá no había ave en el mundo que se le resistiera.»

Después de la caza venía el desayuno: tarta de manzana y una Coca-Cola bien cargada de whisky, con un chupito de Alka-Seltzer para rematar. En la mayoría de ocasiones, su cómplice en las cacerías de patos matutinas era Rassy, igualita que su padre a la hora de darle al whisky y empuñar un arma. «Se parecía muchísimo a Bill; coincidían en todo», recuerda Nola Halter. «Bill siempre quería matar a alguien, y lo normal es que fuera algún político estadounidense.» Rassy era «lo más parecido al hijo que mi padre siempre quiso tener», opinaba su hija Toots.

En lo respectivo al tema de los hijos, continuaba Toots, «Papá dejaba que Madre se encargara de todo el tinglado». Pero si bien Pearl parecía sentirse orgullosa de las raíces de la familia Ragland, lo cierto es que apenas soltaba prenda de las suyas propias. «Madre le daba mucha importancia al “qué dirán” y creo que debía de pensar que cuanto menos hablara de su pasado, mejor.» La madre de Pearl era una inmigrante francesa y su padre, un irlandés que se había dedicado a criar caballos en Kentucky. «Francesa e irlandés: una combinación verdaderamente espantosa. De ahí nos viene el temperamento; tanta riña y tanta pataleta. Madre y Rassy eran las más teatreras; eran tal para cual. Un par de aguafiestas.»

¿Cuáles eran las raíces musicales de la familia Ragland? «No había», dijo Toots. «Si ni siquiera cantábamos.» Snooky no opinaba lo mismo: «Mi madre era una apasionada de la música; cantaba de maravilla». Lo cierto es que la madre de Pearl había llegado a arrastrar a su hija para que cantara y tocara el piano en público.

«Madre estaba tan decidida a que ninguna de sus hijas tuviera que pasar por todo aquello que se negó a tener un piano en casa», dijo Snooky, para añadir a continuación que «Rassy era igual que Neil; era capaz de sentarse al piano y ponerse a tocar, sin más». Snooky recuerda cómo Rassy le decía a su madre que se iba a jugar con su amiga Ruth, cuando en realidad se iba a escondidas a la casa de la Sra. Robinson, una viuda que vivía en la misma calle, a tocar el piano. «Rassy no se atrevía a decirle a nuestra madre que se iba a tocar el piano. Madre estaba totalmente en contra. Totalmente.»

En su vida adulta, las dos hermanas de Rassy, además de formar sus respectivas familias, llegarían a brillar en el ámbito profesional: Snooky como encargada de una empresa de relaciones públicas en Texas y Toots como una conocida columnista y toda una personalidad radiofónica en Winnipeg. Si Rassy compartía tales aspiraciones, nunca las hizo públicas. Rassy —cuyo apodo era el diminutivo de Rastus6, que le fue adjudicado por el pelo y los ojos tan oscuros que había heredado de Pearl— era una joven vivaz y llena de vitalidad, muy popular entre los chavales, que según Toots «la veían como a uno de ellos». Rassy era una atleta nata. Me comentaba que, una vez, viendo a su hermana Snooky jugar al tenis: «Pensé, “Esto no parece muy difícil”, y acto seguido le gané. Jugaba al golf, esquiaba, me apuntaba a todo lo que fuera menester. No era especialmente buena, lo único que me importaba era ganar».

Gran parte de la actividad deportiva se concentraba en el Winnipeg Canoe Club, donde por lo visto Rassy y sus hermanas causaban estragos entre los miembros del sexo opuesto. «Los chicos nunca eran los que cortaban con las Ragland», afirmaba Snooky. «Éramos nosotras las que pasábamos página y nos buscábamos a otro.»

Precisamente fue en el Canoe Club donde en el verano de 1938 un joven periodista deportivo en ciernes procedente de un barrio modesto, a quien el club proporcionaba un carné gratuito de miembro a cambio de cubrir sus eventos deportivos, entró en contacto con Rassy Ragland. Scott Young sintió gran curiosidad al verla chillarle cariñosa a su novio Jack McDowell desde el otro lado de la orilla, como quien llama a un perro a cenar; mientras, cerca de allí, unas mujeres se dedicaban a ponerla a caldo, porque Rassy les había robado algún que otro novio a todas ellas.

«Rassy era muy aguda y ocurrente; no tenías que explicarle dos veces las cosas», afirmaba Scott. «A veces, ni siquiera hacía falta que se las explicaras.»

Mi madre, Rassy, y sus dos hermanas, Toots y Snooky, eran las chicas Ragland. Mi abuelo era estadounidense, de Virginia; vivió con nosotros en casa un tiempo siendo yo adolescente. Un tipo discreto; lo único que hacía era ir al club y juntarse con los amigos a beber whisky. No llegué a conocerlo bien. Probablemente se comportaba mucho mejor cuando estaba conmigo; éramos sus nietos, tenía que dar ejemplo. De lo que hacía en el club, no tengo ni puta idea, ¿vale? Parece ser que jugaba mogollón a las cartas, aunque a mí me ocultaban todas esas cosas. Mi madre… no sé.

Pearl era muy mayor. Vivían en un piso, y yo fui a verlos allí un par de veces con mi padre y mi hermano. De lo único que me acuerdo es de tenernos que emperifollar para la ocasión. «Por qué leches me tengo que arreglar tanto…», me preguntaba. Menuda cabeza, yo también. En vez de pensar: «¡Qué guay, vamos a ir a ver a los abuelos y a pasar un rato con ellos!». Pensaba: «Ahora tenemos que arreglarnos». No entiendo por qué mi madre se empeñaba en todo aquello. Estoy seguro de que mi padre no le daba tanta importancia al tema de la ropa.

«Mira cómo está Scott. Por Dios, que tiene setenta y siete años y se acaba de pasar a la ficción», farfullaba Trent Frayne, su amigo y rival de toda la vida, con admiración no exenta de envidia. «¡A su edad debería dedicarse a descansar y a poner los pies en alto!»

Cuando fui a Ontario a visitar a Scott Young en abril de 1995, lo que me quedó claro es que, aunque todavía no pusiera los pies en alto, el torbellino de actividad de su juventud había dado paso a un ciclón bastante más manejable. En la actualidad, Scott vive en una granja cerca de Omemee, la pequeña ciudad donde Neil pasó algunos de los momentos más felices de su infancia y donde, un año antes, se había inaugurado un colegio en honor a Scott Young. Algo molesto al no haber podido completar su jornada laboral, Young se apartó del viejo ordenador y salió de su despacho, avanzando lentamente, arrastrando los pies, pero con un brillo en los ojos que disimulaba su edad. Al recordar un antiguo amor perdido, esbozó una enorme sonrisa desdentada farfullando: «Era gua-píííí-si-maaa». Tenía una mirada soñadora, como la de un niño ante el escaparate de una tienda de caramelos. «Mi padre es lo más; sigue siendo mi héroe», afirmaba Astrid, la hermanastra de Neil. «Por viejo que sea, sigue estando hecho todo un chaval.»

A pesar de su avanzada edad, Young continúa siendo un hombre apuesto y carismático. Scott tiene un semblante curtido y autoritario, rematado por el pelo canoso y ralo, y las cejas de lechuza; me lo podía imaginar de juez, ataviado con una toga negra, decidiendo la suerte de algún pobre réprobo y haciendo, además, un estupendo trabajo. Cuando se trata de ideales, Scott puede resultar quisquilloso —se fue dos veces del diario Globe and Mail de Toronto por motivos de principios—, pero últimamente se le ve muy relajado. «Mi padre ha cambiado muchísimo», comentaba Astrid. «Cuando yo era pequeña, era muy conservador.»

Scott Young habla de manera lenta y pausada. Se lo piensa mucho antes de contestar y, al igual que ocurre con Neil, a menudo hay que leer entre líneas. Comparado con Rassy, que mostraba sus sentimientos sin reparos, es muy recatado. No me los podía imaginar juntos en la misma habitación, ni mucho menos casados.

«Scott es una persona muy cariñosa», explicaba el televisivo escritor canadiense Pierre Berton, uno de los muchos a quienes Scott había ayudado a abrirse camino. «Aprecio mucho a Scott; todo el mundo lo aprecia, ¿sabes? No creo que tenga enemigos.»

La mayoría de los canadienses con los que hablé se entusiasmaba solo al oír mencionar el nombre de Scott. El cantante folk Murray McLauchlan prefería sin lugar a dudas hablar de Scott Young que de Neil: «Scott es un icono cultural del mundo literario; en este país, Scott Young es tan famoso como su hijo». McLauchlan siguió hablando entusiasmado de Scrubs on Skates, todo un favorito entre los colegiales que Young había escrito en 1952: «Es la obra del hockey por antonomasia; el típico libro que trata sobre cómo alcanzar un sueño; el libro perfecto para cualquier chaval de Shawinigan Falls que sueñe con llegar a la NHL». Cuarenta años después, McLauchlan todavía era capaz de citar palabra por palabra la dedicatoria del libro: «Para Neil y Bob, cuyos mejores partidos todavía están por disputar».

Padre e hijo son igual de prolíficos: Neil ha publicado más de cuarenta discos; Scott, más de treinta libros, entre los que se incluyen biografías, novelas de misterio, relatos de ficción para niños y relatos breves. Ha trabajado como comentarista televisivo y columnista, pero se dio a conocer como periodista deportivo cubriendo partidos de hockey. Últimamente, se ha dedicado a escribir novelas de misterio protagonizadas por el inspector esquimal Matteesie Kitologitak.

Si bien Rassy nunca se volvió a casar, Scott se ha casado dos veces, y sus amigos creen que su matrimonio con la escritora Margaret Hogan —su fiel compañera desde finales de los setenta— le ha hecho sentar la cabeza. Durante los pocos días que pasé con Scott, parecía mostrar una curiosidad constante por lo que hacía su compañera, que en aquellos momentos no trabajaba. Me recordó a la devoción que Neil sentía por Pegi; ambos habían conseguido por fin dar con una pareja que los cautivara por completo.

Scott Young también tiene sus detractores. Quienes apoyan a Rassy consideran su libro sobre la familia a la que abandonó como poco menos que una traición. Algunos ven a Scott como alguien muy recto y cuadriculado, la figura autoritaria contra la que Neil tuvo que rebelarse para poder sobrevivir. «Afable, siempre prudente, la voz de la razón en medio de todo el berenjenal de aquella época de cambios… siempre imperturbable», escribió Juan Rodriguez en un artículo de 1972 titulado «El Padre de Neil Young». «Tiene los pies en el suelo. Opina de manera Moderada y Responsable. Es una persona Decente, un auténtico Canadiense.» Aquellos afines a Rassy normalmente la pintan como la abnegada salvadora que, contra todo pronóstico, le otorgó a Neil la libertad necesaria para realizar sus sueños, aunque la verdadera historia es ligeramente más complicada.

A pesar de que no cabe duda de que el fracaso de su matrimonio con Rassy hizo mella en la vida de su hijo, Scott siempre ha supuesto para Neil un modelo de inspiración. «La principal tarea que tiene por delante el escritor es mostrarse sin tapujos», recuerda Neil que le decía Scott. Menuda lección difícil de aprender viniendo de tu propio padre. Pese a haber tenido sus más y sus menos a lo largo del tiempo, el vínculo entre padre e hijo —casi siempre silencioso— continúa siendo muy estrecho.

«Se parecen mucho en la actitud»: así lo define Astrid. «Mi padre no se toma las cosas tan a pecho como Neil; a todo le encuentra la gracia… Neil se lo toma todo más en serio.» Según Astrid, ambos tienen bastante aguante, pero, cuando pierden los estribos, lo hacen a lo grande. «Mi padre es el tipo de persona que va dejando pasar las cosas; parece que se lo va tragando todo. Y de repente, un día, por cualquier chorrada, como que te hayas dejado abierta la mampara de la puerta, ¡bum! Va y explota.»

Observé que ambos se parecían sorprendentemente en una cosa. Después de haber taladrado a Scott durante días con mis preguntas —a las cuales contestó siempre sin rechistar—, todavía tenía la sensación de que quedaban muchas cosas ocultas bajo la superficie. Me caía bien el tipo, pero ¿había llegado a conocerlo? No lo tengo muy claro. Scott Young parecía tan esquivo como su hijo.

Scott Young nació en Manitoba el 14 de abril de 1918. Su padre, Percy, era un apuesto farmacéutico de voz apacible, hijo de un granjero pionero de la Iglesia Metodista. Su madre, Jean, era la hija de un pastor presbiteriano que había echado a perder su carrera eclesiástica en los años veinte al marcharse a Estados Unidos detrás de una atractiva curandera. Percy y Jean fueron otra pareja de lo más inestable. «Se juntaban él y mi abuela, la dejaba preñada, se liaban a gritar, a discutir y montar la de Dios, y acababan separándose», relataba su nieta Marny Smith. Fruto de estas uniones nacieron tres hijos —Scott, Bob y Dorothy—, cada uno de los cuales tendría una infancia diferente, ya que su padre se arruinó en 1926 y luego (aunque nunca se divorciaron) el matrimonio se fue a pique en plena Depresión de 1931. Dorothy se quedó en casa con su madre; Bob se fue a vivir a una reserva india con sus abuelos misioneros; y a Scott lo enviaron a casa de unos parientes que vivían en Prince Albert.

Un año más tarde, Jean, que vivía de las ayudas sociales y compartía alojamiento con tres solteros empleados de banca, reunió a sus hijos en Winnipeg. En su autobiografía, Scott habla de las relaciones que su madre mantenía con sus huéspedes y con otros muchos, y la recuerda como «una mujer sexualmente muy activa a quien los hombres encontraban muy atractiva». Algunos familiares, molestos por tal descripción, mantienen que Jean hizo todo lo necesario para no tener que separar a sus hijos durante la época de la Depresión. Jean Young era otra de las mujeres con carácter que poblaban ambos lados del árbol genealógico de Neil y, según Marny Smith, era «una vieja que iba la suya. Si lo que quería era plantarse en tu casa para sentarse en la encimera de la cocina y beberse tres cervezas de un trago, no se lo pensaba dos veces antes de hacerlo».

A finales de los años treinta, Jean halló en la ciudad de Flin Flon, en Manitoba, su verdadero hogar; allí colaboró con varios periódicos locales, trabajó de organista en una iglesia y fundó un conocido festival de música, además de crear la primera biblioteca de Flin Flon. «Era la matriarca de toda la ciudad», afirmaba su hijo Bob. Scott era el niño de sus ojos. Trent Frayne recuerda haber visitado a Jean cuando «lo único que decía era, “Ooooh, ¿verdad que es increíble? ¿Has conocido alguna vez a un hombre tan increíble?”. Y yo me quedaba allí pensando: “Dios mío, tampoco es para tanto”».

Ya de niño, Scott resultaba encantador para todos los de su entorno. Tenía fama de ser un niño aplicado y emprendedor, que se ganaba su dinerillo cazando ardillas y vendiendo luego las colas a dos céntimos la pieza. Como recuerda su hermano Bob: «Scott hacía milagros con las trampas para ardillas».

