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El general y el intelectual
ALEJANDRO ROSAS

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UNAM


José Vasconcelos se encontraba en el exilio cuando se enteró del asesinato de Álvaro Obregón. Aunque habían atado su destino en 1920 para llevar a cabo una utopía educativa, poco duró la cruzada cultural. Vasconcelos fue Rector de la Universidad Nacional de México y luego secretario de Educación Pública durante el régimen obregonista (1920-1924), al que se sumó con abierto optimismo, pero las diferencias políticas, la imposición de Calles y la facilidad con la que Obregón apretaba el gatillo, los distanció de manera definitiva; Vasconcelos ni siquiera terminó el cuatrienio al frente de la Secretaría de Educación. En 1924 partió al exilio y nunca más volvió a ver a Obregón.

A pesar de todo fue una combinación exitosa; el general y el intelectual; el hombre de la pistola junto al hombre de los libros. El hombre del poder que escuchó y dejó hacer al hombre del pensamiento. Las circunstancias fueron favorables y durante un par de años, a pesar del marcado idealismo de la cruzada educativa, fue un periodo luminoso, un momento en que se abrió la posibilidad de pensar un México distinto que Vasconcelos resumió en una frase: “Lo que este país necesita es ponerse a leer La Ilíada”. Leer, había llegado el tiempo de leer.

EL CAUDILLO

El asesinato del presidente electo en 1928, no sorprendió a Vasconcelos. “La desaparición de Obregón causó alivio en el público –escribió el otrora ministro de Educación-, levantó las esperanzas del país. Cuando conocí los detalles de su ejecución recordé aquella frase de Obregón: ‘En este país, si Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín’. En efecto, lo había matado Abel. Toral era el hombre de paz, de vida pura que elige el asesinato como medio de purificación y acompañado de la inmolación de sí propio”.

José de León Toral era una sombra. La sombra que le arrebató la vida al invicto general Obregón; al caudillo, al hombre carismático, alegre y elocuente. ¿Complot? ¿Asesino solitario? ¿Venganza? Todos eran sospechosos. Los fanáticos religiosos por su abierta oposición al jacobinismo de los sonorenses expresada con las armas en la mano desde 1926. El presidente Calles por mera ambición y manifiesta rivalidad. El líder obrero Luis N. Morones porque había perdido la carrera por la silla presidencial frente al “manco”. Incluso la vieja guardia revolucionaria tenía sus motivos: el ambicioso general modificó la Constitución para violentar el ya entonces sagrado principio de la no reelección y perpetuarse en el poder.

El asesinato en todo caso se presentaba como el desenlace natural de una vida en que si “las balas no parecían tomarlo en serio” —como escribió Martín Luis Guzmán— la muerte menos. Durante sus ocho mil kilómetros en campaña —título de sus memorias— fue herido en varias ocasiones y por momentos tocó las entrañas de doña muerte. Obregón tenía más vidas que un gato.

La revolución curtió su carácter. Por encima de su apego a la vida, estaba su desmedida ambición y si en el largo recorrido hacia la presidencia hubo obstáculos, no dudó en eliminarlos. “Obregón es extraordinario, tipo de temperamento sanguíneo y nervioso –escribió Ramón Puente-; hay en su espíritu contradicciones formidables, cualidades y defectos en confusión: valor, temeridad, audacia, junto con disimulo y sencillez; egoísmo llevado a la egolatría y afabilidad en el trato; desprendimiento y codicia; fuego y frialdad para disponer de la vida humana sin inmutarse. Cualquiera se pega chasco con su carácter efusivo y su apariencia simpática. Sabe dar y quitar lo mismo los honores que la vida”.

El éxito guió su destino. En los negocios, en la carrera de las armas y en la política la suerte siempre estuvo de su lado. No estudió formalmente para nada. Era un improvisado con “el mejor sentido práctico del mundo”. Antes de unirse a la revolución fue mecánico, tornero, profesor, maestro de ceremonias y agricultor. Con su carácter jovial y alegre se ganaba el afecto de quienes lo conocían. No quiso incorporarse al movimiento maderista de 1910, pero en 1912 defendió al régimen de Madero combatiendo discretamente contra Pascual Orozco.

