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Capítulo 1.
Escogiendo el papel de víctima.

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“…Ah, señor mío, si Jehová está con nosotros, ¿Por qué nos ha sobrevenido todo esto?” (Jueces 6:13a)

Son casi las 10 de la noche. Estoy en mi cama y por tres días llevo esperando el resultado de la prueba que me realicé para determinar si tengo el covid-19, un virus que apareció de repente en un año en el cual nadie parecía preparado para enfrentar la crisis que trajo este inusual acompañante al empezar la segunda década del siglo XXI.

Finalmente me llega el mensaje esperado: “Hola, John, esta es una notificación automática acerca de su reciente examen del covid-19 de esta compañía. Siga el enlace que está abajo y mire sus resultados.”

Desde hace unos días me he venido sintiendo con mucho dolor en el cuerpo y congestión nasal, por lo tanto creo saber los resultados. Mi esposa, que se enfermó primero, ha perdido el olfato y el gusto, por lo tanto estamos solo esperando corroborar lo que tanto tememos: estamos contagiados del virus que ha contaminado a millones de personas alrededor del mundo, ha paralizado economías, ha hecho perder empleos a millares, ha cerrado negocios, acabado espectáculos públicos, ha cerrado las escuelas, los conciertos, los teatros, los cines, los lugares de espectáculos, los conciertos, ha hecho cancelar miles de vuelos, ha creado terribles problemas en los gobiernos, ha cerrado las iglesias; en pocas palabras, ha puesto al mundo de cabeza trayendo consecuencias terribles a todo nivel.

Efectivamente el resultado es el esperado: somos positivos. La verdad, por estos tiempos es negativo ser positivo, y es muy positivo ser negativo. (Espero me comprendan. No son efectos del virus.)

En realidad esta noticia es ahora muy común en casi todos los lugares del mundo, y aún más en California, Estados Unidos, donde vivimos.

En el momento en que escribo este libro, los hospitales prácticamente están colapsados, a muchas personas las están regresando a sus hogares sin posibilidad de atenderlas, las estadísticas hablan de millones de contagiados y de personas que fallecen a diario, los servicios de salud no dan abasto para atender a tantos enfermos que llegan necesitados de atención urgente y es difícil establecer prioridades en cuanto a la atención a los pacientes o a resolver llamadas de emergencia que copan los servicios de atención inmediata. Estamos en tiempos demasiado complicados para la humanidad entera.

¿Estábamos preparados para algo así? ¿Hay alguien que tenga respuestas para tantos interrogantes? ¿Habrá algo que la Iglesia pueda hacer en estos tiempos? ¿Cuál debe ser esa respuesta?

Soy pastor de una iglesia hispana en la ciudad de Fontana, California, una ciudad ubicada aproximadamente a 60 millas al este de Los Ángeles. Con una población de 218. 573 habitantes, de acuerdo a la página oficial de la ciudad, constituyéndose en la 18ª ciudad más grande del Estado y la 102 en todos los Estados Unidos. Tiene un gran crecimiento, especialmente de población hispana que llega aproximadamente a un 40% del total.

Con mi trabajo pastoral he enfrentado grandes retos en este año, de la misma manera que cada pastor, ya sea hispano o de cualquier otra raza. De hecho, estamos en un momento en el cual nos enfrentamos continuamente a dilemas éticos en cuanto a cómo responder frente a la situación que vivimos, con el agravante de que, hagas lo que hagas, siempre perderás, pues no podrás darles gusto a todas las personas.

Si te sigues reuniendo te acusan de irresponsable; si por el contrario le dices a las personas que vean solo los servicios online te dicen que eres un cobarde. Si le dices a la gente que no use un tapabocas, eres un desconsiderado que desobedece las normas del gobierno; pero si les dices que lo usen entonces la pregunta es dónde está tu fe como cristiano, y peor aún como pastor.

Si visitas a los hermanos, no tienes conciencia del peligro que está pasando y los pones en riesgo, pero si no los visitas entonces es porque no tienes amor por ellos.

