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–¡No quiero ir!

Jota estaba enfadado, muy enfadado. El año pasado había ido con su familia de vacaciones a la playa. Todavía recordaba el olor a agua salada, los innumerables castillos de arena hechos con su padre y su hermana pequeña y, por supuesto, los helados de fresa y nata con nubes por encima de la heladería cercana al faro. Y cuanto más lo pensaba, más se enfadaba mientras el coche serpenteaba por la carretera camino de Telares.

Telares era un pueblecito de la sierra no muy lejos de la ciudad. Los padres de Jota habían decidido este año cambiar playa por montaña, y habían alquilado una casita con jardín a las afueras del pueblo y cerca de un riachuelo. El problema vino al comunicar la noticia a Jota y a su hermana Bea. Se lo habían pasado tan bien el verano pasado…

—¡No quiero ir! —repitió esta vez a pleno pulmón.

Su madre se giró y le dijo pacientemente:

—Verás qué bien os lo pasáis. He oído que en el pueblo hay un río donde la gente puede bajar a bañarse y…

—¿Hay mar? —le cortó Jota.

—Pues… no —titubeó su madre.

—¿Y arena?

—Tampoco.

—Entonces, no quiero ir —sentenció.

Por la ventanilla a medio bajar del coche, Jota miró, a través de sus enormes ojos verdes, cómo la montaña se iba acercando. El aire que entraba le removía el pelo castaño recién cortado. Acababa de cumplir diez años y ya pensaba que podía comerse el mundo desde su metro cuarenta y cuatro de estatura.

—¡Ahí está el cartel de entrada al pueblo! —señaló su padre con entusiasmo exagerado.

El coche redujo la velocidad. Un niño rubio, de unos once años, se encontraba agachado al lado de un muro. Se giró al oír el ruido del motor, y al ver la cara furiosa de Jota, le sacó la lengua sonriéndole con malicia.

—¡Eeeeh! —gritó mientras le seguía con la mirada—. Ese mocoso me ha sacado la lengua.

A Bea le entró un ataque de risa viendo la cara, entre asombrada y enfurecida, de su hermano, lo que aumentó su disgusto.

—Pero si no te conoce de nada, cariño —le dijo su madre tratando de calmarlo—. Habrá sido casualidad.

—¿Casualidad? Pero si…

—Bueeeno, ya vale —zanjó su padre—. Trata de aprovechar las vacaciones y de hacer nuevos amigos.

Sin ni siquiera acabar la frase, ya había aparcado delante del que iba a ser el hogar familiar durante las cuatro semanas siguientes. Jota y Bea observaron la casa con curiosidad. No tenía nada que ver con su piso de la ciudad, ni con el hotel enorme del año pasado. Un frondoso seto verde cubría la valla por completo. La verja de entrada daba paso a un coqueto jardín no demasiado amplio, pero con una barbacoa de piedra en uno de los lados.

«Igual no me lo paso tan mal a fin de cuentas», reflexionó Jota haciendo una visera con la mano. El sol apretaba con fuerza mientras echaba un vistazo al exterior de la vivienda. Su hermana, cuatro años menor que él, saltaba por el césped como si tratase de comprobar lo esponjoso del terreno.

La puerta abierta iluminó un salón, en el que destacaba una gran chimenea. Al fondo, una cocina con barra americana; a su derecha, unas escaleras parecían conducir a las habitaciones de la planta de arriba.

—¡Qué bien! —exclamó Bea, señalando la barra—. Podremos desayunar en esas sillas altas como en los bares.

—Se llaman taburetes, cielo —le aclaró su madre—. En cuanto ventilemos un poco y organicemos la ropa de las maletas, saldremos a conocer el pueblo.

Pero Jota no escuchaba. Su atención se dirigía a una araña de patas largas y finas que intentaba escalar sin éxito por el hueco de la chimenea. «Si soplo hacia arriba, igual la ayudo». Cogió aire e hinchó el pecho todo lo que pudo.

—¿Qué estás mirando?

La inesperada voz de su hermana le produjo un ataque de tos, haciendo que la araña se escapara por el suelo. Jota permaneció unos segundos siguiendo su recorrido. Al final desistió.

—Ya nada —contestó triste. Su mente volvió a recordar la playa del año pasado.

Jota y el misterio de las botellas

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