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Autenticidad

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La autenticidad podría ser reconocida como uno de los pilares a tener en cuenta en el desafío de crecer y desarrollarse como personas, y también podría ser el foco de aquellos que se burlan de las preguntas de Perogrullo: ¿por qué tanta lata con esto de ser uno mismo? ¿Es que acaso se puede dejar de serlo? Después de todo, sea como fuere, siempre soy yo el que hace, el que dice y el que piensa... ¿O no?

En la misma línea podríamos plantear todos los discursos y los textos psi, la validez y pertinencia de conceptos como “Vive hoy” o “Vive aquí y ahora” (¿qué otra posibilidad cabría, si hablamos en sentido estricto?)

En lo personal creo que ambos cuestionamientos tan racionales no están exentos de cierta intencionalidad descalificadora y banal valiéndose para ese objetivo de una literalidad absurda y nada inocente.

Lo que sucede es que el elogio de la autenticidad no trata de convencerte de que tú eres tú y de que tu existencia está sucediendo en este lugar y en este momento, eso es obvio; se trata de traer tu conciencia plena a ese hecho, para así empujar en ti una actitud que no esté centrada en tu imaginario, en tu penar por lo pasado ni en tus expectativas para el futuro.

El “consejo” es, pues, no te distraigas, deja de usar tu tiempo en lo que sucedió y que no puedes cambiar o en lo que todavía no sucede. Ocúpate más de centrarte en el presente y disfrútalo o padécelo, con todo tu corazón y con toda intensidad.

Tampoco se trata de creer que tú puedes dejar de ser tú, por la vía de tomar algunas decisiones acertadas, ya que por ese camino sólo terminarías, como máximo, siendo tú actuando como si no fueras tú. Al contrario, esta arenga se trata de la saludable decisión de aceptar que eres quien eres y que está bien que así sea; se trata de cancelar el esfuerzo de pretender dejar de ser como eres, de exigirte cambiar o de querer parecerte a no se sabe quién.

Sé auténtico significa “sé tu mismo”, es decir, no quieras ser más que quien eres (ni menos), no te enojes con tus errores y defectos, no reniegues de tus carencias, no mutiles esos aspectos de ti que a algunos otros no les parecen atractivos. “Ser uno mismo” implica defender frente a todo y a todos la lealtad para con la propia manera de ser y de pensar, y es la mayor expresión del autorrespeto, ser fiel a los propios principios, ideas y sentimientos.

Hago una pausa para reírnos juntos de lo opuesto de esa lealtad, recordando al más grande humorista de la historia: Groucho Marx.

En una escena de una película, él discute acaloradamente con alguien a quien le pide un trabajo, que él y sus hermanos necesitan con urgencia. De pronto, frente a una propuesta del empresario, Groucho parece plantarse y con firmeza dice: “Mire, señor, ¡éstos son mis principios! Y si no le gustan... tengo otros...”.

Auténticas son aquellas personas cuya conducta y palabras son congruentes con su pensar y sentir, que son capaces de sostener un perfil personal a lo largo del tiempo, que no viven disculpándose o disimulando sus opiniones, fluyen simplemente interactuando con otros y con el mundo, como dijimos, fieles a sí mismas.

Esta fidelidad es muchas cosas: valor, derecho y obligación, además de una poderosa herramienta para una vida más saludable.

Acompáñame en este clásico ejemplo que propone la psicología freudiana:

Imagina que te avergüenza mostrar algunos aspectos de ti.

Imagina que los escondes en un barril para que nadie los vea.

Imagina ahora que sumerges ese barril bajo el agua para ocultarlo.

Adivinas lo que sigue, ¿verdad?

Estarás condenado para siempre a hacer presión en el barril para mantenerlo oculto, ya que en cuanto aflojes la tensión, en cuanto te descuides, en cuanto quieras dejar esa tarea, el barril emergerá mostrando lo que trataste de esconder.