Si encargas a otros para comunicarse con los hermanos, no es suficiente porque todos quieren saber qué tan cuidadoso es el pastor con sus ovejas, pero si los llamas entonces deberías ocuparte más bien en preparar tus sermones que en estar usando tanto el teléfono.

Si te quedas en casa sin salir es porque estás asustado, pero si decides salir por unos días con los tuyos a descansar un poco, entonces eres un irresponsable porque deberías estar el frente de la iglesia afrontando la realidad de lo que está sucediendo.

En fin, este es un tiempo en el cual los dilemas surgen por todas partes mientras las congregaciones se ven disminuidas y las ovejas se dispersan escuchando a predicadores de cualquier otro lugar (y quizás dejando para otra ocasión escuchar el mensaje de su propia congregación)

Después de unos meses de haber empezado esta pandemia se hizo una encuesta en el medio cristiano para determinar el comportamiento de los creyentes en épocas de crisis por parte de la organización Barna.

Este estudio de Barna, realizado entre Abril y Mayo del 2020, determinó que la tercera parte de la población cristiana en los Estados Unidos no volvió a atender ningún servicio religioso durante el tiempo de la pandemia, ya sea en persona u online.

Es decir uno de cada tres cristianos se apartó completamente de la práctica de su fe.

Solo un 19 % de los creyentes han estado atendiendo semanalmente el mensaje de su congregación y un 73% dice que tan solo ha atendido un servicio religioso al menos una vez al mes.

El 14 % se ha cambiado de iglesia persiguiendo a algunos predicadores conocidos.

El 50% de los jóvenes, la mitad de nuestra juventud cristiana se apartó de la iglesia también.

Estas estadísticas nos muestran algunas cosas que deberían preocuparnos realmente como creyentes.

Primero que todo, hay una gran incertidumbre en cuanto a lo que le espera a la iglesia cuando todo se normalice. Aun puede faltar mucho tiempo para eso, pero no será ninguna sorpresa que muchas iglesias hayan llegado casi al punto de desaparecer, mientras otras encontrarán en sus bancas a un gran número de personas que no eran parte de esa congregación antes de la pandemia.

Pero lo otro es aún más preocupante.

Es tener que reconocer que nuestro cristianismo, al analizar la forma de comportarnos frente a las crisis, al parecer podía tener mucho de ancho, pero poco de profundo.

La predicación de un evangelio diluido, acomodado al gusto, de prosperidad, de vidas egoístas, de búsqueda de bendiciones particulares, de ambiciones, de declaraciones de fe a través de las cuales el ser humano pasó a ocupar la preeminencia, ha ocasionado que cuando el creyente se tiene que enfrentar a crisis y dificultades, no parece tener respuestas apropiadas.

Un evangelio que no transforma sino que complace, que acomoda al nuevo creyente en un estilo de vida que no le exige ninguna transformación sino más bien intenta satisfacerle todos sus gustos, es solo una parte que explica lo que está sucediendo hoy en día en el mundo cristiano.

Hace algunos años atrás se hizo otra encuesta en los Estados Unidos acerca de lo que la gente común consideraba que es lo más importante, lo más relevante del cristianismo.

La respuesta fue realmente desesperanzadora, pues para un gran segmento de la población norteamericana el cristianismo es importante únicamente para llevar a cabo bodas y funerales.

Esa es la visión de la gente del común acerca del cristianismo, ¡somos útiles para hacer bodas y funerales, pero nada más!

¿Y la transformación de los seres humanos a través de la palabra?

¿Y el poder del Espíritu Santo desplegado para cambiar comunidades enteras?

¿Y el compromiso y el testimonio del verdadero cristiano que es luz donde quiera que vaya?

¿Y el crecimiento en la palabra de Dios de niños, jóvenes y adultos?

Nada de eso es relevante, el mundo nos sigue viendo como buenos para hacer bodas y funerales.