Su momento, como el de muchos otros notables revolucionarios, llegó al estallar la revolución constitucionalista en marzo de 1913. A pesar de ser un improvisado, su capacidad para organizar ejércitos, ejecutar maniobras y enfrentar al enemigo era muy superior a la de los militares de carrera, situación que le provocó ciertas envidias. Los hechos, sin embargo, hablaban por sí solos, y Carranza —hombre práctico también—, depositó su confianza y futuro en el sonorense. En julio fue ascendido a general y en septiembre fue nombrado jefe del Cuerpo del Ejército del Noroeste.

Cuando sobrevino la ruptura revolucionaria a finales de 1914, Obregón siguió a Carranza. No por una lealtad incondicional ni eterna, lo creía apto para restablecer el orden en términos políticos lo cual significaba a la larga su acceso al poder. Además, se veía a sí mismo con la capacidad militar suficiente para derrotar a Villa. En su pragmática visión se veía como el triunfador indiscutible. No tenía duda. En el primer semestre de 1915, el sonorense sostuvo las batallas más importantes de toda su carrera militar. Enfrentó al ejército villista en el Bajío y lo despedazó a un costo personal relativamente bajo: su brazo derecho.

Con el restablecimiento del orden constitucional en 1917, se retiró a la vida privada para atender sus negocios particulares. Regresaba a su estado natal como el caudillo vencedor, admirado y aplaudido. Durante los siguientes dos años, su hacienda “La Quinta Chilla” prosperó como nunca antes. La producción de garbanzo se convirtió en su mina de oro. Indudablemente le gustaba la vida campirana, pero su desinterés por la vida pública era sólo una apariencia. Bromista, alegre, parlanchín, con una memoria deslumbrante, su lenguaje era el de la simulación. Decía todo sin decir nada, pensaba lo que decía pero no decía lo que pensaba. Se preparaba para ser político.

“Me pareció un hombre que se sentía seguro de su inmenso valer —continúa Martín Luis Guzmán—, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obregón no vivía sobre la tierra de las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hombre en funciones, sino un actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del mundo del teatro, para brillar frente a un público: carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo de la palabra, un farsante”.

“AQUÍ TODOS SOMOS UN POCO LADRONES”

Al acercarse la sucesión presidencial de 1920, el enfrentamiento con Carranza se tornó irremediable. El viejo quiso imponer un candidato civil sin considerar que el heredero natural del poder era Obregón. Con un “madruguete”, Carranza intentó procesar al sonorense por una supuesta conspiración contra el gobierno, pero siempre un paso adelante, el general huyó de la ciudad disfrazado de fogonero al tiempo que iniciaba la revolución de Agua Prieta en el estado de Sonora, encabezada por dos de sus más fieles hombres: Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles.

El asesinato de Carranza en mayo de 1920 le dejó el camino libre. Obregón cumplió con la mexicanísima tradición de hacer legal lo ilegítimo: si bien los sonorenses habían derrocado a carranza por las malas —rebelión más asesinato—, el manco de Celaya quiso taparle el ojo al macho y vestirse de demócrata, buscó llegar a la presidencia por la vía legal, hizo campaña electoral y ganó las elecciones. El 1 de diciembre protestó como presidente constitucional. “Aquí todos somos un poco ladrones, la diferencia es que mientras mis rivales tienen dos manos, yo sólo tengo una” —dijo Obregón. Se sentó en la silla presidencial y se sintió muy cómodo, estaba hecha a su medida.

El nuevo presidente comenzó la reconstrucción del país después de tantos años de violencia revolucionaria; se negociaron acuerdos internacionales en materia bancaria para solucionar el problema de la deuda mexicana; las vías férreas y los caminos dañados por la revolución fueron reconstruidos; comenzó el reparto agrario y la voz de los obreros se hizo escuchar a través de las primeras organizaciones sindicales. José Vasconcelos recordaría años después:

Las ideas revolucionarias, que en algunos otros ‘generales’ producían un caos mental, a Obregón lo dejaban sereno, pues era un convencido de los métodos moderados y su aspiración más profunda era imitar los sistemas oportunistas de Porfirio Díaz. Era militar estricto en campaña, pero amigo de las formas civiles en la vida ordinaria y en el gobierno. Poseía el talento superior que permite rodearse de consejeros capaces, y aunque su comprensión era rápida, sus resoluciones eran reflexivas. Los primeros años de su gobierno determinaron progreso notorio de todas las actividades del país. La agricultura y el comercio prosperaron bajo una paz que no era fruto del terror, sino de la tranquilidad de los espíritus y de la ausencia de atropellos gubernamentales.