No es metafórico decir que el gasto de energía que se consume en esta tarea se “roba” de la que precisamos para vivir nuestra mejor vida.

La autenticidad requiere, desde el principio, la decisión y la valentía de pararse en los propios pies y defender lo que uno es, aunque no sea más que para comenzar un proceso de cambio (no puedo cambiar lo que soy si no parto de saberlo).

Es interesante destacar que esta actitud irrespetuosa para con uno mismo configura la base de todas nuestras conductas neuróticas, ya que explicada en los términos más simples y breves mi neurosis es la suma de todo lo que hago en contra de mi esencia y mi naturaleza, con el único fin de conseguir ser querido y aceptado; aunque en el fondo de mí me persiga la angustia de saber que, tarde o temprano, se dejará ver el truco y se perderá lo que ilegítimamente he conquistado.


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Los que trabajamos en salud mental asistimos, con no poca preocupación, al fenómeno habitual de renegar de la propia identidad, moneda corriente entre los jóvenes navegantes de las redes sociales. Otro nombre, otra edad, otra ocupación y hasta otra apariencia (conozco a quienes cuelgan fotos que no les pertenecen con el objetivo de interesar a otros), como dando por sentado que el propio aspecto o personalidad no serán suficientemente atractivos o deseables para el otro desconocido, y desde el inicio estará condenado a ser un eterno desconocido para no “decepcionarlo”.

Me recuerda a la trama de la película La verdad sobre perros y gatos. En ella, Jeanne Garofalo interpreta a Abby, una exitosa veterinaria que tiene un programa de radio. En la historia, muy simple, un hombre que la escucha se enamora de su personalidad y le pide una cita. Abby, que se sabe bajita, feúcha y un poco excedida de peso, está encantada con su llamada, pero decide que a su enamorado no le gustaría su aspecto. Así, le pide a su amiga Noelle que es alta, rubia y esbelta (¡Uma Thurman!), que se haga pasar por ella. En la cita, el hombre se siente atraído por la bella Noelle, pero no siente más que tedio al platicar con ella, así que decide no pautar un nuevo encuentro y se despide de ella con mucha frialdad. Dos días después, cuando habla por teléfono para despedirse cortésmente de ella, vuelve a sentirse enamorado al escuchar la voz y las palabras de la auténtica Abby...

El valor profundo de elegir la autenticidad y mostrar sin tapujos la propia singularidad nos rescatan como seres únicos (como de hecho somos) y nos transforman en personas dignas de conocer. Si la riqueza de la vida social consiste justamente en que cada uno tiene algo propio que aportar al mundo en el que le ha tocado nacer y crecer, no se comprende por qué tantas personas están dispuestas a renunciar a ella en pos de una aburridísima uniformidad “deseable” que garantice el vínculo, aunque éste no pueda ser más que chato, pobre y predecible.

En la novela 1984, escrita por George Orwell a mediados del siglo xx, se presenta una sociedad futura en la que los ciudadanos son dominados por una dictadura totalitaria que interfiere en la vida privada de todos, vigilando y censurando cada palabra, cada movimiento y cada gesto “diferente” de sus habitantes, porque suponen que en lo nuevo anida la posibilidad de rebelarse al orden imperante. En la novela sólo los héroes son auténticos y son perseguidos por ello, ya que su autenticidad los hace “inmanejables”. Si bien no es necesario ser un héroe para poder ser auténtico en la sociedad actual, ésta tampoco aplaude demasiado la aparición de las singularidades; aunque por un lado declama en pos de las libertades personales, por otro, censura explícita e implícitamente a los que se salen del marco de “lo que se debe” y lo que “no se debe” pensar o ser, hacer o sentir.

Algo de verdad anida en aquella persecución de la novela de Orwell. La manifestación de aquello que es único en cada ser no podrá salir a la luz con plenitud si antes no atraviesa una etapa de enfrentamiento con el pensamiento de la mayoría, con el statu quo, con lo que se espera de nosotros. El mundo en el que pretendo vivir y el que me gustaría legarle a mis hijos y a los de todos es el resultado del triunfo de lo personal, rico y auténtico que cada ser guarda en su interior. Un mundo lleno de cambios, de sorpresa, de creatividad e ingenio; un mundo que por no poner restricciones, no reconoce límites en su capacidad de crecer.

