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Introducción

«Este es el mayor grado de dignidad en los seres humanos, que no por otros, sino por sí mismos

se dirijan hacia el bien».

(Sto. Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola

de san Pablo a los Romanos, capítulo II, lección tercera)

La inmensa obra y la lucidez de entendimiento de santo Tomás de Aquino (1225-1274) son desconocidas por la gran mayoría de los cristianos. De lo contrario, podrían beneficiarse del enorme esfuerzo intelectual llevado a cabo por alguien a quien James Joyce, nada sospechoso de filo­catolicismo, consideraba «uno de los ingenios más preclaros que ha producido la humanidad».

De la obra tomista se han hecho miles de glosas y comentarios, pero, salvo en la literatura especializada, no se acude a su texto con la deseable frecuencia. Eso se debe quizá a lo árido que resulta su estilo, a primera vista. Al escribir, Tomás de Aquino no pretendía emocionar, sino persuadir con razonamientos. Para eso acude a centenares de fuentes, entre las cuales se encuentran las obras de los anteriores escritores cristianos, en especial de san Agustín —para discrepar de él en ocasiones—. Pero también de musulmanes como Avicena, y de judíos como Maimónides. Y, antes que nadie, en lo que respecta a la filosofía, acude a Aristóteles, aunque cada vez brilla con más clari­dad la influencia de Platón, a través de san Agustín y de otros escritores neoplatónicos.

En Tomás de Aquino la filosofía hunde sus raíces en la metafísica del ser, lo que a su vez enlaza con la teología, porque Dios es el ser por esencia y todos los demás lo son por participación. Sin la radicalidad del acto de ser no se entiende la filosofía tomista: Ser (esse) como acto, como verbo, aunque también se emplee seres para referirse a los entes (ente es lo que “tiene” ser).

A partir de ahí santo Tomás escribe sobre lo divino y humano, con una precisión y una agudeza que aún asombran. Para facili­tar un acercamiento a la obra de este gigante del pensamiento se ha hecho la presente selección, tomada de su obra más madura, la Suma teológica.

Dos temas conviene subrayar: primero, el de los “trascendentales”, es decir, aquellas propiedades que convienen al ente en cuanto ente: unidad, verdad, bondad y belle­za, y que, a la vez, son las grandes aspiraciones y posibilidades del ser humano y el horizonte de sus actuaciones; segundo, el de la acción humana, en la que se destaca, antes que nada, el libre albedrío. La frase que inicia esta introducción alude al recha­zo de Tomás de Aquino a toda imposición intelectual: la mayor dignidad del ser humano es ir, por sí mismo, en busca de la verdad y del bien. No hay educación sin autoeducación. Pero en la autoeducación es bueno servirse de quienes han pensado mucho y bien. Y uno de ellos es Tomás de Aquino.

Para entender y disfrutar con estos textos es preciso familiarizarse con términos acuñados por Aristóteles. Bien mirados, casi todos ellos son fácilmente comprensibles y casan con el sentido común.

Entre los términos que hay que entender está el de forma, que equivale a acto. En nuestro lenguaje, estar en forma es tener la mejor disposición para actuar. Chesterton, en su espléndido libro sobre santo Tomás, escribe: «En lenguaje tomista, formal significa actual, real, que posee la decisiva cualidad real que hace que una cosa sea lo que es. En líneas generales, cuando describe una cosa hecha de forma y materia, reconoce con mucha razón que la materia es el elemento más misterioso, genérico e indistinto, y que lo que imprime a cada cosa su identidad es la forma (...). La forma es el hecho que hace que un ladrillo sea un ladri­llo y un busto un busto, y no la arcilla informe y aplastada con lo que se puede hacer lo uno y lo otro». A lo que se puede añadir que lo que solemos entender por forma, por ejemplo, en la estatua, no es más que la figu­ra. La forma es lo que está en el interior del artista, lo que pretende hacer (y por eso es causa final), y lo que hace que esa materia tenga esa figura.

Otros términos básicos son potencia y acto. Santo Tomás sostiene que, en cada momento, cualquier realidad creada es algo, es acto, pero no es todo lo que puede ser; por tanto, está en potencia para lo que puede ser. Es lo que, en el lenguaje común, decimos de algo que tiene mucho potencial o muchas potencialidades.

Es bueno saber también, de antemano, qué se entiende por substancia y accidente. Substancia es aquello a lo que corresponde ser en sí y no en otro. Se dice principalmente del singular existente, del individuo, es decir, del in-diviso: esta piedra, esta planta, este animal, este hombre. Substancia es lo principal, y si se carece de substancia se habla metafóricamente de que es algo insustancial. A los accidentes (cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, tiempo, lugar, situación, hábito) les corresponde “ser en otro”, no en sí. Lo blanco es una realidad, pero no se da por separado sino siempre en una sustancia (cosa, planta, animal, hombre): nadie ha visto nunca a “lo blanco” ir por la calle. El tamaño de algo no se da sepa­rado; es el tamaño de este o aquel ente. El lugar no existe por sí mismo, sino que las cosas están en un lugar (ubicadas) y dentro del lugar (situadas). El accidente, hábito o forma de presentarse algo —una de cuyas formas es lo que hoy llamamos look—, también necesita una sustancia para darse.

Chesterton hace un buen resumen de la tarea de Tomás: «Dios hizo al hombre para que fuera capaz de entrar en contacto con la realidad. Y lo que Dios ha unido, que no lo separe ningún hombre».

Se ofrecen aquí solo unos pocos textos, cuando podrían ser miles. Pero se proponen como un aperitivo y una incitación a la lectura. Tomás de Aquino es un clásico y tiene la perennidad de las catedrales. Nunca presumió de ello, nunca fue ostentando su propio yo. Al final de su vida, después de una experiencia mística, le confesó a su secretario, fray Reginaldo: «No puedo escri­bir más. He visto cosas que hacen que todos mis escritos sean como paja».

La Divina Comedia, de Dante, está atravesa­da de principio a fin por la doctrina de Tomás de Aquino, que aparece en el canto décimo del Paraíso y desaparece en el decimotercero, cuando el protagonismo es para Beatriz, la amada de Dante y a la vez símbolo de la Teología. Tomás de Aquino explica muchas cosas a Dante, y este lo presenta como sin duda fue, amable, sonriente: «Y yo sentí muy dentro aquella luz que antes había hablado (Tomás), empezar a hablar sonriendo y volviéndose cada vez la luz más clara».

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