Le sentaba bien la presidencia. Paladeaba el poder con gusto norteño. Era un improvisado de la política pero, con sonrisa franca y alegre carácter, se dejó guiar por su pragmatismo reuniendo bajo la sombra de la silla presidencial a hombres notables. Al igual que Porfirio Díaz, dejó hacer en todos los ramos de su administración, pero las decisiones de orden político se concentraban en última instancia en su voluntad.

A nadie resultó extraño que llegara al poder un general, ranchero, escasamente culto y fanático de los toros. “Tenía Obregón la preparación de la clase media pueblerina que lee el diario de la capital y media docena de libros principalmente de historia” —escribió Vasconcelos—. Lo verdaderamente sorprendente fue su apuesta por el nacimiento de una cultura propia, puramente mexicana. Bajo su gobierno fue creada la Secretaría de Educación Pública. José Vasconcelos —su titular y el más notable de los ministros del gabinete— emprendió una cruzada educativa que se desarrolló entre la realidad y cierta utopía romántica y personal.

EL OTRO CENTENARIO

El 21 de mayo de 1920, Álvaro Obregón recibió a José Vasconcelos en la estación del ferrocarril. Llegaba a la Ciudad de México luego de varios años de exilio debido a su manifiesta oposición a Carranza. El general y el intelectual ya se conocían, pero la escisión revolucionaria de finales de 1914 los llevó a tomar distintos bandos. El movimiento rebelde contra Carranza —que como una paradoja aquel mismo día había sido asesinado—, los unió nuevamente.

Vasconcelos ocupó la rectoría de la Universidad Nacional a instancias del presidente interino, Adolfo de la Huerta. Una vez en el poder, Obregón lo ratificó y apoyó el proyecto de crear una Secretaría de Educación; hasta entonces, la educación no contaba con su propio ministerio, siempre había estado unida a las bellas artes.

Mientras se organizaba el nuevo ministerio, Vasconcelos tuvo que involucrarse con una ocurrencia del nuevo gobierno: celebrar el Centenario de la consumación de la independencia en 1921 con una serie de fiestas y espectáculos populares, para darle un sentido distinto de las que organizó con fastuosidad el gobierno de Porfirio Díaz en 1910.

La celebración era un despropósito dadas las circunstancias del país. México atravesaba por una terrible situación económica; las arcas públicas estaban vacías; la sociedad se encontraba polarizada aún por el asesinato de Carranza; la nueva administración no contaba con el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos, las vías de comunicación estaban destruidas mayormente luego de tantos años de guerra. Parecía evidente que no era momento para fiestas. José Vasconcelos, ministro de Obregón, escribió al respecto: “nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas”.

Y sin embargo, nadie pudo detener el proyecto del “otro” Centenario. El comité organizador se encargó de preparar desde conciertos de ópera hasta desfiles militares; música popular en las principales plazas, corridas de toros, cine, teatro, juegos deportivos. El mes de septiembre comenzó acompañado de grandes recepciones, banquetes y fiestas. Vasconcelos diría al respecto: “...El alboroto de las fiestas emborrachaba a la ciudad, deslumbraba a la república.”

Diversos y emotivos fueron los eventos del Centenario de la consumación de la independencia. La programación de la temporada de ópera estuvo a cargo de un hombre que era un fanático y además practicante del bell canto: el expresidente Adolfo de la Huerta. Se organizaron verbenas populares en el Zócalo y “noches mexicanas” en el Bosque de Chapultepec. Del 11 al 17 de septiembre, se conmemoró la ‘Semana del niño’, con la realización de conferencias, exposiciones y festivales infantiles y el día 15 más de 70 mil niños de diversas escuelas de la república, juraron lealtad a la bandera mexicana.

Durante una semana las puertas de teatros y cines se abrieron para que la gente pudiera ingresar a las funciones de manera gratuita. Además, se vendieron decenas de miles de boletos a un precio bajísimo —subsidiados por el gobierno— para que los obreros pudieran asistir al teatro con sus familias.

El Centenario de la consumación propició el estreno de obras patrioteras. La compañía del Teatro Principal estrenó La bandera trigarante de los hermanos Alberto y Alejandro Michel. Los cronistas de espectáculos criticaron severamente el uso de la bandera con fines políticos. En el Teatro Esperanza Iris se presentó una zarzuela titulada Las fiestas del Centenario, al final, en una apoteosis en la que aparecían personajes políticos mexicanos, figuraba el general Álvaro Obregón, presidente de la república, al lado de Hidalgo, Juárez, Porfirio Díaz y Madero, caracterizados fielmente por los actores. Irónicamente al aparecer el actor caracterizando a don Porfirio una estruendosa ovación no se hizo esperar; en cambio, un silencio incómodo se produjo cuando hizo su entrada el personaje de Carranza —asesinado el año anterior, presumiblemente por los sonorenses—. En funciones posteriores fueron suprimidos ambos personajes.