El problema es que Cristo no derramó su sangre preciosa simplemente para que su pueblo solo haga bodas y funerales. No, nada de eso. La sangre de Cristo se derramó en una cruz para que el pueblo que invoca su nombre sea libre de iniquidad; para que se levanten hombres y mujeres limpios con esa sangre y hagan una diferencia en este mundo; para que resplandezca la luz de Cristo a través de aquellos que le siguen y proclaman su nombre.

Sí, es demasiado preciosa la sangre de Jesucristo para que solo nos sirva para hacer bodas y funerales.

El Evangelio que prevalece hoy en día raramente es en realidad un Evangelio.

Es una versión distorsionada que da gusto y divierte al que la escucha, pero no produce un llamado al arrepentimiento, a un cambio genuino, y tampoco prepara a nadie para afrontar momentos de crisis prolongados. Un evangelio que seduce por lo que ofrece, pero que no desafía por lo que exige. Un evangelio de derechos sin deberes, de premios sin exigencias, de traspaso de unciones pero sin consagración.

¿Cómo vamos a ser transformados por un evangelio así?

¿Qué podemos esperar entonces de las nuevas generaciones de cristianos que aun tendrán que enfrentar desafíos mayores?

Ciertamente se levanta ahora el gran reto de compartir un evangelio puro, un evangelio bíblico, un evangelio que ciertamente transforme, un evangelio que se transmita desde los cielos mismos y llegue, no solo a los oídos sino al corazón mismo de los creyentes.

Debemos tener el mismo convencimiento que tenía Pablo: El evangelio tiene poder para transformar al ser humano.

Desafortunadamente el evangelio hoy en día desplaza a Dios del centro y coloca al hombre en el trono de sus propios gustos mientras se satisface semana a semana en un reino terrenal despreciando las exigencias del reino celestial.

La predicación de un evangelio puro y sin contaminación debe producir en el ser humano un anhelo por un cambio profundo de vida, pues supone la transición real de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz.

Si esto es así, la perspectiva con la cual miramos el mundo debe ser completamente diferente, porque ahora asumimos las características del reino de los cielos.

¿Será eso cierto para el cristianismo nominal de nuestros días?

¿Estamos preparados para enfrentar cualquier reto que se nos ponga por delante con los argumentos que tenemos?

¿Cómo nos estamos comportando ante un desafío tan grande como el que estamos viviendo con esta pandemia?

Aquí está el gravísimo problema.

En muchas reuniones de pastores o a través de las redes sociales y los medios de comunicación he estado escuchando repetidamente a líderes cristianos que han asumido lo que yo considero como una posición incorrecta. No es mi propósito criticar al gremio pastoral, del cual soy parte, sino más bien de elaborar una posición que disienta sin necesidad de ofender a quien tiene un criterio diferente.

Sus quejas constantes son contra el gobierno, contra las instituciones, contra las normas de protección, contra el uso de mascarillas, contra las órdenes de no congregarse.

La posición que se esgrime es que lo que estamos viviendo es en realidad un ataque premeditado y calculado contra la institución religiosa y eso no es posible soportarlo. Es un ataque contra la predicación de la palabra y por ende es un ataque directo a Cristo Jesús y la difusión del evangelio.

¿Será verdad que lo que está sucediendo es algo concertado para destruir o atacar al cristianismo?

¿Será que nuestra posición como pastores, miembros de comunidades de fe, fieles asistentes a las congregaciones, etc., debería ser la de colocarnos en el papel de víctima que es tan conveniente?

¿Será que hay mentes perversas dedicadas a crear virus para que el pueblo de Dios no pueda congregarse y escuchar el mensaje de la palabra de Dios?

Como siempre habrá quienes así piensen y otros que dirán exactamente lo contrario. Las teorías de conspiración abundan por todas partes.

Pero me parece conveniente examinar un poco más en profundidad este asunto para llegar a mejores conclusiones.

Como primera medida la pandemia actual tuvo su origen, hasta donde se sabe, en la localidad de Wuhan en China. Luego empezó a expandirse por el mundo entero de manera imposible de detener y ha afectado al comercio internacional, la industria, los gobiernos, las aerolíneas, los espectáculos públicos, la industria del cine, la televisión, los deportes, etc.