A Scott los deportes le calaron hondo, y ya de crío suscitaban en él una profunda emoción. Todavía recuerda cómo escuchó en 1926 la pelea entre Gene Tunney y Jack Dempsey, en la que se disputaban el título de campeón del mundo de los pesos pesados. Cuando Dempsey perdió en aquella batalla tan dramática, Scott, con tan solo ocho años, se fue a la cama sumido en un llanto incontrolable. Así lo escribió en su autobiografía: «Había algo acerca de la derrota, de cualquier derrota, que me llegaba al alma».

La necesidad de escribir le llegó de la mano de su tío Jack Patterson, un elegante vividor que se dedicaba a recorrer los bulliciosos campamentos de la industria maderera de la Columbia Británica en busca de material para sus tan apreciados relatos breves y artículos de revistas. «La libertad con la que se movía el tío Jack me sirvió de inspiración. Llegaba, como caído del cielo, con esa belleza rubia que tenía por esposa, y no paraba de comer, beber y contar historias. Entrabas en una habitación y te lo encontrabas allí, copa en mano, con el codo apoyado en la repisa de la chimenea, y todo el mundo escuchaba embelesado sus historias acerca del Norte.»

Tras comprar a crédito una máquina de escribir Remington por cuarenta y ocho dólares en 1936, Scott empezó a enviar artículos para que se los publicaran, y su primera firma (y tres dólares) le llegaron de manos del Winnipeg Free Press, por un breve artículo sobre un viejo limpiabotas negro. De ahí pasó a trabajar de recadero en el periódico y, antes de que acabara el año, ya formaba parte del departamento de deportes, para el que cubría los eventos locales de hockey.

Scott era —al igual que luego sería Neil— un tipo afortunado, intrépido y de una entrega obsesiva. En uno de sus primeros trabajos, que consistía en cubrir en directo la fuga de unos alemanes de un campo de prisioneros de guerra, Young se coló en el campamento usando una vagoneta, escuchó a escondidas lo que decían los soldados a través de la rejilla de la calefacción que había en el suelo de la habitación del hotel, se las arregló para encontrar alcohol en aquel descampado para conseguir que los oficiales se fueran de la lengua e incluso llegaron a amenazar con arrestarlo unos oficiales armados de la Policía Real Montada de Canadá. Y todo esto para conseguir «la noticia que otros eran incapaces de conseguir», como dice en su autobiografía. «La verdad es que admiro la tenacidad de Scott», comentaba Trent Frayne. «Decía: “Basta con pinchar una vena y dejar que salga un poco de sangre”.»

Hijo también de la Depresión, Frayne vivía con Young y un grupo de otros escritores en ciernes en el 55 de Donnell Street en lo que la mujer de Trent, la novelista June Callwood, califica de «pensión magníficamente espantosa». Algunos de los escritores que Young conoció allí pasarían a ser sus amigos de por vida, y con el tiempo el grupo se ampliaría, para incluir a canadienses de la talla de Farley Mowat, Robertson Davies y Pierre Berton. A la mayoría de ellos fue Young quien los descubrió y presentó al resto del grupo. Como dijo Callwood: «Scott se encuentra a gusto en cualquier entorno. Es un hombre tan obsequioso, posee tal encanto, que se le abren todas las puertas».


Scott Young en la portada de su autobiografía de 1994, A Writer’s Life. «Es un escritor de pura cepa», comentaba Neil. «Se obligaba a hacer cinco páginas; había días que apenas le costaba esfuerzo, pero otros era como si le sacaran una muela.» © Doubleday Canadá

Con el pelo ondulado y una enorme y cálida sonrisa, Scott era todo un donjuán. Birdeen Laurence, una atractiva joven de cabello negro azabache, tenía el corazón dividido entre Scott y otro de los escritores del grupo de la pensión, Ralph Allen. Allen no era ni de lejos tan apuesto como Young, pero su carrera tardaba menos en despegar, así que cuando Birdeen acudió a Scott en busca de consejo, este le recomendó que fuera a lo seguro. Birdeen deslizó una desoladora nota de despedida bajo la puerta de Scott en la que lo calificaba de «persona noble», pero sus amigos vieron aquello como una tragedia. «Scott le tenía robado el corazón», comentaba June Callwood. «Pero no se esforzó lo suficiente por conseguirla. Creo que ambos se arrepintieron toda la vida. Creo que Birdeen Allen fue para Scott el amor de su vida, y tanto Ralph como Rassy siempre fueron conscientes de ello; a Rassy le ponía de los nervios.»

Lo mismo ocurría con Merle Davies, otro bellezón que rondaba el Canoe Club. Como era de Montreal y se mostraba interesada por Scott, Rassy la llamaba «esa puñetera extranjera», incluso, por irónico que parezca, después de que se casara con Bob, el hermano de Scott. A veces, Rassy debía de sentirse acorralada. Por lo visto, Scott se enamoraba con frecuencia y apasionadamente, lo que le acarreó muchos problemas durante toda la vida. En su autobiografía, Young cuenta que una vez oyó por casualidad a una amiga contarle a Birdeen Allen que Scott le había pedido que se casara con él. «¿Y qué tiene eso de especial?», dijo Allen, bromeando. «Eso Scott se lo dice a todas.»

Al preguntarle a Scott si veía algo de él en Neil, el tema de las mujeres fue el primero en salir a colación: «Me da la impresión de que Neil tiene una actitud con las mujeres parecida a la mía. Según me consta, no se puede decir que ni él ni yo seamos ningunos santos. Yo le pedía en matrimonio a la primera que se me cruzaba. Un tipo me dijo una vez que era un matrimoniator, refiriéndose a que mi adoración por las mujeres es tal que pierdo el juicio por completo cuando tengo enfrente a alguien que me gusta mucho; pero eso ya forma parte del pasado».

Según bromeaba su hermano Bob: «Scott se regía por la máxima “quiérelas y luego abandónalas”. El problema es que Scott nunca las abandonaba y las seguía queriendo. Scott dejó toda una estela tras de sí; tenía mucho de mi padre en eso de resultar tan atractivo a las chicas, porque todas pensaban que era lo más, ¿sabes?».

Por lo visto, Rassy Ragland también pensaba así y, haciendo caso omiso de las quejas de sus amigos, rompió su compromiso matrimonial anterior para poder casarse con Scott el 18 de junio de 19407, cuando ambos tenían veintidós años. «Éramos unos críos», dijo Scott, que relataba cómo se declaró a Rassy durante una de sus apasionadas visitas a la pensión. «En medio de aquel calentón, le dije: “A lo mejor deberíamos casarnos”. Rassy se incorporó inmediatamente y preguntó: “¿Cuándo?” Era algo típico de los dos el que Rassy hubiera decidido que iba a casarse conmigo y que yo no se lo iba a discutir.»

Rassy y Scott eran una pareja llena de vitalidad; ambos eran muy avispados y tenían una gran voluntad. «Rassy era muy diferente a Scott», comentaba Pierre Berton. «Scott se tomaba las cosas con calma, nunca se enfadaba mucho; Rassy se ponía hecha una furia fácilmente, pero no tardaba en calmarse.» El comedimiento de Scott le parecía excesivo a Rassy, que venía de una familia muy temperamental. «Madre no podía con Scott», comentaba Rassy. «Pensaba que era demasiado inglés.»

Rassy siempre se salía con la suya. Scott cuenta que una vez, cuando él se propuso invitar a la boda a una antigua novia, discutieron. Tras mucho discutir, Rassy acabó por ceder, pero meses más tarde Scott encontraría la invitación para aquella mujer escondida debajo de unos catálogos. «Hay muchas maneras de ganar una discusión», dijo riendo. «Rassy no permitía que le llevaran la contraria y, si lo hacías, aquello se convertía en una gravísima ofensa.»

Según Bob, el hermano de Neil: «Rassy no se dejaba intimidar por nadie. Desdeñaba cualquier tipo de autoridad, porque su autoridad era la única que valía. Mi padre, por otro lado, venía de un entorno muy pobre y tuvo que luchar mucho para abrirse camino, y siempre le resultó violento enfrentarse a la autoridad».

A pesar de todo, Scott siempre daba la cara por Rassy, incluso en las circunstancias más difíciles. Rassy tenía fama de cotilla y una vez fue por ahí contando cosas que hicieron mucho daño a una de las amigas de la pareja, para gran consternación de las otras mujeres de su círculo de amigos. «Birdeen y June, y no sé quién más, se confabularon contra Rassy», recuerda Scott. «Querían organizar una reunión con ella, imagínate. Escribí una nota —con copia a todas las mujeres involucradas— y las mandé a tomar por culo.»

Treinta años después, al escribir sobre su familia en Neil and Me, Scott se seguía mostrando respetuoso. No hacía referencia a los defectos de Rassy; al único que dejaba en mal lugar era a sí mismo, al revelar sus múltiples aventuras, lo que seguramente haya contribuido aún más a que le cuelguen el sambenito de padre que abandonó a su familia. Hasta a los amigos de Rassy les pareció que había sido demasiado magnánimo con ella en su libro, pero tampoco les sorprendió. «Scott es muy cortés con las mujeres», dijo June Callwood. «No habla de sus defectos.»

A diferencia de sus dos hermanas, Rassy se dedicó en exclusiva a sus labores como esposa y no se tomaba nada a la ligera las tareas domésticas. «Sentía devoción por Scott y se esforzaba al máximo por ayudarlo y ser la esposa modélica», comentaba June Callwood. «Rassy era muy creativa y puso todo su empeño en convertirse en la mejor cocinera del mundo; nadie olvidará nunca el pato que preparaba, y los niños decían en referencia a sus bizcochos: “Aguántalo antes de que salga flotando”. Hacía sus propias fundas de muebles para ahorrar… todo era perfecto. Creó un hogar que era la envidia de todas las mujeres del país. Y todo lo hacía, creo yo, para tener bien amarrado a Scott, porque a él siempre se le iban los ojos detrás de alguna.»

Esto no debió de resultar fácil para Rassy, como tampoco debió de serlo el carácter tan reservado de Scott. Si bien ella hablaba siempre con franqueza, su marido era alguien a quien costaba entender. «Yo siempre he visto a Scott como a alguien que hace lo indecible para evitar los enfrentamientos», comentaba su sobrina Stephanie Fillingham. «Así que, cuando las cosas se ponían difíciles, se distanciaba, y sus mujeres se pasaban la vida intentando recuperarlo.» En palabras de Rassy: «¿Cómo se puede discutir con alguien que no está dispuesto a dialogar?».

Scott Young era, de manera más sutil, un individuo tan complicado como Rassy, y los problemas económicos que le planteaba su carrera como freelance no hacían sino agravar sus manías. «Como me decían a menudo, en tiempos de crisis económica no era fácil vivir conmigo», escribe Scott en su autobiografía. Trabajaba en casa e insistía en que hubiera un silencio sepulcral, algo que hasta otros escritores consideraban exagerado. «A Scott el ruido le ponía histérico», comentaba June Callwood. «Rassy decía: “No puedo pasar la aspiradora ni lavar los platos”. En la casa tenía que reinar un silencio absoluto.»

Sí, hasta determinada hora, la casa estaba muy silenciosa mientras Papá escribía en el piso de arriba, y luego ya podíamos hacer ruido. Es un escritor de todas todas; la escritura es su vida. Se obligaba a hacer cinco páginas; había días que apenas le costaba esfuerzo, pero otros era como si le sacaran una muela, o eso me decía.

Todavía recuerdo subir los escalones que llevaban al ático. Él estaba allí amorrado a la máquina de escribir y yo entraba de repente y me quedaba allí plantado mirándolo; mi cabeza apenas sobrepasaba la altura de su mesa. Nunca se enfadaba conmigo, para nada. Siempre me decía: «Me alegro de verte».

Puede que tu hermano, Bob, hubiera provocado una reacción diferente en él.

Sí, puede ser, conmigo era un tipo bastante tranquilo. Creo que había algo en mí que hacía que se llevara mejor conmigo…

Al principio de su relación, a Rassy parecía no preocuparle en absoluto todo lo que la gente criticaba a Scott. «Se pasaba de leal», dijo June Callwood. Se dedicaba a mecanografiar todos los relatos de Scott («Todo tenía que hacerse por triplicado», masculló Rassy, entornando los ojos), mantenía alejado a cualquiera que pudiera distraer a Scott cuando escribía y, por regla general, lo defendía a capa y espada. Según cuenta Scott en Neil and Me, Rassy «siempre estuvo a mi lado y nunca se quejó de que dejara un trabajo, de que vendiera una casa tras otra o de que nos mudáramos de los hogares que ella había decorado (y eso que pintaba como nadie, como ella misma decía)».

Las primeras Navidades que pasaron juntos —que Scott inmortalizaría más tarde en un breve relato titulado «Érase una vez en Toronto»—, Rassy decoró el árbol con rosas rojas de papel y una nota para su recién estrenado marido: «Estas son nuestras primeras Navidades. Nos tenemos el uno al otro y poco más, pero te he cortado unos trocitos de mi corazón para que decoren nuestro primer árbol». Así era Rassy; se tomaba al pie de la letra lo de «hasta que la muerte nos separe».

Era obvio que Scott también quería a Rassy, a pesar de que sus amigos íntimos opinaban que sus impulsos escapaban a su control. «Scott era ambicioso», comentaba su hermano Bob. «Tenía muy claro a lo que quería dedicarse, lo que quería hacer, y lo iba a hacer costara lo que costase; y Rassy le ayudó, pero con Rassy o sin Rassy, lloviera o cayeran chuzos de punta, nada podía detenerlo.»

«Ay, Señor, si llegamos a vivir en medio mundo», afirmaba Rassy. «En mi vida de casada me mudé sesenta y siete veces.» Una exageración, sin duda, pero lo cierto es que las tribulaciones profesionales de Scott les obligaban a mudarse con frecuencia. Después de casarse, la pareja pasó una breve temporada en Winnipeg y luego se mudó a Toronto, en noviembre de 1940, cuando Scott consiguió trabajo en la agencia de noticias Canadian Press. El 27 de abril de 1942, nació su primer hijo, Robert Ragland Young, y la pareja pasó separada la mayor parte de los tres años siguientes, ya que enviaron a Scott a Londres a cubrir la guerra y después se alistó en la marina: «Me negué a seguir viviendo la guerra como un mero espectador». Rassy y Bob vivieron con los parientes de Scott en Flin Flon hasta que Scott finalmente regresó al hogar en 1945.

«Sé exactamente cuándo fue concebido Neil», relata Scott, al describir la romántica noche de nevada vivida en el apartamento de un amigo en Toronto durante uno de los raros permisos que le concedía la marina. Huelga decir que Rassy refutó esta historia, tal y como hacía con prácticamente todo lo que recordaba su exmarido. En cualquier caso, Neil Percival Young nació en el Hospital General de Toronto el 12 de noviembre de 1945 a las 6:45 a.m.8

«Muy abiertos, muy honestos, muy inocentes.» Así es como Elliot Roberts define a los canadienses. «Parece que nunca se queman, simplemente se vuelven más excéntricos. Son la gente más rara que he visto en mi vida, y no hay mejor ejemplo de ello que Neil Young, que nunca ha renunciado a la nacionalidad canadiense.»