Las fiestas por el Centenario de la consumación no tuvieron ni la importancia, ni el lujo ni el impacto de las de 1910. Indudablemente fueron días de entretenimiento para la gente, pero no dejaron nada más. El nuevo régimen ni siquiera podía justificar históricamente la conmemoración pues Iturbide había sido arrojado al infierno cívico de la patria y desde la época de Maximiliano no se le rendía reconocimiento.

Paradójicamente, unos días después de concluidos los festejos, el congreso retiró el nombre de Iturbide en letras de oro que se encontraba en el muro de honor de la cámara. José Vasconcelos escribió: “nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, ni volvieron a conmemorarse después. Aquel centenario fue una humorada costosa. Y un comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde.”

LA MEXICANIDAD, ÍMPETU DE LA CULTURA

“Al decir educación me refiero a una enseñanza directa de parte de los que saben algo, en favor de los que nada saben —expresó José Vasconcelos—; me refiero a una enseñanza que sirva para aumentar la capacidad productiva de cada mano que trabaja, de cada cerebro que piensa [...] Trabajo útil, trabajo productivo, acción noble y pensamiento alto, he allí nuestro propósito. Esto es más importante que distraerlos en la conjugación de los verbos, pues la cultura es fruto natural del desarrollo económico...”

El 29 de septiembre de 1921 fue creada la Secretaría de Educación Pública y el 12 de octubre siguiente, José Vasconcelos asumió el cargo como secretario. Comenzó así una intensa campaña en contra del analfabetismo y a favor del desarrollo de escuelas rurales, de la creación de bibliotecas, del impulso a las bellas artes, de la edición de libros. Había un proyecto nacionalista atado a la cultura universal.

“La obra de la secretaría debía ser triple en lo fundamental, quíntuple en el momento —escribió Vasconcelos—. Las tres direcciones esenciales eran: escuelas, bibliotecas y dirección de las bellas artes. Las dos actividades auxiliares: incorporación del indio a la cultura hispánica y desanalfabetización de las masas. Cuando nosotros empezamos a crear no había, ni en la capital, una sola biblioteca moderna bien servida”.

La virtud de Obregón fue permitirle a Vasconcelos hacer y deshacer. Desde la trinchera de la Secretaría de Educación Pública, el ministro alentó el surgimiento de la mexicanidad, parida por la revolución y desconocida hasta entonces por la sociedad mexicana.

Del afrancesamiento porfiriano quedaban sólo escombros. La cultura, la educación, el conocimiento del nuevo estado debía abrevar de dos fuentes: los clásicos de la cultura universal y los valores mexicanos. Vasconcelos se comprometió con su idea, proyectó obra espiritual y obra material. Por cuatro años México se convirtió en la capital cultural de América Latina, el viejo sueño bolivariano de la unidad continental parecía cumplirse al menos en el ámbito de la educación y la cultura.

Desde el ministerio se emprendieron un gran número de obras por todo el país: escuelas públicas, bibliotecas, se construyó el Estadio Nacional en la Ciudad de México, porque de acuerdo con la visión vasconcelista de la educación, no era suficiente con la formación intelectual de las nuevas generaciones, también era indispensable el ejercicio físico “Mente sana en cuerpo sano”, era la frase del momento.

A través de la Secretaría de Educación se desarrollaron programas como los desayunos escolares para los alumnos de escasos recursos, se organizaron misiones culturales, a través de las cuales, los maestros recorrieron el país llevando la letra escrita, libros y enseñanza. Para este programa Vasconcelos se inspiró en los misioneros del siglo XVI que recorrieron el territorio novohispano para evangelizar a la población.


El presidente Álvaro Obregón y el licenciado José Vasconcelos durante una ceremonia de entrega de diplomas de la Secretaría de Educación Pública, ©42024, ca. 1922. Secretaría de Cultura-INAH, SINAFO.

