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Introducción

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Hace algunos años atrás en la ciudad de Chicago una delegación de la policía local se acercó para hablar con un pastor y decirle lo siguiente: “estamos ante una verdadera epidemia de prostitución y tráfico sexual. Por todas partes estamos experimentando esta terrible dificultad, la verdad ya no sabemos qué hacer” y entonces le plantearon el siguiente interrogante: ¿hay algo que la iglesia pueda hacer ante este problema?

¿Hay algo que la iglesia pueda hacer para dar respuesta a este gran desafío?

Las preguntas podrían ampliarse casi de manera indefinida en relación al papel de la iglesia.

¿Hay alguna respuesta de parte de la iglesia para solucionar las cosas terribles que están pasando en este mundo?

¿Hay algo que la iglesia pueda hacer en tiempos como los que estamos viviendo, en medio de una pandemia que ha puesto el mundo de cabeza, en medio de una crisis de fe, de sentido de pertenencia, de desorientación y de angustia?

Estas son preguntas demasiado desafiantes.

Ante la decadencia del mundo, ante las situaciones de sufrimiento y tristeza, ante el dolor de los seres humanos, ante la pérdida de nuestra juventud e incluso ante la situación de los niños abusados y de madres abandonadas y de personas maltratadas, ¿hay algo que la iglesia pueda hacer?

El mundo anda hoy en día a la deriva más que nunca y necesita respuestas reales.

No solamente que se le predique una palabra, sino que se le muestre que todo eso que decimos desde los púlpitos y fuera de ellos es real.

Nuestros tiempos son realmente retadores. Necesitan de cierto tipo de hombres y mujeres que puedan entender el papel que la iglesia tiene que desempeñar, que puedan interpretar estos desafíos, pero a la luz de las palabras de Jesucristo y de su propósito con su iglesia.

En Mateo 16, cuando Jesús está hablando con sus discípulos y preguntándoles “qué dice la gente que soy yo”, al final de esa conversación Él asegura algo fundamental: Yo edificaré Mi iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán sobre ella. (Mateo 16: 18)

Si tenemos una iglesia que Cristo mismo está edificando con Él como fundamento, destinada a vencer las potestades enemigas, entonces tenemos que preguntarnos: ¿habrá algo que una iglesia así, con fundamento sólido en Jesús, con promesa venida directamente de Él, con unción y respaldo del Espíritu Santo, con hombres y mujeres comprometidos, habrá algo que una iglesia así pueda hacer en medio de este mundo caído y desafiante?

Si la iglesia no está impactando al mundo, no es porque Jesús no la respalde o porque El Espíritu Santo no la unja. El problema puede ser que aun los creyentes no hayamos entendido nuestro papel en todo esto.

Nuestros tiempos no están para oraciones superficiales, enseñanzas distorsionadas o lamentos interminables de parte del liderazgo de la Iglesia. Nuestros tiempos exigen más que eso. Exige de hombres y mujeres que aprendan a pararse en la brecha con valentía, que se enfrenten a los retos con sabiduría celestial y con la determinación que caracterizó a aquellos que formaron la iglesia antigua y que dieron testimonio a través de su fe.

Exige de hombres y mujeres que tengan una mentalidad diferente. Que sepan confiar en El Señor y conozcan que las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios (2 Corintios 10:4) y esas armas destruyen fortalezas del enemigo.

También exige de hombres y mujeres que puedan entender el propósito del dolor y el sufrimiento y lo que puede ocasionar finalmente en quienes lo padecen. “Hay muchos ejemplos de resiliencia y fortaleza ante el sufrimiento que terminan forjando caracteres de gran calidad.”

A la iglesia de Jesucristo, el Rey de reyes, no le sienta bien el papel quejumbroso que imagina enemigos por todas partes y se siente siempre perseguida. Si de verdad entendemos que la Iglesia ha recibido el encargo de transformar el mundo, eso implica necesariamente que debe tener un liderazgo que comprende su papel y se levanta por encima de las circunstancias para proclamar la grandeza del Señor que la respalda.

Hoy más que nunca anhelamos que Dios responda a la oración de Pablo en el libro de Efesios: “Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él.” (Efesios 1:17)

La iglesia tiene que poner límites a las tinieblas y dar testimonio de vidas transformadas, entregadas, consagradas completamente, en genuina búsqueda del Señor, en un genuino discernimiento de su voluntad.

Pero esto exige un discernimiento adecuado de lo que Dios está haciendo en cada momento de la historia y una respuesta acorde con Su voluntad soberana.

Ni siquiera los discípulos pudieron entender cabalmente el propósito de Jesús en su venida a la tierra.

¿Señor, restaurarás el reino a Israel en este tiempo? (Hechos 1:6) ¿Fue a eso que viniste desde los cielos?

Los discípulos inquietos observaban que Jesús estaba a punto de partir de nuevo hacia los cielos y consideraban que la obra no estaba terminada si Israel no quedaba reinando sobre la tierra como representante exclusivo del Único Dios verdadero.

Sin embargo la respuesta de Jesús dejó en claro que sus propósitos en relación a la Iglesia y al Reino iban mucho más allá que colocar a Israel en el centro mismo del poder terrenal.

Jesucristo llevó a cabo el proceso de redención de la humanidad con su ministerio. Pero la historia no terminó allí, sino que El nombró a su iglesia para que continuara con la expansión del reino anunciado y le compartiera a todas las generaciones venideras el mensaje de salvación, las buenas nuevas que llevan a la vida eterna.