¿Que cómo son los canadienses? Pueden ser muy resueltos para según qué cosas. Pueden ser conservadores, pueden ser liberales. Son gente que habla claro, que dice lo que piensa sin tapujos; no parece preocuparles demasiado la pinta que lleven o lo que la gente piense de ellos.

Son mis raíces. La verdad es que no tengo prisa por volver a Canadá, aunque tal vez lo haga algún día. Canadá para mí representa: mi familia, el lugar donde me crié, los recuerdos de mi infancia y de estar abierto a nuevas ideas. Y más adelante intentar salir de Canadá, porque allí me sentía muy limitado. Con dieciséis años ya me recorría los consulados para averiguar qué había que hacer para ir a Estados Unidos, de manera legal. Pero una vez allí, aprendes a apreciar la belleza de Canadá y todo lo que tiene que ofrecer; cuenta con unos recursos naturales impresionantes. Así que me siento orgulloso de ser canadiense, sin permitir que eso me ponga ningún límite. Me siento parte del planeta, no parte de la nación.

Me pregunto si a algún canadiense le habrá molestado que abandonara Canadá. Supongo que sí.

El cineasta David Cronenberg, también canadiense, opina que tenéis tendencia a darle demasiadas vueltas a las cosas, hasta llegar al absurdo: «Es algo típico de los canadienses, este equilibrio, que hasta cierto punto puede ser una virtud, pero puede llegar a convertirse en algo neurótico».

Estoy de acuerdo. Por algún motivo, en Canadá hay algo que hace que siempre le des vueltas a las cosas; que te plantees si otros podrían pensar que lo que dices está mal, antes de estar completamente seguro de tener la razón.

Pienso en canciones como «Rockin’ in the Free World» o «Change Your Mind». ¿Crees que podría haber algo de canadiense en la ambigüedad de esas canciones?

Sí. Totalmente, je, je.

La verdad es que carezco de la confianza necesaria para ir de abanderado de aquello que digo, porque no creo que sepa lo suficiente para hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de saber de lo que estoy hablando, pero mejor eso que alguien que está convencido de que sabe de lo que habla y seguro de lo que dice, porque eso limita mucho. Yo nunca estoy seguro de si lo que sé vale o no vale, por eso siempre voy tanteando el terreno; dudo incluso de las cosas en las que realmente creo. Por eso, cuando veo o escucho algo que he dicho, me parece normal no pensar lo mismo la próxima vez que me encuentre en esa situación, porque yo soy así.

«Neil era la hostia de divertido», contaba Rassy. «Con unos ojazos, una buena mata de pelo negro y gordo… Señor, si es que no había manera de saciarlo. No hacía más que comer; era igual de ancho que de alto.» Neil —o «Neiler», como llegaría a conocérsele— ya apuntaba maneras cuando aún iba en pañales cada vez que su madre ponía el «Boogie-Woogie» de Pinetop Smith, un viejo disco a 78 rpm. «¡Dios, adoraba ese disco! Se ponía a brincar dentro del parquecito, se agarraba a los barrotes y bailaba como loco.»

La familia se mudó a Toronto, a un bungalow de tres habitaciones en el 335 de Brooke Avenue; Bob y Neil compartían habitación para que Scott pudiera tener un despacho propio. Trabajaba como redactor adjunto para la revista Maclean’s y, para redondear su salario anual de cuatro mil dólares, vendía relatos breves a varias revistas de Canadá y Estados Unidos. Hacia 1947, la familia ya disponía de los fondos necesarios para comprar su primer coche, un llamativo Willys-Knight del 31 que conducía Rassy, ya que Scott no tenía carné. Los Young siguieron con las mudanzas y se fueron a vivir al campo, a las afueras de Toronto, primero a Lake of Bays y más tarde a Jackson’s Point.

Según Scott, la manera de criar a los niños era motivo de conflicto en la pareja. «Yo conseguía irritar a Rassy cada vez que ella y los niños discutían. Yo decía: “Venga, chavales, ya está bien”. Creo que Rassy discutía más con los niños que conmigo», decía Scott, evocando aquellos días. Bob Young describía a su madre como «una persona distinguida. Visto desde el presente, es obvio que se preocupaba, que le importábamos y que se esforzaba mucho por nosotros; tuvo la prudencia de asegurarse de que nos iniciaran en la lectura y la música a una edad muy temprana».

June Callwood, que visitó a la familia en Jackson’s Point, observó que Scott y Rassy estaban demasiado absortos en sí mismos —y en su complicada relación— como para concentrarse de lleno en los dos hijos tan diferentes que tenían: el extrovertido Bob, tan caradura y bravucón, y el serio y retraído Neil. «Neil era un bebé huraño, gordito y de ojos oscuros. No era un bebé feliz; nunca sonreía ni se relacionaba con los demás. Tampoco es que le hicieran mucho caso. Neil recibió todos los cuidados básicos, pero ningún tipo de afecto, ni un abrazo, de sus padres, así que se convirtió en un observador en miniatura.»

La portada del Toronto Telegram del 9 de septiembre de 1950 hace referencia a un pueblecito rural llamado Omemee, y junto al titular «A LOS NIÑOS DE OMEMEE LES GUSTA EL COLEGIO» aparece una gran fotografía de un jovial chavalín de cuatro años con el pelo negro de punta que sostiene un pez enorme sonriendo a la cámara. La foto estaba trucada, ya que el pez estaba congelado y preparado para la ocasión. En cierto modo, parece muy apropiado que un músico tan versado en las artimañas mediáticas como Neil Young fuera aprendiendo las tretas de ese mundillo ya desde su primera aparición pública. Con todo, es una imagen de lo más apropiada; los primeros recuerdos de Neil que comparte la mayoría de la gente lo describen cargando al hombro un pez casi tan grande como él o arrastrando por el pueblo en su carretilla una gigantesca tortuga mordedora tan campante, sin percatarse de la jauría de perros y gatos hambrientos que le seguía de cerca.

Omemee aparece evocado en el primer verso de una de las canciones más inolvidables de Young, «Helpless», y, según su hermano Bob: «Creo que Neil seguramente estaría de acuerdo conmigo en que, si a cualquiera de los dos nos preguntaran qué lugar consideramos como nuestro hogar, la respuesta sería Omemee». En el verano de 1949, Scott Young compró un terreno de dos hectáreas con una casa de principios de siglo de tres pisos justo en el centro del pueblo por cinco mil cuatrocientos dólares, y, en el transcurso de los años siguientes, Neil llevaría allí una vida al más puro estilo Huckleberry Finn.

Young insistió en que visitara Omemee. Según me comentó: «Se acuerdan de mí mejor que yo».

«Dummy había fallecido», dijo Jay Hayes con un deje gaélico, y, al hacerlo, los ojos tristes del irlandés emitieron un destello. «Su hermano va a ver a Lester Markham —el de la funeraria— y le dice: “Les, quiero que vengas a recoger a mi hermano y lo entierres, porque ha muerto”. Markham le contesta: “No puedo ir a recoger a tu hermano así como así; tiesque ir a buscar al médico”. Y el hermano le suelta: “No necesito ningún médico, por el amor de Dios, te digo que está muerto, ¡que lleva tres días sin moverse!”.» El afable semblante de Jay esbozó un amago de sonrisa apenas perceptible. «Típico», musitó. Scott Young y yo, sentados frente a Hayes en la cocina de su viejo y acogedor hogar, reíamos agradecidos mientras Jay continuaba contando batallitas de algunos de los personajes más entrañables de Omemee.

Fue en esta misma casa situada al otro lado del puente del viejo molino donde, cuarenta años atrás, un rechoncho Neil Young —sin duda ataviado con ese peto de pana raído que nunca dejaba que Rassy le remendara— se acercó a la puerta a pedirle tranquilamente al padre de Jay, Austin, que le quitara el anzuelo que se le había enganchado en el estómago. Por lo visto, Neil se lo había tomado como los gajes del oficio de pescador. «Señor, Neiler tuvo durante años el estómago cubierto de esas marquitas que dejaban los anzuelos», dijo Rassy.

El viejo molino ya no está, y la fábrica de curtidos, tampoco. Ya hace mucho que el tren no tiene parada allí, pero Omemee, según Jay Hayes: «tampoco ha cambiado tanto desde que yo era pequeño, la verdad». La gente del pueblo todavía le compra los huevos a un granjero que vive en las afueras; cogen los que necesitan y le dejan el dinero en la mesa de la cocina. Scott Young recuerda la ola delictiva que azotaba Omemee: «Estaba el típico atracador que, después de robar la gasolinera, se percataba de que el coche en el que debía huir se había largado sin él y volvía cabizbajo a devolver el botín. Y qué decir de aquella vez en que tomaron como rehén a la mujer del director del banco y esta se dedicó a distraer a su secuestrador a base de cigarrillos y alcohol hasta que llegó la policía». Hayes recuerda la época en que por robar una manzana te daban «una patada en el trasero. Nada que ver con cómo se hacen las cosas ahora, ya te digo; no creo que las cosas fueran tan mal entonces».

Omemee se fundó en 1820 y sufrió varios cambios de nombre antes de optar por esta palabra iroquesa que significa «palomas salvajes». A pesar de estar a solo ciento cuarenta kilómetros de Toronto, este pueblo de setecientos cincuenta habitantes parece pertenecer a otra época, algo que ya ocurría a principios de los 50, cuando los Young vivían allí. Había vecinos que seguían sin electricidad. Jay Hayes recuerda que la refrigeración consistía en «un carro que venía cargado con un bloque de hielo». La mayoría de la población se dedicaba a la agricultura o trabajaba en la fábrica de curtidos North American Leather. A veces los honorarios del médico se pagaban «con patatas y zanahorias», contaba Hayes. «Nadie tenía dinero, eh.»

Curiosamente, los escritores encajaban en aquel lugar, y la residencia de los Young recibía con frecuencia las visitas de los colegas de Scott. Jay Hayes comentaba: «¿Escritores? Los teníamos a punta pala». Y bien orgullosos que estaban de ello, como pudo comprobar Scott Young cuando escribió una columna para el Globe and Mail de Toronto sobre la riada que asoló Winnipeg en 1950. «Me convertí en una auténtica estrella nacional; se publicó en Montreal, en Toronto, por todo el país», explicaba Young. En la oficina de correos del pueblo, se encontró con un lugareño que se había ido turnando con su hermana para leer la columna en voz alta. «Nadie de Omemee lo hubiera hacido mejor», le espetó el hombre orgulloso al escritor. «Nadie.»

Scott vivía un momento idílico. Por primera vez se podía permitir centrarse sobre todo en la ficción, en escribir relatos breves y novelas. En sus ratos libres, se llevaba a sus hijos a dar largos paseos en el cacharro familiar y los entretenía con viejas canciones como «Bury Me Not on the Lone Prairie». El perro de la familia, Skippy, viajaba con ellos en el maletero cuando no vigilaba a Neil. «Nadie podía acercarse a menos de medio metro de Neil sin que Skippy estuviera presente», declaró Rassy, que a menudo salía a cazar con su padre y al volver a casa improvisaba rápidamente un pato al horno relleno de arroz salvaje que la gente aún recuerda a fecha de hoy. A diferencia de Bob, a Neil no le interesaba lo más mínimo ir de caza. «Se reía cuando volvían con las manos vacías; se lo tomaba como una victoria», contaba Bob. «Pero luego Neil bien que se comía el pato.»

Cuando no era la pesca, eran las tortugas. Rassy recuerda la vez que intentó hacer una sopa con una tortuga mordedora gigante «que se había puesto mal a causa del calor. Ahí me tienes, dando tumbos con la dichosa tortuga apestosa, y Neil que lo encontraba de lo más gracioso; se partía de la risa apoyado en el granero. Cuando a Neil le entraban las carcajadas, no podía parar». Las tortugas ofrecían una amplia gama de posibilidades; como recuerda su amigo Garfield Whitney III, «el Bobo»: «Neil las utilizaba para asustar a las chicas».

Cuando le pregunté a Scott cómo era Neil de niño, me respondió citando a un pariente: «Un chavalín muy curioso». Neil empezaba a labrarse fama de problemático en la escuela, y para 1953 el director del colegio de Omemee ya acostumbraba a enviar notas a sus padres, del estilo: «Estimada Sra. Young, hace ya algún tiempo que esta personita lleva dándole guerra a la Srta. Jones…». Según relata Scott, Neil «tenía un carácter muy poco convencional que hizo que durante años sus notas siempre tuvieran un denominador común: todos sus profesores coincidían en que tenía que mejorar la conducta».

«Neil era una maravilla de niño», comentaba su prima Marny Smith. «Siempre nos alegraba la vida; nunca dejaba que nada se interpusiera en su camino.» Otros, en cambio, lo recuerdan por las cosas que no hacía. «Al llegar las vacaciones de verano, nos pasábamos el día jugando a la pelota o cosas por el estilo», comentaba Whitney, el Bobo. «Pero Neil prefería estar solo; lo único que quería era pescar.»

«Siempre fui tímido», declaró Young a Dave Zimmer en 1988. «Nunca participaba en nada. Cuando había alguna actividad en grupo, siempre me quedaba a un lado, mirando.» Whitney, que era algo mayor, llevaba a Neil de cabeza. «Había una mujer, Olive Lloyd, que vivía en la casa de al lado de Neil a la que nos encantaba sacar de quicio. Era una loca de cuidado, aquella mujer; capaz de perseguirte con un cuchillo de carnicero. Le dije a Neil: “Si la llamas Sra. Pililona, te dará un caramelo”. Y va y lo suelta gritando, y, ¡madre mía!, salió escopetada detrás de Neil. Desde entonces, cada vez que iba al colegio, tenía que cambiarse de acera porque le daba miedo pasar por delante de su casa.»

Vaya si me acuerdo, de los Pililones. Seguramente no se llamaban así, pero yo pensaba que sí, porque me lo había dicho mi amigo el Bobo. Era un ingenuo de la hostia. Cuando eres un crío así de crédulo y te tragas todo lo que te dicen, la gente se queda con la copla y la próxima vez que te ven, ya se les ha ocurrido una nueva.

Tuve varias tortugas de mascota, pero la primera que me viene a la cabeza es aquella que espachurraron en una de las fiestas que daba mi padre. No era más que una tortuguita, y unos chavales estaban jugando con ella y la sacaron y la dejaron en el suelo y ¡chooooooooofff! Muy triste. Pero antes de aquel incidente tuve una caja con arena repleta de tortugas; lo que pasa es que luego las dejaba fuera de la caja o me olvidaba de ellas, que era un poco mi sino con las mascotas.

Omemee es un pueblecito muy agradable y algo aletargado. Me acuerdo que había un tipo, un tal Reel —Reel el Flaco—, que tenía una tiendecita magnífica —todavía está— con un montón de pensamientos afuera, en cajas de madera. La acera era bastante ancha, así que pasabas por allí y lo primero que veías eran todas aquellas cajas llenas de pensamientos con unos colores increíbles… ya ves tú, pasabas por allí y te encontrabas con eso. La vida en aquel pueblo era muy simple; se reducía a: ir al colegio y volver del colegio. Todo el mundo sabía dónde estabas; todos se conocían.