El secretario de Educación impulsó un amplio programa editorial que contempló la publicación masiva de los “clásicos” de la literatura y cultura universal con la intención de que llegaran al mayor número de lectores posibles aunque, por entonces, el nivel de analfabetismo todavía era escandaloso, rebasaba más del 90% de la población. También se publicaron importantes revistas culturales como El maestro.

Fueron años fundacionales para la cultura. Luego de la turbulencia revolucionaria, la sociedad encontró en las raíces de lo mexicano —su paisaje, su historia, sus tradiciones, su música, sus letras— elementos para las nuevas creaciones. A partir de 1922, Vasconcelos entregó a Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros artistas, los muros de distintos edificios públicos para que plasmaran su propia visión de la historia y la cultura nacional, dando pie al nacimiento del muralismo mexicano. En ese mismo año, Vasconcelos viajó a Sudamérica para asistir a las fiestas del Centenario de la independencia de Brasil.

Para Vasconcelos era fundamental que la gente se acercara a otras manifestaciones del arte y la cultura a través de los espectáculos y, por lo cual, desde la Secretaría de Educación Pública se organizaron conciertos sinfónicos los domingos por la mañana, primero en los teatros, y poco después al aire libre.

“Llevé a uno de estos conciertos a Obregón —escribió Vasconcelos— que tenía bastante sentido de la cultura para soportarlos. Le gustaban, sin embargo, más los festivales al aire libre. Por el momento, a mí también, porque ellos eran creación y germen para el desarrollo de muchas artes nacionales, del traje, la danza y el canto. Sacar el espectáculo al sol era una de mis preocupaciones”.

En una ocasión, se presentó Electra en uno de los teatros de la capital a la cual asistió Vasconcelos; terminada la obra le pidió a la empresa que ofreciera la misma puesta en escena en el viejo Hemiciclo de Chapultepec, al aire libre. El artista Roberto Montenegro improvisó un escenario griego y la representación fue un éxito.

Siguiendo el ejemplo puesto por Vasconcelos durante su gestión como secretario de Educación Pública, en los siguientes años se construyeron teatros al aire libre, como el de San Juan Teotihuacan (1925), al cual fue el presidente Calles no pocas veces; el teatro al aire libre de la colonia Hipódromo-Condesa (1928), obra de los arquitectos Leonardo Noriega y Francisco Xavier Stavoli, estilo art-déco y que fue bautizado con el nombre de Charles Lindbergh, luego de que el famoso piloto que hizo el primer vuelo trasatlántico de Nueva York a París en 1927 sin escalas, viniera de visita a México. Otro teatro al aire libre fue el de Balbuena construido en 1929 al igual que la carpa itinerante “Morelos”, erigida a instancias del gobierno del Distrito Federal para llevar espectáculos a distintos puntos de la ciudad.

Algunos intelectuales, escritores y artistas, decidieron también presentar una alternativa cultural al teatro de revista. En enero de 1928 comenzó la primera temporada del Teatro Ulises, en un improvisado local de la calle de Mesones, donde se montaron obras inéditas y de autores hasta ese momento desconocidos, traducidas por intelectuales de la talla de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Antonieta Rivas Mercado, entre otros. Fue la misma Antonieta, la que impulsó, un año después, junto con Carlos Chávez, la creación de la Orquesta Sinfónica de México, que inició su temporada de conciertos en el Teatro Esperanza Iris.

Al finalizar la década de 1920, el Atlas General del Distrito Federal señalaba como principales centros de espectáculos de la Ciudad de México, “el Teatro Principal, en la calle de Bolívar; Teatro Iris, en la calle de Donceles; Teatro Fábregas, en la calle de Donceles; Teatro Ideal en la calle de Dolores; Teatro Lírico, en la calle República de Cuba; Teatro Politeama, entre la Plaza de las Vizcaínas y San Miguel; Teatro de la Comedia (antes Hidalgo) en la calle de Regina; Teatro Regis, en la avenida Juárez”.

EL FIN DE LA UTOPÍA

La situación política hacia finales de 1923 puso fin a la cruzada educativa de José Vasconcelos. Con la sucesión presidencial en ciernes, a fines de 1923, Adolfo de la Huerta renunció a la Secretaría de Hacienda para lanzarse a competir por la silla presidencial. Obregón le cerró el paso. Tenía ya designado al sucesor: Plutarco Elías Calles. Don Adolfo se opuso a la imposición y se levantó en armas. Para hacer frente a la rebelión, y buscando tener el reconocimiento de Estados Unidos, el gobierno obregonista firmó los Tratados de Bucareli que favorecían a las compañías petroleras establecidas en México.