Una persona auténtica acepta y ama sus ideas, admite sus defectos y aunque trabaja para no ser su víctima, se siente orgulloso de la combinación que ellos hacen con sus virtudes, que conoce y desarrolla, defiende sus creencias y acepta como parte de este proceso el cuerpo que le tocó, la edad que tiene, las limitaciones de sus educadores y su realidad presente.

Desde pequeños hemos escuchado la advertencia de boca de quienes más nos querían: “Si actúas como se te antoja, corres el riesgo de que los demás no te den su cariño, su aprobación o su atención”.

Mi madre, una especie de experta en frases de “folclor materno” (esas cosas que todas las madres dicen) y vocero del establishment cotidiano, me repetía de vez en cuando aquello que ella había escuchado con seguridad tantas veces de su propia madre:

—Si vas por la vida comportándote así, nadie te va a querer.

Yo, que siempre fui un rebelde... (y quizá por eso) un día me atreví a preguntarle:

—¿Nadie me querrá?... ¿Ni tú?

Ella hizo un silencio lleno de sorpresa y finalmente me dijo:

—Yo sí. Yo te querré siempre... Pero eso no cuenta —me aclaró mientras me besaba ruidosamente en la frente—, porque yo soy tu mamá.

Mi psicoterapeuta, cuando tenía yo 19 años, me ayudó a resignificar ese diálogo y darme cuenta de que posiblemente, ese día, aprendí de mi madre por lo menos tres cosas que de hecho me acompañaron siempre:

Una, la más importante, que eso de que nadie me querría, si yo decidía no cambiar, no era del todo cierto.

La segunda, que solamente siendo rebelde conseguiría algunas respuestas más profundas y sinceras.

La tercera, más que trascendente, que mi madre me premiaba cada vez que yo cuestionaba una pauta establecida...

Es cierto que no todos y no siempre, tenemos el espacio o la oportunidad de reinterpretar los mensajes de nuestros padres para poder transformarlos en mensajes nutritivos. No siempre y no todos los mandatos admiten una nueva lectura positiva.

Algunos de estos comentarios, sumados al resto de la censura pura y dura de nuestro entorno en la infancia y encajados en los planes que ellos tenían para nosotros, nos han ido llevando a desarrollar una determinada forma de comportarnos; una manera de ser en el mundo que nos define. Una identidad que de grandes irremediablemente iremos descubriendo un día un poco y al siguiente otro tanto, que no se ajusta en sentido estricto a nuestra verdadera esencia.

Me he contado este cuento cientos de veces, desde que lo escuché por primera vez hace casi veinte años:

En un lejano pueblo, de algún lugar de Oriente, vivía el más importante e influyente sacerdote de aquellos tiempos, un hombre simple de una sabiduría nunca vista y una sensibilidad poco común.

Cierto día, llegó al monasterio donde vivía una invitación para ir a cenar a la casa del más rico de los hombres del reino. El sacerdote, que casi nunca salía de sus habitaciones, decidió que no podía seguir siendo descortés con su anfitrión y aceptó.

El día previsto para la cena, a pesar de la tormenta que se venía, decidió montar en su carruaje y conducir hasta la mansión del hombre rico.

Unos quinientos metros antes de llegar a la casa, un trueno asustó a su caballo y un brusco relámpago hizo que se encabritara, arrojando el carruaje a la zanja y al sacerdote con él.

El hombre se incorporó como pudo y se ocupó de calmar al animal, acariciándole el lomo y hablándole suavemente en la oreja. Luego levantó su carruaje y se miró. Estaba sucio desde la punta de los pies hasta el último de los cabellos. El fango, la mugre y las hojas sucias y hediondas estaban desparramadas por su ropa y sus manos.

