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El romanticismo como matriz del pasaje hacia el posmodernismo
ОглавлениеSiendo legión quienes comentan los temas del pasaje a la actual sociedad mediática sería abrumador nombrarlos; no lo es menos mapear los hitos filosófico-literarios que desde la crisis de la razón y el surgimiento del romanticismo marcan el camino académico hacia el posmodernismo. El historiador de las ideas Isaiah Berlin ubica ahí un punto de viraje, un cambio radical del marco conceptual, donde los problemas previos pasan a vivirse como remotos, obsoletos o ininteligibles, como “restos de confusiones de un mundo ido”.7 En el modelo romántico del arte, afirma, la creación se da a partir de la nada, ex nihilo: el arte, convertido en la actividad autónoma fundamental del hombre, no es imitación ni representación sino expresión, mostrando la chispa divina de cada uno, sicut Deus.
Aunque la abrogación de las nociones de verdad y falsedad suele atribuirse a la insistencia de Nietzsche en la “muerte de las evidencias”, el tema puede rastrearse casi un siglo antes. Cabe atribuir al romanticismo raíces alejadas en las tradiciones germánicas del Volk y, en territorio filosófico, en los idearios de Giambattista Vico y de Jean-Jacques Rousseau, a quien el filósofo de la historia y del arte Roger Collingwood8 considera el padre del romanticismo. El filósofo polaco-norteamericano Lészek Kolakowski ubica como manifiesto inicial de la ideología romántica a la conferencia inaugural de Friederich Schiller en Jena en 1789, abriendo el cuestionamiento de la idea de conocimiento y la contraposición frontal de subjetividad y conocimiento. Para Schiller, advierte Kolakowski, hechos y eventos son ensamblajes arbitrarios, donde “cualquier construcción, cualquier selección, cualquier estructura... vale tanto como cualquier otra”.9 Allí la subjetividad presente engendra el pasado, con la singular ventaja de que queda de lado la necesidad de aprender.
Por su parte, el historiador de las ideas de Oxford Isaiah Berlin ubica también en Schiller −en su obra como dramaturgo− el pasaje desde la cosmovisión moderna hacia el romanticismo, con la expansión de la noción de libertad y la idea de que es función preclara de lo humano desprenderse de la naturaleza. Idea vehiculizada por la voluntad, no por la razón y, menos aún, por los afectos, dado que el hombre los comparte con los animales. La idea de libertad se desamarra de toda idea de razón y la voluntad se contrapone en calidad de desafío a la naturaleza y a la convención.10 Allí, donde la subjetividad emerge del desafío, el personaje de la Medea de Racine, quien para vengarse del abandono por parte de Jasón mata a los hijos concebidos en común, es para Schiller una heroína trágica, quien exhibe en el crimen su libertad y autonomía triunfando sobre el amor maternal, esto es, sobre la naturaleza.
Actuar, ser amo de uno mismo en vez de ser actuado en forma pasiva es lo esencial. Con su énfasis en el protagonismo Gottlob Fichte, otrora discípulo de Kant, revierte la postura de su maestro para quien el hombre es un engranaje a merced de fuerzas externas.11 Rastreando en lo literario las raíces de la cosmovisión romántica, Isaiah Berlin destaca el borramiento de los límites entre filosofía y literatura y la extensión del modelo del arte a todos los ámbitos: en el arte, sostiene Schiller, el hombre se autonomiza de las cadenas de la causalidad. La prioridad del modelo del arte exacerba en Fichte una celebración de la voluntad y la acción donde la autoconciencia como sujeto surge de la confrontación: siendo que la necesidad de actuar genera nuestra conciencia del mundo y la autoafirmación, transformarse a sí mismo y transformar al mundo por el ímpetu de una voluntad indomable es deber sagrado. Pierden validez los intentos de objetivar los fines humanos pues no cabe descubrirlos sino crearlos: la creación es creación a partir de la nada, en una estética de la creación pura que abarca toda acción y toda ética. La imaginación deviene generativa tal como la voluntad de Dios generó al mundo y no hay lugar para reglas dadas pues solo existirán las que creamos.12 Análogamente, conocer consiste en imponer un sistema cuyas leyes no se tomarán de los hechos sino de nosotros mismos.13
