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El final de un ciclo, el comienzo de otro

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Siempre cuento que una tarde, mientras regresaba a mi casa desde el centro de la ciudad, me percaté de que el contador de kilómetros de mi automóvil marcaba 9999. Obviamente no era importante ni debería ser significativo en ningún sentido; y sin embargo, registré de pronto un pequeño escalofrío diferente, mezcla de excitación y repentino interés por ese número, que sabía igual, exactamente igual a todos los anteriores, pero que me puso más alerta, un pelín ansioso y tan pendiente del hecho como para bajar la velocidad y anclar el rabillo del ojo en el pequeño reloj de mi tablero. Luego, cuando el pequeño número cambió a 10,000, la sensación se transformó en una gran alegría inexplicable que me dibujó una sonrisa en el rostro y me dejó hasta llegar a casa con una cierta absurda vivencia de plenitud y liviandad.

Al entrar en la casa y pasar frente al espejo del vestíbulo, mi sonrisa un poco mayor que la de los otros días me obligó a preguntarme: ¿de dónde proviene todo este bienestar y este inusitado entusiasmo extra?

Los números redondos arrastran consigo una especie de magia, ¿no es cierto?

Recuerdo el movimiento brutal que presenciamos tú y yo cuando el mundo entero festejó el final del año 1999 y la llegada del 2000 y los festejos “diferentes” que planeamos cuando nosotros o alguien de nuestros afectos está a punto de cumplir los cuarenta o los cincuenta o los ochenta.

Se me ocurre que es el resultado de nuestra costumbre de empaquetar las cosas, los tiempos y las situaciones en “lotes” de determinado número de componentes. Ese cero, al final de cuentas, produce en quien lo registra la idea de un “final de algo” y un “comienzo de otra cosa”. Y aunque el final no sea tal y el comienzo se parezca demasiado a lo anterior, ese número redondito produce un cierto efecto de “página en blanco”, que nos fuerza a pensar, por lo menos, en la idea de un nuevo ciclo.

Los números “redondos”, que no tienen por qué ser “redondos” ni cuadrados, ni angulares, ni distintos, nos producen, con la misma “in-justificación” una sensación similar a la vivida cada 31 de diciembre, día en la que al unísono aguardamos con cierta exaltación la llegada del primero de enero del año que comienza, llenos de proyectos para el nuevo año.

Estos momentos mágicos, que simbolizan fines de un ciclo y nuevos comienzos en cualquier sistema, estos “hitos” puramente racionales, nos hacen pensar que hemos “cumplido” una parte de la tarea, que hemos llegado a algún lugar lleno de significado y que motivados por ello podemos y queremos encarar lo que sigue limpios y frescos, con toda la experiencia de lo aprendido en el ciclo anterior y toda la fuerza del deseo de comenzar “de nuevo”. (Tantos entrecomillados podrían darnos la certeza de que nada es lo que parece y de alguna forma es exactamente así, excepto por la motivación renovada que es real y muy útil.)

Los que son más pragmáticos, o menos románticos, aunque se llamen realistas, sostienen que esto es poco menos que un autoengaño. Que ninguna fecha ayudará a que seamos distintos de como siempre hemos sido, que todo seguirá su curso, más allá de la redondez del número de la cuenta y de los caprichos de los almanaques y de los documentos de identidad, que no hay más diferencia que un par de momentos entre esos ceros y el siguiente uno. Pero aquellos que, como yo, creemos en la posibilidad de las personas de transformarse, preferimos pensar que nuestra capacidad creadora necesita y utiliza algunos estímulos para motivarse y que al hacerlo, con cualquier excusa, es capaz de romper, real y efectivamente, la inercia de cualquier cosa que venga, encarando lo que sigue con una actitud positiva y constructiva.

Parafraseando al gran poeta portugués Fernando Pessoa:

Nada cierto nos une con nosotros, los de antes.

De un día a otro, nos desamparamos.

Porque somos quienes somos

y es cosa vista por dentro,

que también somos los que fuimos.