Si esto es así entonces ¿Por qué deberíamos quejarnos de que el virus tiene una intención antirreligiosa dedicada a impedir la libertad para adorar a Dios?

¿Por qué deberíamos asumir una posición en la cual creemos que las decisiones de los gobiernos, destinadas a intentar controlar la pandemia y a reducir los índices de contagio y de mortalidad, son específicamente dirigidas al libre acceso a la práctica religiosa?

Si bien es cierto que algunos gobiernos han permitido la apertura de otro tipo de actividades, como los bares nocturnos, las cantinas, los restaurantes, etc., eso no significa necesariamente que toda esta actividad es en contra de la iglesia, pues de igual manera están cerrados los cinemas, los estadios, los centros comunales para la realización de actividades sociales de toda índole, los gimnasios y en general cualquier lugar donde se reúnan personas en espacios cerrados por un periodo prolongado, que aumente considerablemente las posibilidades de contagio. De hecho, se ha instado repetidamente a la población en general a evitar las reuniones y comidas familiares durante el tiempo de las celebraciones navideñas, precisamente por las mismas razones de protección que se están implementando.

Como segunda medida deberíamos examinar lo que significa el amor al prójimo. Como pastor entiendo perfectamente la necesidad que tenemos los creyentes de reunirnos para la adoración. Es el tiempo de enriquecimiento personal y comunitario en cuanto a nuestra vida espiritual.

Pero considero también que amar al prójimo es cuidarlo, es impedir de todas las maneras posibles la exposición al riesgo, es preservar la integridad personal de las personas más vulnerables, en fin, es hacer todo lo que esté al alcance para que nuestros hermanos y los que no lo son, sean debidamente cuidados y protegidos contra los peligros que implican situaciones como la de la pandemia que estamos sufriendo. “El distanciamiento social no es una expresión de egoísmo, sino de un amor al prójimo que busca proteger a los demás.”

Pero la parte en la cual quiero hacer un mayor énfasis tiene que ver con la victimización que estamos asumiendo y los peligros que esto conlleva.

En mi trabajo como consejero, he tenido la oportunidad de tratar con muchas personas que presentan una gran cantidad de problemas emocionales que se les hace difícil superar, mientras intentan desesperadamente a través de la fortaleza espiritual que van tomando, salir de estas situaciones que las aquejan.

En muchas personas a las que he entrevistado he visto un patrón similar de victimización, posición asumida de manera inconsciente como producto de experiencias pasadas que las llevan a asumir la vulnerabilidad como un mecanismo de protección adquirido.

Es decir, la victimización es la tendencia de alguien que ha sufrido experiencias traumáticas, a asumir siempre la posición de indefensión, debilidad o fragilidad y que termina por convertir esto en una patología constante en su comportamiento, una forma de asumir la vida desde la perspectiva de alguien a quien la vida solo le reservó su parte más difícil de agresión, violencia o intimidación.

Esta forma de vida representa un gran peligro, pues la tendencia natural para quien vive de esa manera es siempre culpar a alguien de cualquier desgracia, dificultad o un simple error.

Alguien ha sido el culpable y él o ella es únicamente la víctima en toda esta situación.

Desde el mismo momento de la caída del ser humano en Génesis 3, se empezó a observar este modelo de comportamiento, que a medida que pasan los tiempos se acentúa, ya sea por simple conveniencia o por evasión de responsabilidades.

Cuando Dios confrontó a Adán acerca del pecado que acababan de cometer, la reacción inmediata de Adán fue culpar a alguien. “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí.” (Génesis 3: 12)

En aquel instante, Adán, incapaz de asumir la responsabilidad de sus actos, encontró de manera fácil a alguien en quien descargar sus culpas, mientras él se lavaba las manos. (Y no era Poncio Pilatos.)

Ahora el turno le correspondió a Eva. Dios la confrontó de la misma manera y ella respondió de una forma similar a Adán, pero ahora descargando sus culpas en la serpiente. El relato de Génesis 3: 13 dice lo siguiente: “Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó y comí.”