Teníamos un televisor en Omemee. Los sábados por la mañana ponían El llanero solitario, que me caló hondo. Hopalong Cassidy. Eso y los trenes de juguete… a eso se reducía mi mundo por aquel entonces. Programas como: El show de Tommy y Jimmy Dorsey, los Honeymooners, Dragnet, la Pregunta de 64.000 dólares, Esta es su vida… Jack Benny. El show de Perry Como… Recuerdo que mi madre, bueno, toda la familia, siempre veíamos El show de Perry Como. Yo nunca llegué a entender de qué cojones iba aquello. A ver… Es que no pillo todo ese rollo de la chaqueta de punto y el taburete. Es decir, visto ahora, me parece que no está mal, que el tío intentaba darle un toque informal y hacer un programa como muy relajado… ¡Vete a saber!

Por detrás de la casa de Omemee pasaban las vías del tren; estaban a un kilómetro de la casa, o puede que a menos. Yo dejaba monedas de un centavo o de cinco sobre la vía para que cuando el tren pasara las dejara planas. Por allí circulaban locomotoras con trenes de pasajeros, y de vez en cuando pasaba algún tren de mercancías, con muchos pasajeros, porque así era como se viajaba a principios de los 50. Total, que estaba familiarizado con las grandes locomotoras. Todavía recuerdo verlas allí paradas… Me gustaba el olor de las vías, el puente del ferrocarril, que todavía sigue allí, aunque quitaron las vías. Aún conservo un par de aquellos clavos.

Papá me regaló mi primer tren —mejor dicho, papá y mamá— cuando vivíamos en Omemee. Se llamaba Marx y lo compró por catálogo en Eaton’s. Yo debía de tener unos cinco años o algo por el estilo. Papá construyó la mesa y entre los dos lo montamos todo. Siempre ponía en marcha el tren por la noche, justo antes de irme a dormir. La habitación estaba a oscuras y tenía el tren junto a la cama, así que lo ponía en marcha y observaba cómo daba vueltas en la oscuridad, y aquel viejo motor de corriente alterna que llevaba dentro no tardaba en empezar a despedir ese olor a ozono. No sé si conoces el olor típico de Lionel, pero ahora, cada vez que lo huelo, me recuerda a aquello. El sonido de los trenes me resulta inspirador. Vibran de una manera tan bestial, joder; es alucinante.

Me gustó mucho la ceremonia que le hicieron a papá en Omemee cuando inauguraron el colegio en su honor. Estuvo genial ver a papá rodeado de todas las viejas glorias… Empezó el director con un discurso. Al cabo de un rato, entró el coro y, justo cuando iban a empezar a cantar, empiezan a hablar y se ponen a recitar la letra de «Helpless»: «There is a town…» Un chaval decía eso, y luego desde la otra punta otro chaval de otra fila recitaba el siguiente verso, y así sucesivamente por todo el coro, repitiendo la letra de la primera estrofa. Aquello fue verdaderamente emocionante. Yo estaba allí presente, y es que… fue una noche de lo más emotiva.

Me pongo a fantasear y me digo: «Seguro que puedo volver». Pero no es cierto; no es posible, al menos en los próximos años. En cambio, poder ir y venir —en plan rápido— ya sería más factible. Tiene gracia, y puede que sea porque me hago viejo, pero siento que me tira el sitio del que guardo mis recuerdos de infancia. Es una sensación curiosa.

«Neil contrajo la polio y perdió sus curvas femeninas», decía Rassy, temblando solo de pensarlo. «Casi se nos muere; Diooos, aquello fue terrible.» En 1951 se produjo la mayor epidemia de poliomielitis de la historia de Ontario. El virus se cebó sobre todo con los niños pequeños, y casi la mitad de los afectados sufrió algún tipo de parálisis o pérdida de masa muscular. Solo en Ontario se dieron 1701 casos de polio a lo largo de 1951, y en Peterborough, el condado de Omemee, murieron siete personas, incluido un niño del pueblo.

«La polio se le metía a la gente hasta los tuétanos», recordaba Rassy. «Lo peor era que los médicos se limitaban a decir: “Buena suerte”, porque nadie sabía qué hacer.» Todavía faltaban unos cuantos años para la vacuna Salk, así que, cuando llegó la «temporada de la polio» a finales del verano, la gente se asustó. «En las ciudades, los más cautelosos preferían caminar a utilizar los tranvías y mantenían la distancia con los demás», relata Scott. «Tanto en el campo como en la ciudad, la gente se despertaba asustada en mitad de la noche preguntándose si aquellos dolores de espalda o de garganta debían su origen a la polio.»

La madrugada del 31 de agosto de 1951, Neil Young, a punto de cumplir seis años, se despertó de repente. El día anterior había ido a nadar con su padre al Río Pigeon y ahora, a la una de la mañana, sus quejidos llamaron la atención de su padre, que estaba leyendo en la cama. Neil sentía un dolor agudo en el omoplato derecho y tenía algo de fiebre. Para cuando llegó el doctor Bill a verlo al mediodía siguiente, ya ni siquiera podía tocarse el pecho con la barbilla y se retorcía de dolor cuando le doblaban las piernas contra el estómago. Al cabo de unas horas Neil estaba tan tieso, escribe Scott, que se movía como «un robot».

El doctor Bill temió que se tratara de la polio y les aconsejó que llevaran al chaval al Hospital para Niños Enfermos de Toronto. Neil, con una mascarilla y aferrado al tren de juguete que su padre le había regalado esa misma mañana, iba estirado en la parte trasera del coche familiar. En la parte delantera viajaban Scott, Bob y Rassy, que, pese a encontrarse postrada en la cama a consecuencia de una operación menor, insistió en acompañarlos. «A Rassy no había desafío que se le resistiera», comentaba Scott. En plena tormenta, Scott se esforzaba por esquivar el intenso tráfico del Día del Trabajo y recorrer los ciento cuarenta y cinco kilómetros que le separaban de su destino.

Al llegar a urgencias, Scott describió los síntomas de su hijo y las enfermeras retrocedieron asustadas. Según relata: «Aquello parecía una escena sacada de la Edad Media cuando alguien decía que tenía la peste». Se llevaron a Neil corriendo para hacerle análisis y Rassy tuvo que salir dos veces porque no podía soportar los alaridos de dolor que daba Neil cuando le extraían una muestra de líquido raquídeo. «Neil no consintió que le pusieran anestesia», recordaba Rassy. «Yo estaba muerta de miedo.»

Al cabo de un rato, un médico confirmó a la familia Young que su hijo había contraído la polio, y una enfermera con una mascarilla se lo llevó en una silla de ruedas para ponerlo en cuarentena. El resto de la familia regresó a Omemee, donde no tardaron en colocarles la señal blanca de cuarentena delante de su casa. Solo a Scott le estaba permitido salir a comprar comida, mientras el resto esperaba junto al teléfono las últimas noticias acerca del estado de Neil. «Pasábamos mucho tiempo abrazándonos unos a otros en mitad de la noche», afirmaba Scott.

Tras seis días angustiosos, a los Young les informaron desde Toronto de que ya podían llevarse a su hijo a casa. Cuando llegaron al hospital, Neil estaba recién salido de un baño desinfectante, con todo el pelo negro de punta. «No me he muerto, ¿verdad?», fue lo primero que dijo. «¡Se alegraba tanto de vernos a todos!», explicaba Rassy. «Las enfermeras le cantaban “Beautiful, Beautiful Brown Eyes”, mientras Neil se alejaba llorando. Ay, Señor, menuda piltrafa estaba hecho; se había quedado en los huesos y ya nunca volvió a engordar.»

Neil pasó ese otoño en casa, convaleciente. «Sabíamos que de aquello no se iba a morir, pero poco más», seguía Rassy. «Ni siquiera sabíamos si volvería a andar, porque tenía la pierna izquierda fuera de sitio.» Toots, la hermana de Rassy, fue a ayudar a cuidar del enfermizo Neil, que se distraía dibujando trenes. «Neil era ambidiestro», recordaba Rassy. «Era imposible distinguir lo que había dibujado con cada mano. Yo le decía: “Tú, de mayor, serás músico o arquitecto”.»

«Cuando por fin empezó a caminar, iba muy despacito», contaba Rassy. «Iba donde el doctor Bill, por ejemplo, que vivía a dos o tres casas de la nuestra, y yo le decía: “Está un poco lejos, ¿no te parece?” Y él me contestaba: “Bueno, siempre me puedo sentar en la acera y hablar con la señora Hoosit”. No quería que le acompañara, porque entonces pensaba que no era algo que pudiera hacer solo, y al final se cayó —¡ay, si lo sabía yo que se iba a caer!—, y todos los vecinos salieron disparados de sus casas para recoger a Neil y que no se hiciera daño. Él no cejó en su empeño y fue a ver al doctor Bill. Cuando a Neil se le mete algo en la cabeza, lo hace, y te aseguro que no lo para ni Cristo.»

Cuando la ropa de invierno empezó a resultar demasiado pesada para el enclenque cuerpecillo de Neil, la familia Young alquiló un chalet en New Smyrna Beach por cien dólares al mes. Salieron de Canadá en coche el 26 de diciembre y llegaron a Florida el día de Año Nuevo de 1952, donde permanecieron hasta el mes de mayo, lo que le permitió a Neil recuperar fuerzas gracias al potente sol y extraer sus primeras impresiones acerca de Estados Unidos.

Tenía mucho miedo. No podía moverme bien; tenía que pasar muchísimo tiempo tumbado y quieto, recostado en la cama apoyado en varios almohadones; y cuando me quedaba dormido, me caía y me hacía daño. Era muy pequeño y no tenía ni puta idea de qué pasaba, solo recuerdo estar allí tumbado, medio paralizado y que el médico vino a verme esa mañana, y ese mismo día nos subimos al coche. Yo iba tumbado en el asiento de atrás, durmiendo. Fuimos a Toronto de un tirón: mi padre al volante y mi madre de copiloto. Era una noche lluviosa, de tormenta. Me ingresaron en el hospital, y fue llegar a la sala de espera —ya con la ropa de hospital y toda la pesca— y venir a por mí para llevarme corriendo a la mesa de operaciones. En seguida me practicaron una punción lumbar, eso que hacen para sacar líquido raquídeo de la columna; fue lo que más me dolió… Seguramente porque no soportaba las agujas.

La polio me dejó el cuerpo medio jodido y el lado izquierdo se quedó un poco tocado; tengo una sensación diferente a la del lado derecho. Si cierro los ojos, la verdad es que no te puedo decir dónde está mi lado izquierdo, pero al cabo de los años me he ido dando cuenta de que casi seguro que está muy cerca del lado derecho… Seguramente a su izquierda.

Creo que por eso empezó a parecer que era ambidiestro, porque la polio me afectó el lado izquierdo y yo creo que era zurdo cuando nací. Así que lo que hice fue utilizar el lado débil como si fuera el dominante, ya que el fuerte había quedado dañado.

Nunca me lo planteé en serio de pequeño, pero creo que, si le hubiera puesto empeño, la arquitectura habría sido pan comido. Lo único que no sé hacer es dibujar; puedo hacer bosquejos, pero son muy básicos, desprovistos de todo detalle. Siempre dibujaba el mismo barco: tenía una proa muy grande que se iba reduciendo poco a poco y acababa en una cosa minúscula con un motor; era como una cuña. La hice así para que sobresaliera del agua, para que pareciera que casi toda la proa fuera como volando, y que solo quedara en contacto con el agua aquella popa tan minúscula, pero no tuve en cuenta para nada cosas como el viento, por ejemplo, je, je. El plano tenía unos fallos garrafales. Me gustaba dibujar las cosas que quería construir; hacía planos para veleros, para lanchas motoras…

Siempre me ha gustado construir cosas. Me gusta tener a gente trabajando, que haya actividad —la creatividad—, que haya gente trabajando y cobrando un sueldo por crear algo, y que se sienta a gusto con lo que hace.

Me gustan Frank Lloyd Wright y Gaudí… Cosas de la arquitectura antigua, como la azteca; los indios y la arquitectura del tipi, que es muy básica, muy simple. ¿Te imaginas lo increíble que sería dar con algo que se pudiera usar de la misma manera que los indios usaban el tipi? Figúrate lo que supondría dar con una cosa así. La arquitectura no se limita a reflejar la idea de una persona, sino que abarca toda la época y el lugar a los que pertenece esa civilización. La arquitectura supera al artista en importancia, mientras que en otras ramas de las artes, los límites no están tan bien definidos, como, por ejemplo, en el rock and roll, ¿no?

Recuerdo el viaje en coche a Florida y ver todos aquellos coches nuevos. Ir allí en el invierno del 52 y ver un flamante Pontiac del 53. Joder, tío, cómo flipé. Tenía aquellas dos barras laterales, era una cosa increíble. Los coches canadienses eran como los americanos, pero nunca veíamos tantos modelos nuevos. Además, a Canadá normalmente llega lo peor de la gama; la gente no se podía permitir nada mejor porque era demasiado caro. Recuerdo ver todos aquellos coches que solo había visto en fotos y que allí estaban por todas partes, los más molones. «¡Vaya flipada! ¡Mira eso!» Me sabía los nombres de todos los coches, todas las marcas, todos los modelos, el año de fabricación, si era el modelo más puntero o no; me conocía todos los putos coches que había en circulación.

Me encantan los coches antiguos, de los años 40, de los 50. Menudos cochazos, son heavy metal; pero los coches nuevos también me encantan, porque me llevan a donde yo quiero. Me encanta viajar. Me enganché a aquellos viajes con cinco o seis años, creo que por culpa de papá. Siempre he tenido el gusanillo de la autopista. Me encanta.

Y los coches que viste aquí, ¿qué te hicieron pensar de Estados Unidos?

Pues que aquí los sueños se hacen realidad, je, je. ¿Qué quieres que te diga?

«No éramos lo que se dice una familia unida», comentaba Scott Young. «Había demasiados choques de egos.» La familia de Neil, tanto la rama paterna como la materna, estaba compuesta por toda una serie de personajes muy independientes y sin pelos en la lengua que no siempre hacían buenas migas, especialmente las mujeres. La rivalidad entre Rassy y Merle, la mujer de Bob, continuaba inalterada. Para Rassy, Merle seguía siendo aquella puñetera extranjera que tiempo atrás mostró sus preferencias por su marido. Las reuniones familiares de Scott y Bob eran extenuantes. «Había un estrés bestial cuando Rassy estaba presente», decía Stephanie Fillingham, la prima de Neil. «Los niños poco menos que se escondían.»

En una de aquellas visitas, Bob entró en la cocina de su hermano dispuesto a darle conversación a Rassy, sin más. «Le dije: “Buenos días, Rassy. ¿Qué tal todo?” Y me contestó: “¿A qué puñetas viene tanto sarcasmo?”.»

Luego le tocó el turno a Merle, cuando uno de los críos empezó a llorar. «Rassy se puso hecha una furia, en plan: “Haz callar al niño, que va a molestar a Scott”. Santo cielo, menudas nos las hizo pasar Rassy. Y Merle no estaba dispuesta a aguantarla, así que recogimos y nos fuimos. Scott se quedó llorando en el porche. Decía que se estaban peleando las dos personas a las que más quería —Rassy y Merle— y nos rogó que nos quedáramos.»