Aún antes de Schiller, de Hölderlin, de Fichte y de Nietzsche, en la ancestral tradición germánica el peso salvífico del Dichter, destaca el crítico literario George Steiner en Una lectura contra Shakespeare, no se transmite fácilmente a otras culturas: así, el término “poeta” usado en inglés −y, agrego, en otras lenguas− no da lugar a las dimensiones adánicas del término germano. El auténtico Dichter, sostiene con fervor Steiner, es excepcional. Cito sus términos:
“La verdadera Dichtung da testimonio. ‘Conoce objetivamente’ en el sentido concreto en que la nominación de las formas vivientes del Edén por parte de Adán correspondía precisamente a la verdad. (...) Como Adán, el Dichter nomina lo que es, y su nombrar define, encarna su verdadero ser.”14
Tal “conocer objetivo” de la Dichtung como decir poético se distingue netamente, añade, del conocer cotidiano y del conocimiento científico. En el caso de Martin Heidegger, afirma Steiner, “el Dichter... ‘habla el Ser’. Es ‘el pastor del Ser’; en la custodia del Dichter el hombre se acerca más a lo que es (a lo que podría ser si es que va a ser hombre).”15 Tal función es a la vez ética y salvífica. Destaco a mis fines que Heidegger fue eje del pensamiento francés de la posguerra −la época de las “tres H”, Hegel, Husserl y Heidegger− y que ahí la función poética asume valor profético: el Dichter relata eventos futuros desde el lugar de los dioses, con lo cual la retórica instituye la realidad.
En el arte romántico, la obra de Richard Wagner ilustra la expansión de las expectativas de un renacer emancipatorio que avanza desde el drama musical hacia la sociedad global, aunando en su “obra de arte total”, dice el historiador de Oxford J. W. Burrow16, el papel de la tragedia en la Grecia antigua con la tradición del Volk de las mitologías teutónicas. Que ahí el Mythos asume la magna función de la re−creación avala a Roger Collingwood17 en la afirmación de que el mito asume siempre la forma de una teogonía.
Solo el mito libera en las tradiciones del Volk y de la Dichtung, del pueblo y su enunciación, que compartían Wagner y Nietzsche. El romanticismo significó para Wagner, dice Burrow, a la vez “la aprehensión inmediata, poética, de lo verdadero en formas inaccesibles al pensamiento analítico, y... la creación colectiva de un pueblo, de un Volk”,18 en vías a la redención espiritual mediante la revitalización del mito en el arte.
Por su parte Enrique Racker, en medulosa consideración de la obra y personalidad de Wagner cita a Thomas Mann: “Wagner reconoce que su arte y su dolencia son una sola y misma enfermedad”,19 subrayando que llamaba delirio consciente a su arte. Por motivos de espacio no detallaré las idas y vueltas del tema, que Racker desglosa magistralmente en el periplo de sus dramas musicales: diré solo que en cuanto a la dimensión teológico−demiúrgica de la producción wagneriana y más generalmente del romanticismo, Racker destaca que casi todos los héroes wagnerianos son a la vez deicidas y crucificados y anota que hacia el final, cayendo en la enfermedad mental, Nietzsche se identificaba con el Crucificado.20
El exaltado sentido wagneriano de cumplir una misión sublime se acicatea en el caso de Nietzsche por su convicción de la afinidad profunda entre el filósofo y los fundadores de religiones.21 Habiéndome referido a estos temas nietzscheanos en otro trabajo,22 me limitaré a resumirlos. Para Nietzsche la pérdida del mito es la pérdida del hogar primordial, del mítico seno materno, la pérdida de la extática ilusión artística, y la pérdida de la autoaniquilación orgiástica del impulso dionisíaco en el seno de la Unidad Primordial y es, por ende, la ruina de la tragedia y el ocaso del héroe épico −Prometeo, Edipo, Orestes− que tras diferentes máscaras es siempre el Dionisos de los misterios sufriendo los desgarros de la individuación. El artista asume el rol del artista supremo, Prometeo, pues, sostiene, en la concepción aria lo sublime solo se logra a través de un crimen: la transgresión es la suprema virtud prometeica en los esfuerzos del individuo de devenir un ser humano único, contraponiéndose a la moral semítica y cristiana, la moral de los esclavos que deberá ceder ante una nueva aurora en la renacida primacía de Dionisos.23