La misma dinámica se hace evidente con la mujer. Ella no quiso asumir su responsabilidad. Más bien su mecanismo de defensa fue el mismo de Adán, señalar a alguien más para sentirse descargada del problema.

Esto no es únicamente la inmadurez que supone la negación de una responsabilidad, como lo haría cualquier niño pequeño, sino más bien, la ubicación como víctimas de “otro” que los motivó a hacer algo que ellos no querían.

¿Cuál fue el mecanismo de presión que se usó para “obligarlos” a esto?

Sin duda no fue la violencia física ni emocional, pero sí la persuasión con la cual se despertó una ambición demasiado grande en Adán y Eva para ser como Dios. El problema es que esto no quitó la responsabilidad de los hombros de Adán y Eva, pues tuvieron que afrontar las consecuencias de sus actos y de paso llevaron consigo a la humanidad entera en estas mismas consecuencias.

La serpiente no tuvo a alguien más en quien descargar su culpabilidad, por lo tanto ese ciclo no se prolongó más en aquella dinámica experimentada en el paraíso.

La humanidad está constantemente intentando culpar a alguien de sus desgracias, de sus problemas, de sus dificultades, de sus errores. ¿Y quién asume la culpa? ¿Quién afronta debidamente la responsabilidad de los actos que se cometen?

Cuando Jesús ideó a su iglesia en la tierra, no la imaginó como una prolongación del mundo que la rodeaba, sino precisamente supuso la conformación de un organismo glorioso que lo representara adecuadamente en medio de un mundo pagano y hostil.

A pesar de que no es explicita la declaración de responsabilidades de la iglesia en relación a la sociedad en el Nuevo Testamento, su contenido lleva implícito el germen de la ética cristiana que necesariamente produce efectos en las relaciones sociales y en las decisiones frente a temas fundamentales.

De hecho, la Biblia no se conforma de una serie de regulaciones, normas o instrucciones, sino que la enseñanza de Jesús contiene la naturaleza de la fe cristiana que elabora, sobre valores y principios muy definidos, las normas de convivencia entre los seres humanos. La teología se esfuerza por elaborar una doctrina de la fe cristiana que emerja de sus propios pronunciamientos, pero que trascienda y se aplique en la cultura vigente.

Lo que cautivó a los primeros cristianos no fueron las promesas de bendición del evangelio o el pensar que al abrir su corazón a este mensaje transformador todos sus problemas quedarían solucionados completamente. Lo que en realidad los cautivó fue la persona quien expresó el mensaje: fue sin duda Jesucristo de Nazaret.

El Reino de Dios, en contra de lo que piensan muchos cristianos, no significa algo puramente espiritual o no perteneciente a este mundo, sino que es la totalidad de este mundo material, espiritual y humano que ha sido introducido ya en el orden de Dios. Jesucristo es la manifestación perfecta de la creación divina, por quien todo fue hecho. En Él se encuentra colocada la obra redentora universal y es por eso que al fin de cuentas es Él quien representa la esperanza real de la humanidad. Es el Señor de la iglesia, pero también de la sociedad en general. Así mismo es Señor de la historia de principio a fin. Ejerce su soberanía y desarrolla sus propósitos a través de la Iglesia en la proclamación del mensaje salvífico.

Cuando entendemos estos principios nos encontramos entonces frente a una responsabilidad que no puede ser evadida. La iglesia no es la “victima” de la sociedad, todo lo contrario, está destinada a ser sal y luz en este mundo. ¡Está destinada a transformarla!

Los discípulos nunca pidieron lugares para esconderse, sino más denuedo para seguir ejerciendo la difusión del mensaje del evangelio en circunstancias difíciles. Su lenguaje no era de quejas ni lamentos. Por el contrario, experimentaban de continuo el privilegio de haber sido llamados precisamente para tiempos como esos, con un imperio romano que los perseguía y religiosos judíos que intentaban acabar con ellos.

Nunca vemos a Pablo quejándose porque alguien le negaba predicar en una sinagoga. Si le cerraban un templo se dirigía a una casa, a una plaza pública, a un lugar cualquiera y desde allí continuaba predicando.

