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Conocerse mejor

Te propongo un juego. Es un ejercicio terapéutico, pero no esperes rigor científico en esta oportunidad, tómalo como una vía para avanzar unos milímetros en el camino de conocerte más. Se trata de la ventana de Johari, y de alguna forma intenta mostrar la manera en que te relacionas con el mundo.

Mira el cuadrado que tienes abajo. Es tu área de trabajo. Dibújalo en un papel y ve haciendo el ejercicio a medida que lees, eso te dará más oportunidades de descubrir cosas de ti mismo que si lo realizas después de conocer exactamente lo que revela este test y sus resultados.

Así que adelante.

Copia en una hoja cualquiera este cuadrado y comencemos


PRIMER PASO. Tienes que contestar una pregunta. Pero antes, un punto importante: ¡no mientas! No trates de contestar “lo correcto”. Sé sincero para sacar provecho de ello —aunque sea por una vez.

Tomando la línea horizontal superior del cuadrado, como si fuera una escala que va de 0 a 100, ¿cuánto te importa lo que los demás digan de ti? Lee de nuevo la pregunta antes de determinar la respuesta. ¿Quizá necesites saber quiénes son “los demás” a los que me refiero? Trabajaremos en la referencia del grupo social intermedio, es decir, las personas que no son tus amigos íntimos ni tu familia. Hablamos de vecinos, compañeros de trabajo, compañeros de futbol, o de clases de salsa...

Como guía te diré que el 0 es para los que dicen: “A mí no me importa lo que digan o si les gusto o no”, “Si no pertenecen a mi grupo cercano, paso de ellos, que digan lo que quieran, me importa un bledo”.

En la otra mano, el 100 corresponde a los que padecen el “síndrome del adivino”, llamado así en honor a ese cuento en el que se cruzan dos adivinos y uno le dice al otro: “¿Qué tal?”, y el segundo contesta: “Tú bien. ¿Y yo cómo estoy?”. Es para los que saben y aceptan que viven pendientes de lo que los demás opinan sobre ellos.

Entre esos dos extremos absurdos e imposibles estamos el resto, y cualquier respuesta es válida (salvo 50, que es mentira... y habíamos acordado no mentir).

Decídete y pon tu marca.

Si yo tuviera que poner la mía en esa escala de 0 a 100, creo que hoy sería 78.

SEGUNDO PASO. Ahora la segunda y última pregunta: de 0 a 100, ¿cuánto te animas a decir lo que opinas, le moleste a quien le moleste? Pon una marca en la línea vertical izquierda del cuadrado. El 0 es para los que en caso de votación esperan a los demás para sumarse a la mayoría. El 100 es para los que orgullosamente dicen: “¡Ah, no! He gastado mucho dinero en psicoterapia para tirarlo a la basura, así que yo siempre digo lo que me sale, porque si no, se me perfora la úlcera”. Como antes, el 50 (respuesta numérica del falso “más o menos” diplomático) lo dejamos censurado por mentiroso.

Mi segunda respuesta es 32.

Tu cuadrado debería quedar así con las marcas en los valores que hayas puesto:


TERCER PASO. Ahora se trata de prolongar en el cuadrado tu marca superior hacia un lado dividiéndolo en dos rectángulos.


Y luego rayar o pintar el rectángulo formado a la derecha para diferenciarlo del otro. El mío queda tal como puede verse.

Si imaginamos que todo lo que soy, todo lo que pienso y siento, la suma de mis creencias, virtudes y defectos está representada en los puntos del cuadrado dibujado; y resultará que en el rectángulo de la izquierda está simbolizada la suma de todo lo que sé que los demás dicen de mí. Y lo sé porque lo escucho, porque los demás lo dicen y porque a mí me interesa. Nadie escucha lo que no le interesa.

En cambio, el rectángulo de la derecha es la suma de todo lo que otros dicen de mí, pero yo no escucho. Y no lo escucho porque no me importa. El asunto podría parecer intrascendente, pero como expuso el investigador Joseph Luft, el primer diseñador de esta ventana, lo que soy capaz de escuchar determina cuánto sé de mí, ya que es innegable que los demás ven cosas de mí que yo no alcanzo a percibir. Para ver mi rostro, por ejemplo, la parte que más me define, necesito de un espejo, no puedo mirarme con mis propios ojos. Del mismo modo necesito de otros para ver aquellas cosas mías que están en un punto ciego de mi mirada. Nos guste o no, el espejo que refleja lo que somos y no vemos es la mirada de los demás y la línea trazada determina hasta dónde estoy dispuesto a escuchar a los otros. El rectángulo de la izquierda muestra cuánto sé de mí y el de la derecha lo que decido ignorar, aunque los demás lo vean con nitidez.

CUARTO PASO. Ahora prolonga hacia la derecha la segunda marca y raya también el rectángulo inferior, en otra dirección o píntalo de otro color. Mi cuadrado queda así.


Ahora la mitad superior del rectángulo representa lo que muestro de mí y todo lo que queda debajo de la línea que acabas de prolongar es lo que escondes de los otros. (Porque como recordarás es la línea que marca lo que no te animas a mostrar.)

Si eres como yo y como la mayoría de las personas que hacen este test, quizá sientas ahora la tentación de cambiar alguna línea. Incluso sostendrás que entendiste mal... Resiste la tentación y analiza tu cuadrado como está ahora. No te enojes con él, es sólo un recurso para aprender.