Las vicisitudes del pasaje por vía del romanticismo hacia la negativa posmoderna de la posibilidad de conocimiento válido se anuncian en Nietzsche desde el vamos en los Cuadernos sobre la verdad de comienzos de la década de 1870 donde, señala Breazeale, sostiene que el arte es más honesto que la ciencia pues restablece la legitimidad de la ilusión, que había sido denigrada por la ciencia.24 Dicha contraposición se amplía en Más allá del bien y del mal, en palabras que merecen citarse in extenso:
“Hay verdades que son reconocidas mejor por mentes mediocres que les son afines; hay verdades que sólo tienen encanto y seducción para los espíritus mediocres: llegamos a este quizás desagradable enunciado recién ahora, cuando el espíritu de ingleses respetables pero mediocres −menciono a Darwin, John Stuart Mill, y Herbert Spencer− comienza a predominar en las regiones medias del gusto europeo. En verdad, ¿quién puede dudar de la utilidad de que a veces tales espíritus reinen? Sería un error suponer que los espíritus de tipo elevado que planean en sus propios rumbos sean especialmente hábiles en cuanto a determinar y recolectar muchos hechos pequeños y comunes y extraer luego de ellos conclusiones; por el contrario, al ser excepciones, están desde un comienzo en desventaja en cuanto a ‘reglas’. Finalmente, tienen algo mejor que hacer que la mera adquisición de conocimientos −ser algo nuevo, significar algo nuevo, representar nuevos valores. Quizás la brecha entre conocer y poder ser sea mayor y más enigmática de lo que se supone: quienes pueden hacer cosas en el gran estilo, los creativos, deben quizás carecer de conocimientos −mientras que para los descubrimientos científicos del tipo de los de Darwin una cierta estrechez, una aridez, y una inteligencia industriosa, algo inglés en resumen, podrían no ser una mala disposición.”25
Poco cabe agregar a esta contraposición entre la mediocridad adscripta al conocer, a la indagación y la interpretación en el ámbito de las ciencias y la alta estima acordada al poder ser en un género interpretativo diferente, el “gran estilo” del protagonismo artístico. Solo cabe agregar que, pese a esa tajante valuación nietzscheana, en la indagación psicoanalítica no valen los protagonismos a gran estilo, debemos conformarnos con algo más asequible y más modesto: deslindar hechos pequeños y comunes y colegir de ellos conclusiones, en un doble trabajo de las evidencias por parte del analizado y del analista.
Ocurre que la exigencia de certezas distorsiona la relación de conocimiento, allanando el camino para negar de plano, en áreas cruciales, la posibilidad de conocer. Tal sucede con Nietzsche, a quien una vivencia abrumadora de crasa injusticia por no acceder al conocimiento absoluto lo lleva a sostener que “la verdad mata −se mata aún a sí misma.”26 La exacerbada vivencia de injusticia ante la ausencia de acceso a una versión hiperbólica de la verdad coincide con una visión formalista, prístinamente cartesiana, de qué es ciencia, según la cual “todas las leyes de la naturaleza son sólo relaciones entre x, y, y z. (...) Estrictamente hablando, el conocimiento tiene solo la forma de una tautología y es por ende vacío.”27 Cuando conocer se equipara a la certidumbre lógica y matemática, se abre −como ocurrió con Descartes− un hiatus entre el pensar, la res cogitans −supuestamente transparente para sí misma− y nuestra corporeidad, considerada mecánica y ajena a nuestro verdadero ser en vez de vérsela como constitutiva: esto conlleva un clivaje entre lo empírico como meramente natural y lo autoexpresivo –verbal o protagonizado− como esencia humana. Bajo tales supuestos, Nietzsche procede a enarbolar, en pro de los valores de la vida, las banderas de la “muerte de las evidencias”. Acometiendo contra la idea filosófica de la verdad como certeza ideal, se propone “doblegar el conocimiento a través de los poderes que engendran mitos”28 en una infatigable lucha en pro del arte y contra el conocimiento: alza pues la retórica de autocreación dionisíaca en contra de la ascesis de la moral judeocristiana y de la argumentación socrática.