Y por supuesto, el mejor ejemplo que tenemos es de Nuestro Señor Jesucristo, quien sufrió no por sus pecados sino por los nuestros y pagó no por sus rebeliones sino por las nuestras. “Dios no se ha mantenido alejado del dolor y el sufrimiento humano, sino que Él mismo lo experimentó.”

La iglesia en tiempos de pandemia puede tener templos cerrados, pero eso no implica que las bocas de los fieles estén amordazadas. En lugar de quejarnos porque no nos dejan congregar, deberíamos salir a los parques y lugares abiertos sin necesidad de arriesgar a nadie, y seguir adelante con el llamado que tenemos.

Mientras peleamos con el gobierno porque los templos están cerrados, estamos perdiendo la oportunidad de ser una iglesia relevante en tiempos de crisis, pues la incomodidad de los parques, sin aire acondicionado, sin sillas cómodas, sin calefacción, etc., produce otro tipo de creyentes que no buscan solo la comodidad, sino que tienen una verdadera sed de la palabra de Dios y si es necesario escucharla a la sombra de un árbol o bajo un sol canicular, igualmente lo harán con gozo porque su motivación principal se está cumpliendo.

Si lo pensamos bien, estamos ante una gran oportunidad que Dios mismo nos ha dado para evaluar nuestras congregaciones, observar el comportamiento de aquellos que bajo condiciones ideales parecen ser grandes siervos, pero que cuando llega la incomodidad, la inclemencia del tiempo, las dificultades, simplemente desaparecen y se escabullen culpando al gobierno por el estado de la iglesia.

Es curioso intentar buscar la culpabilidad rio arriba, cuando la corriente está arrastrando la inmadurez, la inconsistencia, la falta de compromiso, la falta de pertenencia, la falta de lealtad, etc., de muchos que quizás por décadas se habrían considerado como cristianos fuertes, pero que como el azúcar, empiezan a derretirse ante los primeros rayos del sol inclemente.

Mientras seguimos elevando nuestras voces de protesta frente al gobierno, estamos cobijando bajo nuestras propias formas de acción a un montón de creyentes consentidos, que no están buscando el reino de los cielos, sino que se esfuerzan por tener su propio reino de tranquilidad, donde nadie los molesta ni les quita su aparente paz interior.

Y aparte de todo esto, muchos creyentes afirman que creer en el coronavirus y sus efectos es simplemente ser personas sin fe que no representamos adecuadamente a Dios en este mundo. Es por eso que se declaran en rebeldía y no siguen ninguno de los protocolos o se enojan con los que tratan de seguirlos. “Seguir las recomendaciones de los médicos no demuestra incredulidad. Dios puede protegernos y sanarnos, pero espera que seamos sabios y que usemos todos los recursos que nos ha dado, incluyendo la medicina.”

¿Está hablando Dios en este tiempo?

Por supuesto, y quizás lo está haciendo más fuerte que en otros tiempos, pero hemos cerrado nuestros oídos a su voz, para escucharnos a nosotros mismos. Y resulta que lo que sale de nosotros son solo quejas y lamentos y nos estamos perdiendo una de las oportunidades más gloriosas que tenemos frente a nosotros. “Ten cuidado con los que afirman que Dios no tiene nada que decir a través de esta pandemia, particularmente a las sociedades occidentales que le han dado la espalda y lo consideran totalmente irrelevante para sus culturas.”

Este es en realidad un gran tiempo, este es el tiempo para alcanzar la madurez que como iglesia debemos procurar y el Señor desea que tengamos. No perdamos algo así. La iglesia no es la victima de estas circunstancias, por el contrario. Hemos sido llamados a brillar en tiempos de oscuridad, a traer vida en tiempos de muerte, a traer esperanza en tiempos de desespero.

A propósito, al terminar estas letras ya me hice otro examen del coronavirus y salió negativo.

Eso me convierte oficialmente en un sobreviviente de la pandemia.

¿Podrá la iglesia decir lo mismo?

Del lamento a la revelación

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