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GALILEO

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“Pero, ¿no es cierto que a Galileo lo persiguió la Iglesia?”, me preguntó otro miembro de mi público siberiano. “Sin duda eso demuestra que no existe armonía entre la ciencia y la fe en Dios”.

En mi respuesta señalé que en realidad Galileo fue un firme creyente en Dios y en la Biblia, y que siguió siéndolo toda su vida. En cierta ocasión dijo que “las leyes naturales están escritas por la mano de Dios en el lenguaje de las matemáticas”, y que “la mente humana es una obra de Dios, y una de las más excelentes”.

Además, la versión popular y simplista de esta historia se ha modificado para que respalde una cosmovisión atea. En realidad, al principio Galileo disfrutó de un alto grado de respaldo por parte de los religiosos. En un principio, los astrónomos de la poderosa institución educativa jesuita del Colegio Romano respaldaron sus descubrimientos astronómicos y le agasajaron por ellos. Sin embargo, se enfrentó a la vigorosa oposición de filósofos seculares a quienes molestaba su crítica de Aristóteles.

Esto no podía por menos que crear problemas; sin embargo, permíteme que lo subraye, al principio no los tuvo con la Iglesia. En su famosa “Carta a la señora Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana” (1615), Galileo afirmaba que eran los profesores académicos quienes se oponían a él hasta tal punto que intentaban influir en las autoridades eclesiales para que se pusieran en su contra. Para los académicos la cuestión estaba clara: los argumentos científicos de Galileo amenazaban el aristotelismo omnipresente en la academia.

Siguiendo la línea del progreso de la ciencia moderna, Galileo quería formular teorías sobre el universo basándose en las evidencias, no en argumentos fundamentados en la apelación a las teorías dominantes del momento en general y en la autoridad de Aristóteles en particular. Galileo observaba el universo a través de su telescopio, y lo que vio hacía pedazos algunas de las principales hipótesis astronómicas de Aristóteles. Galileo observó las manchas solares, que ensuciaban lo que Aristóteles enseñaba que era un “sol perfecto”. En 1604, Galileo divisó una supernova, que puso en tela de juicio la conclusión de Aristóteles de que los cielos eran inalterables, “inmutables”.

El aristotelismo era la cosmovisión dominante en aquella época, y constituyó el paradigma que marcaba cómo se hacía la ciencia, pero era una cosmovisión en la que ya empezaban a aparecer algunas grietas. Aparte de esto, la Reforma protestante desafiaba la autoridad de Roma, por lo que, desde el punto de vista de Roma, la seguridad religiosa cada vez estaba más amenazada. La atribulada Iglesia Católica Romana, que, como casi todo el mundo en aquellos tiempos, aceptaba la visión aristotélica del mundo, sintió que no podía permitir que se criticase en serio a Aristóteles, aunque circulaban rumores (sobre todo entre los jesuitas) de que la propia Biblia no siempre respaldaba la concepción aristotélica de las cosas.

Sin embargo, esos rumores aún no eran lo bastante fuertes como para evitar la poderosa oposición a Galileo que provendría tanto del ámbito académico como de la Iglesia Católica Romana. Incluso entonces los motivos de esa oposición no fueron meramente intelectuales y políticos. Los celos y, también hemos de decir, la propia falta de habilidad diplomática de Galileo, fueron factores que contribuyeron a ella. Por ejemplo, molestó a la élite de sus tiempos al publicar en italiano y no en latín, con objeto de empoderar intelectualmente al pueblo llano. Se había comprometido loablemente con lo que hoy día se llama la comprensión pública de la ciencia.

Galileo, de forma poco útil y corta de miras, también desarrolló la costumbre de denunciar con términos sarcásticos a aquellos que discrepaban de él. Tampoco es que ayudara a su causa la manera en que gestionó la solicitud oficial de que incluyese en su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo: ptolemaico y copernicano el argumento del que había sido su amigo y mentor, el papa Urbano VIII, Maffeo Barberini. El papa sostenía que, dado que Dios es omnipotente, podía realizar cualquier fenómeno natural de muchas maneras, de modo que sería pretencioso por parte de los filósofos naturalistas afirmar que habían descubierto la única solución posible. Galileo, obediente, incluyó este argumento en su obra, pero lo puso en boca de un personaje corto de entendederas al que bautizó Simplicio (“tontaina”). Podríamos considerar que esto es un ejemplo clásico de cómo tirar piedras a tu propio tejado.

Por supuesto, no existe ninguna justificación para que la Iglesia Católica Romana utilizara el poder de la Inquisición para silenciar a Galileo, ni para que fueran necesarios varios siglos para rehabilitarlo. También hay que destacar que, de nuevo contrariamente a la creencia popular, Galileo nunca fue torturado, y pasó la mayor parte del subsecuente arresto domiciliario disfrutando de la hospitalidad de lujosas residencias privadas que pertenecían a sus amigos.

¿Puede la ciencia explicarlo todo?

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