Escenas de este tipo pasaron factura al matrimonio. En un momento dado, Scott buscó refugio en la familia de Bob, cuya hija, Penny Lowe, recuerda que su tío se quedaba en la habitación contigua a la suya y que no paraba de llorar. «Me ponía furioso», contaba Scott. «O si no, me buscaba algún ligue que no me diera la murga como hacían en casa.»

En 1954, mientras trabajaba en un encargo para Sports Illustrated, Young empezó una aventura con otra mujer y, en el siguiente viaje de trabajo, tras sincerarse con un fotógrafo que atravesaba por una situación similar, le envió a Rassy una carta muy larga pidiéndole el divorcio. Su hijo Bob recuerda ir en el coche con Rassy de camino al aeropuerto para recoger a su padre y ver a la otra mujer. «La llevamos de vuelta a Toronto», dijo Bob.

Rassy y Scott se las arreglaron para hacer las paces y se mudaron a un dúplex en Rose Park Drive. Scott pasaba la mayor parte del tiempo enclaustrado en una pensión barata escribiendo su primera novela para adultos, The Flood. Atrás quedaban los tiempos idílicos de Omemee. «Fue una época horrible», escribe Scott. «El año estuvo plagado de lágrimas y recriminaciones, de separaciones y reencuentros.»

Este ambiente sombrío era más que perceptible en The Flood y, al leerlo ahora, se advierten ciertas similitudes entre la prosa de Scott y las composiciones de Neil: el tono contenido pero a la vez intenso, los largos monólogos interiores, las descripciones del tiempo, tan detalladas como dramáticas; incluso la aparición de ese predicador grandilocuente que nos condena a todos en el nombre de Dios.

Ambientada en un desastre real, la riada de Winnipeg de 1950, The Flood cuenta la historia del recién enviudado Martin Stewart, un relaciones públicas con dos hijos pequeños, Don y Mac. Martin tiene el corazón dividido entre su primer amor, Martha, ya casada, y Elaine, una joven maestra. El clímax un tanto perturbador de la novela se produce cuando Don pilla a Elaine y a su padre haciendo el amor y, al sentirse todavía muy unido a su madre muerta, se escapa enfadado y horrorizado. Don aparece, padre e hijo se reconcilian y Martin se queda con Elaine, pero hay algo que estropea el final feliz. Don hace prometer a su padre que nunca le contarán a Mac lo ocurrido, y en las últimas líneas de la historia Martin se muestra preocupado por el efecto que sus actos hayan podido ejercer en Don.

Scott reconocía que los personajes de Don y Mac estaban basados en sus propios hijos. Al vivaracho Mac —inspirado en Neil—, Martin lo quiere «muchísimo y sin reservas. A veces le parecía algo ridículo que un hombre adulto sintiera que podía contárselo todo a un niño de nueve años y que este le entendiera, o que ni siquiera tuviera que contarle nada para que le entendiera, pero esto era lo que le inspiraba Mac».

The Flood se publicó en 1956 y estaba dedicada a Rassy. «Ella fue quien sufrió todo el proceso de gestación», afirmaba Scott. «Yo le había causado, de un modo u otro, más de un quebradero de cabeza, así que tenía clarísimo que se merecía la dedicatoria más que nadie.» Por desgracia, Rassy no entendió el detalle y se vio retratada en la mujer de Martin, Fay, fallecida en un accidente de coche, incidente basado en una experiencia real que casi le cuesta la vida a Rassy durante la estancia de los Young en Florida. «Rassy se tomó aquello como si yo quisiera quitarla de en medio», explicaba Scott. «Yo no le deseaba a Rassy la muerte en absoluto. La mujer de The Flood era una rubia muy calladita de Toronto, o sea, el polo opuesto de Rassy.» Pero a ojos de Rassy, Scott la había matado y aquello no auguraba nada bueno.

«Volvimos a empezar desde cero», escribe Scott sobre la siguiente mudanza, en aquella ocasión a una casa de madera con casi una hectárea de terreno en Brock Road, en Pickering, al este de Toronto. «Yo me lo creí… Me convencí de que íbamos a ser felices, más que nunca.» Parecía posible. Estando en Pickering, Young se hizo con una columna diaria en el Globe and Mail de Toronto, que dio paso a una columna deportiva tremendamente popular en el mismo periódico. También empezó a aparecer en televisión, en «el programa más popular de Canadá», Hockey Night in Canada, como comentarista de los partidos de hockey durante los descansos. Bob, entretanto, se había convertido en uno de los mejores golfistas juveniles de Ontario, y Neil, escribe Scott: «tenía dos objetivos básicos en la vida: escuchar por el transistor escondido bajo la almohada la música pop de la emisora CHUM y criar gallinas para vender los huevos».

«Neil tenía muy buen ojo para los negocios», comentaba Jay Hayes, refiriéndose a los planes empresariales de su infancia. En Pickering se ocupaba tanto de la granja de las gallinas como de su primer trabajo de repartidor de periódicos. Contaba con un socio: su padre, encargado de repartir los huevos que Neil vendía y de ayudarle con los periódicos. En 1992, Neil le contó a un periodista que el recuerdo más feliz que guardaba de su padre era volver a casa para degustar las tortitas que preparaba Scott después del reparto matutino.

Era la época de mediados de los 50, los albores del rock and roll, y aquel chaval de once años quedó embelesado por los sonidos que emanaban de las ondas radiofónicas nocturnas de Toronto. A Young todo le apasionaba: el rock and roll, el rockabilly, el doo-wop, el R&B, el country, incluso el pop surrealista con tintes western del épico «The Wayward Wind», de Gogi Grant. «Cuando era pequeño estaba emperrado en ser como Elvis Presley», le dijo Neil al disc-jockey Tony Pig en 1969.

«Cuando acabe el colegio tengo pensado ir al Ontario Agricultural College y a lo mejor prepararme para ser investigador agrícola», escribió Neil en un boletín de notas de la escuela, procediendo a explicar con todo detalle las triquiñuelas del negocio de las gallinas y a relatar en tono dramático la masacre que diezmó casi por completo el primer lote. «Seguramente puedan imaginar lo emocionante que resulta ver a esos pollitos convertirse en unas gallinas fuertes y lozanas. Son más cuerpo que plumas, más patas que cuerpo, y la cantidad de energía y vitalidad que rezuman es demasiado para sus extraños cuerpecitos. Es muy fácil encariñarse con estas aves tan singulares, que es lo que me ocurrió.»

Petunia, menudo pedazo de gallina. Era una de las del primer lote, una de las pocas supervivientes de aquel terrible ataque: se coló un zorro o un mapache y las mató a todas, se las cepilló a todas justo cuando aquello empezaba a despegar. Al principio debía de tener unas treinta o cuarenta, que pasaron a ser unas cien o una cosa así.

Y no sé de dónde coño me vino la idea aquella, pero me lo monté para conseguir más gallinas vendiendo pelotas de golf. Ibas y recogías las pelotas que había por el rough y luego se las vendías a los golfistas, que era lo que hacían muchos chavales que conocía para sacar pasta; así que recogía pelotas de golf, las vendía, ahorraba dinero y luego compraba más gallinas.

Me esforzaba por conseguir lo que quería, porque cuando realmente QUIERES algo todo acaba saliendo rodado; a ver, es que tengo mucha vista para estas cosas. Me ponía a trabajar como un cabrón, aparentemente a cambio de nada, durante mucho tiempo, y luego, de repente, llegaba un punto en que pensaba: «¿Cómo cojones he llegado hasta aquí?»… ¿Me sigues?

Por las noches escuchaba el transistor. Era una de aquellas primeras radios pequeñitas que se podían poner bajo la almohada; creo que era una pequeñita de color crema, con un detalle de cromo en la parte delantera. El otro día vi una muy parecida en una tienda de segunda mano. Los transistores son la rehostia; fueron los precursores del radiocasete. Te permitían llevar las canciones contigo a todas partes, que era algo increíble.

Cuando empecé a interesarme en serio por el rock and roll estaba en Pickering, en Brock Road. Recuerdo —no sé cuántos años debía de tener, puede que unos diez— escuchar unos discos cojonudos y cuando mis padres se iban, subía el volumen a saco y me ponía a bailar. Se me iba la pinza, como si fuera el bailarín más guay del mundo. Siempre me montaba en la cabeza un concurso de baile imaginario que yo ganaba, pero en realidad estaba yo solo, cantando al son de los discos y en cierto modo me hacía mis propios vídeos.

En Canadá estábamos bastante al día en cuanto a música. Escuchábamos al DJ Wolfman Jack y todas esas movidas, pero también teníamos aquellos discos de country canadiense tan peculiares; y honky-tonk del antiguo, country en estado puro, que sonaba en la radio a todas horas, como Guy Mitchell, el Johnny Cash de la primerísima época, con temas como «Singin’ the Blues»: «I never felt more like singin’ the blues9». Joder, eran buenísimos. Ferlin Husky, Bobby Comstock, con aquella versión roquera del «Tennesee Waltz»; Marty Robbins y su «Don’t Worry», que incluía por primera vez una guitarra con distorsión… ¿Te das cuenta de lo que supone la música country? Hasta los putos acoples vienen del country. ¡Quién lo hubiera pensado!, pero así fue.

«The Wayward Wind», de Gogi Grant. Brutal. Es supersencillo, entra a la primera. Cada vez que escucho ese tema me viene a la cabeza una imagen de cuando vivía en Pickering, donde iba a la escuela pública Brock Road, que solo tenía dos aulas y que todavía sigue allí. Cada día caminaba hasta allí desde casa, y esa canción era la que sonaba en la radio en aquella época. Las vías del tren pasaban justo por detrás de la escuela, y los trenes iban y venían, y esa canción tiene algo que siempre me recuerda a ese lugar en particular. Había por allí una cabañita, una especie de cobertizo… Cada vez que escucho «The Wayward Wind», es como si lo viera.

Siempre me recuerda a ese mismo trozo del camino, a las vías del tren y demás; cada vez que oigo esa canción, me viene a la cabeza. Me recuerda a esa apertura de miras que tienes cuando eres joven, cuando se te acumulan las ideas y no te cierras a nada. Me flipaba aquella canción; la verdad es que consigue atraparte.

Brock Road: ahí fue cuando la música empezó a calarme hondo. El rock and roll de la primera época, del principio de todo, del 55, 56. Elvis; Fats Domino con «Blueberry Hill». Todos los tíos que me molaban tenían unos grooves buenísimos, pero yo no tenía ni idea de lo que era «el groove»; sabía lo que me gustaba y punto. «Maybe» de las Chantels, soul en estado puro, era imposible dejarlo pasar. La cantante se creía cada letra que entonaba; era el tema perfecto para la época.

«Bop-A-lena». Ronnie Self: ¡cómo gritaba el tipo!, ¿verdad? Tenía tal energía, tan centrada, tan real… Me atraía mucho. «Bop-A-lena» era una auténtica pasada; acojonante: «Scoobedoobee go, gal, go Bop-A-lena», es que… ¡Vaya tela! Ya no recuerdo nada más de aquel tema, solo la voz del tío, Ronnie Self, que era machacona de la hostia. Me pregunto qué habrá sido de él. ¡Busca a Ronnie Self! Ahí sí que tienes una historia digna de ser contada.10

Uno de los primeros discos que me compré tuvo que ser «The Book of Love», de los Monotones, y «I Only Have Eyes for You». Mira que era pausado: Duva duvá duva duvá, duva duvá duva duvá… duva duvá duva duvá.

Otra canción que escuchaba era «Mr. Blue», de los Fleetwoods. Me sentía identificado con la letra; pensaba que, si Mr. Blue fuera más agresivo, probablemente ya no sería Mr. Blue; probablemente habría averiguado si la chica le quería o no y habría sido capaz de pasar página, pero no lo era. Era Mr. Blue y punto. Creo que yo tenía algo de Mr. Blue y puede que aún no hubiera llegado a ese punto de mi vida en que descubrí que a Mr. Blue le podía callar la boca cuando quisiera… Mr. Red. Je, je, je. Y que Mr. Blue no era más que un mandado y que era Mr. Red el que cortaba el bacalao…Ya me entiendes.

¿Chuck Berry y Little Richard? Eso sí que es auténtico rock and roll de la hostia. Nunca los vi en directo, solo en la tele. Little Richard estaba impresionante en todos sus discos de aquella época, pero las baladas, como «Send Me Some Lovin’»… Esa canción me apasiona: «Won’t you send me your picture…11». Es un tema magnífico, sus sentimientos eran tan reales, te hacía sentir tan bien. Anoche escuché «Good Golly Miss Molly»; ¡qué pasada!, es que el ritmo de los cojones está por toda la canción y es tan pegadizo: «buumbum bum bum bum bum».

Nada que ver con esos talentos blancos tan previsibles, como Jerry Lee, que, por grande que fuera, nunca llegaría a ser Little Richard. ¿Cómo le va al Asesino? ¿Sigue amargado? Siempre fue un tipo resentido al que le hicieron daño siendo muy joven; estaba hecho un lío con la religión y las mujeres. Joder, es que esa educación baptista y ese ambiente tan autoritario, unidos al espíritu del rock and roll, son una mezcla increíble. Es una de las grandes influencias. Si lo escuchas ahora y piensas en aquella época, te das cuenta de que Jerry Lee y Little Richard eran los amos, sin lugar a dudas. Si lo piensas fríamente, Elvis quedaría en un tercer puesto bastante alejado.

De pequeño pensaba que Elvis era la bomba. Salía por la tele, era una especie de fenómeno para toda la familia que me molaba, sin más. «All Shook Up» era un disco buenísimo. Cuando se publicó, había algo en aquel ritmo que te hacía sentir bien, era como si de repente te sintieras como un ser humano; era algo que te emocionaba, ¿sabes? Algo que te definía como individuo. Los chavales se meten en ese rollo y sus padres no lo entienden, y ahí radica su grandeza. Elvis la Pelvis; a Rassy le encantaba esa frase. «One Night», probablemente ese sea mi tema preferido de Elvis.

¿Qué crees que le pasó a Elvis?

Es la personificación del Sueño Americano, como Gary Hart. ¿Lo recuerdas? Él también representa el Sueño Americano, pero otra versión.

Tú eres otra versión.

Esto es el sueño canadiense. Es la versión canadiense del sueño americano.

¿Es el rock and roll la música del diablo?

El rock and roll es la música de todos, joder… Y ojalá que también sea la música del diablo, pero creo que va más allá. Creo que es ahí donde Dios y el diablo se dan la mano; justo ahí, je, je, je.

De niño, ¿eras soñador?

Vaya si lo era… No te imaginas hasta qué punto. Me pasaba el día soñando, con todo. Lo que está claro es que no me limitaba a soñar con cantar y tocar, todo eso no me interesaba demasiado en aquel momento. Básicamente, me obsesionaba con las cosas; qué sé yo, con comprar unos peces y ponerlos en uno de esos cacharritos en la habitación para crear así un ambiente especial; ese era el rollo que llevaba, ya te digo. Je, je.

O sea, que estabas en tu propio universo.

