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LA BELLEZA DE LA NATURALEZA
LA MANIFESTACIÓN MÁS BÁSICA Y MENOS controvertida de la belleza es la belleza del mundo natural. Las puestas de sol, los saltos de agua, los cañones, los desiertos, las vistas panorámicas en la montaña, los claros del bosque, el mar: son imágenes que se nos vienen irreflexivamente a la cabeza como ejemplos de belleza en su estado más crudo y elemental. La apreciación de la majestuosidad de la naturaleza por un lado nos hace sentir pequeños, y por otro «despierta en nosotros, de manera misteriosa, vagas e indeterminadas potencialidades… de ahí la impresión de asombro y también de reto»[1].
Esta es la belleza en la que todos estamos de acuerdo, creyentes y no creyentes. Los científicos declaradamente ateos como Carl Sagan, Richard Dawkins o Steven Hawking hablan apasionadamente de la gloriosa belleza del mundo material. Lo raro es que tienden a acusar a los creyentes de distraer de la apreciación de la belleza natural.
Por el contrario, la Iglesia y la Biblia están repletas de apreciación de la naturaleza. Por ejemplo, dice del mundo natural el Catecismo de la Iglesia católica:
Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él, mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5), «pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó» (Sb 13, 3). (2500)
En cuanto a la Biblia, desde el primer capítulo del Génesis se representa a Dios de manera que evoca la imagen del artista que crea de manera inteligente y libre, para Su propio deleite.
El mundo es creado inteligentemente: los tres primeros días de la creación se dedican a la preparación de espacios (día y noche, cielo y mar, tierra), y los tres siguientes a llenar los espacios de habitantes (sol y luna, aves y peces, criaturas terrestres y seres humanos). Hay un plan, una pauta que gobierna el acto creador de Dios.
El mundo es creado libremente. Dios no dice «debemos» antes de cada acto creador. Dice «hagamos». Hagámoslo. Hagámoslo así. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Es el Creador: puede hacer lo que quiera.
El mundo es creado para deleite de Dios. Una y otra vez leemos: «Y Dios vio que era bueno». Recordemos que cuando nos deleitamos en percibir la bondad de algo, sabemos que es bello. Los Salmos nos dicen que esta es la experiencia de Dios con el mundo natural: «En sus obras Yahveh se regocije» (Sal 104, 31). Y el Libro de la sabiduría se dirige así a Dios: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho» (Sb 11, 24).
LA NATURALEZA, ORDENADA Y SORPRENDENTE
Ahora intentaremos comprender el carácter objetivo de la belleza observando la estructura de la naturaleza como obra artística de Dios. Y lo que hallamos al observar la naturaleza es que es a la vez ordenada y sorprendente.
La naturaleza es ordenada: «Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sb 11, 20). El Salmo 104 es un magnífico canto al plan divino de la naturaleza, a la organización divina de todas las cosas: «La hierba haces brotar para el ganado, y las plantas para el uso del hombre… Hizo la luna para marcar los tiempos, conoce el sol su ocaso… ¡Cuán numerosas tus obras, Yahveh! Todas las has hecho con sabiduría, de tus criaturas está llena la tierra» (Sal 104 14, 19, 24).
Stanley Jaki, entre otros, ha señalado repetidas veces que el reconocimiento cristiano de la racionalidad inherente al universo (creado por la Inteligencia divina) fue crucial para el desarrollo de la ciencia experimental:
La historia de la ciencia, con sus diversos abortos y sólo un nacimiento viable, muestra claramente que la única cosmología, o visión del cosmos en su conjunto, capaz de generar la ciencia, fue una visión cuyo principal propagador fue el Evangelio mismo. El Evangelio convirtió en convicción ampliamente compartida la creencia en el Padre, creador de todo lo visible e invisible, que creó todo en el principio y dispuso todo en medida, número y peso, es decir, con rigurosa coherencia y racionalidad[2].