RESULTADO DEL EJERCICIO. Todos somos la suma de muchos yoes fundidos en uno.

Y si somos la suma de todos esos puntos del cuadrado, debemos admitir que hay aspectos de mí que conozco (a la izquierda de la vertical) y otros que ignoro. Así como hay partes de mí que me animo a mostrar (arriba de la horizontal) y otras que prefiero que no se vean.

Las dos líneas que se cruzan determinan cuatro sectores y cada uno de ellos podríamos ponerle un nombre que lo identifique, siguiendo en la línea de este “psicologismo salvaje”.

Seré yo el conejillo de Indias ya que no tengo otro cuadrado que analizar.

Hay, arriba y a la izquierda, un sector que llamaremos el Jorge libre que contiene lo que sé de mí y me animo a mostrar sin conflicto.

Hay también —¡cuánto me duele admitirlo!— arriba y a la derecha la zona de contenidos de un Jorge negado. Es donde están esos aspectos que me cuesta aceptar, aunque los demás, acercándose un poco, los noten sin esfuerzo.

Asimismo existe un Jorge secreto, abajo y a la izquierda, que contiene lo que sé que soy y reconozco, pero me ocupo voluntariamente de esconder de la mirada de la mayoría. Mencionemos por último el sector del Jorge oculto, el pedazo de mí que ni yo ni los demás podemos ver con facilidad, el más oscuro de todos.


Ésa es la mía hoy, tu ventana se parecerá a ella o no pero siempre tendrá cuatro sectores.

Básicamente hay cuatro tipos de ventanas; veamos qué significa y a qué corresponde cada una de ellas:


1. Esta ventana, como la mía, pertenece a las personas abiertas a escuchar a los demás, pero más reacias a mostrarse. Algunos pueden ser algo intrigantes y estar llenos de secretos.


2. Es la ventana de los que les cuesta aceptar las críticas y a veces llegan a romper vínculos, disgustados, porque consideran la opinión de los otros injusta y hostil.


3. Todos los que están en proceso de duelo o de grandes cambios suelen tener ventanas como ésta. Corresponde a personas que no quieren exponerse ni tienen demasiado interés en los demás. Es la ventana de los que sienten miedo, están deprimidos o atraviesan un momento difícil.


4. Y por último la mejor ventana que se podría tener. Es la más luminosa y corresponde a la de los seres libres, auténticos y abiertos. En ella se puede encontrar un gran yo libre, un poco de yo negado y algo de privacidad para el yo secreto. También existe un minúsculo yo oculto listo para ser descubierto.


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Yo creo firmemente que la luz entra a nuestras vidas por el cuadrante libre. Y cuanto más grande sea esa parte, mejor y más auténtica podrá ser nuestra existencia.

Si esto es verdad, la pregunta sería: ¿cómo se construye una ventana así? ¿Qué podría hacer alguien que hoy se encuentra con sinceridad con una ventana muy oscura, con un yo oculto demasiado grande? El ejercicio señala el camino. Debería desplazarse la línea vertical hacia la derecha y la horizontal hacia abajo... Fácil de decir.

Pero, en la práctica, ¿cómo se hace? Pues escuchando más y animándonos a mostrarnos más tal y como somos.

Aprender

Es un tanto difícil mantener los oídos “conectados” todo el tiempo. Vivimos rodeados de expertos en casi todo, de vecinos protagonistas de hazañas sólo sabidas por ellos mismos y de demasiados enamorados de su propio discurso. Sin embargo, es indudable que uno de los pasos en nuestro camino hacia la superación personal es escuchar. No hablo de hacer una pausa en lo que digo y permitir que, mientras tomo aire, el otro se dé el lujo de decir algunas palabras. No me refiero a buscar en las palabras del otro la forma de enlazar “con arte” mi propio argumento. Hablo de escuchar activa y comprometidamente y comprender lo que hay de acuerdo y de desacuerdo en lo que me dice otro.

Por otro lado, ¿por qué nos cuesta tanto abrirnos a la comunicación sincera y abierta? La respuesta es clara: tememos aceptar nuestros errores, nuestras limitaciones, nuestras carencias. Estamos demasiado encerrados en nuestras creencias y les damos la convicción de certeza absoluta, o simplemente no queremos enterarnos de algunas otras verdades. Tendemos a escuchar sólo lo que queremos oír y esconder lo que no nos conviene exponer.

Por último y por si acaso alguien no quisiera enterarse de la dimensión verdadera de este desafío del que hablamos: hablo de escuchar, no de obedecer. De escuchar, no de someterse. De escuchar, no de estar de acuerdo. De escuchar, no de anular las propias ideas. Escuchar, especialmente para aprender la parte del todo que todavía ignoramos. Esto conlleva, claro, una importante cuota de humildad, porque aprender siempre es un acto humilde. Abrir los oídos debería servir para darnos cuenta de que no tenemos —nadie lo tiene— el monopolio de la verdad y centrarnos en la necesidad de completarnos con la verdad de los otros. El que no se anima a bajar del pedestal nada puede aprender de los demás a los que, sin escuchar, desprecia porque supone o, peor aún, decide que nada pueden enseñarle. Hay que encontrar el lugar de la humildad del que sabe lo que no sabe y está decidido a aprender.

La vida no admite representantes

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