Totalmente, desde el puto principio. Tenía unas tortugas en el jardín trasero y eso era lo único que tenía; me tenían flipadísimo porque, cuando me metía en algo, me volvía tan ensimismado que me perdía la hostia de cosas. Ahora lo veo claro. Vivía ciertas cosas tan a fondo que, si se me escapaban otras, ni siquiera me daba cuenta, y creo que sigo igual, no creo que haya cambiado en absoluto… Y ahora voy a ver si encuentro el canuto ese, que no sé dónde lo he puesto. Nada ha cambiado.

Las obligaciones de Scott Young como columnista deportivo empezaron a multiplicarse, así que, para reducir al mínimo los viajes, la familia se trasladó a la zona norte de Toronto y se instaló en una hermosa casa de dos plantas en una zona residencial en el número 49 de Old Orchard Grove. Pese a sus esfuerzos por ser «más felices que nunca», en el otoño de 1959 el matrimonio de los Young volvía a hacer aguas. «Rassy y yo nos enzarzábamos bastante, puede que mucho, incluso», escribe Scott. «Opinábamos de manera muy diferente acerca de muchas cosas: desde la vida al amor, pasando por la educación de los niños, y a veces nos comportábamos de manera grosera en público… Aquellos diecinueve años de rencillas estaban a punto de desembocar en una batalla campal, y, por mi propio bien, la verdad es que empezaba a mirar a otros lados de nuevo.»

Estando de viaje para cubrir la visita oficial de la Familia Real, Scott Young se enamoró de la encargada de la sala de prensa. Astrid Meade, escribe Scott: «era una divorciada con una hija de ocho años que conducía un Triumph azul TR-3, tenía veintinueve años (yo cuarenta y uno), y yo también parecía agradarle». Scott señala que la relación no se consumó en ese primer viaje, pero que de vuelta a casa hizo un alto en Winnipeg para visitar a otra antigua novia y que, para cuando volvió con Rassy, se sentía bastante culpable.

«Creo que Rassy se olía que el objetivo del viaje iba más allá de la Familia Real, pero yo seguía convencido de que al final todo iba a salir bien.» No fue así. Poco después de regresar a casa, Scott asistió a un torneo de golf en el que participaba Rassy. «Estaba jugando de manera espectacular y sin embargo acabó con una puntuación bastante mala», recuerda. Al preguntarle el motivo, Rassy le dijo que había otro torneo la semana siguiente y que no quería bajar demasiado su handicap.

«Yo me cansé de repetirle que aquello no era ético», comentaba Scott. «Ni siquiera estoy seguro de haber usado esas palabras exactas, pero quedaba implícito. Me daba la sensación de que estaba haciendo trampa y no estaba dispuesto a quedarme de brazos cruzados, porque sabía que ya lo había hecho antes, y si te creas reputación de tramposa en un club como ese… Le dije a Rassy cómo debía actuar y no me hizo ni puñetero caso. No aceptaba que aquello tuviera importancia, y yo probablemente me puse en plan arrogante con ella.»

Según Scott, la discusión comenzó en casa de un amigo y continuó en el hogar familiar. Para cuando acabó, él ya tenía la maleta a punto y se disponía a marcharse de casa para siempre. «Aquello fue la gota que colmó el vaso», relataba Scott. «Parece una chorrada acabar con un matrimonio de tantos años por culpa de una tontería como un partido de golf, pero lo cierto es que no estábamos preparados para lidiar con aquello.» Los ojos marrones de Rassy emitieron un destello cuando le pregunté cómo se marchó Scott. «Scott no “se marchó”; lo eché yo, que es diferente.» Rassy recordaba que, con las prisas a la hora de hacer los bártulos, Young derramó un tintero sobre el contenido de su maleta. «Me pareció algo maravilloso.»

Recuerdo a mi madre llorando en la mesa de la cocina o algo por el estilo. Creo que dijo: «Tu padre se ha marchado y ya no va a volver», y yo eché a correr escaleras arriba y, mientras subía, solté: «Lo sabía» o «Te lo dije». Sí, sí, dije: «Sabía que lo haría, mira que lo sabía», porque una vez mi padre me había llevado de paseo y me había dicho que, si alguna vez ocurría algo así, que él siempre me querría estuviéramos donde estuviésemos. Se limitó a decirme: «Mira, a lo mejor llega el día en que mamá y yo dejemos de vivir juntos… Yo hay cosas que quiero hacer con mi vida y, la verdad, no nos llevamos muy bien; las cosas no funcionan». Fue ese tipo de conversación: que no pasaba nada, que aquello no significaba que no me quisiera… Total, que no me pilló totalmente por sorpresa, pero aun así, cuando por fin sucede, piensas: «Me cago en la hostia, papá se ha largado».

Ella se quedó muy amarga; aquello le afectó mucho. Creo que la separación fue demasiado para Rassy.

June Callwood recuerda que recibió una llamada el día que Scott se fue de casa: «Rassy me llamo histérica. Yo sabía la tremenda tragedia que aquello suponía para ella, porque la vida de Rassy giraba en torno a Scott y no le quedaba más válvula de escape que pintar sillas».

A Callwood le sorprendió que Rassy se pusiera en contacto con ella, ya que desde el altercado de los cotilleos de Rassy no es que hubieran sido uña y carne precisamente, pero le ofreció su apoyo. Aquella renovada amistad no duraría ni veinticuatro horas. «Al día siguiente Bob me llamó y me dijo que se había pasado la noche vomitando», comentaba Callwood. «No encontraba a su madre por ninguna parte y el impasible e introspectivo Neil ya se había ido a la escuela. Bob no podía ir; me dio la impresión de que estaba fatal.»

Toots, la hermana de Rassy, no tardó en llegar de Winnipeg y encontrarse la casa sumida en el caos más absoluto. «Allí transcurrieron tres de las peores semanas de mi vida. Bob se pasaba toda la noche despierto poniendo una música funesta, y a Rassy le daban ataques de histeria cada diez minutos.» Según Toots, el único que aportaba un toque de alegría era Neiler, que un día volvió a casa del colegio ataviado con un sombrero con una pluma enorme en un intento de animar al personal. «Neil se esforzaba muchísimo, pobre crío, por actuar como si allí no pasara nada. Llegaba a casa silbando, pero era cerrar la puerta y venirse todo abajo; aunque Neil nunca tiraba la toalla. Me daba mucha pena tener que dejarlo allí, muchísima. Pero ¿qué iba a hacer? No podía arrebatarle a su hijo.»

Snooky llegó desde Texas para intentar ayudar. «Rassy no paraba de llorar; yo nunca la había visto llorar y era una situación verdaderamente angustiosa. Rassy ni siquiera me oyó cuando le dije: “No llores; por estas cosas no se llora. No es lo adecuado en estos casos”. Nuestra madre se habría enojado con Rassy por comportarse así, no le habría parecido nada bien, pero, total, Rassy llevaba tal berrinche que aquello le traía sin cuidado.»

Snooky dijo que intentó hablar con Scott: «Su opinión de Rassy se resumía en una frase: “Cada vez deja la cuenta a cero”. Scott no se refería al dinero, sino a su relación, al hecho de que cada día tenía que volver a la casilla de salida para que se le considerara una persona decente. Pensé que era un comentario muy feo y recuerdo aquellas palabras, porque pensé: “Me pregunto si realmente llegó a conocer a Rassy”».

El divorcio no entraba en los parámetros de resolución de conflictos de la familia Ragland, ya que Bill y Pearl habían permanecido juntos a pesar de que para algunos su matrimonio se hallaba exento de toda pasión. «Cuando mi padre decía una cosa, ya no había vuelta de hoja», afirmaba Snooky. «Cumplía sus promesas aunque le fuera la vida en ello, y así fue como nos educó, nos hartamos de oír esa cantinela. Estábamos convencidas de que una vez dábamos nuestra palabra ya no había nada que hacer, punto final. No podías echarte atrás y cambiar de opinión acerca de algo importante, y sé que Rassy se sentía así; Scott la dejó tremendamente aturdida.

»Hasta entonces la vida para Rassy había sido una carcajada continua, todo le resultaba divertido… Pero después de aquello, todo cambió; ya no se reía como antes y bebía mucho más; no sé cuánto, pero bebía mucho. Quien la conociera después del divorcio, nunca conoció a la verdadera Rassy, porque ya no volvió a ser la misma. Aquello le partió el corazón.»

Un par de días después de la ruptura, Scott llevó a sus dos hijos a Ciccione’s, un restaurante italiano de Toronto que continúa entre los predilectos de la familia, para darles la mala noticia. «Traté de explicarles que les quería, pero que no quería seguir viviendo con su madre», escribe Scott. «No sé si tuvo mucho sentido lo que les dije… No quería que aquello acabara con los niños desapareciendo del mapa, pero no sabía qué iba a pasar.»

Después de cenar, Bob y Neil acompañaron a Scott de vuelta a la redacción del Globe and Mail y, antes de despedirse, Neil se acercó a su padre y le dio unas palmaditas en el brazo, «como diciendo que lo sentía mucho, que a lo mejor era el caso». Tras haber pasado con Neil el tiempo suficiente como para saber que no es precisamente efusivo a la hora de expresar sentimientos, sentí curiosidad por cómo le afectó a Scott aquel gesto, y me contó esta historia a modo de respuesta:

«Si Neil estaba en la misma sala que alguien gordo o con algún tipo de defecto —o que hubiera sufrido alguna pérdida— y alguien hacía algún comentario que pudiera herir a esa persona, a Neil se le llenaban los ojos de lágrimas, y te hablo de cuando tenía cinco o seis años. Era muy sensible a los sentimientos de los demás, y ya sé que luego ha herido los sentimientos de mucha gente de un modo u otro, pero cuando era pequeño, aquello me llamaba la atención. Neil demostraba tener una sensibilidad extraordinaria hacia las penas ajenas, y qué decir de las palmaditas que me dio delante del edificio del Globe and Mail. Aquello no se me olvida.»

A medida que se desintegraba su familia, aumentaba la obsesión de Neil por la música. La primera vez que alguien recuerda haber visto a Neil tocar un instrumento —un ukelele barato de plástico— fue en la Navidad de 1958. Sus padres recuerdan comprárselo como regalo de Navidad; Neil dice que su padre se lo había comprado meses atrás en Pickering. En cualquier caso, Young empezó a centrarse en la música. Scott escribe que Neil «cerraba la puerta de su habitación, que estaba al final de las escaleras, y oíamos “praaang, una pausa para cambiar los dedos de acorde, “prang”, otra pausa para volver a cambiar de acorde, “prang”…».

¿Cuáles eran las raíces musicales de los Ragland? Tenemos la ínfima muestra de los atormentados pinitos con el piano de la abuela Pearl y el amor que le profesaba Rassy a ese instrumento. Según Scott: «La música era lo único que conseguía hacerla llorar, sobre todo la música de ópera. Vio El gran vals cinco veces; iba allá donde la proyectaran. Una vez Rassy me dijo que lo que más le hubiera gustado en la vida habría sido tener una buena voz para poder cantar, así que esos eran los antecedentes cuando Neil empezó».

En la familia de Scott abundaban los campesinos cosechadores. «Si estábamos en la granja y se ponía a llover, te ibas corriendo a casa a toda pastilla y cogías el primer instrumento que encontrabas», recuerda Bob, el hermano de Scott. «Uno podía acabar con un violín, otro con un banjo, con una mandolina o una armónica; en esta familia nos sentimos bastante orgullosos de nuestras aptitudes musicales.»

Siendo adolescente, Neil pudo comprobar las increíbles dotes musicales de los Young al asistir al funeral de un familiar en Winnipeg. «Cuando murió la prima Alice, nos reunimos unos cuantos en casa de uno de los primos y le dijimos a Neil que se trajera la guitarra, ya que estaba empezando a ser conocido en Winnipeg», recuerda el tío Bob. «Neil entra en aquella casita, ve a todos aquellos granjeros sentados en círculo —a los que por poco les salía el heno por las orejas— y se pone a darle a la guitarra. Entonces los demás empiezan a tocar y, madre mía, le costó horrores seguirles el ritmo; iban todos como locos.»

Neil no recuerda esta historia y, al no tener mucho contacto con ese lado de la familia, no guardaría mucha conciencia de esta tradición, aunque hubo dos personas en la familia que le impactaron enormemente: el tío Bob y la abuela Jean.

Si bien Bob Young pasó la mayor parte de su vida trabajando como encargado de relaciones públicas, la música era su gran pasión. «Mi padre era capaz de tocar cualquier instrumento de cuerda que le pusieran delante», sostenía su hija Marny Smith, que actuaba junto a sus hermanas, Stephanie y Penny, en un grupo vocal itinerante que había montado su padre. «Recuerdo que Neil siempre observaba a mi padre allí donde íbamos», comentaba.

Se da por sentado que Scott Young, que se sabía los acordes básicos con el ukelele, fue quien enseñó a tocar a Neil, afirmación que refutó con vehemencia el hermano de Scott, Bob, que, cuando lo conocí, pese a pasar de los ochenta y no andar bien de salud, se apresuró a sacar su ukelele Arthur Godfrey12 y se lanzó con «How in the heck can I wash my neck if it ain’t gonna rain no more?13». Bob afirma categóricamente que le dio clases a Neil, aunque localiza la acción en Omemee, cuando Neil todavía no tenía su propio instrumento. Neil también menciona a su abuela Jean, la matriarca del clan de los Young.

Jean era genial, una artista con una personalidad tremenda; tiene que ser ella la raíz de todo… Por su manera de ser. Todo el mundo la apreciaba; a pesar de ser extrovertida, había algo que nunca acababas de entender. Cantaba como los ángeles y tocaba el piano; solía reunir a la gente y ponerse a cantar en un santiamén, y siempre estaba organizando funciones para los mineros y cosas por el estilo. Vivía de la música. Yo la vi y la oí tocar el piano, y era magnífica, ojalá la hubiera conocido mejor porque sinceramente pienso que era alguien especial.

Mi tío Bob también era genial. Tenía tres hijas —mis primas— y las tenía adiestradas, es decir que era en plan ¡BUM!: «¡La laa la laaaa!». Y se marcaban unas armonías vocales a tres voces perfectas, flipantes, así, chasqueando los dedos para marcar el ritmo, con un magnetismo alucinante, y mi tío las acompañaba al ukelele o lo que fuera, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras las chavalas meneaban el esqueleto. Luego mi tío dejaba de tocar: «A ver, chicas: ¿qué queréis cantar ahora?». Dios, eran geniales.

Me empecé a centrar en el ukelele cuando vivíamos en Brock Road. Luego, cuando nos mudamos a Old Orchard, en Toronto, ya me dediqué a ello más en serio. Creo que los primeros temas que aprendí fueron «Billy Boy», «Rachel and Rachel» y «Bury Me Not on the Lone Prairie». Papá se defiende, pero no lo hace ni la mitad de bien que su hermano. Fuimos a por el ukelele y papá me dio unas nociones básicas, y luego vino mi tío y me enseñó de verdad; las manos le iban a toda hostia y yo: «Tío Bob, ¿qué leches estás haciendo?». Duuuba duuup duuup…

Pasé de un ukelele básico a otro mejor, luego a un banjo ukelele y después a un ukelele barítono; todo menos una guitarra. Me estaba aficionando a la música.

