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¿Qué hace el cerebro ante el estrés?
El cerebro se activa ante las amenazas
El rasgo más llamativo del estrés es, sin duda, la activación de toda una serie de reacciones biológicas ante una emergencia. Es posible que nos sorprenda que a estas alturas los humanos compartamos con el resto de animales, especialmente con los mamíferos, las características esenciales de todo este proceso. Veamos cómo funciona.
Las reacciones biológicas del estrés están controladas por el cerebro, en concreto por una pequeña zona que está en la parte central de la base del cerebro, y que se llama hipotálamo. El hipotálamo se encarga de regular funciones vitales como el hambre, la sed, el sueño, la conducta reproductiva, la lucha y la defensa ante los peligros. Su misión es mantener el equilibrio interno del cuerpo, la llamada homeostasis, y este equilibrio lo consigue con el sistema nervioso autónomo y con la producción de hormonas.
Cuando una señal de peligro o amenaza llega al hipotálamo se pone en marcha lo que conocemos como reacción de alarma y se activa el sistema nervioso autónomo.
Este sistema comunica todos los órganos internos del cuerpo mediante impulsos nerviosos: corazón, pulmones, hígado, estómago, riñones, etc. A cada uno le llegan dos nervios: uno estimula la actividad del órgano y el otro la inhibe.
Tabla 1. Principales reacciones orgánicas que conforman la respuesta de estrés
Corazón | Pulmones | Sistema endocrino |
Late más deprisa | Respiración más rápida | Se producen más adrenalina, noradrenalina y cortisol |
Bombea más sangre | Respiración menos profunda | La noradrenalina contrae las arterias |
Aumenta la presión arterial | Más consumo de oxígeno | Se reducen las hormonas sexuales |
Más sangre en los músculos | Se expele más CO2 | Se reduce la hormona del crecimiento |
Menos sangre en los órganos | ||
Piel | Páncreas | Sistema digestivo |
Se produce sudoración | Se produce glucagón | Se inhibe |
Se reduce la insulina | ||
Aumenta el azúcar en sangre |
El sistema nervioso autónomo está organizado en dos ramas: la rama simpática activa el sistema cardiovascular y el respiratorio, principalmente, e inhibe sobre todo el sistema digestivo y el reproductor; la rama parasimpática, en cambio, tiene justo el efecto contrario. En general, en las situaciones de estrés predomina la activación simpática. En la figura 2 podemos ver los cambios que el sistema nervioso autónomo produce en el cuerpo.
Figura 2. El sistema nervioso autónomo
La reacción de alarma también comporta que aumente la cantidad de adrenalina que circula en la sangre. La adrenalina es una conocida hormona que potencia los efectos del sistema simpático y produce sensaciones de estimulación y activación. Esta reacción de alarma tiene una función adaptativa relacionada con la supervivencia: en situaciones de peligro el hipotálamo se asegura de que el cuerpo movilice gran cantidad de energía produciendo y distribuyendo glucosa por los músculos, haciendo que la sangre circule más y que se inhiban la alimentación o la reproducción. Además, la adrenalina también inhibe el dolor.
Así nos preparamos para afrontar las amenazas. En resumen, la respuesta de alarma prepara al cuerpo para poder poner en práctica una conducta activa y enérgica ante peligros potenciales y ahorrar recursos inhibiendo otras actividades que no son imprescindibles para enfrentarlos.
Esta conducta provocada por el estrés se conoce como la respuesta de lucha-o-huida; sin embargo, esta expresión, aunque es muy gráfica a la hora de representar cómo actuamos ante los peligros, no cubre todas las posibilidades, porque existen otros tipos de respuestas, como por ejemplo la paralización. Podemos observar, en diferentes especies animales, que cuando una presa es capturada por un depredador y ya no puede huir ni es capaz de liberarse, se queda inmóvil, en la actitud que se describe como «hacerse el muerto». Esta paralización es el producto de una respuesta ante situaciones de peligro extremo en la que se activan tanto el sistema simpático como el parasimpático.