Como estaba mucho más cerca de su destino que del monasterio decidió ir allí y pedir algo de ropa para cambiarse.

Cuando golpeó a la puerta de la mansión un pulcro mayordomo abrió, y al verlo con ese aspecto le gritó:

¿Que haces aquí, pordiosero. ¿Cómo te atreves a golpear en esta puerta?

Yo vengo... por la comida de hoydijo el sacerdote.

Vaya poca vergüenzadijo el mayordomo—. Las sobras estarán recién mañana y si algo queda, cosa que dudo, debes pedirla por la puerta de servicio. ¿Comprendes?

No llegó a contestar porque el dueño de casa apareció a preguntarle a su mayordomo qué era lo que estaba pasando.

Nada importante, es sólo este mendigo que pretende las sobras de la comida antes de que se sirva la cena... Le he dicho que se retire, pero insiste en su reclamo.

Pues que se retire inmediatamente... Mira cómo está ensuciando la entrada... Qué horror... Justo hoy. Llama a la guardia y si no se va... ¡que suelten los perros!

A empellones y patadas echaron al pobre sacerdote a la calle, amenazado por una decena de perros que ladraban mostrando sus afilados dientes.

Como pudo, el hombre se trepó al carruaje y regresó al monasterio.

Una vez en su cuarto, después de secarse las manos y la cara, se dirigió a su armario y sacó de allí una lujosa capa de oro y plata, que le había regalado un año atrás justamente el dueño de la casa de la que había sido echado.

Enfundado en la prenda, volvió a subirse al carruaje y esta vez llegó sin contratiempos a su destino.

Volvió a golpear y esta vez el mismo mayordomo lo hizo pasar con una reverencia.

El dueño de casa se acercó y le saludó inclinando la cabeza.

Excelenciale dijo—, ya estaba pensando que no vendría... ¿Podemos pasar? Los demás nos esperan...

Todos se pusieron de pie al verlos entrar y no se sentaron hasta que el hombre de la imponente capa tomó asiento, a la derecha del anfitrión.

El primer plato fue servido. Una especie de cocido en caldo que, a primera vista, parecía muy apetitoso.

Se hizo una pausa y todas las miradas se posaron en el sacerdote, que en lugar de decir una oración o empezar a comer, estiró la mano por debajo de la mesa y tomando la punta de su lujosa capa entre los dedos, comenzó a hundirla en el caldo.

En un silencio inquietante, el sacerdote le hablaba a su capa diciéndole:

Prueba la comida, mi amor... mira qué lindo caldito... mira esta papita... ¿y esta carne?... Come mi amor...

El dueño de casa, después de mirar a todos lados buscando una respuesta al comportamiento de su huésped, se animó a preguntar:

¿Pasa algo, excelencia?

¿Pasar?... —dijo el sacerdote—. No. No pasa nada. Pero esta cena nunca fue para mí. Es claro que la invitada es esta capa... Cuando llegué sin ella hace un rato, me echaron a patadas...

Cuando no podemos desprendernos de nuestras capas ni por un momento, la imagen que tenemos de nosotros mismos se nos ha vuelto una prisión. Y si esto sucede estaremos dejando afuera una infinidad de alternativas y anularemos grandes potenciales sólo porque contradicen la idea que tenemos de “lo que somos”.

Nuestra personalidad es de alguna manera un lugar protegido, un espacio donde hemos crecido hasta llegar a ser quienes somos, un lugar que aun con conciencia de que nos queda pequeño, nos ofrece el refugio y la seguridad de lo conocido. Dejarlo nos asusta porque implica, por fuerza, la disolución de algunas fronteras seguras o históricas del yo.

Una persona se da cuenta de que ha dejado de pelearse con el mundo cuando realmente se desprende de su necesidad de controlarlo todo y esto sólo sucede si el ego está dispuesto a revisar sus verdades y abandonar el escenario.


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