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3.

ORDEN Y SORPRESA

BELLEZA Y ORDEN

Vimos en el último capítulo que la naturaleza, obra de arte original de Dios, tiene una belleza que se expresa en el orden o la regularidad. A lo largo de la tradición filosófica, desde la Antigüedad hasta la Edad Media, el orden se considera rasgo básico de lo bello.

El orden se suele describir como aquello que tiene cierta medida o proporcionalidad. Para Platón, todas las artes tienen que ver con la medida, con lo que es debido, o con lo que encaja con la norma[1]. Aristóteles enumera el orden, la simetría y la precisión como claves de la belleza[2].

Como ya vimos, san Agustín insiste especialmente en la regularidad y la coherencia con los principios numéricos: «De aquí pasando a los dominios de los ojos y recorriendo cielos y tierra, advirtió que nada le placía, sino la hermosura, y en la hermosura las figuras, y en las figuras las dimensiones, y en las dimensiones los números»[3]. En la misma obra, ilustra la belleza ordenada de la simetría contrastándola con un defecto arquitectónico:

Así, pues, cuando observamos bien en este mismo edificio todas sus partes, no puede menos que ofendernos el ver una puerta colocada a un lado, la otra casi en medio, pero no en medio. Porque en las artes humanas, no habiendo necesidad, la desigual dimensión de las partes ofende, en cierto modo, a nuestra vista… Hasta los mismos arquitectos llaman razón a este modo de disponer las partes; y dicen que las desigualmente colocadas carecen de razón[4].

En este caso, la simetría es un indicador de que algo se ha ordenado bien, y su ausencia se siente como falta de belleza.

Para entender el orden al nivel más fundamental, es importante comprender que el orden es en sí mismo resultado de las esencias interiores de las cosas. La palabra “esencia” significa simplemente, claro está, lo que algo es, y entenderemos la relación entre orden y esencia mirando dos sinónimos de “esencia”.

El primer sinónimo es “naturaleza”. “Naturaleza” puede, naturalmente, significar simplemente el universo material y las leyes que lo gobiernan. Pero la palabra “naturaleza” puede significar también esencia; en este caso, la naturaleza de una cosa es simplemente lo que es esa cosa. Pero santo Tomás le da a la palabra “naturaleza” un giro particular: «El término naturaleza tomada de este modo parece significar la esencia de la cosa en cuanto está ordenada a su operación propia»[5].

Entonces, al hablar de la naturaleza de algo, hablamos no sólo de lo que es, sino de cómo actúa de manera determinada a causa de su esencia. La expresión escolástica agire sequiter esse (el obrar sigue al ser) significa que la forma en que algo actúa revela qué clase de cosa es. Las cosas tienen naturaleza estable: son siempre ellas mismas. Por eso tienen pautas estables de comportamiento. En otras palabras, las cosas se comportan de manera ordenada, regular, porque sus comportamientos son coherentes con sus naturalezas. Mientras el caballo sea caballo, se comportará como un caballo. Lo importante es que el orden natural de las cosas revela la esencia de esas cosas. Al reconocer este orden, accedemos al corazón de lo que son las cosas.

Otra palabra que a veces funciona como sinónimo de “esencia” es “forma”. “Forma” también puede significar simplemente esencia, pero normalmente tiene otra connotación: es la pauta organizativa de un ente material.

A ver: las cosas materiales no son sólo materiales. Las cosas materiales son más que la materia de la que están hechas. Una casa no es sólo un montón de madera: es madera que ha sido organizada de cierta manera. Un tigre no es sólo un montón de células: son células ordenadas según un patrón específico. El patrón, la disposición, la estructura de una cosa material es su forma.

Entonces, ver la forma significa simplemente ver cómo se ha dispuesto u organizado una cosa. Pero como la forma es más que sólo los materiales básicos, cuando miramos cómo está ordenado algo miramos más que los componentes materiales de esa cosa. Cuando vemos orden vemos la forma: algo inmaterial, ya que está presente sólo como el principio organizativo de un ente material.