Pero, aun así, no todo consiste en huir, luchar o hacerse el muerto. Es cierto que si observamos solamente a animales machos podremos ver estas conductas, pero las hembras pueden desarrollar otros patrones muy diferentes como el de ayuda y protección. Ante la amenaza de un depredador no solo pueden atacar para ahuyentarle o huir de él, además recogen y protegen a las crías más débiles. Y también pueden colocarse todos los animales juntos para protegerse del depredador. Todas estas reacciones constituyen la conducta de ayuda y protección. Esta conducta se basa en la cooperación entre individuos y se dirige más a conseguir seguridad que a destruir el peligro. Este patrón de acción ante las fuentes de estrés fue descrito por la doctora Shelley Taylor, de la Universidad de California, que la pudo relacionar con una hormona llamada oxitocina.
En la figura 3 se pueden ver las cuatro respuestas diferentes ante situaciones de estrés: el ataque y la lucha, la huida y la evitación, la paralización y la respuesta de protección que implica cooperación social. Si nos fijamos, vemos que la lucha y la protección son reacciones activas que intentan actuar sobre el medio, mientras que huir o paralizarse son más bien pasivas, en el sentido de que no intentan cambiar nada. Por su parte, la lucha y la huida rechazan la fuente de estrés (quieren destruirla o alejarla), mientras que la protección y la paralización la aceptan como inevitable (dejándose llevar en la paralización o neutralizándola en la protección).
Figura 3. Los cuatro tipos de respuesta ante una fuente de estrés
Los humanos también tenemos nuestras propias versiones de estos tipos de conductas, pero aunque nuestras reacciones están enraizadas en la biología dependen fundamentalmente de factores sociales y culturales, como veremos más adelante.
¿Y si la amenaza dura más?
La reacción de alarma es una respuesta muy rápida, pero es solamente la primera parte de la reacción biológica que se pone en marcha en situaciones de estrés. Además del sistema nervioso autónomo, el hipotálamo también activa la producción de una hormona llamada corticotropina, la primera de toda una cadena hormonal: ella estimulará las glándulas suprarrenales, que están encima de los riñones, para aumentar la producción de otras hormonas llamadas glucocorticoides que están relacionadas con el metabolismo de la glucosa, con el sistema inmune y otras funciones vitales. De este grupo de hormonas las más conocidas son el cortisol, la corticosterona y la cortisona.
Hay que recordar que la reacción de alarma es enérgica y contundente, pero consume mucha energía y no se puede mantener en su máxima actividad durante mucho tiempo. Ya hemos mencionado que la misión primordial del hipotálamo es mantener la homeostasis del organismo, es decir, las constantes vitales estables. Pero en situaciones de estrés rige otro principio, el de la alostasis, que viene a ser algo así como «cambiar para continuar igual». Por eso, si es necesario correr, saltar, pensar, vigilar y muchas otras cosas para hacer frente a los problemas, las constantes vitales se alteran para poder hacerlo. Además, este cambio puede ser anticipatorio, es decir, las reacciones del cuerpo se puede producir ante la percepción de una señal de peligro, previendo necesidades futuras de energía. Esta alostasis, todos estos cambios para adaptarse, tienen un precio que se llama carga alostática, y que consiste en todo el gasto de recursos que supone esta activación.
Por lo tanto, si la fuente de estrés sigue estando presente, la respuesta biológica entra en la fase de resistencia, en la que el cortisol y los otros glucocorticoides cumplen precisamente la función de regular el gasto de energía, la glucosa que circula y la que se consume en los músculos para que el organismo no se agote y pueda continuar enfrentándose a los peligros. Así la activación se hace más eficiente, sin desperdiciar energía. Sin embargo, si la fuente de estrés no desaparece se llega a la fase de agotamiento, que puede acabar con la muerte por falta de recursos como la glucosa.
