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Prólogo

El jefe Seattle insistía en que los jóvenes no tienen por qué educarse con los fundamentos, ancestrales o científicos, de otra cultura, puesto que en la propia sus conocimientos no tendrán utilidad. En el mundo, trasciende lo que las personas conocen de su propia cultura, para sí misma y frente a las demás. Así, en el arrasador proceso de globalización, cobra importancia aquella sociedad que conoce y maneja su propia cultura, puesto que no solo se identifica, sino que adquiere respeto y tiene qué ofrecer en el encuentro al que se ve obligada por la mera razón de existir.

En Colombia, además de la camiseta amarilla de la selección nacional de fútbol, se carece de elemento alguno que agrupe en una identidad verdadera. Como la afirmación es fuerte, debe aclararse que no se trata de aquella identidad que haya surgido de un proceso social a lo largo del tiempo, de actitudes humanas gregarias frente a condiciones y situaciones del entorno social, natural y económico, puesto que somos una colonia, cambiante en el tiempo, debido a las sucesivas invasiones a que hemos estado sometidos, y que ha convertido, quizás por razones mismas de la supervivencia física, en una cambiante oferta, de acuerdo con el gusto y las razones del propietario del lote que nos toque en turno. Se habla de una identidad como respuesta del sincretismo cultural que incuba una nueva cultura, fundamentada en las necesidades de una reacción social para la alteridad, la dignidad y sobrevivencia como grupo social. Para tener cómo llegar a ese mundo global con características propias, y formas propias de ser y de vivir; para llegar con una cultura a enfrentar las culturas del mundo.

Las expresiones musicales que inundan hoy la mayoría de los espacios, públicos y privados (medios de comunicación, vehículos, festivales, manifestaciones, hogares, restaurantes, centros comerciales, etcétera, etcétera), distan mucho de ser una propuesta cultural que identifique nuestro entorno, y son, más bien, una respuesta comercial al vaivén del consumo, que ha manipulado al extremo conceptos elementales, como cultura, tradición, hábito, folclor, y ha canalizado y banalizado cualquier tipo de sensibilidad –que pudiera derivar en formas diversas de expresión– a la producción y al consumo de melodías y textos sin trascendencia artística; eso sí, con satisfactorios resultados económicos, y, muchas veces, con trascendencia social y cultural, puesto que ha de haber algún trasfondo de importancia para temas de violencia, pobreza, venganza, cuando el entorno social, con el espejo de la ignorancia, se deja seducir por temas y melodías que vuelven cotidianos esos elementos: violencia, pobreza, venganza.

Pero sí hay una respuesta, y sí hay líneas de expresión y de identidad en el ámbito nacional colombiano, y ha habido respuestas y propuestas desde hace varios siglos, y se conservan hoy, aunque casi en el anonimato por cuenta de los medios de comunicación y de la ausencia de Estado, los mismos factores que a mediados del siglo pasado fueron sus principales impulsores. Es lo que llamamos música colombiana, una designación que, sin pretender ser excluyente, se refiere expresamente a la música andina colombiana, que en este libro es estudiada en profundidad por el cantautor John Jairo Torres de la Pava, quien además de tozudo investigador es uno de los ejemplos vivos de la enorme calidad de la música que se produce en los aires “nacionales”, tan perdidos y hasta difíciles de localizar ya entre ese revoltijo de notas y letras que agobian nuestros oídos día a día.

El Estado colombiano se ha inventado unos pañitos de agua tibia con esos intentos sociales por ser incluyentes con las minorías, cuando, en verdad, por incluir, lo que se hace es discriminar, puesto que no se incorpora al grupo cuando se hace la diferenciación del espécimen. Aun así, las minorías en Colombia han tenido ventajas por el solo hecho de ser minorías, sean raciales, sexuales o culturales.

Álvaro Castaño Castillo hablaba de la “inmensa minoría” que oía música clásica por la HJCK. ¿Cuántos del medio centenar de millones de colombianos oímos música clásica? ¿Cuántos en cada una de las regiones? Es muy fácil deducirlo, si notamos que en regiones como la nuestra ni emisoras tenemos, salvo programas aislados, guiados por invencibles conocedores que trabajan ad honorem. ¿Y cuántos del medio centenar de millones de colombianos oímos música andina colombiana? ¿Cuántos en las regiones de la zona andina? ¿Cuántas emisoras suenan música andina colombiana? Ni siquiera después de que el Gobierno ha legislado para “obligar” a las emisoras colombianas a tener segmentos a favor de los aires nacionales, tarea verdaderamente difícil con una identidad tan desconocida para los programadores de los medios como para los oyentes.

En Colombia hay un alto número de emisoras, de todas las características, de todos los géneros: especializadas en noticias, culturales, comunitarias, comerciales… Y entre ellas, la mayoría está dedicada a algún género específico de música; las comerciales, que buscan el dinero, tienen en ello su razón, entendible, pero no aceptable, de su carga de bajo perfil de calidad; pero las emisoras culturales y las comunitarias, que no persiguen recursos con sus emisiones, no tienen justificación alguna, ni el perdón de una sociedad que cada vez se acerca más al fondo.

Ni qué hablar, entonces, de emisoras de música colombiana, que no existen, salvo virtuales, con bajísima audiencia. El día en que la gente se acostumbre a usar estos sistemas para oír las emisoras, ya la música andina colombiana estará perdida del todo, porque a falta de políticas culturales verdaderas, y el factor económico que manda por encima de cualquier circunstancia, aparece Sayco, una entidad que, a diferencia de los objetivos para los que fue creada, parece ensañada contra la música andina colombiana, que generalmente debe interpretarse de manera gratuita, precisamente por lo expuesto en las líneas anteriores, y esta institución asesta golpes demoledores a artistas y a gestores que luchan por la sobrevivencia de las expresiones andinas.

Una propuesta desesperada sería, entonces, la creación por parte del Estado de la “minoría de seguidores de la música y las tradiciones andinas colombianas”; la minoría que oye y disfruta de los bambucos; así, y tal vez solo así, se abriría la posibilidad de que, cuando menos, no se extingan lo tradicional, lo folclórico y las nuevas producciones de este género, puesto que podría contarse, como minoría, con los beneficios y las prioridades del Estado: ya es hora de que el Estado acepte y asuma el abandono en que tiene a sus propias raíces.

Lo importante de este tema, como ocurre con el manejo de cualquier clase de tema, es que hay que empaparse de ello para tener asidero y adentrarse en la discusión; es indebido hablar sin fundamento. Y, mejor aún, ¿cómo pretender que el pueblo colombiano ame su música si no ha tenido la posibilidad de conocerla? Como dijo John Jairo Claro Arévalo en una de sus canciones: “Yo no canto la guabina porque no la sé cantar; ¿cómo quiere que la cante, si nunca la escucho por la radio?”. Este documento es la mejor forma de empaparse del tema de la música andina colombiana para iniciar la discusión, y un motivo para amarla.

Puno Ardila Amaya

Editor

Las músicas andinas colombianas en los albores del siglo XXI

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