Resumiendo, ¿por qué es tan importante ver orden en las cosas? Porque al encontrar orden percibimos: (1) la esencia que yace tras el comportamiento que manifiesta un ente y (2) la inmaterialidad que yace tras las manifestaciones físicas de ese ente. Ahora bien, como el orden emana de la esencia, hay una cosa más que decir en cuanto al orden y la esencia: a saber, que el orden requiere que un ente sea no sólo lo que es, sino también lo que debe ser. Si conocemos la esencia de un ente, sabemos no sólo lo que es sino también lo que se supone que es. Si sabemos qué es una linterna, sabemos que se supone que te ayuda a ver en la oscuridad. Si sabemos qué es un caballo, sabemos que se supone que tiene más de dos patas. Y si sabemos qué es un hombre, sabemos que se supone que es honrado y valiente.

Tradicionalmente, este aspecto del orden en la belleza se articula en términos de que el ente sea lo que se supone que es. Por eso, por ejemplo, santo Tomás dice que dos de los elementos de la belleza son la integridad (o perfección) y la proporción (o armonía)[6]. Algo es ordenado cuando tiene todo lo que ha de tener: cuando es perfecto. Y algo es ordenado cuando todas sus partes se juntan como han de juntarse: cuando es bien proporcionado.

El orden, pues, expresa no sólo la esencia del ente, sino la realización de esa esencia.

Pasemos ahora a la sorpresa.

BELLEZA Y SORPRESA

Como ya vimos, la naturaleza, la obra artística de Dios, es sorprendente no sólo en lo que es o en cómo se comporta, sino en el hecho mismo de que exista. Esto también ha de ser entonces una característica fundamental de la belleza.

Pero la sorpresa se asocia menos frecuentemente con la belleza que el orden. Primero, porque la tradición filosófica y teológica insiste mucho más en la idea de orden en la belleza que en la idea de la sorpresa. Segundo, el orden parece un elemento más objetivo de las cosas, mientras que la sorpresa parece referirse a nuestra respuesta subjetiva.

Y sin embargo, si falta esta respuesta subjetiva, entonces, como ya vimos, no es posible realmente hablar de una experiencia estética. Como dice Plotino, «este es el espíritu que la Belleza siempre ha de inducir, asombro y una deliciosa inquietud, anhelo y amor y un temblor que es todo deleite»[7].

Plotino vincula así el asombro (o sorpresa) con el deleite[8]. Y tiene razón. Si nos acostumbramos al orden, entonces su realidad ya no nos parecerá hermosa, y no lo apreciaremos. Entonces podríamos decir que en la belleza la sorpresa impide que nos acostumbremos al orden (y a la forma o esencia que expresa ese orden).

Hay dos descripciones más de la belleza que refuerzan este concepto de la belleza como sorprendente: la novedad y el esplendor.

Las Escrituras asocian belleza y novedad cuando repetidamente animan a los fieles a «cantar un cántico nuevo», o describen a Dios como el Creador que «hace nuevas todas las cosas» y que hace cosas nuevas[9]. El concepto de creatividad, especialmente la creatividad estética, está ligado a hacer algo nuevo. Nuestra alabanza de la originalidad se hace a veces excesiva, pero muestra un deseo instintivo de novedad, de frescura en lugar de lo gastado, lo cansino, lo rancio. San Agustín se dirige a Dios en sus Confesiones como «Belleza tan antigua y tan nueva», como previniendo contra la malinterpretación de la eterna Belleza divina como «lo mismo de siempre». Santo Tomás, hablando de cómo el asombro causa placer, aporta esta cita de Aristóteles: «La mente se inclina más por el deseo a actuar intensamente en cosas que son nuevas»[10].

Otro descriptivo estético común encontrado en santo Tomás, y en la tradición neoplatónica anterior, es el atributo de esplendor o claridad. Santo Tomás incorpora esta tradición al incluir el esplendor, junto con la proporción y la integridad, como las tres características de lo bello.