La cuestión es que la naturaleza es entendible: se comporta según pautas coherentes que pueden ser reconocidas y usadas para las predicciones y la tecnología. Si no hubiera pautas coherentes que reconocer en la naturaleza, las predicciones y la tecnología estarían fuera de nuestro alcance, y todos los beneficios que trae la ciencia física serían imposibles.
Como veremos, la belleza siempre implica una pauta: un principio, un tema, una idea que puede ser reconocida por la inteligencia. A esta pauta se la llama a veces «forma». La naturaleza está repleta de pautas, formas y estructuras que pueden verse y comprenderse y, normalmente, expresarse numéricamente. San Agustín describe la magnífica racionalidad presente en el mundo natural:
Hasta es preciso que las armonías locales de los árboles estén precedidas por armonías temporales. Porque no hay entre los vegetales ninguna especie que, siguiendo los espacios de tiempo establecidos en favor de su simiente, no eche raíces y brote, y se alce al viento y despliegue su follaje, y se consolide con vigor y ora produzca su fruto, ora ofrezca de nuevo la fuerza de su semilla gracias a las muy secretas armonías de la propia planta. ¿Cuánto más llenarán este ritmo los cuerpos de los animales, en los que la simetría de sus miembros ofrece en mucho más alto grado a las miradas una regularidad pletórica de armonía?... ¡La tierra que posee, ante todo, la forma general del cuerpo, en la que se pone de manifiesto tanto una cierta unidad de la armonía como el orden![3].
Pero la naturaleza no es sólo ordenada. También es sorprendente.
El concepto de “sorpresa” (también “asombro”, “pasmo”, “admiración”, “maravilla”) es muy difícil de captar. Probemos una definición sencilla: Sorpresa es la respuesta atenta de la mente ante lo que no le resulta obvio. Basándonos en esa definición, podemos decir que hay dos maneras en que algo puede ser sorprendente[4].
Primero, algo puede ser subjetivamente sorprendente. En este sentido, nos sorprendemos siempre que algo excede nuestra comprensión o expectativa personal. Así, por ejemplo, podría sorprendernos la siguiente descripción de un billón:
Si firmases un billete de dólar por segundo, harías mil dólares cada diecisiete minutos. Tras doce días de trabajo sin descanso tendrías tu primer millón. Así, tardarías ciento veinte días en acumular diez millones de dólares, y mil doscientos días (poco más de tres años) en alcanzar cien millones. Pasados 31,7 años, tendrías mil millones. Pero tardarías 31709,8 años en contar el billete número un billón[5].
En este caso, nuestra sorpresa se debe a una falta de familiaridad con los números en general y, en particular, con números tan grandes. Pero en realidad, estas fórmulas en sí mismas nada tienen de sorprendente. Sólo la limitación de nuestra destreza en cálculo mental hace que esto sea menos evidente que el hecho de que dos más dos sean cuatro.
Pero las cosas también pueden ser objetivamente sorprendentes. Algo es sorprendente en sí mismo cuando no tiene por qué ser como es. Si algo es diferente de lo que podría haber sido, entonces la forma en que es no es evidente. Es obvio que un octógono tiene ocho lados, pero no tiene nada de obvio que la señal de Stop sea octogonal. Nuestras señales de Stop podrían haber sido triangulares, o redondas. Entonces podríamos preguntarnos: ¿Por qué hicimos octogonales las señales de Stop?
La naturaleza es sorprendente (maravillosa, admirable, pasmosa, arrebatadora) en ambos sentidos.
Es sorprendente para nosotros porque excede nuestra comprensión y nuestra expectativa. Caminemos por el bosque un día de otoño, y miremos los árboles sin sus hojas. Aunque cada uno de los árboles sigue una pauta coherente (todos comparten una naturaleza común y tienen la misma estructura básica), observemos la expresión abrumadoramente diversa de esa pauta, las formas infinitas que adoptan las ramas, las distintas direcciones que señalan, los distintos dibujos entrecruzados que se ven al mirarlos desde distintas perspectivas. Es tan complicado que llega casi a marear, demasiado para absorberlo todo.