La cosmovisión nietzscheana no admite la objetivación ni el conocimiento, pues cualquier perspectiva es expresión de la voluntad y toda pretensión de objetividad implica un autoengaño.29 La resultante del nihilismo evidencial en la “muerte de las evidencias” es un vector romántico central, el pasaje −en célebres términos de Karl Marx− del reino de la necesidad al reino de la libertad. Pero si Marx ubicaba su motor en los determinismos económicos y en las virtudes emancipatorias adjudicadas al proletariado, en el análisis de Nietzsche los términos centrales −coincido con Fredric Jameson−30 de dominación y ressentiment organizan su metanarrativa de la historia universal, cuyo motor es el resentimiento de quienes, privados de la única salida válida, la del actuar pleno, se preservan del daño mediante venganzas imaginarias. La tradición judeocristiana, afirma, en una astucia ideológica da vuelta la masculinidad aristocrática de los Herrenmenschen, los amos que Nietzsche personifica en los antiguos griegos, revirtiéndolo hacia el ethos de la caridad y privándolos de su vitalidad y su insolencia aristocrática.
Tal metanarrativa, en términos del deseo en rebelión contra una realidad inclemente y opresiva, otorga a Nietzsche su instrumento central para pensar el devenir histórico, las genealogías, a partir de la segunda de sus Meditaciones Intempestivas, “Sobre los usos y las desventajas de la historia para la vida”.31 Plantea que servirá a la historia solo en la medida en que la historia sirva a la vida, que el olvido es esencial para cualquier tipo de acción y que la fama surgida de los raros momentos de creación establece los enlaces de inmortalidad entre las eras, vehiculizando la protesta ante el paso de las generaciones y lo transitorio de las cosas. Las genealogías, advierte Fredric Jameson, no son narrativas históricas sino perspectivas diacrónicas apuntando a volver perceptible, a la manera de los rayos X, la articulación de un sistema presente, a modo de mensaje socio-simbólico: dichas ideologías del deseo son menos un modo interpretativo que una cosmovisión, cuyo motor de base es la transgresión.32
El engarce entre la narrativa nietzscheana, apuntando a “doblegar el conocimiento a través de los poderes que engendran mitos”33 y el ideario intelectual francés de la posguerra se dio en la enseñanza de Alexandre Kojève, quien contó entre sus alumnos a Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Klossowski, Jean Wahl, André Breton y Jacques Lacan, en tanto Sartre se hacía llegar los apuntes. En rotundo rechazo de nuestra naturaleza animal y de nuestras dependencias afectivas y corpóreas, para el Hegel nietzscheano de Kojève no hay verdad alguna en la ciencia: solo el discurso filosófico aporta verdad, puesto que abarca lo Real concreto, esto es, la totalidad de la realidad del Ser.34 Ahí el hombre se define como tal en base a su Negatividad, esto es, a su capacidad de negar lo dado en sí mismo y en el mundo, en tanto que el deseo genuinamente humano de reconocimiento implica una lucha a muerte, en la negación del deseo natural (o animal) de autopreservación. La verdadera humanidad se da en el enfrentamiento, en la lucha a muerte: vale, pues, para Kojève lo que el escritor Robert Musil destacaba en la preguerra: que los filósofos son gente violenta y agresiva que no teniendo ejércitos a su disposición intenta someter al mundo generando sistemas de ideas.35 En esa línea de dominación se ubica la afirmación de Richard Rorty de que, dado que la filosofía no puede ser ya regina scientiarum, la reina de las ciencias como lo fue hasta la Edad Media, debe tornarse en dominatrix scientiarum:36 el discurrir del filósofo se coloca a sí mismo por encima de las indagaciones de las ciencias.
