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No puedo respirar (I can’t breath)

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En un viaje que hice recientemente a la ciudad de Nueva York tuve la oportunidad de visitar la imponente estatua de la Libertad, la figura de una impresionante dama. Por más de 100 años esta dama que permanece con la mano levantada muy en alto, portando una antorcha y simbolizando la libertad, ha sido la atracción de millones y millones de visitantes locales y de todas partes del mundo, por su figura y por lo que simboliza ella misma.

Inscrito en el pedestal puede leerse un breve y conmovedor párrafo de Emma Lazarus, que dice así: “Dame tus cansados, tus pobres, tus masas oprimidas que a porfía aspiran respirar el aire de la libertad; los miserables, los desamparados, los abofeteados por la tormenta de la esclavitud. Yo alzo mi antorcha junto a la puerta de oro...”

Sin embargo, cuando viajé a Israel pude entender de una manera más cercana que aún mucho más alto que el monumento a la libertad, se encuentra otro monumento colocado sobre el pedestal de la historia, que sigue simbolizado y ofreciendo libertad espiritual a todos los cautivos y oprimidos por el pecado. Es la cruz del Gólgota, del Calvario, en la cual fue colgado, sin misericordia, nuestro Señor Jesucristo hace casi 2000 años. Sobre ella está el Hijo de Dios que muere vicariamente sustituyéndonos a nosotros, con el propósito de traernos libertad de la culpa y pena por nuestros pecados y de darnos la salvación y la vida eterna.

Jesucristo no murió por una raza en particular, un color de piel o un pueblo único.

Los principios sobre los cuales erigimos nuestra vida deberían ser nuestra realidad cotidiana.

La libertad ha sido ganada en el Gólgota y es reconocida como principio de vida en la constitución de los Estados Unidos.

Sin embargo esos enunciados son frecuentemente ignorados por quienes asumen posiciones de poder y autoridad y hacen uso de ellos erróneamente.

Los George Floyd siguen desapareciendo mientras algunos indignados se pronuncian, pero al pasar la efervescencia de las protestas, se vuelve a la misma situación hasta que eventualmente otro Floyd sea maltratado por odio o rechazo racial.

Mientras unos mueren en los hospitales por falta de aire debido al Covid 19, otros mueren por que alguien les impide usar el mismo aire que todos debemos respirar.

No podemos respirar sigue siendo la frase más usada en este tiempo.

El mundo se queda sin aire. La pandemia cierra los pulmones y las rodillas sobre hombres indefensos y desarmados terminan por extinguir la última bocanada que un ser humano necesitaba respirar.

Hemos olvidado respirar el aire de la libertad.

Olvidamos respirar el aire de los valores cristianos.

Olvidamos respirar el aire del amor, de la solidaridad, de la gracia, de la misericordia, para ahogarnos en medio del egoísmo, del orgullo, la indiferencia y la indolencia.

Algo se rompió desde hace mucho tiempo en este mundo. Algo se rompió en las familias de las víctimas que lloran desconsoladas por la pérdida de sus seres queridos. Algo se rompió en este mundo desbordado de maldad, con psicópatas armados, con criminales que se pasean cerca de las escuelas de los niños, con violadores que acechan a sus víctimas desde la seguridad de sus automóviles, o con hermanos que se matan entre sí por ambiciones personales.

Algo se rompió en este mundo donde la iglesia de Jesucristo no ama, no perdona, no anhela el arrepentimiento, sino que se ha contagiado del mundo y transita sus días en medio de discusiones y problemas internos mientras afuera de ella el mundo camina enceguecido hacia la condenación eterna.

Algo se rompió en la mente de esta generación ansiosa de placer, de entretenimiento, de satisfacción de deseos, pero carente de compromiso, de responsabilidad y de coherencia. Mentes para las cuales los ideales y valores se han perdido, la extrema sensibilidad domina sobre la fe, lo virtuoso se ha mezclado con lo vulgar, la moral es un valor relativo, la verdad ha muerto, Dios es solo uno más entre la multitud de alternativas, la intelectualidad carece de importancia, la identidad se ha extraviado entre los vericuetos de la libertad mal entendida y el pluralismo campea dominante en la conciencia colectiva. Hombres y mujeres que han construido ídolos de papel ante los cuales se inclinan a diario, mientras desvirtúan lo sagrado y anteponen los intereses personales al bien común.

Seres humanos que hacen culto al cuerpo en medio del florecimiento de un narcisismo extremo y para quienes la cultura dejó de tener un alto concepto que convalidaba la identidad de los pueblos, para convertirse en un simple esbozo de manifestaciones superfluas que no admite desafíos ni identifica un entorno particular en medio de un mundo globalizado.

El aire que respiramos está viciado de maldad, de brutalidad y odio. No queremos respirar ese aire.

Mientras un hombre con su cara contra el piso clama para poder respirar y miles en los hospitales tienen que ser conectados a máquinas para sobrevivir, otros desprecian la vida ajena sin importarles el futuro de los demás.

Cada vida importa. Cada bocanada de aire es importante.

Las vidas no son ni blancas ni negras. Las vidas son sagradas sin importar el color de la piel.

¿De qué color es la piel de Dios?

No importa. Si Él nos creó a su imagen, todos nos parecemos a Él, por lo tanto es esa imagen la que nos da dignidad y respeto.

Cuando comprendamos esto, podremos entender la obra que Dios está haciendo en cada uno, porque cada vida importa.

Si no lo entendemos nunca, seguiremos exclamando una y otra vez esta lastimosa frase: No puedo respirar, no puedo respirar. Pero puede ser demasiado tarde.

Del lamento a la revelación

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