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4.

VERDAD Y BELLEZA

UN CONCEPTO FASCINANTE DE LA TRADICIÓN católica es el de los trascendentales, atributos que describen toda realidad sólo en cuanto que es una realidad.

Así, por ejemplo, existencia describe con precisión toda realidad en cuanto realidad. Si sabemos que algo es real, sabemos que existe. Y si algo existe, entonces puede ser entendido por la mente, que afirma la realidad de la cosa. Así pues, en este sentido, toda cosa real es verdadera. Y, si algo es cognoscible y verdadero, entonces al perseguirlo podemos sumarlo a nuestra propia existencia: su existencia puede perfeccionar o contribuir a nuestra existencia (o a la de otro). Y en ese sentido, todo ente real es bueno[1].

Así que los términos “existente”, “bueno” y “verdadero” pueden aplicarse con precisión a todo cuanto hay.

Pero lo interesante para lo que nos ocupa es que, según muchos pensadores medievales, la belleza era también un trascendental; el término “bello” se aplicaba absolutamente a toda cosa real. Dice santo Tomás que «lo bello y el bien son lo mismo porque se fundamentan en lo mismo»[2]. Entonces, si todo es bueno, parece que se sigue que todo es bello[3].

En realidad, verdad, bien y belleza consiguen suscitar la atención, y se pone especial énfasis en subrayar la relación que existe entre ellos. Al fin y al cabo, que belleza sea igual a bien y que ambos sean igual a verdad resulta una idea llamativa. ¿Cómo comprender ese concepto?

Probemos esta analogía: supongamos que damos una palmada delante de nuestra cara. Es sólo una acción, pero la percibimos mediante tres sentidos. Al percibirla con los ojos, decimos que es una visión. También la oímos, y la llamamos sonido. Y sentimos la palmada con el tacto. Sin embargo, es una sola realidad, una acción que nos afecta por tres vías receptivas.

De manera parecida, verdad, bien y belleza son la misma realidad única, que se dirige a distintas facultades. Cuando afrontamos la realidad mediante la clara abstracción del intelecto, hablamos de la realidad como verdadera. Cuando la realidad es el objetivo de nuestra voluntad, la perseguimos como bien. Y cuando la realidad aprisiona no sólo nuestra mente y nuestra voluntad, sino también nuestros sentidos y emociones, decimos que es bella.

Naturalmente, hay importantes consecuencias que siguen a esta confusa relación entre verdad, bien y belleza.

Primero, insinúa que la belleza es tan objetiva como la verdad y el bien. En consecuencia, si creemos en las pautas objetivas de la verdad, del bien y de la moral, tendremos que creer en las pautas objetivas de la belleza. Es decir, la belleza no es simple cuestión de preferencia.

Kant señala una de las pequeñas ironías de la vida, al decir que deseamos instintivamente universalizar nuestras afirmaciones estéticas, no nuestras preferencias (incluso si muchas personas comparten nuestras preferencias y nadie comparte nuestros juicios en cuanto a lo bello)[4]. A nadie reprochamos que no reconozca algo importante si nos dice que no le gusta la menta; sí lo hacemos si no aprecia una canción o una novela que valoramos mucho. Discutimos de lo bello, igual que discutimos de la verdad y de la moral: no discutimos de preferencias. Entonces, la verdad, el bien y la belleza implican más que las preferencias: son objetivos. En realidad, incluso los que afirman que la belleza es puramente subjetiva acaban realizando juicios de valor que son incompatibles con su propio relativismo.

Por ejemplo, hace poco un crítico de arte señaló que las esculturas de Alberto Giacometti llevan vendiéndose más tiempo que ninguna otra en la historia. El crítico hizo a continuación esta afirmación increíblemente obtusa: «Las obras de Giacometti merecen desde luego las sumas que se pagan por ellas, si es que las cosas de valor estrictamente subjetivo las merecen en algún caso»[5].

¡Menuda frase! El crítico reconoce que si algo es estrictamente subjetivo, no tiene sentido hablar de su valor; pero no puede evitarlo: tiene que asignar un valor intrínseco al arte. Prefiere admitir la contradicción antes que reconocer que la belleza es más que una preferencia. Es mejor, simplemente, ser coherente y decir que nuestros juicios estéticos tratan de algo distinto a nosotros mismos. La belleza es objetiva, y lo sabemos.

La identidad de los trascendentales significa también que el fracaso con respecto a la belleza sería equivalente al fracaso con respecto a la verdad y el bien. En un pasaje poderoso (y constantemente citado) al comienzo de su inmenso proyecto teológico, afirma von Balthasar:

Nuestra situación hoy muestra que la belleza reclama para sí al menos tanto valor y decisión como la verdad y la bondad, y no permitirá que se la separe y aísle de sus dos hermanas sin llevárselas con ella en un acto de misteriosa venganza. Podemos estar seguros de que quien se burle de su nombre como si fuese el ornamento de un pasado burgués (lo reconozca o no) ya no sabe rezar, y pronto no sabrá amar[6].

No es difícil verificar la afirmación de von Balthasar. Si vamos a una parroquia católica donde se hace caso omiso de la belleza, donde no hay preocupación por el arte sacro, por embellecer la iglesia, donde no se presta apenas atención a hacer música bella o elegir cánticos con una letra hermosa, donde nada se invierte en belleza, hagamos las siguientes preguntas:

¿Esa parroquia es baluarte de la verdad? ¿Hay una enseñanza clara, una familiaridad con la Palabra y la doctrina de la Iglesia? ¿Los fieles se recogen antes de la Misa? ¿Se centran en Dios? ¿Parecen capaces de rezar con hondura? ¿No?

¿Esa parroquia es baluarte del bien? ¿Se siente que esos católicos viven de manera radicalmente distinta? ¿Se enfatizan las enseñanzas morales de la Iglesia? ¿No?

No es casualidad que las comunidades de fe que dan la espalda a la belleza sean además tibias y estén mal catequizadas. No conocen su Fe, y han reducido el mensaje evangélico del amor a Dios y al prójimo a un tópico de buenismo y activismo social, aunque, irónicamente, tampoco realizan mucho trabajo comunitario ni voluntariado.

Como este libro se centra en la dimensión moral de la belleza, quiero dedicar el resto de este capítulo a la dimensión veraz de la belleza. En primer lugar, quiero establecer por qué la verdad es importante (¡hay que ver las cosas que es necesario establecer hoy día!), y luego cómo se relacionan los requerimientos morales de la verdad con el aspecto moral de la belleza.

LA BELLEZA NECESITA LA VERDAD

La verdad, como la belleza, es una obligación moral. Estamos obligados por nuestra naturaleza a buscarla. C. S. Lewis escribió un artículo de título provocativo: «¿Hombre o conejo» en respuesta a la pregunta: ¿Se puede vivir una buena vida sin creer en el cristianismo? Señala que la pregunta está equivocada en dos frentes.

Defensa de la belleza

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