Con un ejemplo lo entenderemos mejor. Imaginemos un animal que ve a un depredador; inmediatamente se desencadena la reacción de alarma que le pone en condiciones de huir con mucha rapidez. Cuando más rápida sea la respuesta, más eficaz será, no importa que gaste mucha energía si con esa corta carrera consigue ponerse fuera del alcance de su amenaza, luego ya podrá descansar y comer para reponer fuerzas y estar en condiciones de sortear nuevos peligros. Pero si nos encontramos en el caso de que el depredador no es un felino velocista, como un guepardo, sino que se trata de una manada de lobos que persiguen al trote a su posible víctima, entonces lo que se necesita es poder correr durante bastante tiempo, sin agotarse y sin pararse. Esta es la función de la fase de resistencia, ser capaz de mantener un esfuerzo durante un tiempo prolongado. Finalmente, si a pesar de todos los esfuerzos, los perseguidores no cesan en su acoso, llegará un momento en el que la presa caerá al suelo extenuada: esta es la fase de agotamiento.
Por tanto, es importante distinguir entre fuentes de estrés agudas, o sea puntuales o que duran un tiempo corto, y fuentes de estrés crónicas que se prolongan en el tiempo.
Las diferencias entre estrés agudo y estrés crónico
El estrés agudo se desarrolla en dos fases: la fase de activación y, una vez finalizado el estrés, la fase de recuperación, que implica volver al estado de reposo inicial y reponer la energía gastada (véase la línea gris de la figura 4).
Figura 4. Evolución de las respuestas de estrés agudo y crónico
En el estrés crónico hay más fases: tiene igualmente la fase de activación, le sigue la fase de resistencia y, cuando se acaba el estrés crónico, la recuperación es más larga y difícil que la del estrés agudo. Y, si el estrés es muy prolongado, puede acabar con la fase de agotamiento porque, aunque quizás no se llega a los picos de activación del estrés agudo, el hecho que haya continuamente un activación media sin recuperación facilita el desgaste y la pérdida de recursos (véase la línea discontinua de la figura 4).
Hay algunas fuentes de estrés que podríamos llamar agentes físicos que afectan por igual a personas y animales. Una pelea con otro animal que produzca algunas heridas puede ser un ejemplo de estrés agudo: existe un peligro grande pero, una vez pasado, el animal se recupera. Una sequía, en cambio, podría ser la causante de estrés crónico: no llueve, no hay agua, falta alimento, hay que ir continuamente de un lugar a otro para obtener agua… una situación que provoca estrés crónico tanto en los animales como en las personas.
Pero las personas, aparte de los estresores físicos como heridas, daños, falta de comida o agua, también están expuestas a otro tipo de estresores; por ejemplo, una avería del coche durante un viaje, que representa un problema que antes o después, de mejor o peor manera, se puede solucionar, sería un caso de estrés agudo. En cambio, sufrir acoso laboral podría ser un ejemplo de estrés crónico.
A partir del estrés agudo y del crónico se pueden derivar otros tipos de estrés. Puede existir, por ejemplo, una acumulación de estresores agudos: tienes trabajo extra, tu hijo se pone enfermo y, además, aparece un escape de agua en casa. Estos tres estresores agudos se pueden afrontar por separado y, una vez superados, podemos recuperarnos. Pero si coinciden en un corto periodo, no habrá tiempo para recuperarse y aparecerá el riesgo de llegar al agotamiento. Entonces nos hallaremos ante un caso de acumulación de situaciones de estrés agudo.
El estrés crónico puede ser continuo, pero muchas veces aparece de forma intermitente: los problemas económicos surgen a final de mes, pero nos dan un respiro cuando empieza el siguiente. O las malas relaciones con la familia, que acaban en discusiones durante las reuniones familiares, pero no se producen todos los días. En este caso el estrés crónico estaría constituido por situaciones de estrés agudo que se van repitiendo.
¿Qué otras señales activan el estrés?