«Cuando iba a la escuela, siempre me daba por cambiar de manera repentina», declaró Young a Dave Zimmer en 1988. «Hablo aún de la escuela secundaria, donde me daba por llevar el mismo tipo de ropa y tal durante un año y medio hasta que de repente un día empezaba a llevar ropa diferente y ya no me volvía a poner más la otra ropa. Me iba de un extremo al otro… Obviamente, había algo de mí mismo que no me gustaba; por algún motivo, no me siento seguro.»

Neil Young llevaba unos zapatos blancos de ante la primera vez que se topó con Comrie Smith, que se convertiría en uno de los alicientes de su etapa en Old Orchard: el primer compinche musical de la infancia de Neil. Se conocieron en clase de matemáticas de noveno grado en el Instituto John Wanless, y no tardaron en hacerse amigos gracias a su pasión compartida por el rock and roll. Al empezar el décimo grado en el otoño de 1959, quedaban todos los días delante del supermercado A&P que hacía esquina entre Yonge y St. Germain para ir juntos al Lawrence Park Collegiate14.

Smith, un adolescente hipster con el flequillo bien alzado intentando imitar el tupé de Elvis, se quedó anonadado con el estilo de Young. «Neil merodeaba por Yonge Street. Era un tipo muy delgado, muy alto, con el pelo engominado hacia atrás por los lados, pero muy corto por arriba. Iba con un transistor, zapatos blancos de ante, un bonito suéter molón y pantalones negros; era un tío muy fardón.»

A pesar de las limitaciones económicas propias de una madre separada, Rassy no escatimaba en gastos para el vestuario de Neil y le compraba jerséis deportivos y llamativas cazadoras de pana en Halpern’s, una exclusiva tienda de ropa. Comrie recuerda a Rassy más como a una colega de Neil que como a su madre. «Era muy agradable y muy abierta con nosotros; tenía un punto infantil, y yo pensaba que sería genial tener una madre como Rassy, que iba en plan: “Adelante, a por todas”. La libertad que tenía Neil era la envidia de todos.»

Hacerse amigo de un chaval hijo de padres separados supuso todo un problema para Comrie. «Mis padres nunca acabaron de aceptar a Neil, porque pensaban que me convendría más relacionarme con gente de un entorno más estable.»

Smith recuerda que Young era un manojo de nervios al que la separación de sus padres había afectado muchísimo. «Neil se exaltaba mucho con el tema de la ruptura; no paraba de hablar de ello y solía acabar con la cara roja como un tomate.» Además de aquella facilidad para enrojecer, Young tenía la manía de «sacudir los dedos a tal velocidad que hacía que las uñas chasquearan ruidosamente», pero Neil se las ingenió para hacer de sus tics nerviosos todo un numerito que utilizaba en clase. «Le sacó mucho provecho», comentaba Smith. «Con solo entrar, poner aquel careto y sacudir los dedos, tenía a toda la clase partiéndose.»

Neil se hizo popular entre las chicas gracias a sus payasadas, ya fueran intencionadas o innatas. «A todas les hacía gracia porque era muy divertido», decía Smith, que recuerda perfectamente que Young le lanzó a una chica una goma elástica al pecho para demostrar que llevaba relleno. «¿Has visto, Comrie? Ha rebotado enseguida», exclamó Neil, quien, para sorpresa de Smith, incluso consiguió hacer reír a su víctima. «Si llego a ser yo, ¡me mata!»

Con ese comportamiento, Neil se ganó un puesto casi permanente junto al despacho del subdirector, pero incluso desde allí se las arreglaba para hacer alguna barrabasada. «Recuerdo ver un petardo pasar zumbando por la ventana de la clase, pasos acelerados, a Neil corriendo por delante de clase para volver a su pupitre en el pasillo, a la Srta. Smith salir disparada por la puerta para interceptarlo y a toda la clase partiéndose.»

También está el capítulo de la inspección del cuerpo de cadetes un día de mayo de un calor sofocante. Comrie recuerda ir de uniforme y con los zapatos negros de cordones y tener que mascar una goma elástica para evitar desmayarse. Young se puso en la fila como si tal cosa con sus adorados zapatos blancos de ante. Cuando lo expulsaron de la ceremonia, Young «no podía parar de reír», comentaba Smith; «nos tocó quedarnos allí firmes una hora».

Young sentía una especial empatía hacia sus compañeros más huraños, ya que sin duda debía de verse un poco reflejado en aquellos marginados. Gary Renzetti era «un chaval espabilado sin un duro y de pocas luces», explicaba Smith, «que llevaba unas pintas como si se hubiera pasado la noche escarbando en los contenedores del vecindario». Un día, Neil decidió echarle un cable a Renzetti en uno de tantos días de vejaciones estampándole un libro de matemáticas en la cabeza a uno de sus torturadores. La siguiente vez que uno de aquellos gamberros empezó a meterse con Renzetti, Neil le pidió al profesor un diccionario y ¡PLAS! Cuenta la leyenda que dejó al pandillero de marras seco. «Me expulsaron un día y medio, pero le dejé claro a aquella peña cómo me las gastaba», le contaría Young a Cameron Crowe muchos años más tarde. «Así es como me planteo yo las peleas: puestos a pelear, vas a saco con quien sea o lo que sea que te moleste; si no, mejor no meterse.»

A ver, no es que fuera «¡A MATAR!» literalmente. Lo que sí hice fue darle al tipo en la cabeza con el diccionario con todas mis fuerzas, y me quedé anchísimo; no es algo que recomiende hacer, pero sin duda te ayuda a desahogarte y luego te sientes mucho mejor. ¿John Wanless? Tenías que llegar en el momento adecuado. Si llegaba un poco antes de hora, podía llevarme una paliza que te cagas, así que me aseguraba de llegar justo a tiempo. Y cuando te pirabas de la escuela, salías cagando leches y te ibas bien lejos, porque la gente era muy gilipollas. Ya sabes cómo se ceban con uno en el colegio.

En toda clase siempre está el típico tío que le cae mal a todo el mundo, el marciano de turno, joder; pues yo tengo que entablar conversación con esa persona, ¿estamos? El mío era Gary Renzetti. Apenas lo conocía, lo único que sabía es que el tío vivía en su puta galaxia paralela y que todos se metían con él, no sé por qué; a lo mejor era porque no hablaba inglés muy bien, puede que fuera por eso. Era un tipo grandote que iba vestido como de los años cuarenta, con ropa que parecía usada, no sé. Nunca llegué a conocerlo mucho, pero me caía bien. Me dije a mí mismo: «Este pobre capullo de Renzetti lo tiene muy crudo; vamos a ver qué tal se lo monta». Era curioso.

Algunas personas me han dicho: «Fíjate en la infancia de Neil; es un caso clásico del tipo “La revancha de los novatos”».

¿“La revancha de los novatos”? Genial.

¿Qué tiene de bueno?

Pues que adquirir el estatus de empollón con el conocimiento tan de ir por casa que tengo de ese concepto me parece un logro cojonudo, y me siento orgulloso.

Me tocaba llevar los putos zapatos blancos de ante, que molaba porque sentías los pies ligeros y te podías mover con facilidad. Los limpiaba con una cosa que se llamaba Sani-White, un potingue blanco que venía en un frasco con una especie de esponja en la parte superior, y con eso los pintabas; era como si te blanquearas los pies.

Yo siempre iba dos o tres años por detrás del resto. Los zapatos blancos de ante estaban más que pasados de moda cuando yo empecé a usarlos; estaban superpasados, ya no los llevaba nadie para cuando tuve los míos, así que eran motivo más que suficiente para encabronar al personal; me desmarcaban del resto.

Al salir de clase, Comrie y Neil iban directos a la casa de Comrie en el número 46 de Golfdale, sobre todo al flamante equipo Philips de alta fidelidad de su padre. Smith lo tenía todo: Jerry Lee Lewis; EP y singles de 45 rpm de Elvis; el disco de 78 rpm donde Little Richard berreaba «She’s Got It»; Roy Orbison; temas instrumentales de Link Wray y del pianista de Nashville Floyd Cramer. Es más, Comrie tenía hasta un par de LP: The Chirping Crickets de Buddy Holly and the Crickets y Go Bo Diddley.

Como verdaderos cazadores de discos que eran, Neil y Comrie tenían unos gustos muy particulares. «Nos gustaban los sonidos raros», comentaba Smith. «Sonidos originales que no se habían escuchado hasta entonces.» Comrie recuerda que Young se volvía como loco con ciertos discos, normalmente con los más guitarreros, como el machacón y demencial «Muleskinner Blues» de los Fendermen o «I Sure Do Love You Baby», una cara B de Gene Vincent con un solo arrollador que usaba el volumen de la guitarra en lugar de distorsión; pero fue la actitud de Richie Valens en su versión de «Framed» lo que realmente cautivó a Young: una auténtica jerga lumpen que contenía el imperecedero pareado «I was walkin’ down the Street, mindin’ my own affair / When along came a cop, grabbed me by my underwear15».

«A Neil le parecía fabuloso», recuerda Smith; hasta el punto de que cuando la Srta. Pat Smith les puso como deberes para la clase de lengua copiar un poema de memoria, Young garabateó la letra de «Framed» y se la entregó.

Cuando su obsesión por los discos se lo permitía, Neil y Comrie acudían a los bailes que organizaban en Saint Leonard o en Saint Timothy los fines de semana para echar un vistazo a los grupos locales. «Neil y yo nos quedábamos al lado del escenario babeando», comentaba Smith, que todavía recuerda la tarde de un sábado en que un chaval algo mayor los invitó a su casa para ver ensayar a los Sultans.

Como cabía esperar, todo esto derivó en la idea de formar un grupo, y Smith recuerda que Neil sopesaba las diferentes posibilidades: ¿Vamos a tocar un tipo de música en el que las letras tengan importancia? ¿Éxitos de los 40 Principales? ¿Instrumentales? ¿Música folk? La opinión de Rassy se tenía muchísimo en cuenta. «Estaba empeñada en que Neil hiciera un rollo más lírico, tipo The Kingston Trio», explicaba Smith. «Neil dijo: “Bueno, pues si formamos un grupo, céntrate en los bongos, Comrie, hazme caso”.»

Ante la insistencia de Young, Smith fue y se compró unos bongos por doce pavos y recuerda estar sentado al borde de la cama, probando los bongos, mientras Neil aporreaba el ukelele, ambos tocando al son del disco de 45 rpm de Preston Epps «Bongo Rock». «Al final llegamos a la conclusión de que necesitábamos más gente en el grupo.»

Un domingo por la tarde, aprovechando que los padres de Comrie habían ido a misa, la pareja fue más allá y pasó a ser un cuarteto: Neil al ukelele, Comrie a los bongos y sus colegas de clase Bob McConnell y Harold Greer a la guitarra y al bajo. «Let’s go to the hop, oh baby, let’s go to the hop16», coreaban alegremente Danny and the Juniors una y otra vez desde el equipo de música mientras el grupo tanteaba los acordes, para acabar por atreverse a ensayarla ellos solos. Según Comrie: «Al cabo de una hora, dijimos: “¡Vaya tela! ¡Vamos a tener que aprender más canciones!”».

Ahora por fin eran un grupo, a pesar de que nadie recuerde el nombre del conjunto, si es que lo tenía. Lo que sí que tenían eran conjuntos, en plural: unas camisetas doradas de cuello de barco y media manga con estampados geométricos que Neil había elegido en Halpern’s. Young y Smith no dudaron en presentarse de esa guisa en la escuela, pensando que eran lo más, hasta que algún graciosillo soltó: «¡Mirad, si son Zipi y Zape!». «Menudo bajonazo», farfullaba Smith unos treinta y cinco años más tarde.

Fingíamos ser un grupo, pero ninguno sabía tocar; si no sonaba el disco de fondo, no había nada que hacer.

Recuerdo que en casa se escuchaba mucho a The Kingston Trio y que Rassy ponía discos de Lena Horne, de Glenn Miller y de todas esas big-bands; aquel tipo de música era lo que solía sonar en casa durante la época de Old Orchard Grove.

Comrie es un tío muy majo. Sigue tocando, tiene un grupete; me envió una cinta, pero todavía no la he escuchado. Soy lo peor; nunca escucho las cintas de los demás.

La peña no se da cuenta de la poca música que escucho, apenas nada. Estoy fuera de onda, lo digo en serio; comparado con lo puesta que está la mayoría de la gente, con sus conocimientos musicales y del panorama actual… Yo siempre he pensado que cuanto menos supiera, mejor.

Pero sí que tenía mis discos fetiche. Recuerdo que me fascinaba que los Everly Brothers hubieran versionado «Lucille». A pesar de que se trataba de los Everly Brothers, yo notaba que le faltaba algo; estaba genial, pero no producía la sensación que producía la canción original; es lo que suele pasar con el original y la copia.

Empecé a comprarme discos de 78 rpm. El «Bony Moronie» de Larry Williams, Hank Ballard and the Midnighters, el «Rawhide» de Link Wray, ¿esa que hace: «Ñañañá ña ñáña»? Fue la que sacó después de «Rumble», y las dos eran la bomba. El «Sea of Love» de Phil Phillips, Jack Scott. Me gustaba Sam Cooke, pero no lo suficiente como para comprarme el disco. El que sí que me flipaba era Buddy Holly, pero tampoco me entusiasmaba tanto como para comprar el disco hasta que salió el LP con todas las canciones y entonces me lo compré, porque nunca compraba los singles; salvo excepciones como Larry Williams y algunos de aquellos clásicos que compraba en formato de 78 rpm lo antes posible. Robinson’s era una especie de tienda de electrodomésticos donde trabajaba una señora muy simpática con la que hablábamos continuamente. Creo que Comrie y yo íbamos mucho por allí juntos, porque estaba al lado de su casa. Llegabas allí y aquello era como el Hit Parade; lo tenían todo, y nosotros en plan: «¡Qué fuerte! ¿Esa canción ya está a la venta?» Cogías aquellos discazos enormes, los escondías bajo el brazo y luego fardabas del rollo: «Aquí tengo un disco. ¡Vosotros no tenéis una mierda!».

«Last Date» de Floyd Cramer me tenía flipadísimo. La verdad es que era el único tema suyo que conocía. «Du du du duuuu». Con todas las notas ligadas. Todas; y en continuo movimiento. Me molaba aquel sonido, así que hay mucho de eso en mi forma de tocar la guitarra… ligando las notas; es algo que siempre he hecho. La primera vez que lo probé con la guitarra pensé que era una pasada, pero Randy Bachman lo hizo primero. Randy es la primera persona que he escuchado en mi vida capaz de conseguir cosas con la guitarra que me recordaran a Floyd. Tiraba de las cuerdas en plan «tu- tuuiiing», y creaba una armonía nueva haciendo un bending17 sobre una cuerda en un double-stop, dejando la otra quieta. Pensé: «Si él puede hacerlo, yo también; puede que me cueste dos años aprender a hacerlo, y que lo acabe haciendo solo la mitad de rápido, pero lo sacaré por cojones».