¿Sería un camino fácil? ¿Sería una tarea sencilla?

Indudablemente no. La tarea de expansión del reino encontró obstáculos desde el principio y así será hasta el final.

Cuando el Señor Jesucristo vino a la tierra les dijo a los discípulos: en este mundo tendréis aflicción.

Es decir, estamos viviendo en un mundo en el que todos los días vemos cosas que afligen el corazón humano. Muchas personas llegan llorando a las iglesias los domingos. Muchos otros ni siquiera entran en ellas porque creen que ya no hay esperanzas. Las personas buscan soluciones por todas partes para mitigar un poco ese dolor y entre más buscan, más frustración encuentran.

Pero Dios ha escogido a su iglesia para que traiga algo que el mundo no puede dar.

La iglesia no solamente representa el vehículo transmisor de un mensaje celestial, sino también a través de su accionar cotidiano da credibilidad a ese mensaje proclamado. La iglesia tiene voz en el mundo que la circunda y este privilegio debe ejercerse no solamente como propósito evangelizador, sino como anunciación de la presencia constante de Dios en su caminar diario, en la dirección de sus planes de alcance comunitario y en la transformación efectiva de la vida de quienes son receptores de este mensaje de buenas nuevas.

Cada una de estas tareas se está llevando a cabo de diferentes maneras. Pero cabe hacernos una pregunta importante: ¿Cómo debe responder la iglesia en tiempos de crisis?

¿Habrá algo que la iglesia pueda hacer en estos tiempos en los que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus?

Indudablemente tenemos todas las herramientas y el respaldo divino. El problema puede ser la manera como asumamos nuestra responsabilidad cuando se trata de afrontar los tiempos difíciles.

Esta generación va a tener que tomar decisiones muy serias.

¿Qué hacemos ahora? La fe de muchos está flaqueando, el enfriamiento se generalizó, las dudas están invadiendo a las multitudes de aquellos que antes llenaban los templos, los jóvenes se fueron en desbandada huyéndole a la iglesia. ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo enfrentamos este reto?

¿A quién le creemos? ¿Cómo debemos responder frente a lo que estamos viendo hoy en día?

Yo creo que aún la iglesia no ha despertado ni se ha dado cuenta que Dios mismo la está probando.

Creo que aún no ha tomado la responsabilidad de asumir sus errores para dar paso a un verdadero despertar de las conciencias adormecidas o cauterizadas.

A lo largo de nuestra vida hemos escuchado cientos de mensajes sobre la manera de observar y enfrentar las crisis, especialmente desde el ángulo de quienes son dirigidos por El Espíritu Santo.

Se nos ha advertido repetidamente acerca de la potencialidad que generan las pruebas mismas en nuestros procesos de madurez y crecimiento espiritual. Pero pareciera que cuando las crisis dejan de ser tan solo parte de un mensaje dominical y se convierten en una parte de la realidad viva, se nos dificulta enormemente saber cómo responder desde un punto de vista bíblico.

Precisamente esta es quizás la mayor dificultad que confrontamos en este tiempo, la falta de entendimiento acerca de nuestro papel como Iglesia en los tiempos de crisis.

En lugar de representar la esperanza, de pronto nos hemos puesto como víctimas de lo que está sucediendo, dejando de lado el criterio que Cristo mismo nos enseñó acerca de ser la luz para un mundo de oscuridad.

La autocompasión jamás es una buena consejera. El papel de víctima no concuerda con los propósitos que Dios puso entre los suyos.

Cuando los discípulos luchaban en medio de la noche con una terrible tormenta que amenazaba con enviarlos al fondo del mar de Galilea, Jesús dormía tranquilamente en una parte de la barca. Estos discípulos asustados le reclamaron al Señor por su aparente indiferencia en medio de sus terribles dificultades, pero Jesús no respondió levantándose para consolarlos, todo lo contrario. Él se levantó para señalarles su poca fe que representaba el mayor impedimento para saber cómo afrontar lo que estaba sucediendo en medio de semejante situación.

Ninguna circunstancia por terrible que parezca debería tomarnos por sorpresa a cada uno de nosotros como parte de la iglesia. De hecho Jesús mismo anunció guerras entre naciones, pestes, hambres y terremotos en distintos lugares. Sin embargo a esto lo llamó: principio de dolores.

Si esto es solo el principio, ¿cómo será cuando las cosas se pongan peores? ¿Cuáles serán nuestros mecanismos de defensa?

Con el contenido de este libro quiero llevarte por diferentes momentos bíblicos que reafirman mi tesis acerca de que la iglesia jamás debe colocarse como víctima de ninguna circunstancia, pues precisamente para cada uno de los acontecimientos que suceden en el mundo hemos sido preparados por el Señor, afrontándolos de una manera tal que pueda reflejar la realidad del reino anunciado por Jesucristo.

Considero que es hora de que tomemos con responsabilidad el llamado a ser protagonistas activos de las realidades cotidianas, trayendo siempre un mensaje de soporte, de ayuda, de luz en medio de tanta oscuridad. Fue para eso que fuimos formados y Jesús mismo nos encomendó el ministerio de la reconciliación, como si Dios rogara a través de nosotros (2 Corintios 5:18). Es tiempo de colocarnos en el lugar que nos corresponde. Es tiempo de anunciar con determinación que Cristo es el Mesías y que tiene el poder para transformar el mundo, empezando por nosotros mismos. Es hora de asumir la responsabilidad que tenemos como hijos de Dios.

¿Habrá algo que la iglesia pueda hacer en este tiempo?

Del lamento a la revelación

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