Y sentirse abrumado ante la complejidad de la naturaleza no es exclusivo de los científicamente analfabetos. La naturaleza excede la comprensión y expectativas de los propios científicos. Por eso siguen investigando: porque no importa cuánto descubren, siempre hay más cosas de la naturaleza que intentan comprender.
Probablemente la mejor imagen bíblica de la imponente majestuosidad de la naturaleza sea la que aparece al final del Libro de Job, cuando Dios enumera maravilla tras maravilla, y va preguntando a Job: ¿Lo hiciste tú? ¿Entiendes cómo lo hice? ¿Has dominado los entresijos de la naturaleza, mi creación? Y si no es así, ¿cómo te atreves a cuestionarme?
Y Job responde al Señor: «Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro» (Jb 42, 3). Job no ha entendido la naturaleza en toda su hondura, y mucho menos a Aquel que lo hizo todo. No puede comprender; sólo puede maravillarse.
La naturaleza es también sorprendente en sí misma porque no tiene por qué ser como es. Se puede imaginar una naturaleza construida de distinta manera. La fuerza de la gravedad no es evidente: ¿por qué no se podrían repeler los objetos, en lugar de atraerse? La hierba no es evidente: ¿por qué tiene que ser verde, y no roja? Y lo más importante: su propia existencia no es evidente. No tiene obligatoriamente que ser como es. Dios era libre cuando la creó, cuando «llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4, 17).
Entonces la naturaleza no es obvia: ni para nosotros, ni en cómo existe, ni siquiera en su misma existencia. Por eso podemos decir que la naturaleza es verdaderamente sorprendente.
LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA BELLEZA DE LA NATURALEZA
Hemos dicho que la inteligencia de Dios se expresa en el carácter ordenado de la naturaleza y que Su libertad se expresa en el carácter sorprendente de la naturaleza. La belleza de la naturaleza consiste precisamente en esto, en que expresa la inteligencia y la libertad de Dios.
La naturaleza es la obra artística de Dios, y revela al Artista Supremo. Por eso la reflexión sobre la belleza de la naturaleza debe conducir la mente a comprender que Alguien lo creó todo.
San Pablo deja claro que el no reconocer a Dios sólo puede deberse a la ignorancia de la verdad inherente a la naturaleza: «Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables» (Rm 1, 20).
Y san Agustín vincula explícitamente la expresión divina de la naturaleza a la noción de belleza:
Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo… Pregúntales. Todos te responderán: «Mira, somos bellos». Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente bello?[6].
Parece también que la relación lógica entre la existencia de Dios y la belleza de la naturaleza funciona al contrario. No sólo la belleza de la naturaleza (es decir, su carácter ordenado y sorprendente) revela la existencia de Dios, sino, a la inversa, la negación de la existencia de Dios oscurece la belleza inherente al mundo natural.
Fijémonos en la historia que cuenta el ateo Dan Barker, de una conversación con su tío Keith, cristiano:
Un día volvíamos al sur de California en coche, de regreso de una feria de informática en Las Vegas. Mi tío señaló una enorme formación rocosa, diciendo: «¡Qué hermoso!». La miré un momento y dije: «Sí que es hermoso. Se ve cómo los antiguos lechos marinos sedimentarios multicolores fueron empujados hacia arriba, tras millones de años de presión tectónica, y ahora están inclinados a un ángulo improbable». Se volvió hacia mí, airado: «¿Tienes que estropearlo todo?»[7].
¿Qué había ocurrido?
Keith intentaba apreciar una hermosa obra de arte, con un hondo significado; para eso hay que creer que el arte fue creado por un artista (en este caso, el Artista). Dan se negaba a aceptar que hubiera un artista, y por eso se veía obligado simplemente a enumerar la historia y cualidades físicas del paisaje. Es como si dos personas contemplaran El viejo guitarrista, obra de juventud (y profundamente emocionante) de Picasso: una reconoce y siente el sufrimiento del guitarrista, pálido, pobre, delgado y anciano, un sufrimiento que no interfiere con, sino que más bien inspira, la intensidad con que toca el instrumento. La otra persona simplemente habla sin parar de las propiedades químicas de la pintura utilizada. Aquella entiende la belleza del cuadro; esta, no. Porque para ver la belleza de las cosas materiales es necesario creer que esas cosas materiales han recibido de una persona un significado espiritual.