Para continuar analizando los diferentes tipos de fuentes de estrés hemos de volver al hipotálamo y preguntarnos cuáles son las señales que producen esta cascada de reacciones. La situación de un animal ante su depredador no es la única, ni mucho menos. El dolor de cualquier tipo envía señales al hipotálamo. Las hemorragias, los daños en los tejidos, las intoxicaciones también pueden ser detectadas por el cerebro y enviar un aviso al hipotálamo. Al igual que las infecciones o la visión de depredadores, también los ruidos intensos y bruscos desencadenan estas señales. En realidad, el hipotálamo actúa así ante cualquier amenaza a la integridad del organismo, ante cualquier daño, ante cualquier cosa que pueda alterar su equilibrio, la homeostasis.
En los seres humanos este proceso es mucho más complejo, ya que una simple idea —por ejemplo, sospechar que quizás podemos ser despedidos— produce los mismos efectos. Cualquier suposición sobre un daño futuro también llegará al hipotálamo. Y lo más curioso, la clave en este caso es que no importa que estemos ante un peligro real: solo es necesario que imaginemos que va a aparecer.
En este punto lo esencial es darnos cuenta de que la respuesta biológica de estrés es genérica e inespecífica. Y eso quiere decir que es más o menos la misma sea cual sea la señal de amenaza que la ha provocado. Da igual que se trate de un peligro real, como de un daño o una enfermedad; no importa si se trata de algo tangible o de simples sospechas, de creencias sobre el futuro o de ideas totalmente subjetivas.
No estamos diseñados para el estrés crónico
Ahora ya podemos plantearnos otra cuestión importante: si el estrés es un proceso adaptativo y necesario, ¿por qué entraña el riesgo de enfermar y sufrir esos efectos negativos?, ¿por qué se produce en una sociedad como la nuestra en la que, por suerte, ya no tenemos que salir corriendo perseguidos por lobos?
La primera respuesta es que tanto los animales en general como las personas en particular estamos preparados para sufrir estrés agudo y recuperarnos, pero los problemas surgen cuando aparece el estrés crónico.
El segundo aspecto es que, como el hipotálamo no valora si la señal responde a algo tangible o a procesos psicológicos, pone en marcha siempre la misma respuesta de alarma. Por lo tanto, si las personas estamos preocupadas durante largos periodos de tiempo —por los pagos de la hipoteca o las relaciones personales, por ejemplo— ponemos en marcha un sistema fisiológico que surgió para hacer frente a emergencias agudas de tipo físico, pero no para afrontar problemas psicológicos de tipo crónico.
En resumen, estamos preparados para una activación aguda y una recuperación posterior sin merma para la salud. Pero, ¿qué pasa cuando tenemos que enfrentarnos a una nueva dificultad cuando aún no nos hemos recuperado de la anterior? Pues que la recuperación se retrasa y ese estado de activación urgente y momentáneo se hace permanente, se cronifica.
Las repuestas agudas del estrés relacionadas con las emociones negativas son adaptativas, nos ayudan a afrontar la situación y fortalecen el sistema inmunitario, pero si se prolongan en el tiempo se produce justo el efecto contrario debido al gasto de recursos que comporta (la carga alostática). Esto es lo que llamamos desregulación, cuando las reacciones corporales no son ajustadas, no son proporcionales a las agresiones, y entonces se produce un efecto no deseado, se altera el metabolismo, se sobrecarga el sistema cardiovascular y disminuye la eficacia del sistema inmunológico.
Dicho de otro de otro modo, nuestro cuerpo está preparado para reaccionar ante emergencias, pero no puede estar continuamente en estado de alarma, pues esto es lo que lo conduce al agotamiento. Más adelante, cuando hablemos de la relación entre estrés y enfermedad, veremos cómo el estrés pasa de ser una respuesta adaptativa ante la amenaza a convertirse en un riesgo para la salud.