Ahora, ¿qué significa que la belleza sea brillante, espléndida, luminiscente? La metáfora de la luz se aplica comúnmente a la facultad perceptiva, pues la luz es lo que nos permite ver. Pero en este caso no hablamos de ver con claridad abstracta; como ya dijimos, la belleza implica la inmersión en imágenes, no en ideas distintas. Así también, la belleza puede clarificar las cosas, y además nos puede hacer apreciar la abrumadora hondura de un misterio (como le ocurre a Job al final de su interacción con Dios).

Pero una cosa que hace ciertamente la luz es atraer la atención. Pensemos en los luminosos de neón, o en los vivos colores de los rotuladores fosforescentes: la luz existe para obligarnos a mirar. Por eso, dice santo Tomás: «Dícese que son bellas las cosas de brillante color»[11].

Habla Von Balthasar de la luz de la belleza como aquella que cautiva la mente: «Sólo aquello que tiene forma puede arrebatarnos hasta un estado de éxtasis. Sólo por la forma puede destellar el relámpago de la belleza eterna. Existe un momento en que la luz rompiente del espíritu, al aparecer, empapa completamente la forma externa en sus rayos»[12].

Para entender la relación entre belleza, luz y sorpresa, pensemos en la típica imagen del ciervo deslumbrado por las luces. El ciervo se ocupaba plácidamente de sus asuntos en la oscuridad, y queda sorprendido y también cautivado por la luz inesperada. Pero a diferencia del ciervo en la carretera, cuando el ser humano se ve sorprendido y arrobado por la belleza, podría salvarle la vida, no destruirlo.

UNA VIDA DE BELLEZA

En su pequeño libro On Beauty and Being Just, Elaine Scarry pregunta en qué deseamos convertirnos cuando buscamos la belleza en nuestras vidas. Cuando buscamos la verdad, nos asimilamos a ella adquiriendo conocimiento. Cuando buscamos la bondad, nos asimilamos a ella haciéndonos moralmente rectos. «Existe, en otras palabras, una continuidad entre la cosa buscada y los atributos de quien busca»[13].

Se deduce que quien busca la belleza asumirá los atributos de lo bello.

Entonces, ¿cómo sería nuestra vida si estuviera caracterizada por el orden y la sorpresa?

Me parece que Chesterton nos da una respuesta inspirada, en su maravillosa novela El hombre vivo, donde ofrece esta fórmula: rompe las convenciones; guarda los mandamientos.

Guardar los mandamientos nos asegura una vida ordenada, una vida adecuada a nuestra forma, a nuestra naturaleza; nuestra actividad será proporcional con nuestra humanidad.

Romper las convenciones significa que no viviremos según las pautas del mundo, que no nos dejaremos absorber por el cenagal paralizante de la vanidad, la banalidad, la competición y las vacuas presiones sociales que conducen a la uniformidad sin comunidad.

Eso sería una buena vida. Una vida deliciosa. Una vida bella.

[1] Platón, El político, 284.

[2] Aristóteles, Metafísica, XIII, 3.

[3] San Agustín, El orden, II, 15.

[4] Ibíd., II, 11.

[5] Santo Tomás, El ente y la esencia, capítulo I.

[6] ST I, 39, 8.

[7] Plotino, Enéadas I, 6, 4.

[8] Aunque un poco antes reconoce que lo hermoso es hermoso precisamente por su simetría o patrón (es decir, su orden). Enéadas I, 6, 4.

[9] Sal 96, 1; Is 42, 10; Ap 21, 5; Is 43, 19.

[10] ST I, 32, 8, 3, citando la Ética X, 4.

[11] ST I, 39, 8.

[12] Hans Urs von Balthasar, Gloria 1: La perfección de la forma.

[13] Elaine Scarry, On Beauty and Being Just (Princeton, NJ, Princeton University, 1999), 87.

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