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Podemos elegir, cada día, la manera de trabajar con lo de afuera y lo de adentro para llegar a ser lo que queremos ser, para hacer lo que hacemos de la mejor manera posible, para llegar al lugar en el que siempre quisimos estar. Es cierto que nuestro pasado nos condiciona, pero puede hacerlo más de lo que nos gustaría o menos de lo esperado, dependiendo de nuestra actitud (la experiencia es maravillosa, el condicionamiento no tanto). Somos capaces, todos, de reinventarnos cada día. ¿Podría acaso dejar mi tarea de escritor o de terapeuta y dedicarme al cultivo de las fresas? Por supuesto que podría, aunque tuviera para eso que pasar a una zona de menos confort durante un tiempo, aunque nada garantiza que me convierta en un buen agricultor, aunque nadie pudiera asegurarme de que sería capaz de vivir de esa actividad, pero seguramente podría cambiar mi actividad por ésa o por otra si estoy dispuesto a correr algún riesgo. Y de hecho supongo que este ciclo terminará alguna vez, como lo hizo el ciclo de tener una consulta y atender pacientes.

El comienzo de un ciclo nos recuerda una verdad que siempre ha estado allí. Nos reconcilia con la certeza de que basta con decidirlo para hacer de cualquier momento un nuevo comienzo, pero que nos es más sencillo apoyarnos en un hecho externo para llevarlo a la práctica.

C uentan que una vez, un estudiante avanzado del zen viajó hasta la ermita del viejo maestro Qian Feng para hacerle una pregunta que había estado ponderando desde hacía mucho tiempo. Cuando finalmente estuvo frente al maestro que aguardaba en calma sobre su tatami, el estudiante se arrodilló y dijo:

Maestro, sé que todas las direcciones conducen a la morada de Buda, pero también sé que sólo un camino lleva hasta las puertas del Nirvana. Sólo te pido, maestro, que me digas dónde comienza ese camino.

Qian Feng se puso entonces de pie, dio un par de pasos hacia el estudiante y, con el extremo de su bastón, trazó una línea sobre la tierra justo delante del rostro de su discípulo.

Aquídijo.

Y sonriendo, el maestro volvió a sentarse sobre su tatami.

Ciertamente el camino del cambio, como el de la congruencia, como el de la excelencia, como el de la consciente continuidad, siempre puede comenzar aquí y ahora, en el momento exacto en que así lo decidimos, ya que el momento oportuno es este instante, pero... ¿Por qué no aprovechar el empujón que nos da el abracadabra matemático de un numero redondo, o de una situación especial, cualquiera que sea, para renovar el interés o el compromiso con nuestra existencia?

Vuelvo a pensar en la revista Mente Sana, cuyos editoriales durante una década dieron nacimiento a los textos de este libro. Recuerdo cómo nos fuimos encontrando todos los que pretendíamos hacer un producto cuidado y noble que llevara las palabras, que alguna vez algunos maestros nos enseñaron, a las casas de todos. Pasamos por momentos gloriosos y de los otros, prósperos y austeros, de siembra y de cosecha, de sorpresa y de confirmación. Y la salida del número 100 por esta estúpida historia del redondeo pareció ser el galardón que confirmaba que lo habíamos conseguido...

Me honra pensar que algunos de aquellos rebeldes —junto a mí— contribuyeron aunque sea tibiamente a cambiar en muchas personas la imagen que tenían de algunas cosas; especialmente cambiar el prejuicio que sostiene con convicción que no se debe pensar en el propio bienestar.

Es cierto que la palabra egoísmo sigue teniendo cierta carga negativa y reprochable; es verdad que se la sigue confundiendo con la incapacidad de querer al prójimo, con la egolatría, con la vanidad y con la codicia, es indudable que en el lenguaje coloquial nos sigue sonando a insulto; pero nos es menos cierto que la mayoría de nosotros ha aceptado que una parte de las herramientas necesarias para la búsqueda de una mínima calidad de vida se apoya en el sentimiento saludable de cierto amor por uno mismo.

Pretendíamos entonces lo mismo que deseamos ahora: que nadie se deje engañar por los hipócritas de la doble moral, que se llenan la boca acusando a todo y a todos de individualistas o egoístas, levantando enormes banderas de loas al altruismo mientras ocultan de nuestra mirada sus vidas mezquinas, su historia corrupta y su conducta verdaderamente inmoral. Me satisface saber que hemos hecho lo que mejor pudimos para cumplir esa misión y que de muchas formas el resultado es bueno.

Y tú, amado lector, amada lectora, que me has acompañado desde entonces, o tú que te has sumado a mi desafío en algún momento de este medio siglo, o tú que por primera vez te acercas a esta ventana, te pregunto:

¿Qué te propones ser y hacer en tus próximos diez años? Atrévete a imaginarlo.

Esta respuesta podría ser, y quizá sea, el primer paso de un nuevo ciclo en tu vida.

Un ciclo en el que tú eres lo único imprescindible.

Un nuevo tiempo que, si tú lo deseas, comienza ahora.

La vida no admite representantes

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