Siempre fui un apasionado de Roy Orbison; «Only the Lonely» era todo un hitazo cuando íbamos por la tienda de discos de la señora aquella. Qué voz, qué arreglos y qué discos tan impresionantes. Roy ha sido lo más parecido a Bob que ha dado el rock and roll. Era tan… sincero y llegó tan alto. El tío sacaba unos discos de la hostia; eran discos revolucionarios, un hit detrás de otro sin parar… Todo un fuera de serie. Con esa voz que tenía que parecía un puto cantante de ópera, cantando aquellas baladas con un ritmo al estilo de el Bolero de Ravel. ¿Qué coño era aquello? Era en plan, ¿de dónde ha salido esto? «Evergreen», «Blue Bayou»… Me encantaba el puto disco y lo escuchaba sin parar, una y otra vez. Es que me flipaba el puto tema; y ese estilo que tiene, esa manera de cantar. Eso sí que es una CANCIÓN con mayúsculas, joder. Ahí tienes a un cantautor especializado en tragedias que se implica hasta tal punto que resulta casi imposible abarcar la profundidad de su sentimiento. Lo que hace es profundo y oscuro, y siempre hurga en la herida, pero la cosa nunca llega a ponerse negra; se queda en azul, en un azul oscuro.18 Es que lo clava, el tono dramático. La música de Roy tiene un tono tristón, pero con ese punto de orgullo.

¿Qué es lo que te gustaba de Del Shannon?

Lo mismo que me gustaba de Roy Orbison. Utilizaba unos acordes rarísimos, y había algo en él que me llamaba la atención; vaya personaje más trágico.19 Me parecía el personaje siniestro por definición, oculto tras aquella apariencia de Bobby Rydell, tú ya me entiendes. «Hats Off to Larry», «Runaway», «Swiss Maid»; era tremendamente original. Llevaba un rollo muy raro, iba totalmente a su bola, sin importarle las modas. No sé cómo se le llegaron a ocurrir todas aquellas ideas.

Bobby Darin. Por aquella época era bastante peculiar… Un tipo curioso. Ahora que lo pienso, su primera canción se publicó estando yo en Pickering: «Queen of the Hop». Apreciaba lo que hacía, pero tampoco es que el mensaje de sus canciones me llegara al alma, aunque «Queen of the Hop» molaba bastante, te podías hacer una buena idea de lo que iba aquello. «Dream Lover» tampoco estaba nada mal. ¿Y te acuerdas de cuando hizo la versión de «If I Were a Carpenter» de Tim Hardin? Pues ahí sonaba totalmente distinto. «Mack the Knife» también molaba, pero casi llegaba a distraerte, porque era un cambio tan radical, que pensabas: «Para el carro, por el amor de Dios. Esto es una pasada, pero ¿quién cojones es este…? ¿Es el mismo tío? ¿Qué coño le ha pasado?»

Es el primer músico que yo recuerde que te hacía pensar: «Hostias, ya ha vuelto a cambiar; es totalmente distinto, pero le sigue poniendo el mismo empeño, no suena desganado en absoluto». «Dream Lover», «Mack the Knife», «If I Were a Carpenter», «Queen of the Hop», «Splish Splash»; dígame, Sr. Darin: ¿Compuso usted todos esos discos el mismo día? Je, je, je; si no, ¿qué fue lo que le ocurrió?

No paraba de cambiar, es como si se fuera de un extremo al otro, así que es difícil saber quién era realmente Bobby Darin.

A veces, Comrie y Neil se reunían en un escondite secreto que tenían en el barrio —y se apresuraban a sacar un par de pipas rebosantes de una mezcla de tabaco especialmente nocivo llamado Bond Street— para hablar de chicas, grupos, discos y otros asuntos importantes mientras echaban unas caladas. Según Comrie, aquellas conversaciones siempre acababan derivando de un modo u otro a los problemas familiares de Neil.

Cuando se separaron Scott y Rassy, las cosas fueron de mal en peor. El nuevo amor de Scott, Astrid, le había estado escribiendo y le enviaba las cartas a la dirección de su hermano. Merle, la esposa de Bob, se hizo con una de aquellas cartas y se la reenvió a Rassy, seguramente como represalia por la animadversión que esta había mostrado hacia ella. «Sabía de sobra que Rassy reconocería la letra de una mujer y abriría la carta; y la leería», comentaba Scott. «Que fue exactamente lo que ocurrió.» En 1960, Rassy pidió el divorcio. Según Scott, Rassy le dijo que les había enseñado a los niños la carta de Astrid, hecho que Scott dio por cierto durante más de veinte años, hasta que se puso a escribir Neil and Me y Neil le dijo a su padre que él nunca había visto aquella carta. «¿Por qué me diría aquello Rassy?», le preguntó Scott. «Solo intentaba hacerte sentir bien contigo mismo», le contestó Neil en broma.

Scott tuvo remordimientos de conciencia durante años. «El primer amor es algo muy fuerte, y nunca acabas de estar seguro de hacer lo correcto cuando tomas una decisión tan drástica acerca de un matrimonio», comentaba. «Solía pensar que las parejas que estuvieran verdaderamente en sus cabales podían encontrar la manera de sobrellevar las cosas, de hacer que funcionaran. Nuestro matrimonio tenía tantas cosas buenas: nuestros dos hijos, todo lo que hicimos, los problemas profesionales que logramos resolver juntos… Me parece que para Rassy el matrimonio perfecto hubiera consistido en arreglar nuestras diferencias y en que yo alcanzara una gran popularidad como escritor, pero sin traicionar el amor que habíamos jurado profesarnos el uno al otro.»

Lamentablemente, Scott seguía adoleciendo del blues del matrimoniator. Su hermano Bob recuerda que una vez Scott le estaba soltando otra perorata de que «nunca se iba a volver a casar, jamás de los jamases, mientras íbamos en coche por Yorkville en un día caluroso y soplaba una brisa del noroeste; y en eso que una chica india con un sari cruzó la calle, y el sari se le quedó pegado al cuerpo por culpa de la brisa. Era una preciosidad. Santo cielo, a Scott se le levantaron las orejas, y esto ocurría cinco minutos después de que me perjurara que jamás en la vida volvería a fijarse en una mujer».

En 1960, obtener un divorcio en Canadá era prácticamente imposible. «La única posibilidad de que te concedieran el divorcio era demostrar que había habido adulterio», explicaba Scott. «Era la manera de conseguirlo, y había muchos chicos y chicas que se ganaban la vida a costa de ello. El listillo del abogado matrimonialista llamaba a una de aquellas chicas para que se quedara en enaguas o en bragas en la cama de una habitación de hotel y que el tipo que debía testificar en el juicio entrara y la viera allí.» Rassy puso una condición especial: que esa persona fuera Astrid. «Quería que ella fuera la mujer que encontraran en mi habitación», decía Scott, riendo. «Era duro estar con Rassy en el juzgado.»

Una vez el matrimonio tocó a su fin, Rassy emprendió una batalla campal, atacando a Scott con la misma tenacidad con la que lo había apoyado antaño. «Había defraudado a Rassy enormemente, y ella no estaba dispuesta a rendirse en absoluto», comentaba Scott. «Se dedicó a ir por toda la ciudad poniéndome a caldo.»

Y todavía seguía poniéndolo a caldo más de treinta años después. «Scott era un hombre muy peculiar: nunca mostraba su admiración por las cosas que hacían los demás. Scott no confía en nada que haga nadie a no ser que él esté al mando y no podía soportar que alguien apreciara algo que yo hubiera hecho; lo sacaba de quicio. Era un egoísta; no tenía ni la más remota idea de lo que necesitaban los demás. Un bloque de hielo es lo que es.»

Tras la ruptura, Bob se quedó en Toronto con su padre, mientras que Neil regresó a Winnipeg con Rassy. «Probablemente, el mayor error que cometí fue no decirles a los dos que podían venir a vivir conmigo si así lo preferían», recuerda Scott. «Es algo de lo que siempre me he arrepentido, porque Bob decidió venirse conmigo y la verdad es que yo no soportaba la idea de que Rassy se quedara sola, porque era en plan: “Vamos a ver, yo me marcho, y Bob se viene conmigo, así que…”. Neil fue, en cierto modo, no diría la víctima pero… Un consejo para todo el mundo: ni se os ocurra separaros de la familia sin haberles dicho antes que los queréis y que pueden irse a vivir con vosotros siempre que quieran.»

El divorcio fue especialmente duro para Bob. «En aquel momento yo no quería irme de allí, ni vivir en otro sitio; no quería acabar en un lugar donde no conociera a nadie», comentaba. «Ya estaba hasta el gorro de tanta mudanza. Jugaba al golf como amateur, que era como una lucha a vida o muerte. Me parecía que era mi única válvula de escape.»

«No había manera factible de tenerlos a los dos contentos; en mi opinión, era una situación sin salida. Todo aquello me afectó enormemente; creo que a Neil no le afectó tanto, porque aún estaba protegido, por así decirlo; me refiero a que era demasiado joven para hacer lo que yo hice: trabajar.»

Para Bob todo suponía una lucha constante; se peleó con su familia, dejó pasar la oportunidad de hacer carrera en el golf y se dedicó a deambular por la vida intentando encontrarle un sentido que aún parece seguir escapándosele. Bob recuerda un día de invierno, al poco de separarse la familia, en que daba una vuelta por Winnipeg con Neil y se hicieron la promesa de que el primero que consiguiera triunfar en la vida ayudaría al otro a cumplir sus sueños. Más de cuarenta años después, Neil sigue ayudando a su hermano a hacer realidad el suyo.

Rassy pensaba que todo habría sido distinto si Bob se hubiera ido con ella a Winnipeg, por supuesto. «Scott le tenía manía a Bob. Puedes cargarte a alguien solo con palabras, dejarle con la moral por los suelos si aprovechas la menor oportunidad para menospreciarle, y eso es lo que hizo Scott.»

Neil lo interiorizaba todo y se metió de lleno en la música. En el futuro, a menudo se vería como un espectador aparentemente pasivo ante aquella marabunta de productores, mánager y músicos que pugnaban por acaparar su atención; tal vez sea un tipo de afecto que Young es capaz de entender.

Neil sostenía sus cartas tan pegadas al pecho que ni siquiera sus más allegados tenían claro lo que se traía entre manos. Puede que su música rezume sentimiento en su estado más puro, pero, como persona, «el impasible e introspectivo Neil» era con frecuencia un ser imperturbable e inescrutable.

Supongo que el concepto de divorcio todavía no estaba muy extendido, así que mamá y papá fueron pioneros, je, je.

¿Recuerdas haber vivido muchas peleas durante la infancia?

¿Entre mi madre y mi padre? Sí, bastantes. Había peleas, porque mi madre se exaltaba con facilidad, no te lo imaginas.

¿Cómo te afectaba a ti?

Pues, la verdad es que no me acuerdo; o sea, que no guardo ningún recuerdo especial de pasarlo mal ni nada por el estilo. Era algo que estaba ahí, pero tampoco pasaba con tanta frecuencia como para molestar demasiado. Creo que, al separarse mis padres, fue cuando pensé: «Vaya, así que las peleas iban en serio». A ver, intentaron arreglarlo, pero no salió bien. Algo ocurrió, pero no sé el qué.

Papá se pasó un pelín de sociable, creo yo. Era un tipo muy simpático, je, je. Conocía a mucha gente, ¿estamos?

Y Rassy sabía que tu padre conocía a mucha gente, ¡y las tenía a todas fichadas!

Aquello debió de ponerla enferma, tener que llevar la cuenta de toda esa mierda; y mientras papá se lo pasaba de puta madre. Mi padre es un tío guay, y yo podría aprender mucho de él, así que más me vale espabilar…

Me debían de tener de lo más protegido, porque toda aquella mierda podía estar pasando delante de mis narices, pero yo no me enteraba de nada, es verdad. Estaba en la parra.

Todavía recuerdo cómo intentaba verle el lado positivo a la situación, porque pensaba: «Bueno, joder, tampoco es para tanto; no lo es. Mentalízate».

No sé. Al principio lloraba, me quedé hecho polvo y tal, pero, eh, ¿sabes? Por otro lado, creo que era consciente de que no eran felices juntos, y pensaba: «Venga, puede que mamá conozca a alguien; puede que papá sea feliz así». Me daba la impresión de que teníamos que tirar p’alante y ser positivos; o sea, que yo ya estaba centrado en el futuro, por así decirlo, ya me entiendes.

El ambiente familiar no es que hubiera sido muy bueno, que digamos; había un mal rollo bestial y no guardo muy buena memoria de aquella casa de Old Orchard. Recuerdo que no me veían mucho el pelo por allí, que pasaba bastante tiempo en casa de mis colegas, por eso creo que cuando papá se fue en parte me alegré, y pensaba que por fin haríamos cosas divertidas, ¡menos mal! Ya sabes: «Vamos a comprar una camisa nueva. Mira qué camisas más guapas, joder; venga, va, que empiece la marcha». Je, je.

Le pregunté a tu padre qué teníais en común, según él, y me dijo que la actitud con las mujeres. «Le pedía en matrimonio a la primera que se me cruzaba», dijo.

JAJAJAJAJAJAjajajaja… Ahí estamos. Esa frase me suena, joder; por un momento no sabría decir si es suya o mía.

La verdad es que es curioso, porque mucha gente viene y me cuenta la INFANCIA TAN TRISTE que tuve; que si vaya lástima todo lo que pasó, que mira que parecías estar siempre tan deprimido. Y cada vez que oigo esto, me planteo: «Pues yo no creo que fuera para tanto; yo no lo veo así». Pero es que incluso ahora, hay mogollón de gente que mira mi foto y me ve superdepre y piensa que siempre estoy de bajón; hasta mis hijos: «Papá, a ver si te animas». Lo mismo que cuando estoy en el cine con Pegi, comiendo palomitas —gromf, gromf, gromf— y me quedo emparrado pensando en algo, vete a saber el qué, y Pegi me suelta: «Baja de la parra, ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?». Cuando a lo mejor estaba todo pillado dándole vueltas a algún detalle de vete a saber qué, joder, de Lionel o de cómo le voy a decir a Billy que tal y tal canción se van a quedar fuera del disco…

Tengo una expresividad facial de la hostia; ya sé que a veces me estreso, pero por lo visto desde fuera parece que esté mucho peor de lo que estoy… Y parezco un puto maníaco la mitad del tiempo; ¡qué heavy! Yo me considero un tío más bien divertido, un tío de puta madre.

«When I was a young boy / My mama said to me / Your daddy’s leavin’ home today / I think he’s gone to stay / We packed up all our bags / And drove to Winnipeg20», escribiría Young trece años después en «Don’t Be Denied», «resumiendo en seis versos lo que su madre y yo tardamos un año o más en vivir, con amarga acritud», comentaba su padre.

Bob recuerda volver a la residencia familiar y encontrarla vacía. Rassy y Neil se habían esfumado. «Se las habían pirado y yo ni siquiera sabía que se habían marchado.»

Rassy y Neil se trasladaron a Winnipeg, confiando en empezar allí desde cero. Toda la energía que Rassy había invertido hasta entonces en apoyar a su marido pasaba a concentrarse ahora, para bien o para mal, en su hijo.

Neil estuvo todo el viaje hasta Winnipeg absorto en la música. «Neil se mordía las uñas, así que si conseguía pasarse una hora sin mordérselas, le dejaba tocar la guitarra», recuerda Rassy. «Conque eso fue lo que hicimos durante todo el viaje, que es un trayecto largo de narices.»

Shakey

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