Como sostuve en otro lugar,37el discurso filosófico de Kojève implementa una dialéctica de autocreación de donde resulta, siguiendo los pasos de Fichte y de Nietzsche, una versión protagonística de la verdad. La manifestación límite de dicho estilo de protagonización emancipatoria a través de la transgresión es la célebre proclama nietzscheana −a un tiempo nihilista y anarquista− en La voluntad de poder: “¡Todo es falso! ¡Todo está permitido!”38
Por fuera de la herencia romántica, en una raíz diferente del “giro lingüistico” de la filosofía del siglo XX, la obra de Ludwing Wittgenstein provee una oportunidad adicional de asistir al modo en que la pretensión de certezas empíricas al modo logicista−cartesiano conduce, como ocurrió con Nietzsche, a una renegación de la empiria aún en instancias cotidianas. Son de especial interés sus notas Sobre la certeza, escritas en sus últimos 18 meses de vida y publicadas por su albacea literario Georg-Henrik von Wright en 1969. Para decir brevemente lo que amplío en otro lugar,39 Wittgenstein sostiene en las Investigaciones filosóficas que no debemos buscar e indagar hechos nuevos sino entender lo que ya está a la vista y que, en vez de intentar penetrar los fenómenos, debemos investigar si estos son posibles y qué enunciados hacemos sobre ellos. Por lo cual, afirma, su investigación es de índole gramatical, preguntándose ¿Qué es el lenguaje? ¿Qué es una proposición? en busca de respuestas dadas de una vez, independientemente de toda experiencia futura.40
Wittgenstein se ubica así en las antípodas del aforismo latino Nomina sunt consequaentia rerum (los términos verbales son consecuencia de los eventos). También en las antípodas de San Jerónimo, traductor de la Biblia al latín y patrono de los traductores, quien ya en los siglos V−VI destacó que no se traduce de palabra a palabra sino de sentido a sentido: tenía bien en claro que el sentido de lo que acaece precede a las palabras y les provee su apoyatura. La prioridad del sentido de lo que sucede en la pragmática de nuestra vida diaria se hace obvia en la inédita cascada de anglicismos que ante los nuevos eventos de la era electrónica invaden nuestra lengua: online, e-mail, delivery, take-away, default ¡para no mencionar marcas comerciales metamorfoseadas en neo-verbos cotidianos, como twittear, googlear o whatsappear!
Dicha prioridad del sentido sobre las palabras –de la pragmática, incluso de la pragmática inconsciente, sobre la semántica− subyace al distingo de los niveles freudianos de las Dingworstellungen (las presentaciones-cosa) y las Wortworstellungen (las presentaciones-palabra) representando a los eventos. Al sostener que los problemas del conocimiento son problemas gramaticales, Wittgenstein transforma el lenguaje en una ontología, esto es, un absoluto, soslayando del todo las relaciones y evidencias fácticas.41
Las notas finales de L. Wittgenstein ni siquiera admiten el argumento de George Moore “He aquí una mano, y he aquí otra”, pues lo vinculado a lo fáctico, por obvio que sea, no le ofrece la clase de certeza que deriva del cálculo matemático: “El cálculo es absolutamente confiable, es ciertamente correcto”.42 Y luego agrega:
“Si todo habla en favor de una hipótesis y nada en contra de ella, entonces tendríamos certeza de su verdad. Podría ponérselo así. Pero, ¿coincide eso ciertamente con la realidad, con los hechos? La pregunta nos indica que estamos dando vueltas en círculo. Existe desde ya la justificación, pero la justificación se topa con un límite.”43
Desde ya, cualquier justificación, tanto en la vida cotidiana cuanto en las ciencias (incluso en las ciencias ideales puramente ideativas, como las matemáticas o las lógicas) se topa con límites, a ser abordados y resueltos en ulteriores indagaciones. Visto su requerimiento de verdad como certeza a priori, utilizando como medida de la veracidad de las teorías en los muy diversos campos del conocimiento empírico las cualidades del cálculo correspondientes a un ámbito puramente ideal, se entiende que Wittgenstein aduzca que Copérnico o Darwin no descubrieron teorías verdaderas sino solo un punto de vista fértil.44 Lo mismo, desde ya, valdría para Freud. Ante tal exigencia de certezas absolutas cabría responder con Albert Einstein que “quienquiera ose erigirse como árbitro en el campo de la Verdad y el Conocimiento naufraga ante las risas de los dioses.”45