Entonces, ¿cuáles son las conclusiones clave?
La contemplación de la naturaleza nos ha acercado a la comprensión de lo que es la belleza y lo que es el arte, pues la belleza del arte de Dios, evidentemente, ha de servir de paradigma para otras formas de arte y belleza. Los filósofos, desde Aristóteles[8] hasta Kant[9], han dicho que las bellas artes han de imitar la naturaleza. Y los cristianos que reconocen la naturaleza como arte divino, inteligente y libremente creado, estarían naturalmente de acuerdo. Santo Tomás es muy claro: «La naturaleza no es otra cosa que cierta clase de arte, a saber, el arte de Dios»[10]. Dante destaca la relación entre el arte de Dios y el arte humano: «El arte imita a la naturaleza, como alumno al maestro; y vuestro arte es, por decirlo así, nieto de Dios»[11]. Cierto que santo Tomás y Dante usan el término «arte» en su sentido genérico, pero también es válido en el sentido más específico de las bellas artes.
Además, hemos visto que el arte divino de la naturaleza puede caracterizarse como ordenado y también sorprendente. Esto nos servirá de guía al incluir otros temas generales bajo el encabezamiento de «estética».
Más aún, si la búsqueda de la belleza es un requerimiento de nuestra existencia, estamos moralmente obligados a proteger y experimentar la belleza manifiesta en el mundo natural. Esto no significa solamente viajar para ir de acampada, o pasear por el bosque, o hacer senderismo en las montañas, sino también conservar la belleza natural como parte integral del entorno humano.
El papa Francisco lamenta que «hay barrios que, aunque hayan sido construidos recientemente, están congestionados y desordenados, sin espacios verdes suficientes. No es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza»[12].
Todos sabemos que la naturaleza puede ser un recurso para la humanidad. Y todos sabemos que la naturaleza es el hogar de la humanidad. Pero tendemos a olvidar que la naturaleza es primordialmente un mensaje a la humanidad, un modo de comunicación entre nosotros y Dios. Y cuando atacamos la belleza de la naturaleza, socavamos ese mensaje. Eso ocurre cuando ensuciamos o talamos los bosques, o arrasamos zonas enteras para sacar sus recursos. También ocurre cuando instalamos indiscriminadamente tecnologías «ecológicas» como paneles solares o molinos gigantescos, de manera que echa a perder el paisaje.
Entonces, no importa lo impresionantes que sean nuestros proyectos industriales, hemos de comprender que la belleza de la creación es más importante. De nuevo, el papa Francisco muestra su temor: «Parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros»[13].
No podemos (y nuestra sensibilidad estética permanecerá subdesarrollada) y no tendremos jamás una relación sana con la belleza o el arte, si no empezamos por la belleza del arte que Dios mismo ha creado para nosotros.
[1] Jacques Maritain, La intuición creativa en el arte y en la poesía.
[2] Stanley L. Jaki, The Origin of Science and the Science of Its Origin.
[3] San Agustín, La música, VI.
[4] Se corresponden exactamente con las dos maneras en que algo puede ser obvio, o evidente. Santo Tomás de Aquino, ST I, 2, 1.
[5] Bill Bryson, I’m a Stranger Here Myself. Notes on Returning to America after 20 Years Away (New York, Broadway Books, 1999), 53.
[6] San Agustín, Sermón 241.
[7] Dan Barker, Godless, How an Evangelical Preacher Became One of America’s Leading Atheists (Berkeley, CA: Ulysses Press, 2008), 62–63.
[8] Aristóteles, Poética, capítulos 1-3.
[9] Kant, Crítica del juicio, libro 2, párrafo 45.
[10] Santo Tomás, Comentario sobre la Física, II, 14.
[11] Dante, Infierno, canto XI.
[12] Papa Francisco, Laudato si’ n.º 44.
[13] Ibíd., n.º 34.