Con el apoyo gringo, el presidente, que no permitía desafíos militares, encabezó personalmente la campaña contra los rebeldes y para mayo de 1924 regresó victorioso a la Ciudad de México. Entre 1920 y 1924, la vieja guardia de la revolución desapareció a manos del obregonismo. Fueron víctimas de la traición, del asesinato o del paredón de fusilamiento durante la revolución delahuertista.

A principios de 1924, Vasconcelos presentó su renuncia al no esclarecerse el asesinato de Field Jurado, senador que criticó la firma de los Tratados de Bucareli, pero el presidente Obregón la rechazó. Vasconcelos permaneció unos meses más al frente de la secretaría y alcanzó a ver concluida la gran obra material del régimen: el Estadio Nacional.

Pero el fin de su gestión sólo era cuestión de tiempo: en julio renunció definitivamente y presentó su candidatura al gobierno de Oaxaca, la cual perdió ante el candidato oficial. Dada la situación política del país, Vasconcelos decidió retirarse a la vida privada. Por entonces comenzó a circular su revista La antorcha, en su primera época; posteriormente salió del país y durante varios años recorrió Europa y se estableció en Estados Unidos.

La luz de personajes como Vasconcelos, Adolfo de la Huerta, Manuel Gómez Morín, Antonio Caso —ocupando cargos en diversos niveles de su administración— se apagó por completo.

En 1924, Obregón depositó la banda presidencial en manos de Calles y regresó a su hacienda en Sonora para dedicarse otra vez a los negocios particulares. Era un hombre visiblemente viejo a los cuarenta y cuatro años. Había aumentado de peso considerablemente y su carácter se endureció aunque por momentos se le podía escuchar alguna frase graciosa. “Tengo tan buena vista —solía comentar— que desde aquí vigilo la silla presidencial”. Todos lo sabían, incluso Calles: su mirada estaba puesta en la reelección —su fuente de la eterna juventud.

Desde su tierra natal, Obregón movió los hilos de la política para impulsar la reforma constitucional que le permitiera regresar a la presidencia para el periodo 1928-1932. Aparentemente había sonorenses para rato. Sin mucho problema el congreso “le dio tormento a la Constitución” y reformó el Artículo 83. Obregón lanzó por segunda vez su candidatura a la presidencia.

El camino hacia la reelección fue construido con sangre. Con la de sus opositores —Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez— y con la suya. Aún así, antes de la primera y única derrota de su vida —frente a la muerte—, Obregón desafió a su destino en dos ocasiones más. En octubre de 1927, en Chapultepec fue víctima de un atentado dinamitero del cual salió ileso. Su fallido victimario no corrió con la misma suerte: al día siguiente, Luis Segura Vilchis y el padre José Agustín Pro —supuesto cómplice— fueron pasados por las armas. Días después, en Orizaba se verificó un nuevo atentado sin consecuencias para el general.

Cansada del pretencioso general, la muerte lo saludó en el restaurante La Bombilla de San Ángel. Un retrato de su rostro y una pistola en manos de José León Toral cegaron su futuro a los cuarenta y ocho años de edad. No podía ser de otra forma: la reelección le costó la vida. La lucha por la no reelección había costado 1 millón.

“De todos los personajes de la revolución —escribió Ramón Puente— Obregón es el más dramático, quizás el más complicado en psicología por la variedad de matices y por la rapidez con que se improvisa militar y político. Militar de prudencia combinada con osadía y político de entusiasmo renovador, amalgamado a una frialdad impresionante de hielo. Sobre él es prematuro todo juicio con pretensiones definitivas”.

Años después, cuando se habían apagado las pasiones para dar paso a los recuerdos. José Vasconcelos desempolvó su memoria y en su obra Breve Historia de México, reconoció lo que habían sido para la educación aquellos años obregonistas:

“En educación pública, bajo un programa nacionalista y libre de odios religiosos, se emplearon por primera vez hasta cincuenta millones de pesos al año, que sí constituyen excepción en nuestro pobre país, porque siempre se gasta el setenta por ciento de sus rentas en soldados que nunca han sabido defenderle el territorio. Las escuelas de la época de Obregón, el Ministerio de Educación, que entonces se creara, son el orgullo de aquella administración y también del movimiento revolucionario entero, que no tiene obra constructiva comparable”.

Álvaro Obregón

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