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LECCIONES A TRAVÉS DE LA HISTORIA

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Siempre he tenido facilidad para los idiomas; normalmente, las matemáticas y los idiomas van de la mano. En realidad, cuando era un pobre y esforzado alumno de primer curso en Cardiff, aproveché la oportunidad de obtener unos ingresos extra para mi familia (que iba en aumento) dedicándome a traducir del ruso al inglés algunos trabajos de investigación matemática.

Gracias a una curiosa cadena de acontecimientos, pocos años más tarde me vi a bordo de un destartalado avión ruso que aterrizó en la ciudad de Novosibirsk, en Siberia, donde pasaría un mes dando clases e investigando en la universidad de aquel lugar.

Por muy retrógrada que fuera la infraestructura tecnológica en aquellos tiempos de gobierno comunista, algunos de los matemáticos rusos eran líderes mundiales, y fue todo un privilegio conocerlos y pasar algún tiempo con los profesores y con sus alumnos. Pero todos se quedaron pasmados por lo mismo: ¡que yo creyera en Dios!

Al final el rector de la universidad me invitó a explicar en una clase por qué yo, siendo matemático, creía en Dios. Según parece, era la primera exposición de ese tipo que se impartía en aquel lugar en los últimos 75 años. El auditorio estaba atiborrado de gente, y había muchos profesores además de alumnos. Durante mi exposición, entre otras cosas, hablé de la historia de la ciencia moderna y conté cómo sus grandes pioneros (Galileo, Kepler, Pascal, Boyle, Newton, Faraday y Clerk-Maxwell) eran firmes y convencidos creyentes en Dios.

Cuando dije esto detecté cierta actitud airada entre el público y, dado que no me gusta que la gente se enfade durante mis exposiciones, hice una pausa para preguntarles por qué estaban tan irritados. Un profesor sentado en la primera fila me dijo:

—Estamos molestos porque esta es la primera vez que hemos oído que esos famosos científicos, sobre cuyos hombros descansamos nosotros, eran creyentes en Dios. ¿Por qué nadie nos lo había dicho?

Contesté:

—¿No es evidente que este hecho histórico no encaja con el «ateísmo científico» que les enseñaron? Luego procedí a señalar que la conexión entre la cosmovisión bíblica y el auge de la ciencia moderna era algo más que demostrado. Edwin Judge, un eminente historiador australiano especializado en historia antigua, escribe:

El cristianismo o, sobre todo, la doctrina bíblica de la Creación, es la creadora… de la metodología de la ciencia moderna. Ya no sostenemos el paradigma de los griegos, a pesar del hecho de que el mundo sigue considerándolo el origen de la ciencia. No lo es. El libro sobre la Creación es el origen de la ciencia moderna: el libro de Génesis.5

C. S. Lewis lo resume perfectamente cuando escribe: “El hombre se hizo científico porque esperaba encontrar una ley en la naturaleza, y esperaba una ley en la naturaleza porque creía en un Legislador”.6

Los historiadores de la ciencia recientes, como Peter Harrison, matizan más su formulación de la manera en que influyó el pensamiento cristiano sobre el panorama intelectual en el que nació la ciencia moderna, pero llegan a la misma conclusión básica: lejos de obstaculizar el surgimiento de la ciencia moderna, la fe en Dios fue uno de sus impulsores. Por consiguiente, considero un privilegio y un honor (no una vergüenza) ser tanto científico como cristiano.

Veamos algunos ejemplos de las convicciones de los grandes científicos. Johannes Kepler (1571-1630), que descubrió las leyes del movimiento planetario, escribió:

El principal objetivo de todas las investigaciones del mundo externo debe ser descubrir el orden racional que Dios ha impuesto en él, y que nos reveló en el lenguaje de las matemáticas.

Esto no fue una expresión de un mero deísmo, dado que Kepler en otros lugares reveló la profundidad de sus convicciones cristianas: “Creo única y exclusivamente en el servicio a Jesucristo. En él se encuentra todo refugio y solaz”.

Michael Faraday (1791-1867), que podría ser considerado el mayor científico experimental de la historia, era un hombre con una profunda creencia cristiana. Cuando yacía en su lecho de muerte, un amigo que le visitaba le preguntó:

—Sir Michael, ¿qué hipótesis tiene ahora?

Teniendo en cuenta que era un hombre que se había pasado la vida formulando hipótesis sobre una amplia gama de cuestiones científicas, descartando algunas y afirmando otras, su respuesta fue radical:

—¡Hipótesis no tengo ninguna, caballero! Tengo certezas. Doy gracias a Dios porque mi cabeza moribunda no descansa sobre especulaciones, porque sé en quién he creído y estoy convencido de que Él puede guardar hasta el fin de los tiempos todo lo que le he confiado.

Al enfrentarse a la eternidad, Faraday tenía la misma certidumbre que sustentó al apóstol Pablo siglos antes que él.

¿Puede la ciencia explicarlo todo?

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