El ciclo de activación-recuperación
¿Qué tiene que ver la actividad física con el estrés? Mucho; vamos a ver por qué. Un corredor aficionado se dispone a practicar su entrenamiento habitual, hace sus estiramientos, calienta un poco y sale a correr. Cuando está corriendo aumentan su frecuencia cardíaca, su presión arterial, su respiración, se inhibe el sistema digestivo... en realidad se producen las mismas reacciones que en situaciones de estrés. Pero, ¿por qué es tan sano correr y puede ser tan malo tener estrés? Porque en realidad cuando nos ponemos a correr es como si nos autoadministrásemos una pequeña dosis de estrés, pero siempre bajo nuestro control. No hay amenaza, estamos en un entorno seguro y realizamos un esfuerzo físico. Este tipo de esfuerzo nos fortalece y es altamente saludable. Pero para poder beneficiarse del ejercicio este debe ser constante y estar bien programado. Los entrenadores saben que hay que organizar las sesiones alternando descansos y esfuerzos. Si un deportista, aficionado o profesional, realiza una sesión de entrenamiento antes de haberse recuperado totalmente de la sesión anterior, su rendimiento será peor y si eso se repite le llevará al agotamiento. En cambio, si después de un entreno descansa correctamente, se alimenta bien y, cuando ya está recuperado, realiza la siguiente sesión, su resistencia y fortaleza irán en aumento.
Con el estrés pasa algo parecido: cuando tenemos un problema experimentamos una activación que reduce nuestro bienestar general. Una vez pasado el episodio, hay un tiempo de descanso que nos lleva a recuperar o a superar el nivel anterior al problema. Si entonces tenemos otro episodio de estrés podemos hacerle frente con menos esfuerzo, y recuperarnos mejor después, como se ve en la parte superior de la figura 5. Pero si resulta que tenemos que hacer frente a una situación de estrés antes de habernos recuperado de la anterior, el malestar y el esfuerzo provocados serán mayores que en la ocasión anterior y nos costará más recuperarnos, y si este proceso se repite se produce la caída en el agotamiento, como se ve en la parte inferior de la figura 5.
Figura 5. Evolución del estrés con periodos de recuperación adecuados (parte superior) y con recuperación insuficiente (parte inferior)
La diferencia entre la actividad física y el estrés de la vida cotidiana es que podemos programar los entrenamientos, pero los problemas, en cambio, son imprevisibles. Pero no estamos desarmados, podemos aprender a descansar mejor y a introducir mecanismos de control en las situaciones de estrés. Lo importante es recordar que siempre es un buen momento para tomarse un respiro.
CONSEJO PRÁCTICO
Aprender a respirar
Cuando se produce estrés necesitamos más oxígeno, por lo que la respiración se acelera. Pero para oxigenarnos correctamente hay que aumentar la cantidad de aire que inspiramos y no solo respirar más rápidamente.
Una respiración superficial es aquella en la que se llena únicamente un tercio de los pulmones, lo que se percibe porque solo se hincha la parte superior del pecho, y no el abdomen. Si necesitamos más oxígeno e intentamos conseguirlo con respiraciones superficiales rápidas, acabamos jadeando y aumentando la sensación de estrés.
Por tanto, cuando estemos nerviosos nos resultará muy útil para recuperar la calma y favorecer la fase de recuperación volver a respirar profundamente. Además, es muy sencillo:
1 Siéntate con la espalda recta y vertical, con los hombros relajados y sin cruzar las piernas. Has de estar derecho pero no rígido.
2 Pon una mano suavemente en el abdomen y otra en el pecho, toma un poco de aire, sin forzarte.
3 Empieza a expirar el aire poco a poco por la boca; cuando creas que ya ha salido todo, continúa un poco más, soplando suavemente si hace falta, para vaciar completamente los pulmones. Cuando se hayan vaciado del todo, espera unos pocos segundos antes de volver a tomar aire.
4 Toma el aire por la nariz y no hagas nada más, notarás que se hinchan tanto tu pecho como el abdomen.
5 Repite la operación de espirar todo el aire y volverlo a inspirar. Aquí se acaba el ejercicio. No hagas más de dos respiraciones profundas seguidas.
El truco de este ejercicio es soplar. El secreto para llenar totalmente los pulmones es haberlos vaciado previamente, pues de esa manera se llenan sin esfuerzo y se consigue un estado de relajación reparador.